Todo empezó a moverse. Un ruido agudo de vidrios rompiéndose que ocultaba el sonido de una turbina grave, era el terremoto mismo. Una nube de polvo oscureció todo y se hizo un silencio. Los animales quedaron callados y nosotros no pudimos hablar en minutos.
Yo iba entrando a mi cubículo cuando una compañera me dice: “Profesor, está temblando”. Se troza el muro donde estaba la compañera y le cae encima. Me cubrí la cabeza con el portafolio y empiezo a caer, a caer. ¡Su pinche madre! ¿Por qué me toca morir ahora si no debo nada?
Nunca había tenido miedo a los temblores. Cuando empezó, me quedé en la cama pensando: “Se pasa rápido”. Pero cuando arreció, traté de pararme, pero se abrió un boquete en la pared, por donde salí disparada con todo y colchón. Caí en la calle, acostada, agarrada del colchón con las uñas. ¿Pero cómo caí en la calle si vivo en el cuarto piso?, pensé. Entonces entendí: los otros tres pisos de abajo se habían desplomado debajo de mí.
Evangelina Corona: A mí me agarró el temblor cuando dejaba a mi hija en la secundaria. Se empezó a mover el piso y el agua en los charcos, pues había llovido el día anterior. Cuando pasó me fui con la idea absurda de no llegar tarde. Cuando llegué a San Antonio Abad 150, solo quedaba el anuncio de Corona sobre las ruinas. Fuimos a buscar al patrón a sus oficinas, pero ahí ya no había patrón
II
Ese verano solo hice dos cosas: tirarme al sol sobre el cofre de un vocho abandonado frente a mi casa y ver cómo se movían las nubes. Pasaba ahí horas, a veces leyendo pero las más pensando. El mundo era un sinsentido. Mi familia no tenía sentido. La ciudad no tenía sentido. Yo no tenía sentido. Sobre el mundo no había gran cosa que decir: de un momento a otro, explotaría. Un botón rojo y la famosa explosión nuclear. Había visto The Day After. Sobre mi familia había un poco más: mis papás se acababan de separar y, en medio de la tempestad, acabamos mi madre y yo refugiados en un departamento en la colonia Portales donde no cabía la alfombra. Así que un extremo estaba enrollado contra la pared y sobre esa inestabilidad se sostenía apenas el estéreo. Eran los tiempos de los acetatos y, cuando ponías un disco, estaba sujeto al vaivén de las patas de la consola sobre la alfombra hecha rollo. La ciudad era para mí solo el trayecto entre la escuela y la casa: el Metro y un trolebús sobre Municipio Libre que, cuando llovía, te daba toques. Sobre mí tampoco hay mucho que decir: era un chavo de diecisiete, con una gorra sucia y una gabardina gris que jamás me quitaba. Hasta ese momento solo tres cosas me interesaban: las mujeres, el tabaco, y el rock en español. A las mujeres las veía pero nunca podía conversar lo suficiente con ellas. Me tardé tanto en hablarle a Mercedes que, cuando lo logré, ya tenía novio. En el trolebús siempre me regresaba con una estudiante de la prepa de enfrente, pero salvo miraditas, nadie decía nada. Me gustaban todas, ninguna más de unas cuantas semanas. El tabaco se reducía a los cigarros que podía robarle a mi padre, cuando lo veía, un domingo de cada quince días en el Súper Leches. Fumaba en el baño del departamento en Portales, soplando el humo por la ventana. Mi madre era, desde entonces, antitabaco. Y el rock no podía comprarlo. Solo oírlo en la radio e intentar grabarlo en casets, pero siempre la voz del locutor interrumpía: “Esto es Rock 101 y esto fue Radio Futura”.
Ese 19 de septiembre de 1985 era jueves. Tenía que haber leído a David Ricardo para economía y resuelto unos problemas de física. Pero me había tiré a leer Memorias del subsuelo que me pareció casi a la medida de mi tristeza. Se sentía bien ser un miserable y entender que la vida no tenía sentido. Ésa es la adolescencia: la primera vez que te despides de ti mismo, con rabia y congoja, del niño que fuiste. Y, así, con todo y la gabardina, me quedé dormido.
