En la moral ideológicamente dominante de la sociedad capitalista, así como en el núcleo de su sistema jurídico, el derecho penal, impera un tipo de justicia enraizado en la tradición escolástica medieval, que ha sido llamada retributiva y que podríamos denominar también idealista. De acuerdo a ella, lo que cada persona merece, como ente espiritual, no tiene nada que ver con lo que necesita para cumplir sus funciones como ente social. Por el contrario, el merecimiento depende de lo que cada persona haya aportado, ya sea en términos de sufrimiento subjetivo o de mérito objetivo, es decir, de los beneficios que su trabajo le rinda a Dios, a la sociedad o a algún particular encargado de recompensarlo. El ejemplo clásico de la justicia retributiva es el sistema de premios y castigos de la justicia divina. Esta concepción pone al albedrío humano por encima de las relaciones causales que dominan el mundo material, para ubicarlo por encima de toda determinación exterior. Se trata de una expresión ideológica, más o menos mistificada, de la regla básica que regía el juego mercantil desde mucho antes del nacimiento del capitalismo: el intercambio de equivalente por equivalente.
En su Crítica al programa de Gotha, Karl Marx describió esta justicia retributiva e idealista y le enfrentó otra, totalmente contrapuesta, que podríamos llamar “materialista” en el sentido de que no abstrae la moral humana del mundo material de las relaciones causales. Posteriormente, el filósofo liberal John Rawls popularizó este principio bajo el nombre de “justicia distributiva”, aunque aplicándolo más limitadamente.[1] Para simplificar, en este trabajo usaré el término de Rawls.
Marx resumió este tipo de moral en la hermosa consigna que cierra el siguiente pasaje:
En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades![2]
Esta consigna es célebre por su poder sintético, pero también por su naturaleza inusual dentro de la vasta obra de Marx. A diferencia de lo que ocurre por ejemplo en El capital (que no es más que una descripción crítica y minuciosa de la realidad presente), aquí se vislumbra algo parecido a una prescripción moral válida por sí misma, tan razonable que no requiere vincularse con ninguna realidad histórica particular. La frase es, en efecto, brillante como resumen de la moral subyacente a la política proletaria, pero por su ubicación en el texto, aparece exactamente como el tipo de afirmación que Marx rechazaba en sus adversarios como “receta utópica”, aunque se trate de una receta genial.
Ahora bien, si se deja de lado el deslumbramiento que la consigna produce, y se la lee críticamente, cotejándola no sólo con el párrafo del que procede, sino con el conjunto de la obra marxiana, y en particular con su pieza madura por antonomasia, el Libro Primero de El capital, se puede aprovechar el núcleo materialista de la consigna contra el modo utópico de expresión popular en que aparece formulada en la Crítica al programa de Gotha, donde figura como una proyección inconsciente, hacia el mundo del deber ser, de un principio que ya rige el mundo del ser.
Porque, de acuerdo a la descripción del propio Marx, el criterio de justicia que la Crítica al programa de Gotha proyecta explícitamente “sólo” a “la fase superior de la sociedad comunista” ya impera en la sociedad burguesa, o al menos en sus relaciones productivas, aunque su derecho penal y su ideología dominante no lo reflejen. Y no me refiero a la legislación social que el proletariado le ha impuesto al estado burgués, sino la esencia misma de las relaciones productivas espontáneas que constituyen al sistema en estado puro.
Justicia distributiva en la realidad de las relaciones productivas capitalistas
Para Marx, en el capitalismo, la fuerza de trabajo, por mucho que esté encarnada en seres humanos, no es más que una mercancía como las otras. Esto significa que su valor no depende en absoluto ni de lo subjetivamente arduo de las condiciones en que se active ni de su “mérito” objetivo, es decir su rendimiento, sino únicamente del tiempo de trabajo socialmente necesario para producirla, que en este caso implica el tiempo de trabajo necesario para producir los medios de subsistencia que el obrero requiere para subsistir y criar a su relevo generacional.[3] En otras palabras, la porción de riqueza a la que cada trabajador tiene derecho en el capitalismo no depende de los sufrimientos o méritos de dicho trabajador, sino de sus necesidades. Ahora buen, como veremos después, estas necesidades están históricamente determinadas, y en el caso del capitalismo, esa determinación resulta brutal.
