ADOLFO GILLY Y LA RAZÓN ROMÁNTICA

Escribía Adolfo Gilly en enero de 1980: “La imagen que persiste y nadie puede sustituir por monumentos o borrar no construyéndolos está en la coherencia entre la vida y las obras de quienes cruzaron por la historia, grandes y pequeños, conocidos y desconocidos. No las que dicen los libros oficiales, sino las que quedan en las cartas, en los escritos, en los recuerdos de los contemporáneos, en el estilo y en la conducta. Ningún monumento alcanza a tapar la mezquindad del alma, así como ninguno reemplaza la generosidad de las decisiones”.[1] Aunque la referencia era la vida del General Felipe Ángeles, el párrafo habla también de la personalidad de Adolfo Gilly: la coherencia entre la vida y las obras fue precisamente la nota dominante de la fructífera y larga vida de este hombre de ideas y de acciones que se autodefinió como “escritor, periodista, político, corrector de pruebas y wobbly de los cuatro oficios”… Cierta modestia sui generis le impedía la presunción y el alarde, que, en cambio, eran prolijos en algunos de sus contemporáneos, desbordantes de narcisismo y egolatría; Adolfo, en contraste, hablaba discretamente con sus actos de generosidad y, sobre todo, se expresaba con sus obras escritas. En su trato personal, más que hablar escuchaba, veía a los ojos con esa mirada penetrante e inolvidable; ponía atención y reaccionaba a lo que recibía. Su discreción tampoco era para reprimir sus orígenes italianos y típicamente argentinos, pues a menudo alzaba la voz y se hacía notar. Sin embargo, como profesor no era histriónico, sino que le gustaba permanecer sentado en su escritorio, a menudo leyendo sus cuadernos escritos a mano, haciendo las pausas pertinentes y, luego, haciendo las acotaciones pertinentes siempre cargadas de sabiduría literaria y profundidad sensible. Nunca daba clases de pie y pocas veces usaba el pizarrón. Y es que Gilly no se formó en la academia; a ella aterrizó tardíamente en su vida, cuando, a principios de los años ochenta del siglo XXI, decidió regresar a México después de su periplo europeo, y optó por quedarse para no volver a dejar su país de adopción, al que le dedicó su obra señera y, más tarde, sus grandes reflexiones vertidas en libros dispares por su magnitud y sus pretensiones. 

El libro emblemático de Adolfo Gilly es, sin duda, La revolución interrumpida. México, 1910-1920: una guerra campesina por la tierra y el poder. Como se sabe, fue escrito en las instalaciones de lo que hoy es el Archivo General de la Nación de México, pero en ese entonces, entre 1966 y 1972, era el célebre Panóptico carcelario nombrado, extrañamente, Palacio de Lecumberri… Un palacio en donde se purgaban penas resultado de sentencias judiciales del fuero común, pero que se hizo también una sede de peculiar efervescencia político intelectual, pues ahí convivieron los presos políticos del régimen, que, al tiempo que encabezaba el Milagro mexicano, cerraba las puertas al pluralismo político y al libre ejercicio del sufragio ciudadano; era la dictadura perfecta porque no era evidente que se tratara de una dictadura. Era, sin duda, un régimen autocrático, pero con una vocación de “reforma social”, lo que llevó al poeta Octavio Paz a usar la figura del “Ogro filantrópico” para caracterizar apropiadamente esa dualidad. Los presos políticos, además de la Guerra Sucia, sobre todo en el estado de Guerrero, eran los elementos de prueba de aquel autoritarismo estatal. Y como no es infrecuente que ocurra debido a las paradojas de las que está hecha la vida misma, gracias a ese autoritarismo estatal, en su versión más personalizada del diazordacismo paranoico, Gilly pudo escribir su libro sobre la Revolución mexicana. En lo fundamental, se trata de un relato ordenado de los acontecimientos políticos suscitados en México entre 1876, cuando el General Porfirio Díaz lanza su Plan de Tuxtepec, se levanta en armas, y arriba al poder estatal mediante esta rebelión, y hasta el gobierno del General Lázaro Cárdenas y sus grandes reformas sociales. ¿Es un libro de historia o de interpretación política de la historia? ¿Se trata de un libro articulado por el interés científico de la descripción objetiva de los hechos, o se trata, en cambio, de un tratamiento ideológico y sesgado doctrinalmente de los sucesos del pasado? Por supuesto, el eje articulador del recuento del acontecimiento revolucionario estaba en la interpretación, la que se refinaba en las varias ocasiones en las que volvió a exponer e interpretar aquella gran “irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”.[2]  

