LENIN Y LA NEP: HEGEMONÍA Y TRANSICIÓN

Uno de los principales teóricos de la Restauración, Karl Ludwig Von Haller, inauguró en 1816 su obra más famosa La restauración de la ciencia política con un objetivo declarado: derrotar las doctrinas revolucionarias que ya habían sido vencidas en el plano político, gracias a la reafirmación de los principios del absolutismo dinástico en las cortes de Europa. Aunque habían sido defenestradas, se veía el riesgo de un posible nuevo surgimiento y la propagación de una nueva infección insurreccional. Después de 1815, a partir de la obra monumental de Hegel, la resistencia filosófica que intentaba explicar racionalmente las razones y los legados de la Revolución Francesa, tenía un significado que iba más allá de la lucha política inmediata. Lo mismo ocurre hoy, en referencia a los acontecimientos de 1917 que se presentan como el origen de todos los males y desastres, la causa del luto por un siglo sangriento y responsables de todos los fanatismos ideológicos, incluido el fascismo.

Lenin es, para muchos, el diablo del siglo XX. La figura que, más que otra, tuvo la voluntad de pasar de la simple interpretación del mundo, a su transformación en la práctica. Nunca se le ha perdonado este pecado original que luego germinó en las revueltas sociales que siguieron, razón por la cual su nombre en el mundo académico, en los periódicos, en el mundo de la cultura y también en la izquierda, ni siquiera puede evocarse sin que se le atribuyan algunos adjetivos despectivos. Entre la mayoría de los historiadores del pensamiento político contemporáneo, filósofos, sociólogos, politólogos y escritores de todo tipo, existe una tendencia consolidada a resumir a Lenin como un “doctrinario” rígido y ortodoxo. En mi libro Lenin lector de Marx, reconstruí un largo debate filosófico y político, entre finales del siglo XIX y los primeros veinticuatro años del siglo siguiente. Intenté demostrar los límites y la instrumentalidad de las interpretaciones predominantes, más preocupadas por emitir sus propias condenas finales que por comprender quién era el revolucionario ruso, a través de su estudio.

Dentro de esta lectura apocalíptica, que ha convertido la historia soviética en un extraño manual de teratología, se encuentran las numerosas simplificaciones de las complejas cuestiones ligadas al intento de transición de este extenso y complejo país del feudalismo a la modernidad en condiciones extremadamente difíciles. No sólo en el mundo liberal, sino también en la izquierda, la principal acusación contra la Revolución de Octubre, su traición sería buscar la falta de extinción del Estado. Por el contrario, la multiplicación de sus funciones y actividades, necesaria para impulsar este proceso histórico sin precedentes, sería la causa del carácter autoritario del socialismo. La idea de una relación inversamente proporcional entre la esfera de libertad y la amplitud de las actividades del Estado, sigue siendo uno de los mitos más duraderos del liberalismo que convierte en lugares comunes las concepciones de John Locke sobre el “gobierno limitado” y las teorías de Hannah Arendt  sobre el totalitarismo. 

La condena preventiva o póstuma de la ambición de regular la vida social, intervenir en la economía y proporcionar una dirección social para la vida de una comunidad nacional, está directamente entrelazada con la representación ideológica más eficaz del pensamiento liberal: la capacidad natural de autorregulación de las leyes del mercado y el principio de la llamada “mano invisible”, teóricamente incompatible con la irrupción ordenadora-artificial de la política. Una vez aclarada esta amplia premisa introductoria, presentaré uno de los pasajes más debatidos de esta transición de la que Lenin fue teórico y artífice: la Nueva Política Económica (NEP), es decir, el intento de seguir una vía nacional de desarrollo socialista mediante una liberalización económica parcial, tras la derrota de las revoluciones en Occidente en 1921.