Si la recompensa del trabajador correspondiera a la noción ideológicamente dominante de justicia, los salarios se fijarían de acuerdo a los méritos objetivos o los sufrimientos subjetivos de cada obrero, es decir, de acuerdo a su rendimiento o a lo arduo de sus condiciones de trabajo. Si así fuera, un muchacho analfabeta de once años, encargado de vigilar una lanzadera industrial bajo las condiciones más insalubres, desagradables y peligrosas, ganaría mucho más que el más calificado y mejor organizado de los artesanos, pues el muchacho trabaja más horas, sufre más y, en virtud de la maquinaria con la que trabaja, produce mucho más valores de uso por hora.
Pero no es esa justicia retributiva la que realmente impera en las relaciones de producción capitalistas: las necesidades de producción de un artesano calificado y sindicalizado son mayores (pues incluyen el costo de su capacitación, para no hablar de las necesidades que él mismo amplía conscientemente mediante la negociación contractual colectiva) y por lo tanto su fuerza de trabajo vale más y su salario es mayor.
En realidad, para que el capitalista determine cuál es el salario “justo” de cada trabajador, no cuentan ni sus sufrimientos ni su rendimiento, sino sólo las necesidades de su sustento y reproducción. Si el valor de la fuerza de trabajo (cuya expresión normal es el salario) correspondiera al rendimiento del trabajo y no a las (mucho menos valiosas) necesidades de reproducción del trabajador, no habría plusvalía ni capitalismo. De manera que el capitalismo ya cumple el dictado de darle “a cada uno según sus necesidades”.
En cuanto a exigir “de cada quien según sus capacidades”, también es claro que el capitalismo ya satisface esta forma de justicia, por ejemplo al extender la duración y la intensidad de la jornada laboral hasta topar con el límite de la supervivencia sana de la clase obrera, es decir, hasta topar con el límite práctico de sus capacidades, incluyendo sus capacidades físicas, pero también, centralmente, su capacidad social y moral de “aguante”.
(Por lo demás, darle “a cada quién según sus necesidades” y exigir “de cada quien según sus capacidades” no son sólo dos modos de expresar una misma moral, sino que en última instancia son sinónimos, pues la ampliación de las necesidades equivale a la reducción de las capacidades: por definición, necesitar algo equivale a carecer de la capacidad de funcionar sin ese algo.)
El reconocer que la justicia distributiva rige la realidad de las relaciones capitalistas no implica ningún elogio. En el esclavismo, por ejemplo, cada amo sabía que, para conservar su inversión, debía darle a sus esclavos todo lo que necesitaran para sobrevivir, pues si les daba menos, dejaban de funcionar. La naturaleza del trabajador como un medio material indispensable para la producción aparecía de forma transparente. Del mismo modo, un granjero no requiere ningún humanitarismo especial entender la conveniencia de pagar no sólo la comida de sus bestias carga, sino incluso los tratamientos veterinarios que requieran. Lo mismo ocurre en el capitalismo, sólo que convenientemente velado por las ilusiones de la justicia retributiva. Garantizar, a través del pago de un salario, que el obrero satisfaga la totalidad de sus necesidades de reproducción es una necesidad productiva para el capitalista –tanto como alimentar a los esclavos lo era para el amo o alimentar a las bestias de carga lo es para el granjero–, por mucho que el salario se presente ante el sentido común ideológicamente travestido como una especie de recompensa moral.
Aunque ni el derecho penal de la sociedad burguesa ni su “sentido común” dominante lo hayan asumido, son las necesidades las que determinan no sólo las relaciones productivas reales, sino también la rama del derecho que las codifica: la legislación laboral. En México, por ejemplo, el salario mínimo no se fija según los sufrimientos o el rendimiento de la población trabajadora, sino, explícitamente, según sus necesidades:
Los salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos. Los salarios mínimos profesionales se fijaran considerando, además, las condiciones de las distintas actividades económicas.[4]
A su vez, aunque no tan explícitamente, la limitación de la jornada máxima se basa en las capacidades (incluida, centralmente, la capacidad social de aguante) de la fuerza de trabajo.