A las 7:19 recuerdo haber tratado de correr por el pasillo del departamento, pero temblaba tan fuerte que me caí, agarrado de un sillón de la sala. Los trastes en las gavetas de la cocina se salieron y cayeron con estruendo ollas y platos, vasos que se quebraban. Afuera, los cables de luz chocaban unos con otros y el color del cielo tuvo —por instantes— un tono anaranjado. Las paredes crujían. Y justo, sin saber dónde estaba mi madre, vi abrirse un boquete en la pared y la alfombra desenrollarse hacia el vacío, por primera vez, colgando como una lengua extenuada. “La ciudad nos agrandó el depto”, pensé. Me puse los zapatos y salí a la calle.
En la esquina de Víctor Hugo se había caído la parte de arriba de un edificio con una farmacia abajo. Parecía un helado al que solo le has chupado un lado. En bata, en pijamas, los vecinos empezaron a mover piedras, decían que, entre la nube de polvo que todavía no se asentaba, había gente. La idea no me estremeció. Sin pensarlo ayudé a un señor a mover una losa. Es curioso cómo los edificios parecen estar construidos con cartón, pero a la hora de levantarlos, aunque sea en pedazos, pesan. Cuando me vi la mano, tenía sangre; me había cortado.
—Necesitan guantes —dijo alguien a mi espalda. Era Carlos Monsiváis. Yo lo había visto en la tele hablando de Agustín Lara no más de cuatro días atrás. Le iba a dar la mano pero me miré la sangre.
—Voy al centro —avisó casi al aire—. Parece que se cayó completo.
No había autobuses, ni Metro, ni trolebuses. Los camiones de redilas daban aventón a cuantos pudieran subir, algunos colgando, con los pies sobre las defensas. Caminé hasta la prepa y me topé con maestras que se llevaban las manos a la boca, los ojos desorbitados, viendo una televisión en blanco y negro. Me asomé a ver las imágenes: fierros retorcidos sobre Eje Central, un reloj entre ruinas con la hora detenida: 7:19, el anuncio del hotel Regis en la banqueta. El Súper Leches donde, cada quince días me encontraba con mi padre, derrumbado. La ciudad de mi infancia estaba en ruinas.
Salí de la dirección de la escuela y El Tito me extendió pala, guantes de carnaza, y cubrebocas. Ese sería el uniforme del rescate. Nunca pregunté de dónde salió todo ese equipo, tan pronto. Lo que sí sé es lo que me dijo:
—Vámonos a sacar gente del subsuelo.
No, no era la novela de Dostoievski; eran personas de carne y hueso debajo de losas de concreto, aplastadas, entre el polvo y la negrura, desmayadas o gritando:
—Auxilio. Estamos vivos aquí abajo.
Nos fuimos en la parte de atrás de una Estaquitas que era del director de la prepa. Recuerdo que sobre Tlalpan.
—¿Qué es ese olor? —murmuraba El Animal, viendo por las estrechas ventanas edificios aplastados.
—Es olor a muerto —especuló La Maddy, a quien el casco le quedaba grande y le ocultaba las cejas.
—Son fugas de gas —dijo El Tito desde el volante—.Así que aguas con fumar.
Y ahí vimos algo que no alcanzamos a entender: una fila de pasteles aplastados, con las cortinas al viento, como naufragios. No tenían el rostro de ninguna edificación humana: era como una escena salida de Mad Max. Nunca me había puesto a pensar: ¿qué había antes ahí?. Y, salvo por el nombre de la calle, San Antonio Abad, no me decían nada las ruinas. Pero ahí abajo estaban las costureras de talleres ilegales, a quienes pagaban nada por confeccionar ropa, acosadas por los dueños, explotadas a cambio de unas cuantas monedas. Las costureras saldrían de los escombros convertidas en un sindicato, con Evangelina Corona a la cabeza, una mujer de Tlaxcala que había llegado a la Ciudad de México como sirvienta y que había terminado, sin saber ensartar una aguja siquiera, trabajando durante 12 horas sobre una máquina Overlock. La indignación crecería con los días: los dueños de las maquilas de ropa habían preferido sacar sus máquinas de los derrumbes antes que a las mujeres que trabajaban para ellos. Doña Eva, como le decían sus compañeras, lo denunció y comenzó a organizar un sindicato que, hasta la fecha, se llama 19 de Septiembre.