Uno de los temas típicamente leninistas que caracteriza toda la obra y militancia de Gramsci, es la exigencia política de traducir nacionalmente los principios del materialismo histórico, es decir, rechazar las afirmaciones genéricas y superficiales sobre el capitalismo o la revolución en general para construir una nueva teoría de la transformación en las condiciones concretas de cada formación económico-social. Ese conjunto de cuestiones que en los Cuadernos de la Cárcel se definen como “trincheras y cazamatas”. Todo esto se confirma en la famosa nota de Maquiavelo en el Cuaderno 14, donde el intelectual sardo afirma que en el materialismo histórico, ya sea en la concepción de Marx, la formulación de su fundador, o en la de Lenin, la definición de su más reciente y gran teórico, la situación internacional será considerada ante todo en su aspecto nacional: “En realidad, la relación ‘nacional’ es el resultado de una combinación ‘original’ que es única, en cierto sentido, y que en esta originalidad y unicidad, debe ser comprendida y concebida si queremos dominarla y dirigirla”.

La tarea de la “clase internacional” consistía pues, en estudiar exactamente la combinación de las fuerzas nacionales, desarrollándolas también en función de las exigencias internacionales. Si investigamos todos los esfuerzos de la mayoría de los bolcheviques entre 1902 y 1917, escribe Gramsci, podemos comprender cómo su originalidad residía en “purificar el internacionalismo de todo elemento vago y puramente ideológico en la clase internacional, darles un contenido político realista”. La hegemonía se basa en exigencias nacionales, por lo que una clase internacional para dirigir capas sociales estrictamente nacionales necesita nacionalizarse, ya que, debido a la derrota de las revoluciones en Occidente, aún no se han materializado las condiciones globales para el socialismo.

Imaginemos a un hombre escalando una montaña muy alta, inexplorada y llena de precipicios. Supongamos que, tras sortear dificultades y problemas inauditos, se encuentra en una situación en la que avanzar por la ruta prevista no sólo es complicado y peligroso, sino imposible. Se ve obligado a retroceder, redescubrir y buscar otras rutas, incluso más largas, para llegar a la cima de la montaña. El descenso es aún más difícil y peligroso que el ascenso: es más fácil tropezar, no se ve dónde poner los pies, falta el entusiasmo inicial […]

A través de esta metáfora montañera, en febrero de 1922, Lenin explicó tanto la necesidad del profundo giro producido por la NEP como las grandes dificultades que encontró en la fase inicial de esta transición. En el mismo informe, Lenin explica que la importancia de la NEP residía en la alianza de la economía socialista con la economía campesina, la industria y el campo, necesaria para la supervivencia de millones de campesinos y, por tanto, para la propia revolución. La mejora de las condiciones de trabajo y de vida de los campesinos era una exigencia fundamental que no necesitaba más juegos de palabras teóricos. 

En sus últimos escritos antes de su muerte, Lenin presentó las enormes dificultades a las que se enfrentaba la transición socialista, con una baja productividad del trabajo y una capacidad productiva muy inferior a la de antes de la guerra. Sin superar radicalmente estos límites, el socialismo seguiría siendo un ejercicio puramente teórico o retórico, porque, como escribieron Marx y Engels en La ideología alemana (2007), la liberación del ser humano no puede producirse en la esfera de la autoconciencia, sino sólo en el mundo real y mediante el uso de métodos reales.

Según Lenin, las potencias occidentales disfrutaban de esta desastrosa condición con la tarea de aplastar a Rusia en la miseria de su pasado preindustrial, es decir, sofocar la revolución mediante la guerra civil constriñendo a su pueblo muriendo de hambre. Anticipándose a las categorías de Gramsci, Lenin describe un mundo dividido en dos esferas: el Occidente capitalista y desarrollado; y un Oriente colonial, explotado y dominado por el primero 

La Revolución Rusa, entre sus muchos significados, representó un punto de inflexión en la historia mundial precisamente por su contenido y compromiso anticolonial, y en ello radica la esencia de la brecha entre el marxismo oriental y el marxismo occidental después de Marx. Así, en continuidad con una elaboración que encontró su síntesis más eficaz en el El imperialismo, fase superior del capitalismo, Lenin enfatizó el vínculo indisoluble entre la lucha anticolonial y el socialismo, situando ambas realidades en el mismo frente antihegemónico oriental. Rusia, China y la India representaban la inmensa mayoría de la población mundial y después de 1917, entraron en la lucha por su propia emancipación de una forma sin precedentes. Sin embargo, la dinámica internacional habría implicado a estas dos esferas en una nueva gran guerra imperialista, con el objetivo de dominar aún más a los pueblos coloniales y destruir el Estado soviético. 