Límites y contradicciones en la aplicación burguesa de la moral distributiva
Ciertamente, la consigna “de cada quien de acuerdo a sus capacidades,” etc. tal como fue formulada en la Crítica al programa de Gotha tiene el defecto no hacer explícito que este tipo de justicia ya rige las relaciones de producción capitalista. ¿Estoy diciendo entonces que el brillante futuro de libertad que describe ese párrafo ya existe, al menos como tendencia, en el capitalismo? No, pues en el modo específicamente burgués de aplicar este tipo de justicia hay tres contradicciones o limitaciones decisivas cuya superación requerirá el cambio histórico radical que describe Marx, a saber:
En primer lugar, en el capitalismo la justicia distributiva no se aplica igualmente a la totalidad de la sociedad. A un gran sector, la llamada pequeña burguesía (las clases que para vivir deben completar los réditos de su propiedad con cierta cantidad de trabajo o que pueden producir sus propios medios de subsistencia con sus propios medios de trabajo), este tipo de justicia sólo se le aplica parcialmente, y a un pequeño sector (las clases que viven exclusivamente de los réditos de su propiedad sin tener que trabajar en modo alguno) no se aplica en absoluto. En la experiencia vital de los miembros de esta clases dominantes, ni la obligación de trabajar tiene que ver con las capacidades del individuo ni la porción de la riqueza a la que se tiene acceso tiene que ver con sus necesidades. Sólo el sector, siempre creciente, que vive sólo de vender su fuerza de trabajo se ve sometido a este tipo de justicia. Quizá por eso, de toda la sociedad burguesa, fue este sector, el proletariado, el primero en reconocer esta realidad objetiva como su criterio moral subjetivo inscribiéndolo, como decía Marx, “en sus banderas”.
En segundo lugar, el hecho de que la clase dominante se vea históricamente excluida de la sencilla racionalidad materialista de la justicia distributiva, se refleja, como ya se ha dicho, en que la moral dominante en el conjunto de la sociedad rechace las reglas que ella misma aplica a sus relaciones productivas y se eduque a sí misma, a través de todos los medios ideológicos a su disposición, en la vieja justicia retributiva, que en el derecho penal domina sin cortapisas.
Pero hay una tercera contradicción, más profunda, en el modo burgués de aplicar la justicia distributiva: el modo de determinar concretamente las necesidades y las capacidades de los trabajadores. Si el aumento de la productividad en general siempre ha ampliado las necesidades humanas, en el capitalismo esta ampliación sólo ocurre de manera desigual e intermitente, cunado no se detiene o incluso se revierte.
Por un lado, es verdad que al exigir la ampliación constante tanto de la productividad social del trabajo como del mercado interno, y al desarrollar una clase obrera cada vez más poderosa, el capitalismo ha tendido a extender socialmente las necesidades de la población trabajadora y (lo que es lo mismo) a disminuir sus “capacidades” de aguante. La expansión de las necesidades implica la educación formal y real, en el consumo, de la sociedad. Por eso, a esta tendencia del capitalismo, que todavía puede apreciarse esporádicamente en algunos sectores de la vida social, podemos llamarla civilizatoria.
Sin embargo, por otro lado, la extracción de plusvalía le impone a cada capitalista una tendencia contraria: a ampliar la capacidad de aguante de la población trabajadora y a mantener reducidas al mínimo sus necesidades: se trata de la tendencia materialmente empobrecedora y culturalmente embrutecedora del capitalismo, que también puede verse en sectores cada vez más amplios de la vida social.
El resultado histórico de esas dos tendencias enfrentadas es un movimiento desigual en el tiempo y en el espacio: sólo en términos muy generales ha avanzado la tendencia civilizatoria, pero a través flujos y reflujos, a veces violentos, que varían de una región del mundo a otra, y que históricamente tienden a perder terreno. Cuando hablamos de la decadencia del capitalismo, queremos decir, entre otras cosas, que esta tendencia civilizatoria ha dejado de avanzar en general. Dado que el ser humano prefiere aprender que olvidar, de-civilizar deliberadamente a la población, embrutecerla y reducir el ámbito de sus necesidades, es un proceso necesariamente violento y doloroso.
