There’s class warfare, all right, but it’s my class,
the rich class, that’s making war, and we’re winning
Warren Buffet1
“Denme el control del dinero de una nación, y ya no importará quién haga sus leyes”. La sentencia imputada al fundador de la dinastía Rothschild podría figurar como íncipit de una historia crítica del neoliberalismo. Sus autores explicarían, por ejemplo, cómo en el año 2004 los redactores del Tratado de Lisboa —la frustrada constitución de la Unión Europea— revelaron la lógica que anima la vida política contemporánea. Los constituyentes juzgaron conveniente enfatizar los objetivos del Banco Central Europeo (BCE): organismo independiente en el ejercicio de sus poderes y en sus finanzas; el BCE apoya las políticas económicas siempre y cuando dichas políticas sean conformes al objetivo del Banco, consistente en vigilar la estabilidad de los precios2. El pecado de los legisladores no fue tanto haber traspasado los límites de las materias que habitualmente conforman una Carta Magna; el tropiezo consistió en haber abandonado el alfa y omega del derecho constitucional: transfiguraron intereses particulares en enunciados generales y abstractos. En definitiva, la hipocresía a medias de los constitucionalistas permite abordar un tema tanto más árido que condiciona el funcionamiento de los campos políticos contemporáneos: los vínculos entre los bancos centrales y las políticas económicas de los gobiernos democráticamente electos.
Una versión apologética del neoliberalismo consiste en presentar al Estado como un agente económicamente neutral, cuyas funciones consisten esencialmente en hacer respetar las reglas del libre mercado. Tal idea se apoya en el cambio de orientación de la política económica que, desde la década de 1980 redefine las relaciones entre el banco central (BC) y el Tesoro. Al igual que el viejo liberalismo y el intervencionismo keynesiano —las prácticas que lo precedieron— el neoliberalismo se apoya en un tipo específico de relación entre el Tesoro y el BC. Antes de la Gran Depresión, los bancos centrales eran instituciones con estatutos inciertos, pero controladas por asociaciones privadas de banqueros. Además de garantizar las condiciones dinerarias de la acumulación, sus atribuciones se fueron ampliando en la medida que la concentración bancaria y la violencia creciente de las crisis exigían el desarrollo de una función de rescatista “en última instancia”. El intervencionismo estatal —que se impuso con las catástrofes económicas del periodo de entre guerras— se apoyó en la nacionalización de los bancos centrales; medida cuyo objetivo primordial era someter la autoridad monetaria al poder Ejecutivo, es decir a las directivas del Tesoro. Ese tipo de relación entre autoridades fiscales y monetarias caracterizó tanto al keynesianismo en el Norte como al desarrollismo en el Sur: momentos de gloria del reformismo caracterizados por una mayor participación de los trabajadores en la repartición de las riquezas. Desde un punto de vista de clase, la crisis de la década de 1970 y la estanflación3 develaron el irreductible antagonismo entre, por un lado, las formas colectivas de repartición del PIB y, por el otro, las exigencias de rentabilidad del capital. Las burguesías reclamaron reducciones de los salarios indirectos, de los impuestos sobre los beneficios, así como de los gastos sociales del Estado. Pero para convertir esos objetivos en brújulas permanentes de la política económica —una apuesta nunca totalmente ganada ya que depende parcialmente de las alternancias gubernamentales función de la vida electoral— era menester instalar un candado en el corazón mismo del Estado. La reforma de los estatutos de los bancos centrales invirtió las relaciones entre las autoridades fiscales y monetarias: las primeras quedaron a remolque de las segundas. De la misma manera que la sumisión del BC al gobierno fue una condición de la regulación impuesta al sector financiero después de la guerra, la transformación del banco en un ente independiente está ligada a la desregulación financiera neoliberal.