En esta dramática perspectiva, Lenin planteó la necesidad de incrementar el avance de la NEP hacia la construcción de un Estado fundado en la dirección obrera y el consenso; la confianza de los campesinos, no su terror; eliminando todo despilfarro, burocratismo e ineficiencia del aparato estatal. Para entender el verdadero significado de la NEP, necesitamos ampliar nuestro discurso más allá del contexto específico. Necesitamos considerar la interpretación original de la cuestión campesina que, en la visión de Lenin de la revolución adquiría un valor estratégico, no sólo táctico.

Lenin, ya en El desarrollo del capitalismo en la Rusia de 1898, identifica la reforma agraria como la clave que permitiría al proletariado ruso asumir el liderazgo sobre las masas exterminadas de campesinos sin tierra. Es a este tipo de liderazgo o hegemonía, al que Gramsci tiene en mente cuando analiza el papel positivo de los jacobinos en la Revolución Francesa y el papel negativo del Partito d’Azione en el curso del llamado Risorgimento italiano. Es a este tipo de liderazgo al que Gramsci se refiere cuando indica el papel que la clase obrera italiana debería desempeñar en la solución de la cuestión del sur, que en la Italia de entonces significaba la cuestión campesina. Según Lenin, en Rusia esta revolución no podía ser dirigida por la “burguesía vacilante y reaccionaria” ya comprometida con la aristocracia zarista y, por tanto, incapaz de desempeñar el papel de fuerza motriz política y social que tenía en Occidente, sino por el proletariado y las masas campesinas sin tierra que, también en Rusia a diferencia de Occidente, podían incluso desempeñar un papel progresista. 

El primer supuesto conceptual de Lenin sobre la revolución, era que cada país podía alcanzar el socialismo según sus peculiaridades económicas, históricas y culturales. Consecuente con esta perspectiva, Lenin llegó a la conclusión de que el camino hacia el socialismo en su país tendría que ser extremadamente diferente del recorrido por los occidentales. Debido a esta diversidad, desarrolló una concepción de la relación con las masas campesinas que no podía encontrarse en los demás miembros del Partido Socialdemócrata y que en el transcurso de 1917 con la propuesta de una reforma agraria no socialista, dejó estupefactos a muchos bolcheviques, sustancialmente apegados al viejo programa. En la concepción socialdemócrata, de hecho, a las masas campesinas se les asignaba un papel revolucionario sólo en la fase democrático-burguesa de la revolución y en este caso, no había un plan de acción definido y efectivo por parte del partido obrero.

Contrariamente a esta concepción, Lenin realizó un primer cambio entre 1901 y 1908, proponiendo incluir a las reivindicaciones de las masas campesinas en el programa del Partido Socialista Revolucionario, en la convicción de que sólo poniéndolas bajo su dirección, tendría el proletariado ruso alguna posibilidad de éxito. Esta intuición sobre la cuestión campesina y la política de alianzas, que resultaría decisiva en 1917 y para la recepción del marxismo en los países rurales del Extremo Oriente asiático, África y América Latina, no se encuentra en ninguna otra elaboración marxista de su época. Una posición que la propia Rosa Luxemburg no perdió ocasión de criticar, porque daba una solución “pequeñoburguesa” a la cuestión campesina, en contraste con los sacrosantos conceptos del marxismo. La cuestión de la NEP debe ser considerada no sólo como una medida de política económica, sino como un esfuerzo hegemónico orientado hacia una alianza económica y social entre la clase obrera y el campesinado: no simplemente sobre la fuerza, sino sobre el consenso. No sólo dominación, sino hegemonía.