Es necesario entender que Gilly era un pensador y un revolucionario del viejo tipo, cuando se entendía que la revolución socialista era un proceso permanente de lucha emancipatoria, que no podía carecer de la comprensión objetiva de la realidad social, la cual no era posible sin la referencia a la historia. Sus temas de interés estaban centrados en el proceso por el cual los dominados, explotados, oprimidos y excluidos, vivían su mundo, pero, por circunstancias diversas, un día se veían empujados a tomar la escena histórica de la rebelión; ese proceso no tenía por qué desembocar en un gobierno dictatorial del tipo descrito por Orwell en su memorable distopía. Un pensador sensible de gran inteligencia práctica como Gilly no podía conformarse con la idea de que el gobierno de Stalin en la URSS era a lo que se podía aspirar. Esa trágica realidad no podía corresponder al ideal socialista ni al pensamiento original de Marx. Y tampoco se podían soslayar las razones de León Trotsky, uno de los dos dirigentes de la Revolución soviética. La Revolución por venir no debía ser concebida como un proceso que concluía con la toma del poder por parte de los revolucionarios profesionales, sino que se había de extender a un proceso de permanente politización de las otrora clases subalternas a fin de que ellas fueran construyendo sus propias instituciones soberanas, las cuales no tenían por qué rechazar por principio la democracia. Este pensamiento gilliano se destiló en dos largos artículos teóricos, elaborados al despuntar la década de los ochenta, el primero de los cuales adquirió la forma de libro bajo el título de Sacerdotes y burócratas, mientras que el segundo tuvo varias versiones, una de ellas dedicada a conmemorar el centenario de la muerte de Marx.[3] Estos dos textos revelan una estructura categorial fraguada en una dialéctica entre el compromiso moral por la emancipación de los oprimidos y explotados, y la densidad teórica animada por la ruptura con los dogmatismos doctrinarios. De esa dialéctica emerge una propuesta de interpretar la historia “a contrapelo”[4] porque la selección de los acontecimientos del pasado proviene de un criterio trascendental: advertir las razones de los de abajo, enraizadas en sus formas de existencia que actualizan una cosmovisión gestada en un tiempo inmemorial. Por eso, para Gilly lo importante del pasado se encuentra en los modos de vida de las clases subalternas. La agudeza intuitiva, formada muy probablemente en el surrealismo y en la literatura más que en el orden disciplinario académico, llevó a Gilly a emparentarse con el paradigma indiciario de Carlo Ginzburg[5], con los estudios culturales de los gramscianos ingleses, con la Escuela de los Anales, con los poscoloniales de la India y, no menos importante, con James C. Scott y sus estudios sobre el arte de la resistencia. En una interacción con el intelectual mexicano Carlos Monsiváis, por ejemplo, Gilly recuperó la idea de la “acre resistencia a la opresión”[6] para resaltar la forma específica en que interpretaba la historia. El proceso inquisitorial de un ignoto molinero del siglo XVI, sirve de referente para tratar como objeto de estudio la visión del mundo de aquellos que no son celebrados por la historia de bronce, la de los héroes reconocidos forjadores de grandes hazañas. Los hombres y mujeres de “abajo”, en cambio, se convierten en protagonistas de otro tipo de historia, aunque sea extremadamente difícil recoger su existencia pasada, y más aún, poder interpretarla adecuadamente. Fue este un tema polémico que enfrascó a Gilly y al Subcomandante Marcos en una interesante discusión que vio la luz en las páginas de la revista Viento del Sur[7], fundada y dirigida por el pensador nacionalizado mexicano desde 1982. Gilly envía una carta al líder del movimiento indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, la que merece una puntual respuesta. Luego Gilly responde también y todo queda en un provechoso y didáctico intercambio de ideas sobre el “paradigma indiciario”. Y es que Gilly quiere empatar su idea del universo simbólico en la mentalidad subalterna con la figura literaria del “Viejo Antonio” que por entonces venía usando el líder rebelde para sintetizar la visión indígena del mundo. Y es que se requiere, necesariamente, una cosmovisión previa que permita interpretar los indicios; de otra manera, sugería Marcos, la huella del jaguar no podría ser interpretada como tal. En efecto, el cuadro de categorías, que es a priori y es, por ello, trascendental, se levanta como la condición de posibilidad para construir pensamientos; es decir, que el ejercicio de pensar cualquier cosa se diferencia de las operaciones del pensamiento implicadas. Y estas operaciones dependen de las categorías formadas no por intuición o “experiencia” sino por la disciplina en el estudio de la filosofía. Lo que estuvo en juego en ese intercambio de ideas fue el comienzo de un diálogo entre un filósofo formado en la académica y más tarde devenido caudillo rebelde, y un pensador formado en la militancia y más tarde devenido académico. Aunque nunca dejó de intervenir en política, sobre todo en el acompañamiento solidario a los movimientos sociales de resistencia, Gilly devino un académico reconocido de distintos modos: fue investido como Profesor Emérito y también homenajeado por la UNAM y El Colegio de México, en tanto historiador. Esto último tuvo como antecedente el rechazo del que fue objeto por parte del Sistema Nacional de Investigadores, con el pretexto de que las obras que presentaba como pruebas de su oficio de historiador no valían como tales pues no procedían de fuentes originales y acusaban una ausencia imperdonable de documentos procedentes de los archivos. 

