“Los símbolos son importantes, y escogimos el 1 de mayo [de 1981] como fecha de nacimiento del sistema privado de pensiones para permitir a los trabajadores celebrar ese día no como uno de lucha de clases sino como el día en que ganaron la libertad de controlar sus recursos para el retiro y se liberaron de las cadenas del seguro social estatizado”,1 explica José Piñera, ex ministro del Trabajo de Pinochet y promotor del sistema privado de pensiones a escala mundial. Si los fondos de pensión (FP) se han convertido en emblema del capitalismo contemporáneo, es porque articulan determinaciones de la dominación financiera con ciertas condiciones de la explotación de los trabajadores.
La producción presente constituye siempre y en todos lados el fondo de manutención de la población inactiva. De tal modo, cualquier sistema pensionario es una decisión sobre la parte de la producción que la sociedad otorga a sus jubilados. De la eliminación física de los ancianos al sistema chileno de pensiones, la historia y la antropología registran una rica diversidad de relaciones e instituciones que materializan ese vínculo entre las generaciones económicamente activas y las inactivas. Si para el trabajador individual el financiamiento de su jubilación aparece como un atesoramiento, se trata en realidad de la adquisición de derechos sobre una parte de la producción futura. Éstos pueden ser objeto de garantías colectivas o plasmarse en contratos individuales. En el primer caso forman un sistema de reparto donde cierta una institución estatal cobra las cotizaciones de los activos a cambio de la promesa de entregar un ingreso regular al jubilarse. En el segundo se compone por un sistema de capitalización en el cual una empresa privada —un FP— recolecta las cotizaciones de los activos para invertirlas en la bolsa, con el compromiso de pagar un ingreso regular al retiro.
Corolario del grado de extensión del trabajo asalariado y de la esperanza de vida de los trabajadores, la problemática de la jubilación en el capitalismo pertenece a la discusión más amplia sobre los límites de la explotación del trabajo. Por esa razón, el derecho a jubilarse nació directamente de las luchas obreras, aun cuando el principio emergió con la formación de los cuerpos nucleares del Estado moderno.2 Igual que las limitaciones del trabajo infantil y de la jornada laboral, el principio de jubilación limita el tiempo de explotación. La obligatoriedad del financiamiento del retiro con cotizaciones obreras y patronales, así como la garantía de las prestaciones, forma parte de las conquistas más importantes de los trabajadores. En México, las instituciones del sistema pensionario se desarrollaron en el marco del artículo 123 de la Constitución entre 1925 y 1959. En Estados Unidos, la Social Security Act (1935) subsumió el derecho a jubilarse en un sistema de seguridad social que se extenderá, con el mismo nombre, al mundo capitalista de la posguerra.
Las contraofensivas intervinieron en la estela de las transformaciones socioeconómicas y de las decisivas derrotas obreras al calor de las crisis de los decenios de 1970 y 1980. Los principales ejes de las reformas fueron el aumento de los tiempos de cotización, la postergación de la edad legal de retiro, la individualización de las cuentas, la fijación de topes a las cotizaciones obligatorias y la ampliación de las aportaciones voluntarias: trabajar más, pagar más y cobrar menos. En el país, las reformas de los sistemas pensionarios de los trabajadores afiliados a los Institutos Mexicano del Seguro Social (IMSS, sector privado formal) y de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado en 1997 y 2007 elevaron la edad de jubilación, instauraron cuentas individualizadas de ahorro para el retiro y elevaron la importancia de las cotizaciones voluntarias.
Los progresos de la esperanza de vida al nacer y el descenso de las tasas de fecundidad tienden a invertir las pirámides de edades; y este fenómeno adquiere formas extremas en países como Japón, donde los mayores de 60 años representan cerca de 25 por ciento de la población y los mayores de 50 aproximadamente 50 por ciento. En México, la esperanza de vida promedio al nacer era de 34 años en 1930 y de 61 en 1970; ahora llega a 75. Al mismo tiempo, los cambios de patrones de natalidad, de mortalidad y de fecundidad elevan a un ritmo sostenido la proporción de ancianos. El aumento del ratio de dependencia económica sirve en el mundo entero de argumento de peso para justificar la implantación de reformas pensionarias regresivas. Recíprocamente, los déficit de las cuentas de los sistemas de reparto auxilian dicha tesis en cuanto se presentan como consecuencias ineluctables de la demografía. Pero tal uso de la premisa del aumento de la dependencia económica es unilateral, cuando no embustero: ésta debe observarse —igual que cualquier consideración sobre el cambio de las reglas de repartición del producto interno bruto y del nivel de vida que pueda derivar de una permuta demográfica— a la luz de la evolución de la capacidad de producción de riquezas. El gigantesco desarrollo de las fuerzas productivas desde la Segunda Guerra Mundial no sólo elevó la productividad al grado de que los “instrumentos, en virtud de una orden recibida, trabajan por sí mismos, como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Hefesto” —cual imaginaba Aristóteles—, sino que acrecentó el despilfarro de trabajo social. El constante aplazamiento de la edad de retiro exigido por el capital corre paralelo con el aumento de las tasas de desempleo en general y de los trabajadores mayores en particular. De tal modo, el discurso que equipara las reformas pensionarias regresivas con el interés general encubre un objetivo de clase más profundo: disminuir las cotizaciones patronales en el financiamiento de las jubilaciones, prolongar el periodo de permanencia de los trabajadores en el mercado laboral; en otras palabras: desvalorizar la fuerza de trabajo. Este leitmotiv burgués siempre conlleva consecuencias sociales sorprendentes: si la esperanza de vida al nacer sigue progresando, no así la esperanza de vida en buena salud, un fenómeno inédito en los países muy desarrollados.