Las primeras décadas del siglo XXI pueden ejemplificar muy gráficamente este movimiento doble. La revolución de las telecomunicaciones y la informática ha creado todo un cúmulo de necesidades nuevas, que ella misma satisface. Al mismo tiempo, sin embargo, la contracción relativa del sector productivo y las medidas de austeridad han vuelto suntuarios elementos que la generación anterior consideraba necesarios. Así, millones jóvenes necesitan y consumen una tecnología que sus padres no hubieran soñado siquiera, pero no pueden obtener empelo regular ni establecer un hogar independiente.
Estas limitaciones o contradicciones en el modo burgués de aplicar la justicia distributiva la convierte no en la experiencia liberadora que aparece en el texto de Marx, sino en su opuesto directo: un medio de justificar la opresión material.
Así pues, la destrucción del poder burgués y su sustitución por una democracia de los productores y los consumidores no implicará un cambio del paradigma de justicia “de cada quien según sus capacidades”, etc., pero sí tres cambios radicales, decisivos y relacionados entre sí, en el modo de aplicarlo, si no de un día para el otro, sí al menos como tendencia histórica:
En primer lugar, la justicia distributiva se extenderá a la totalidad de la sociedad, sin excluir, como ahora, a una clase dominante parasitaria.
En segundo lugar, cuando pierda su base material en la clase económicamente dominante, la justicia retributiva dejará de imperar en el derecho penal y en la ideología dominante. En otras palabras, no se esperará que los infractores y las víctimas reciban lo que “merecen”, sino lo que necesitan. Más aun: en última instancia, la noción de lo que cada quien “merece” como ente moral terminará por fundirse con la noción de lo que cada quien necesita para cumplir su función social.
En tercer lugar –y esta será en realidad la transformación más importante, la del contenido material–, de las dos tendencias históricas objetivamente presentes en el capitalismo actual, la civilizatoria y la barbarizante, sólo la primera, la que tiende a ampliar culturalmente las necesidades de los seres humanos y a reducir su “capacidad” de aguante, conservará su base material, mientras que la tendencia barbarizante quedará objetivamente cancelada. Conforme la productividad del trabajo se desarrolle, el ser humano se desarrollará con ella, es decir, necesitará cada vez más cosas y será cada vez menos capaz de aguantar privaciones y sufrimientos. Si esta definición del desarrollo humano parece paradójica, es sólo porque contradice un sentido común definido por la necesidad de justificar la insuficiencia del desarrollo.
En conclusión, puede observarse que en el capitalismo coexisten la vieja justicia idealista y retributiva, reflejo de su pasado mercantil, con la justicia materialista, distributiva, que ya rige en los hechos las relaciones productivas y que también ha aparecido en la consciencia del movimiento obrero como vislumbre del futuro post capitalista. La coexistencia en el presente de estas dos morales contrapuestas podría sumarse la serie de polaridades con las que Engels resumió el carácter inescapablemente antagónico del capitalismo: producción social versus apropiación individual, economía internacional versus estado nacional y burguesía versus proletariado.[5] Aunque parezcan excluirse entre sí, todos estos rasgos existen en el presente, ninguno procede de una vislumbre utópica del futuro, aunque la mitad de ellos en efecto apunte al futuro y la otra mitad obstaculice su desarrollo. Ser comunista no significa oponerse al presente en nombre de un utópico deber ser, sino abrazar el lado progresista de las contradicciones reales, que constituyen el rasgo definitorio más profundo de ese presente.
[1] Cfr. Rawls, “Justicia distributiva” en revista Estudios Públicos del CEP, Nº 24, 1986.
[2] Marx, “Critica al programa de Gotha” (Sección I), En Marx y Engels, Obras escogidas en dos tomos, tomo II, p. 16.
[3] Cfr. Marx, El capital, Libro Primero, capítulo IV.
[4] Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Artículo 123, fracción VI, párrafo segundo.
[5] Cfr. F. Engels, “Del socialismo utópico al socialismo científico”, sección III, en Marx y Engels, Obras escogidas en dos tomos, tomo II, p. 152.