Creo que a Gilly le lastimó el orgullo de pensador aquel rechazo. Y entonces escribió una majestuosa obra que contiene una poderosa interpretación del cardenismo, pero sobre todo un cumplimiento a pie juntillas del canon historiográfico que exige la consulta y soporte de fuentes primarias y originales. Y así lo hizo, gestando un libro sobrecargado de referencias a los muchos archivos que el autor consultó con su paciencia, su perseverancia y más: con su agudo sentido crítico de intérprete. Así nació una obra mayúscula cuya raíz había sido su tesis doctoral, El cardenismo, una utopía mexicana. Es que hay que entender que el historiador, aunque quiera exponer objetivamente el pasado, ha de escoger, seleccionar, discriminar, lo importante de lo no importante de acuerdo con una filosofía de la historia. Gilly nunca reconoció que poseía una filosofía de la historia; le gustaba rechazar esa idea y sustituirla por su intuición forjada en el conocimiento de las personas. “–¿Cómo lo sabes, Adolfo?” -se le inquiría cuando soltaba de pronto una de sus interpretaciones sobre la forma de ser y de actuar de los subalternos… Se encogía de hombros y suavizaba la expresión facial: “— Porque la gente… es gente”, decía.  

Este horizonte de comprensión pasó a primer plano cuando en abril de 1988 redacta un artículo en La Jornadadonde da cuenta del efecto que genera en los campesinos la figura en campaña de Cuauhtémoc Cárdenas, a la sazón candidato de los que hasta entonces habían sido comparsas del PRI. Gilly fue quien le puso el nombre: “La esperanza”. Pero Cárdenas hijo no sólo movilizó a los campesinos y a los pobres de la ciudad sino también a sectores importantes de los obreros sindicalizados y de las llamadas clases medias. La crisis había golpeado duro a estos sectores, y era un efecto social esperado la paulatina deslegitimación electoral del Partido Revolucionario Institucional. Y ocurrió que de ese partido se desprendió un ala muy vinculada con los principios de la Revolución mexicana. Para Gilly toda esta explicación de la movilización masiva en favor de Cárdenas era correcta, pero a medias, pues quedaba por ser incorporada la subjetividad: ¿Por qué ocurrió esto con Cárdenas y no con el entonces candidato de la izquierda unificada en el Partido Mexicano Socialista? Y la respuesta es que el “México profundo” (Bonfil Batalla) tiene razones (parafraseando a Pascal) que la Razón (académica y política convencional) no entiende. 

¿Cómo poseer el documento que compruebe esta voz, este pensamiento, estos sentimientos colectivos y compartidos por los de abajo? Adolfo se percató que el hijo del General recibía cartas (entre otros objetos) en todos lados donde pasaba en su campaña. Entonces, al historiador de los subalternos se le ocurrió agrupar esas cartas e interpretarlas para poder entender los motivos por los que las masas se convierten en movimientos sociales unificados con una clara orientación hacia convertirse en protagonistas de su propio destino. De esa tentativa nació el libro Cartas a Cuauhtémoc Cárdenas[8] que, a mi juicio, vino a poner de nuevo sobre la mesa la confrontación entre una pretendida visión subalterna de la vida social, y el descarnado veredicto de la ciencia política hegemónica que, en la voz de uno de sus más señeros representantes, sentenció: [esas cartas] no son sino una nutrida retahíla de agravios”. Era la misma voz que había llamado la atención acerca de la imposibilidad de los ejércitos campesinos de la Revolución Mexicana por “tomar el poder”, es decir, por imponer un programa político de alcance nacional que ejerciera realmente la hegemonía: el Ejército Libertador del Sur había llegado a la sede del poder y la ocupó, pero no pudo realmente ejercer la autoridad del Estado. Los acontecimientos ulteriores le dieron la razón a la politología académica, pues el alegado y no reconocido triunfo electoral de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 se desvaneció hacia 1991 y terminó anulado en las siguientes dos elecciones presidenciales con el mismo hijo del General como candidato. 