A principios de 1922, el Estado soviético se encontraba en una situación muy complicada en la que a los estragos de la Primera Guerra Mundial se sumaban los de la guerra civil. En este contexto, Lenin planteó por primera vez la exigencia de conducir a Rusia hacia una nueva política económica en el X Congreso del Partido Comunista Ruso, celebrado en marzo de 1921. De nuevo, en la asamblea de secretarios de célula del partido en Moscú (9 de abril de 1921), afirmó que la NEP era un requisito ineludible para salir de la miseria absoluta y superar el comunismo de guerra, una fase que no era fruto de una elección teórica, sino el resultado del estado de las necesidades reales. Los términos de este profundo viraje son expuestos por Lenin en el folleto titulado Sobre el impuesto en especie, de mayo de 1921, en el que describe las dificultades de la transición del capitalismo al socialismo en una sociedad en la que aún coexistían la economía patriarcal, la pequeña producción mercantil, el capitalismo privado, el capitalismo de Estado y el socialismo. El gobierno adoptó medidas urgentes: 1) la abolición de las requisas forzosas y la sustitución de la natura imposta; 2) la reintroducción, con algunas limitaciones, de la libertad de comercio; 3) la legitimación de la existencia de empresas privadas; 4) la devolución de muchas empresas con menos de 10 trabajadores a los antiguos propietarios; 5) un nuevo sistema de incentivos salariales correspondientes a la actividad desarrollada; 7) se autorizó a los ciudadanos soviéticos a tener empresas comerciales, crear contratos y elegir profesiones; 8) se aprobó el código agrario que ofrecía a los campesinos el derecho a explotar las leyes del mercado, concediendo el derecho a la propiedad, sobre todo, que mejoraba las cosechas. Por supuesto, los campesinos no tenían derecho a vender ni a hipotecarse. Junto a estas reformas, se reactivó el programa de electrificación del país, una operación clave para Lenin, cuya importancia se plasma en la famosa ecuación “comunismo = poder soviético + electrificación”.”

Lenin, en el X Congreso de marzo de 1921, describió el comunismo de guerra (1918-21) como una caricatura del comunismo y afirmó que  era necesario hacer una dura autocrítica, abandonar cualquier postura abstraccionista utópica. En este sentido, en una carta de abril de 1921 escrita para solicitar un programa de concesiones para la explotación de pozos petrolíferos en Bakú, podemos leer: “no hay nada más perjudicial y fatal para el comunismo que la fanfarronería: lo conseguiremos solos”. Fueron estos errores los que produjeron uno de los mayores problemas del Estado soviético, el burocratismo, que tenía sus raíces en la desorganización y desintegración de la economía rural bajo el comunismo de guerra. En su ensayo titulado Sobre el impuesto en especie, presentó esta medida como esencial para corregir los errores, evitando el desastre de la miseria y la hambruna. En una etapa tan complicada, en lugar de emplear los esfuerzos en obstaculizar el desarrollo capitalista, era necesario dirigirlo hacia el capitalismo de Estado, un paso adelante respecto a la economía pequeñoburguesa y patriarcal. En este sentido, el impuesto en especie representaba la transición del comunismo de guerra al intercambio socialista regular entre productos. 

Según Lenin, en ese contexto, la libertad de comercio y el desarrollo capitalista controlados por el Estado, eran útiles para combatir la dispersión de los pequeños productores y el burocratismo. Como explicamos anteriormente, Lenin también consideraba que la NEP era esencial en relación con la nueva situación de la política internacional, y no fue casualidad que fuera el tema de sus discursos en el III y IV Congresos de la Internacional Comunista. 