El Tito decidió detener la camioneta en el Eje Central y Victoria. Más allá solo se veían incendios entre nubes de polvo. Los edificios se habían caído de frente, de costado, los vidrios rotos. Recuerdo que pensé que parecían botiquines de medicinas abiertos, pero los botecitos de aspirinas eran tanques de gas, tinacos, mitades de automóviles. Vimos a un hombre en medio de unas ruinas aferrado a un colchón: lo cargaba sobre su cabeza, le daba vueltas tratando de asirlo con la axila, como no queriendo que se ensuciara de polvo, del terregal en el que había quedado vivo. Cientos en mangas de camisa, con cubrebocas, trepados en capas de concreto y varillas torcidas. Decenas llorando, sentadas, colapsadas al pie de esos mismos derrumbes. El edificio de Pino Suárez había caído sobre un paso a desnivel y tomado su forma, como una capa más de esta ciudad de capas. Un hombre hincado ponía la oreja en una grieta. Nos acercamos.
—Creo que es mi mamá —nos dijo, los ojos desorbitados—. Vivía en el segundo piso.
Traíamos palas que no servían para rescatar a su mamá. Necesitábamos mazos, taladros, excavadoras, trascabos para sacar a su mamá. Pero se acercaron dos muchachos con picos y comenzaron a aguijonear la piedra. Recogíamos las ruinas en cubetas de plástico o metal, hasta en una bolsa del mercado. La pasábamos en una fila. Todo pesaba; la ciudad pesa mucho. Oscureció muy pronto y su mamá no aparecía. Todos dudábamos:
—¿Estás seguro de que oíste a tu mamá? —le preguntó La Maddy—. ¿No la oíste solo en tu cabeza?
El hombre, que se llamaba Mario, ya no contestaba, frotándose el polvo sobre el sudor y las lágrimas. Él también dudaba. Esa noche sacamos algo: una jaula con un canario adentro. El metal estaba destruido, doblado, pero el pájaro estaba vivo, nervioso, mirándonos de lado. Tomé la jaula y me prometí cuidarlo.
Cerré los ojos después de la media noche en una banca de la prepa, ahora convertida en un albergue con niños, señoras, fogatas, peroles de agua hirviendo. Crucé los brazos y miré al canario dormido de pie. Su jaula se había venido abajo, pero nunca quiso abandonarla. Era como todos nosotros y esta ciudad. Ahí soñé que entender esta ciudad era quedarse. Y que quedarse era entenderla. Éramos ese canario.
Me despertaron los gritos de los niños en el patio de la prepa. Estaban subidos en las sillas y se dejaban caer, haciendo pffff con los labios.
—¿Qué hacen? —les pregunté mientras me quitaba las lagañas.
—Jugamos al temblor —me dijo una niña tendida de panza en el patio de concreto.
Los niños habían perdido sus casas y vivían ahora en la prepa, pero ¿por cuánto tiempo? La comida de albergue eran tacos de arroz y agua hervida que olía a leña.
—¿Por qué la hierven? —le pregunté a Adriana, una compañera de segundo de prepa que me pareció atractiva en ese instante, con su cabello rizado cayéndole sobre la frente, concentrada en servir arroz.
—La hervimos porque el agua tiene sangre.
Le soplé al jarrito de barro y me sentí, por primera vez, un azteca.
Le encargué el canario.
—Le das agua y arroz.
Las cosas habían cambiado en el transcurso de la noche. El Presidente Miguel de la Madrid había rechazado la ayuda internacional. Un avión de la Cruz Roja sobrevoló el aeropuerto sin que le autorizaran aterrizar; hasta que se le acabó el combustible. El regente de la ciudad, Ramón Aguirre, aconsejó a la gente quedarse en sus casas y no salir si no era indispensable. Dijo: “Al parecer hay treinta presuntos ciudadanos colapsados”. Carlos Monsiváis decía: “Hay una insurrección de la sociedad civil que ha tomado en sus manos las tareas de rescate, tránsito, policía, y decisión”. Salimos a la calle en nuestra Estaquitas y sentimos el combate entre el poder y el deseo: el ejército acordonaba zonas para impedir que los rescatistas sacaran gente viva; los rescatistas buscaban formas de llegar a los derrumbes sin pasar por los militares.