¿Pueden hablar las clases subalternas?, se interrogaba Gayatri Chakravorty Spivak[9], para sugerir que sí hablan por supuesto, pero no siempre son escuchadas. Y es que, para serlo, no es suficiente la buena voluntad de quien quiere escucharlas sino que es necesaria una filosofía que prepare el oído, a fin de no entender lo que más se ajuste a la ideología, las creencias, los sentimientos y los deseos propios. Todo eso requiere no solo intuición sino una poderosa construcción teórica sobre sólidos fundamentos filosóficos. Gilly tenía la capacidad intelectual para emprender reflexiones de altos vuelos teóricos como lo demuestran sus artículos “La mano rebelde del trabajo” y los ensayos reunidos en el libro El siglo del relámpago. Siete ensayos sobre el siglo XX. En estos escritos, Gilly expandía una prosa exquisita para interpretar acertadamente acontecimientos históricos desde la perspectiva del pensador objetivo que atrapaba la médula de los fenómenos producidos por la reestructuración global del capital y sus nuevas formas de dominación. En esta faceta, Gilly siguió siendo un agudo intérprete implacable de los tiempos que nos ha tocado vivir. Cuando su vena mística sensible se inflamaba, el pensador se decantaba por la indignación, y entonces tendía a mistificar el pensamiento, las prácticas y las costumbres de las clases subalternas, ilusionándose por encontrar ahí una pulsión rebelde que no existía. En este punto, Gilly fue un romántico tenaz, pero siempre encontraba razones para esta perseverancia. Era indudablemente un fino representante de la razón romántica.


[1] Adolfo Gilly, “Felipe Ángeles”, en: Unomásuno, México, 4 de enero de 1980. Este texto fue publicado después en: Id., Arriba los de abajo. Perfiles mexicanos, México, Océano, 1986. Más tarde sirvió de “Prólogo” al monumental IdFelipe Ángeles, el estratega, México, ERA, 2019. 

[2] Por ejemplo, en 1983 elaboró un nuevo recuento: Adolfo Gilly, “La Revolución mexicana”, en: Enrique Semo (coord..), México, un pueblo en la historia, Vol. 2, México, Nueva Imagen, 1983, 303-410. Ya antes, en 1979, había participado en el libro colectivo coordinado por Héctor Aguilar Camín, Interpretaciones de la revolución mexicana, con el texto “La guerra de clases en la revolución mexicana (Revolución permanente y auto-organización de las masas”, México, Nueva Imagen. 

[3] Adolfo Gilly, “Cooperación, despotismo industrial y consejos de fábrica”, en La Batalla, Núm. 4, Marzo de 1983, México, PRT. 

[4] Gilly, en la práctica, ya interpretaba así la historia, pero fue ya muy tardíamente que descubrió que esta forma coincidía con la forma de proceder de Benjamin, Polanyi, Gramsci, Thompson, Guha, Bonfil Batalla entre otros. Vid. Adolfo Gilly, Historia a contrapelo. Una constelación, México, ERA, 2006.

[5] Carlo Ginzburg, “Señales. Raíces de un paradigma indiciario”, en: Aldo Gargani (Comp.), Crisis de la razón. Nuevos modelos en la relación entre saber y actividades humanas, México, Siglo XXI, 1983.

[6] Adolfo Gilly, “La acre resistencia a la opresión”, en: Cuadernos Políticos, Núm. 30, octubre – diciembre de 1981, México, ERA. 

[7] Viento del Sur. Revista de ideas, historia y política, Núm. 4, Verano 1995, México.

[8] México, ERA, 1989. 

[9] En: Id., Crítica de la razón poscolonial. Hacia una historia del presente evanescente, España, Akal, 2010.