La situación interna de Rusia en 1921 se caracterizaba por la hostilidad con que la enfrentaban las potencias occidentales, pero también por el fracaso de todos los intentos de intervención militar contra ella. Además, Lenin destaca la consolidación de un fuerte movimiento contra la guerra a Rusia entre las masas populares de las grandes potencias, que contribuyó a alimentar el movimiento revolucionario; todo ello en un contexto en el que las contradicciones entre las potencias capitalistas se intensificaban día a día. La propia simultaneidad de estos factores había impedido que el odio de la burguesía se tradujera en la asfixia de Rusia, destinada a determinar una nueva fase de equilibrio. En los cuatro primeros años de vida de la Rusia socialista, hubo una fase de lucha abierta, belicosa, de la burguesía internacional contra ella, que había terminado por situarla en una nueva fase de equilibrio centro de las cuestiones políticas internacionales. 

La situación de Rusia en el escenario mundial se caracterizaba ahora por una nueva fase de equilibrio que seguía siendo inestable y relativo porque tanto en los países capitalistas, como en los sometidos a dominio colonial, se acumulaban materiales inflamables que podían provocar insurrecciones, conflictos y revoluciones de forma inesperada y en cualquier momento. La tarea de los comunistas en aquel momento era aprovechar la calma y adaptar su táctica a la nueva situación. Cuando Rusia emprendió el proceso revolucionario, lo hizo porque una serie de circunstancias habían empujado a los comunistas a hacerlo, con la convicción de que la revolución internacional acudiría en su ayuda y les garantizaría la victoria, o de que su revolución daría un impulso decisivo a la apertura de una era revolucionaria en el plano internacional. Los comunistas rusos se dieron cuenta de que si no estallaba la revolución mundial, la victoria de la revolución proletaria no sería posible y la experiencia rusa acabaría siendo sofocada. 

No obstante, los comunistas rusos hicieron un gran esfuerzo para salvaguardar y consolidar el sistema soviético, sabiendo que esta labor constituía el mejor apoyo posible para la revolución mundial. La realidad no había confirmado las expectativas, la revolución no tuvo lugar en el Occidente avanzado, sino que tendió a desarrollarse –aunque no de forma lineal–, hasta el punto de que gracias a ello, la poderosa burguesía mundial no había conseguido acabar con la Revolución de Octubre. La nueva situación planteaba a Lenin una necesidad innegable: “preparar a fondo la revolución y hacer un estudio profundo de su desarrollo en los países del capitalismo más avanzado […] aprovechar esta breve pausa para adaptar nuestra táctica a esta línea zigzagueante de la historia”. 

La cuestión central que Lenin destaca en la nueva fase es, una vez más, la conquista de la mayoría: “Cuanto más organizado esté el proletariado de un país de capitalismo avanzado, tanto más seriamente nos lo exige la historia en la preparación de la revolución, tanto más profundamente debemos conquistar a la mayoría de la clase obrera”.

En este contexto, para Lenin la cuestión colonial asumía una centralidad absoluta, frente a la cual la mayoría de los partidos miembros de la II Internacional habían adoptado una posición sentimental y meramente moralista de simpatía por los pueblos coloniales y semicoloniales oprimidos, pero que consideraba que el movimiento anticolonial carecía de importancia a efectos de la lucha general por el socialismo. Según Lenin, los comunistas debían darse cuenta, en cambio, de que desde principios del siglo XX cientos de millones de individuos habían estado actuando como “factores revolucionarios autónomos activos”. Lenin había llegado a la conclusión de que en las futuras batallas por la revolución mundial, las luchas anticoloniales que tendían principalmente a la liberación nacional, pero que inevitablemente se volverían contra el imperialismo-, asumirían una función revolucionaria mucho más importante de lo que se podía imaginar. 

Esta toma de conciencia llevó a la Internacional Comunista a invertir recursos y energías en estas luchas, haciéndose cargo de todas las cuestiones relacionadas con la preparación y el sostenimiento de las luchas de liberación nacional. Este impulso inicial y la consiguiente investidura de responsabilidad histórica, fueron fundamentales para abrir una nueva página en la historia de la humanidad que condujo, en el transcurso del siglo XX, a la emancipación de la mayoría de la población mundial del yugo colonial.