El Animal manejaba ahora y se metió en sentido contrario en todas las avenidas que pudo para llegar a Tlatelolco. Ahí, el edificio Nuevo León se había caído como ballena encallada. Los militares, como en 1968, creían controlar la plaza, pero a lo lejos dos personajes corpulentos nos hacían señas. Después supimos que eran el tenor Plácido Domingo y el que sería líder de los damnificados, Cuauhtémoc Abarca. El Tito, que ya tenía un aire de la autoridad que te da medir 1.90 les dijo con voz ronca y un extraño acento:
—Venimos con los franceses.
Por el radio nos enteramos que Francia había enviado a una brigada de rescate con perros pastor alemán. Un chiste entre los rescatistas frente a las fogatas:
—¿Por qué las de Tlatelolco están tan contentas?
—¿Por qué?
—Porque los franceses vinieron a echarles los perros.
Y nos dejaron pasar. Cuatro rescatistas adolescentes, de palas, picos, y cascos que no nos quedaban, en el horizonte, subiendo a lo alto del Edificio Nuevo León.
—Vamos a abrir un boquete en esta loza para que sirva de túnel y se puedan meter.
—¿Quiénes se van a meter? —preguntó Tito.
—Pues él —me señaló a mí—. O ella —ahora señaló a La Maddy— que son flacos y chaparros.
Hasta ese momento que entendí lo que pasaba en el subsuelo: había que meterse a la oscuridad, a las grietas, y existía un momento en que enterrados y desenterradores se tocaban, se daban la mano, se jalaban. El enterrado podía ser sacado, pero había una posibilidad de que el desenterrador se quedara bajo la tierra.
—Si no quieren, yo me vuelvo a meter —dijo un hombre ínfimo, en los huesos y muy bajo. Era La Pulga, Efraín Arellana, que ayudaría a rescatar gente gracias a su complexión.
—Tú —le dijo el tenor Plácido Domingo a La Pulga— tienes que salir a respirar. Ayer tragaste demasiado polvo.
Con la duda de quién se metería en ella, comenzamos a hacer una grieta. Los mazos caían con golpes secos que podían destruir a cualquiera, pero parecían no hacerle nada al concreto de los edificios de Tlatelolco. Trabajamos por turnos con los mazos, esperando una cortadora de concreto que tardó en llegar. Por la tarde apareció un muchacho lleno de polvo blanco, que nos dijo con la boca seca:
—Soy Manlio y quiero ver si me ayudan a sacar algo.
Él estudiaba en nuestra prepa, pero era dos años más chico. Entonces supe que vivía en el edificio Nuevo León con su madre. Ambos cruzaron la explanada un poco antes del terremoto y se quedaron sin casa, pero estaban vivos.
—¿A sacar qué? —le dije, sentado sobre una cubeta, exhausto.
—Mi batería.
—¿Tu qué?
—Mis tambores, mis platillos. Tengo un grupo de rock y ensayamos los sábados.
Volteé a ver a los demás. El Tito dejó el mazo recargado sobre su pierna derecha y se sacó el cubrebocas, pero no dijo nada. Las ganas de regresar a la normalidad eran tan fuertes que la evidencia no las desmentía: debajo de esas ruinas la batería de Manlio sería solo un montón de basura, aplastada, inservible, pero él tenía la esperanza de que nada le hubiera pasado.
Justo en ese instante se sabía que el rock en español había perdido a su “profeta del nopal”, Rockdrigo González, en un edificio de la calle de Bruselas. Originario del puerto de Tampico, Rockdrigo había encabezado una corriente renovadora del rock, “lo rupuestre”, que usaba lo mínimo para hacer música: una guitarra y la voz. Le había cantado justo a la Ciudad de México, al Metro, a sus avenidas, a sus multitudes. A la hora del terremoto, acababa de llegar a su casa, tras un concierto. Suponemos que el edificio se le cayó encima en medio de un sueño profundo. La única rescatada de ese edificio fue una señora Mari que salió a la superficie con su hijo muerto en brazos. Ella insistía en que no era su hijo sino un muñeco de un vecino que era actor de teatro y que usaba marionetas en su espectáculo. Una enfermera la separó del cuerpo, sin insistir. En la camilla, Mari, la única sobreviviente del edificio de Rockdrigo, le dijo a sus rescatistas:
—Alejen a la prensa. No voy a dar autógrafos.