La independencia del BC codificó jurídicamente una práctica de clase propia de los actuales regímenes de acumulación dominados por el capital financiero. El secreto de la legitimación ideológica de ese tipo de reformas consistió en denunciar el antiguo sometimiento de los bancos centrales a los gobiernos como demagogia. En este razonamiento, déficits, deudas públicas y crisis inflacionistas eran, en última instancia, productos del “laxismo” monetario de los gobiernos. En cambio, el nuevo BC independiente puede oponer, a las decisiones gubernamentales guiadas por intereses electoralistas y cortoplacistas, fallos inspirados por la imparcialidad de funcionarios defensores de un interés general inter-temporal: la estabilidad de los precios. Con ello las orientaciones fundamentales de la política económica están al margen de las alternancias políticas, o sea aguas arriba del momento legitimador de los regímenes políticos modernos, las elecciones. Del Tratado de Maastricht a los actuales chantajes sobre el gobierno griego, pasando por el pacto financiero firmado por los candidatos de la campaña presidencial brasileira de 2002, un solo principio queda evidenciado cum grano salis: la democracia es ovacionada siempre y cuando el partido vencedor acepte al pie de la letra las reglas que resguardan los privilegios de las oligarquías financieras.
En 1993 una reforma convirtió al Banco de México en una institución autónoma. Su objetivo —grabado en la Constitución— consiste en vigilar la estabilidad del nivel general de los precios. Por lo demás “ninguna autoridad podrá ordenar al Banco conceder financiamiento”4. Éstos han sido los principios rectores de la política monetaria bajo la egida de Guillermo Ortiz y Agustín Cartens. Junto con otros correligionarios latinoamericanos, Ortiz forma parte de aquellos “talentos excepcionales” destacados por Alan Greenspan. El ex presidente de la Fed —el BC estadounidense— tiene razón: esos señores contribuyeron de manera decisiva en adiestrar a los trabajadores en moderar sus reivindicaciones salariales, por un lado, y en asegurar las condiciones de auge de las rentas financieras, por el otro. El mismo Ortiz advirtió recientemente que resultaba “esencial mantener un solo objetivo constitucional para el mandato del Banco de México. Esto es importante no solo por su contribución a la credibilidad del BC […] sino también porque ayuda a evitar los “malabarismos” en materia de comunicación que hoy gozan de tanta popularidad”5. Al igual que la mayoría de sus colegas en otros países, Ortiz entiende por malabarismos las veleidades gubernamentales que amenacen los mandamientos del BC. En ningún momento esos funcionarios se interrogan sobre la naturaleza del malabarismo consistente en identificar los edictos del BC con los intereses de la nación y éstos con los de los conglomerados financieros; tejemanejes frecuentemente personificados por esos mismos señores. Por ejemplo, Greenspan nunca se acomplejó de sus relaciones orgánicas con una corporación financiera norteamericana. En Brasil, Pedro Malan, el arquitecto del plan real que baliza la política monetaria desde 1994, ha navegado por diversas corporaciones. En México, finalmente, Ortiz no oculta su trasbordo a la dirección de un gran conglomerado financiero. En una frase, aunado a la duplicidad congénita del oficio de banquero, la seguridad ostentada por esos altos funcionarios en sus aseveraciones es sintomática de la solidez de los preceptos convertidos en ideología dominante.
Desde 2008, ningún observador medianamente honesto puede obviar los contubernios entre los bancos centrales y los grandes centros de la especulación financiera. Quedó en evidencia cómo los bancos centrales —instituciones que en tiempos normales frenan o vetan cualquier pronunciamiento de los aspirantes al poder legislativo en aumentar los gastos sociales— exigen el pleno respaldo de los Tesoros para socorrer grandes conglomerados financieros. Merced a esa colaboración los financieros lograron sustituir dudosos títulos privados por frescas obligaciones públicas, pagaderas con los impuestos y/o la privatización de los patrimonios de las naciones. La toma de conciencia crítica de esos fenómenos condiciona la originalidad y los límites de los movimientos poli-clasistas y portadores de planteamientos reformistas y radicales surgidos de los escombros sociales de la crisis. El enfrentamiento de esos movimientos políticos con la “mayor potencia capitalista” como Marx llamaba al BC —y a través de ésta con los propietarios del capital dinerario— tiene un enorme significado: repensar el sentido mismo de la democracia representativa en las condiciones económicas presentes.
1 Stein “In Class Warfare, Guess Which Class Is Winning”, New York Times, 26 de noviembre 2006.
2 Art. 29 del proyecto de Constitución de la Unión Europea.
3 Combinación de recesión e inflación.
4 Art. 28 de la Constitución mexicana.
5 Ortiz “independencia de los bancos centrales. Avances y retos” (octubre 2013).