En sus consideraciones sobre el frente interno de Rusia, el punto de inflexión es evidente en relación con dos aspectos esenciales: la política de alianzas y la cuestión campesina. Allí, Lenin constató los cambios ligados a la organización de las viejas clases dominantes, que se materializaron sobre todo con la formación de un frente político por parte de la burguesía rusa exiliada, que se unió a los periódicos y partidos de los grandes terratenientes y de la pequeña burguesía, que tenía suficientes vínculos con la burguesía extranjera para recibir la financiación necesaria y mantener vivos todos los instrumentos creados para luchar contra la revolución soviética.

Analizando este fenómeno, Lenin señala que mientras era la toma del poder por los bolcheviques, la burguesía estaba desorganizada. Era incapaz de ejercer la hegemonía y estaba políticamente subdesarrollada, hasta el punto de que era incapaz de ejercer una hegemonía real sobre la sociedad. Ahora, cuatro años después, era capaz de alcanzar el nivel de conciencia y desarrollo político de la burguesía occidental. La burguesía rusa había sufrido una terrible derrota, pero había aprendido la lección de la historia y se reorganizaba en consecuencia.

Todo ello complicó enormemente el proceso de transición al socialismo, debido a la persistencia de una dura lucha incluso después de la revolución. Al poner de manifiesto la necesidad de una diferente actitud del proletariado ruso hacia la gran burguesía y los viejos latifundios, por un lado, y la pequeña burguesía, por otro, Lenin comenzó a esbozar el nuevo marco táctico de los comunistas rusos que constituyó la base de la NEP. Mientras que los primeros no tenían otra opción que emprender una lucha de clases más clara y abierta, los segundos requerían un tipo de relación diferente a la de los años del “comunismo de guerra”. En los países occidentales, la pequeña propiedad, que Lenin definió como la última clase capitalista, constituía un grupo social que fluctuaba entre el 30 y el 50 % de la población en Rusia. Sin embargo, las masas campesinas eran la inmensa mayoría de la población, por lo que la relación con esta clase debía basarse en una alianza muy estrecha capaz de sustituir la hegemonía que sobre ella ejercía la gran burguesía por la del proletariado: “Hemos concluido una alianza con los campesinos que defenderemos de la siguiente manera: el proletariado libera a los campesinos de la explotación de la burguesía, de su dirección e influencia y los gana para su causa para que juntos podamos derrotar a los explotadores”.

En la revolución y a través de la reforma agraria, los bolcheviques pudieron ejercer esta dirección e influencia y el alineamiento de las masas campesinas durante la guerra civil así lo demostró. En la nueva situación, dada la capacidad organizativa sin precedentes de la burguesía rusa, una simple alianza militar no sería suficiente a menos que fuera acompañada de una alianza económica. Debemos mostrar inmediatamente a las amplias masas del campesinado que estamos dispuestos, sin retroceder en nuestro camino revolucionario, a cambiar nuestra política para que los campesinos puedan decir: “los bolcheviques vamos a mejorar pronto y a cualquier precio nuestra intolerable situación […] cambiamos nuestra política económica exclusivamente en función de las circunstancias prácticas y de las necesidades que surgen de la situación”

El primer medio identificado para marcar este cambio de política económica es el impuesto en especie, según el cual la fábrica socializada entregaba al campesino sus productos a cambio de cereales. El campesino entregaba parte de su producción en forma de impuestos y otra parte a cambio de los productos de la industria socialista, o mediante el intercambio de mercancías. Para Lenin, éste era un paso necesario para pasar de una “alianza militar” puramente, como la que había permitido la victoria contra los ejércitos blancos, a una “alianza económica”, porque en un país como Rusia con un nivel de atraso técnico-productivo tan fuerte y, sobre todo, en el que las masas campesinas constituían la mayoría de la población, sólo ella podía consolidar el Estado soviético y crear a través de él, el “capitalismo de Estado” . Esto es, el régimen de concesiones a la iniciativa privada del capital extranjero de una parte de la producción y las condiciones para la transición socialista.