A las 7:38 del viernes 20 de septiembre de 1985 vimos una ola de gente corriendo, descolgándose de los derrumbes. Nosotros también corrimos hacia un parque. No sabíamos, pero los temblores tienen réplicas y esta había sido de seis grados Richter. Lo que estaba inestable, se terminó de caer. Lo que estaba polvoso, se remojó: empezó a llover. No supimos qué hacer más que abrazarnos. Nuca supe el nombre del voluntario que me abrazó: no habían pasado ni tres minutos, volvió a las ruinas a seguir sacando piedras. Recuerdo que, en medio de la oscuridad, una linterna reflejó algo como de cobre.
—Mira —le dije a La Maddy—. Ese debe ser uno de los platillos de Manlio.
Pero no me contestó. Se había quedado dormida sobre mi hombro.
Con los días creció la idea de que, como decía Monsiváis, la ciudad la gobernaban sus habitantes. Dirigían el tráfico, rescataban, cocinaban en peroles para miles, buscaban, acomodaban. Las autoridades, escondidas en sus oficinas, le habían ordenado al ejército una sola cosa: acordonar. Ni siquiera les dieron a los soldados picos y palas. Solo armas. Controlar la situación no significaba para ellos rescatar vidas, mientras se pudiera, sino la inmovilidad. Hubieran querido que todos nos quedáramos en nuestras casas para ordenar que las excavadoras entraran a arrasar con escombros, gente, objetos. Pero no podían porque, a diario, a toda hora, todos estábamos afuera, en las calles. Los damnificados marchaban a Los Pinos. Las costureras le respondían a la frase de la propaganda del Presidente: “México sigue en pie”, con una burla: “Seguimos en pie, pero ¿tendrán una sillita?” “México sigue en pie…dritas”.
De los 400 edificios que desaparecieron en el terremoto, el 90% eran del gobierno: cuatro secretarías de Estado, tres multifamiliares, tres hospitales públicos, y muchas escuelas. Quedaba claro que, debajo de los derrumbes habían responsables: la corrupción, los materiales adelgazados, las mordidas. El gobierno de Miguel de la Madrid lo sabía y por eso quiso contener a los habitantes de la ciudad, pero no hizo sino alentar la ira y una idea de rebeldía: nosotros podemos sin ustedes.
Esos días hicimos de todo: trasladar éter para conservar los cuerpos, repartir ropa y comida. La ciudad era otra. Los semáforos no servían y los jóvenes controlaban el tráfico. Había campamentos callejeros por todos lados. La radio y la televisión empezaron a poner en contacto a familiares. Primero, estimularon la solidaridad; después nos pidieron que no estorbáramos.
III
No teníamos mucha idea de qué hacer, pero ni falta qué hacía tener un gran plan. Las cosas se iban dando. Al rato ya teníamos una organización, comisiones, y una mesa directiva. La gente del PRI nos mandó llamar y nos ofreció dinero, a cambio de que no siguiéramos protestando. Pero no entendían: eran nuestras casas, nuestra colonia, nuestros vecinos. Eso no se puede comprar.
Carlos Monsiváis: Del jueves 19 al domingo 22, el nuevo protagonista son las multitudes forzadas a actuar por su cuenta, la autogestión que suple a una burocracia pasmada o sobrepasada. Una sociedad pospuesta se conforma de golpe en brigadas de voluntarios, casi niños que acarrean piedras con disciplina, los adolescentes que estrenan la ciudadanía, las enfermeras espontáneas, las señoras que preparan comida, los médicos de un lado a otro, los ingenieros con sus brigadas de peritajes. Pero son los jóvenes los que llevan el peso de la acción.
Lo vimos Adriana y yo en Tepito. Al albergue de la prepa nos había llegado una talega de ropa: cobijas, paraguas, zapatos, hasta una peluca. Alguien tenía que acompañarla y, aunque yo quería regresar a Tlatelolco, perdí el volado. Y ahí vamos en un vocho que se jaloneaba, a las 11 de la noche, al barrio de Tepito. Las casas estaban en las calles: salas completas, televisores conectadas con diablitos, refrigeradores, niños corriendo, tiendas de campaña. Tepito parecía un campamento gitano. Desde que entramos al barrio, por Jesús Carranza, unos chavos comenzaron a correr junto al vocho. En uno de los jaloneos, alguien nos abrió la puerta trasera y comenzó a sacar la ropa.
—Oigan —oigan, espérense a que la repartamos —les grité desde el asiento del copiloto.
—Ustedes no reparten nada aquí —me dijo uno de los chavos—. Nosotros ya estamos organizados.
—Somos el comité de bienvenida —dijo otro.
Cuando terminaron el asalto, otro le tocó la ventana a Adriana. Ella bajó el vidrio.
—Tomen.
Vimos los platos de unicel con un caldo rojizo, caliente. Lo probamos. Picaba como el demonio.
—Es sopa de migas.
Y, en efecto, cuando a los tepiteños la vida les da migajas, se hacen una sopa.
De regreso, le pedí a Adriana que pasara por mi casa. No había visto a mi madre en casi una semana y como los teléfonos también se habían caído —igual que la red de agua, la electricidad durante dos días, el transporte público— no habíamos podido hablar.
Cuando llegué estaba con mi papá, sentados los dos, en el sillón de la sala viendo las noticias. La ciudad en ruinas, los discursos del presidente, el regente, el jefe de la policía, Mota Sánchez, el ejército. Vi que había cubierto el agujero en la pared con la consola del estéreo. La alfombra estaba, de nuevo, incómodamente enrollada.
—¿Y eso? —me preguntó.
—Es un canario y lo que quedó de su jaula.
—¿Cómo están?
—Tu abuela está bien, tus tías, también. ¿Ya comiste?
—Sí, algo; en Tepito.
Yo sabía que la sola mención del barrio de mis abuelos, donde ella había nacido, en la calle de Tenochtitlán, la tranquilizaría.
—¿Te quieres meter a bañar? El calentador está encendido. Arreglaron la fuga de gas que teníamos.
—Me están esperando para ir al albergue —le dije—. Solo vengo a dejar el canario.
—¿Te podrías quedar hoy aquí, con nosotros? —dijo mi padre.
—Sí, claro —Los abracé y los tres nos pusimos a llorar.
Habíamos vuelto a ser una familia.
El jueves 3 de octubre fuimos al último rescate. Fue una decisión del presidente: después de dos semanas la autoridad no quería que hubieran más sobrevivientes. Era la hora de meter los trascabos y acabar con la insurrección de los rescatistas. La historia los desmentía: de las cerca de 10 mil personas que fueron sacadas del subsuelo 16 eran recién nacidos que sobrevivieron sin agua ni comida debajo de las ruinas del Hospital General. Y si el gobierno aseguraba que en el terremoto habían muerto 6 mil personas, nosotros estábamos seguros de que eran más de 20 mil. Por eso cuando, ya en la noche, se avisó que en Venustiano Carranza casi esquina con Anillo de Circunvalación se habían escuchado los gritos de un niño atrapado en el subsuelo, todos corrimos a rescatarlo. Según su padre, Ramón Hernández, su hijo se llamaba Edmundo. Todos le llamábamos Monchito. Con pancartas de “No queremos máquinas, queremos los cuerpos”, las ruinas de la vecindad se iluminaban con las cámaras de televisión del mundo. Ahí estábamos todos: los franceses y sus perros, los “topos” de Tlatelolco, Plácido Domingo, doña Eva Corona, El Tito, El Animal, La Maddy, el director de nuestra prepa, un brasileño corpulentísimo que era capaz de cargar lozas muy pesadas, los de “rescate alpino” con sus cuerdas, los taladros, las cortadoras de concreto que casi nunca vimos, las ambulancias, los médicos y las enfermeras. En el último rescate de 1985 no había ni un soldado. Éramos tantos que pasábamos la mayor parte del tiempo alrededor de las fogatas esperando turno. Ahí escuché los chistes del terremoto, la forma que tiene el humor negro de aligerar las tragedias:
—¿Por qué están enojadas las ricas de Polanco con los de Tepito?
—Porque no las invitaron a su “movida”.
—¿De qué murió Rockdrigo?
—De una sobredosis de cemento.
Un muchacho del CCH Sur había conseguido una máquina en la UNAM que detectaba si había algo vivo, con calor, bajo la tierra. Se anunció por un megáfono que había algo con vida ahí abajo. Aplausos.
—Puede ser una rata —alegaron los franceses.
Nos molestamos con los franceses, gente de tanta razón y poca fe.
La Pulga se me acercó y sin saludar, me tomó del brazo. Me enseñó una grieta minúscula.
—Los topos hicimos un túnel ahí dentro. Yo creo que tú cabes.