Lenin se dio cuenta de que tal solución crearía nuevos problemas, porque el impuesto in natura en especie, significaba libertad de comercio, ya que el campesino después de pagar el impuesto, era libre de vender o intercambiar lo que le quedaba. Libertad de comercio significaba capitalismo, pero para Lenin, en el marco de la nueva política económica, era capitalismo según las condiciones impuestas por la sociedad soviética, es decir, capitalismo de Estado, ya que éste sería controlado y conocido, y su desarrollo no redundaría en beneficio de la burguesía, sino del proletariado. La NEP era, por tanto, una necesidad imperiosa para permitir a Rusia dar ese salto en el desarrollo de sus fuerzas productivas y resistir a una burguesía ahora fuerte, que podía ejercer su lucha de clases incluso en el seno de la sociedad soviética, pero, sobre todo, y este aspecto será subrayado, era necesaria ante el fracaso de las revoluciones en Occidente y el asedio que sufría Rusia por parte de las grandes potencias capitalistas.

En el IV Congreso, el 13 de noviembre de 1922, Lenin había anunciado la decisión de desarrollar una política económica de “capitalismo de Estado”, considerada como un paso seguro hacia el socialismo, ante un contexto internacional muy difícil, en el que no sólo se habían truncado trágicamente las esperanzas de victoria en las revoluciones de varios países europeos, sino que además se vivía una profunda fase de reflujo del movimiento obrero junto a una durísima ofensiva reaccionaria por parte de las clases dominantes. La difícil situación internacional obligó a los diversos partidos comunistas a saber orientarse tácticamente en función de las diversas situaciones y también a prepararse para una posible retirada estratégica, con el fin de evitar que se vieran obligados a retroceder y anular durante varios años.

Así, para Lenin, incluso la decisión del “capitalismo de Estado” representaba una línea de retirada necesaria para mantener la posición en una fase adversa. La crisis de consenso a la que se enfrentó la revolución en el curso de 1921, no sólo entre los campesinos, sino incluso entre los obreros, se debía para Lenin, a que la ofensiva económica había ido demasiado lejos, sin asegurar la base necesaria de consentimiento. Según Lenin, las masas se dieron cuenta de que la transición directa a las nuevas formas socialistas estaba más allá de las fuerzas efectivas de la revolución. Sin embargo, las propias fuerzas activas de la revolución se dieron cuenta de ello, y si esto no hubiera ocurrido, si esas fuerzas no hubieran estado dispuestas a replegarse a tareas más fácilmente realizables, la propia revolución se habría visto amenazada con la ruina total. 

Uno de los significados políticos más importantes, en mi opinión, de esta “alianza económica” lanzada con la NEP era el intento de superar el uso de los medios coercitivos del Estado para imponer el socialismo a las masas campesinas; al final de la fase característica del “comunismo de guerra”, la NEP intentó seguir un camino que debía llevar a la mayoría de los campesinos a convencerse voluntariamente de la superioridad de la producción cooperativa o de la gran explotación estatal sobre la pequeña propiedad, es decir, conducir a los campesinos voluntariamente y sin métodos administrativos hacia el socialismo. Si bien, la NEP logró importantes resultados hasta el punto de que en el otoño de 1926, tanto la producción agrícola, como la industrial, superaron los niveles de preguerra, también es cierto que la producción agrícola en su rama principal, los cereales, se mantuvo siempre por debajo de los niveles de 1913, demostrando la indudable inferioridad productiva del minifundio frente al latifundio. Este límite, unido al hecho de que el tan esperado capital extranjero llegó de forma muy insignificante, provocó una grave ralentización del proceso de industrialización que supuso un enorme obstáculo en el camino hacia el socialismo. 