Sin pensarlo, me quité la gabardina y en cuatro patas metí la cabeza y luego la mitad del cuerpo. El aire enrarecido apenas pasaba a mis pulmones. Suspiré y grité:
—¡Monchito!
Se escuchaba un chorrito de agua caer ahí abajo. Nada, solo un agujero negro.
—¡Monchito!
De pronto, sentí cómo alguien me sacaba de los tobillos.
Salí polvoriento en medio de La Pulga, un médico, y el brasileño corpulento. Las luces de la televisión se apagaban, los equipos se doblaban, los rescatistas se sacaban los cubrebocas y los guantes. Dos excavadores aguardaban a que nos fuéramos para entrar a recoger todo como basura.
—Pero el niño —protesté.
—Ya van a entrar las máquinas, carnalito —me dijo El Animal—; ni modo.
Y salimos del derrumbe El Tito, La Maddy, El Animal y yo. Esa tarde la tele y los diarios amarillistas dijeron que Monchito no había existido, que su padre lo había inventado para sacar una caja fuerte con joyas.
—¿Quién va a tener una caja fuerte con joyas en una vecindad perdida entre barrios de putas? Si a esa zona le decimos “Cincurvalación” por los cuerpos de las señoras que ahí se alquilan por 20 pesos? ¿Cómo iba un señor a convocar a medio millar de rescatistas, los medios, las ambulancias, solo para sacar una caja fuerte? ¿Y cómo esperaba esconderla de nuestra vista una vez que estuviera fuera? —nos decíamos siguiendo a una ola de gente cabizbaja. Atrás el sonido de las excavadoras entrando con brazos mecánicos a levantar todo. Pero algo había cambiado: si la autoridad decía que Monchito era falso, nosotros creímos, aunque fuera por un día, que existía.
Esa madrugada subí las escaleras del edificio malhumorado, frustrado, exhausto. Pero la sola idea de que mis padres hubieran regresado a estar juntos me aligeró el paso. Cuando entré se oían trastes en la cocina. Era mi madre lavando.
—¿Y mi papá? —le pregunté antes de besarla.
—Se fue. Te dejó algo en tu recámara.
Corrí por el pasillo y, en cuanto encendí la luz, lo vi: el canario silbaba en una jaula nueva.
El de1985 fue un terremoto natural, seguido de uno político. No te puedes explicar la organización de la Ciudad de México sin esa tragedia. Supimos que podíamos solos y las autoridades se asustaron tanto, que jamás se recuperaron del susto. Nos tuvieron que dar el voto.
IV
1985 juntó a dos tipos de damnificados: los del 19 de septiembre y los de la vida. De la tragedia emergió una ciudad de los sin casa que estaban dispuestos a protestar por tener que vivir en azoteas, sin servicios, amontonados en un cuarto. Sabíamos que si México dejaba de pagar un mes de deuda externa, podíamos dar a todo chilango una vivienda digna.
Todavía, cuando tiembla, me acuerdo del 19 de septiembre de 1985. Y, todavía, cuando paso por una vecindad que tiene una pinta que dice: “Vivienda tomada por Super Barrio”, me acuerdo de los días de entrega, de ayudar sin mirar a quién, de calentarnos todos en la misma fogata.
El resto de ese año seguí tirado en la cama. El vocho abandonado sobre el que solía acostarme había desaparecido. Seguí oyendo rock en español —me compré un caset de Rockdrigo en El Chopo—, enamorándome secretamente de cuanta mujer veía —fui a casa de Mercedes durante dos semanas hasta que regresó con su novio—, y fumando cigarros robados. El mundo siguió estando al borde de desaparecer por una bomba nuclear. Mis padres nunca regresaron a estar juntos, y yo iba y venía entre la escuela, el cine, y la casa en la Portales. El terremoto siguió durante años, los damnificados, sin casa, sin papeles, sin nada, yendo y viniendo de marchas a oficinas de gobierno porque los querían reubicar en el estado de México: el burócrata que debía financiar la reconstrucción de las viviendas caídas, se fugó con todo el dinero.
Sobre la cama, viendo el techo de tirol, seguía pensando que la vida no tiene sentido, pero que, a veces, de vez en cuando, lo tiene porque se lo construimos, sacándoselo de las entrañas, a golpes de ganas, a golpes de suerte.
Todavía tengo al canario. Se llama Septiembre.