Pocos años después, el peligro de una nueva guerra mundial en el horizonte y la necesidad de convertir a Rusia en autosuficiente, ante la incapacidad de superar esos límites, empujaron a Stalin a dar un nuevo giro para acelerar el desarrollo de las fuerzas productivas cambiando las directrices de la NEP, tanto en la producción agrícola, como en la industria. En conclusión, la NEP se enfrentó a una crisis económica muy grave e intentó abrir una nueva fase en la construcción de unas relaciones sociales de producción diferentes, un proceso nunca antes experimentado, ni existían antecedentes sobre la transición socialista. Con todas las contradicciones del caso, en un contexto mundial marcado por el reflujo revolucionario global, estos intentos tuvieron el efecto de transformar el Estado soviético, convirtiendo a la joven y débil nación post zarista en una potencia industrial capaz de derrotar al mayor ejército del mundo, contribuyendo de forma esencial a eliminar la amenaza nazi-fascista del mundo.

En cuanto a la coherencia entre teoría y praxis, hay que recordar que toda revolución, al chocar con la realidad concreta con sus acciones y reacciones imprevistas, acaba creando un nuevo cuadro, siempre diferente de la elaboración teórica original. Así ocurrió en el caso de la Revolución Francesa y así ocurrió con todas las revoluciones liberales que, además de los solemnes principios de libertad, fraternidad e igualdad, acabaron institucionalizando formas aberrantes e ilimitadas de pobreza, exclusión y marginación social, claramente no atribuibles a los diversos Constant, Locke, Smith y Bentham.

Cien años después de la Revolución que cambió profundamente el curso de la historia, hay que apresurarse a sacar conclusiones a la hora de hacer balance. Sentencias de auto-absolución o condenas inapelables, dictadas por tribunales improvisados de la Historia. Como en toda fase transitoria de la historia, se han cometido errores, se han producido situaciones dramáticas y, sin duda, el resultado final nos presenta la derrota histórica de aquel experimento, el fracaso con el que debemos ajustar cuentas si queremos entender las razones de las actuales ofensivas reaccionarias. Aclarado todo esto, esa historia no puede ser retomada a través de una contabilidad instrumental de duelo. Ya se ha convertido en un lugar común, citar la cuestionable valoración de las luchas al por mayor, que se hace en el tristemente célebre Libro Negro del Comunismo, en el que también se incluyen las muertes por guerras y falta de recursos, en la mayoría de los casos provocadas desde el exterior. 

Sin embargo, si utilizáramos los mismos parámetros adoptados por Stéphane Courtois y compañía, ¿cuántos millones de muertos debemos atribuir a la expansión mundial de nuestras relaciones sociales burguesas? Intentemos pensar: las consecuencias históricas de la acumulación originaria del capital sobre las incalculables masas rurales expulsadas de los campos y transformadas en muchedumbres de mendigos en las grandes periferias urbanas; el exterminio de los pueblos autóctonos en el Norte y el Sur de América, Asia y Oceanía; las muertes debidas a la miseria y a la  explotación colonial occidental en África, incluida la esclavitud; las interminables guerras imperialistas libradas durante los dos últimos siglos en todos los rincones del planeta para robar los recursos de los “pueblos incivilizados”. Una hecatombe, muy bien escondida en los libros o tratados de historia de la humanidad. 

Esto confirma también una observación ya formulada por Marx y Engels a mediados del siglo XIX: es precisamente en el terreno de las ideologías donde reside el verdadero éxito de la sociedad burguesa, y así el hecho de que haya modelado el mundo a su imagen y semejanza mediante la violencia se presenta como una afirmación de los principios de libertad y civilización por encima de la barbarie. La paradoja histórica es que, aun siendo maestros de la ideología, los grandes y pequeños teóricos del liberalismo hacen de la crítica a las ideologías su batalla más característica. La confirmación de su capacidad hegemónica es que la mayoría de la gente, dotada también de una buena cultura, cree en ella y la reproduce más o menos conscientemente.