Ahora bien, las reformas pensionarias no sólo dilataron una barrera a la explotación del trabajo por el capital: promovieron la implantación de sistemas de capitalización. Las formas institucionales de ese proceso dependieron en cada país de los sistemas pensionarios preexistentes, o no. El sistema de capitalización conlleva dos grandes regímenes: FP de prestaciones definidas y FP de aportaciones definidas. Ambos supeditan los ingresos del jubilado al valor nominal de las carteras invertidas por los FP en los mercados financieros. Pero mientras el primero garantiza de manera formal el monto de las prestaciones, en el segundo el trabajador no sabe de antemano cuánto cobrará… Las reformas mexicanas de 1997 y 2007 introdujeron un sistema de capitalización en dos niveles: las administradoras de fondos para el retiro (Afore) recaudan las cotizaciones de los trabajadores para que, posteriormente, las sociedades de inversión de fondos para el retiro (Siefore) coloquen esas sumas en las bolsas.
Los estudios comparativos muestran que el sistema de capitalización tiene un costo de funcionamiento superior al de reparto. Gran parte de las cotizaciones sirve por ejemplo para cubrir salarios de los gestores de cuentas individuales, comisiones de operadores bursátiles, gastos de publicidad de los FP, y pagos por afiliación y traspaso; todas esas erogaciones no existen en el sistema de reparto. En México, las comisiones y —en general— los costos de los Afore están entre los más elevados de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.3
Empero, para las empresas y los bancos, entre otras instituciones, los FP transforman las cotizaciones de los trabajadores en capitales productores de dividendos e intereses. Dicho de otro modo, los ahorros-retiro de las clases trabajadoras nutren y apalancan los fondos de acumulación y de especulación de los estratos capitalistas. La procedencia colectiva, el carácter colosal de las sumas en juego y la magnitud de su tiempo de inmovilización convierten los FP en inversores institucionales, megaoperadores de los mercados financieros globalizados. Por su influencia en la política financiera de los Estados —como mayoristas de títulos de deudas públicas— y el control que ejercen en las direcciones de las grandes corporaciones —como grandes accionistas— los FP articulan las condiciones de explotación de los trabajadores y los instrumentos de dominación contemporánea del capital financiero. En México, la reforma de la Ley de Seguridad Social nació directamente de la crisis tequila y como subterfugio para disponer de las sumas entonces “congeladas” en las cajas de retiro para comprar títulos de la deuda pública y apalancar inversiones de grandes grupos privados. Hoy, además de las cotizaciones al IMSS, las Afore y Siefore disponen de las cotizaciones de los trabajadores del Estado.
Toda sociedad redefine el reparto de los frutos de su trabajo a medida que progresan sus fuerzas productivas y cambian sus patrones demográficos. Anclada en la historia obrera, la reivindicación del derecho a jubilarse defiende el principio del retiro como tiempo de vida no subordinado al capital: los frutos del aumento de la esperanza de vida son de los trabajadores. En ese sentido, las reformas pensionarias de las últimas décadas transfiguraron ese principio en látigo para una mayor sumisión del trabajo al capital. Recientemente, la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro invitó a los trabajadores a aumentar sus aportaciones voluntarias para garantizar una “pensión cómoda”, no sin advertir de la necesidad de una nueva reforma…4
Pero por debajo de los cambios de correlaciones de fuerzas políticas, la expansión de los sistemas de capitalización reposa y expresa mutaciones sociales, como la ampliación de necesidades (iniciando por las más objetivas, como en Japón, donde la venta de pañales desechables para adultos igualó desde 2008 la de los infantiles), el encarecimiento estratosférico de los servicios de salud o la dilución avanzada de los vínculos de solidaridad y de afectos entre generaciones en las aguas gélidas de las relaciones mercantiles. Esos factores contribuyen al desarrollo de mercados destinados a convertirse en poderosas palancas del consumismo en la era del capitalismo senil.
Finalmente, el sistema de capitalización trae consecuencias contradictorias para las representaciones que los trabajadores se forjan de su destino. De manera objetiva, el manejo bursátil de una cuenta individual de retiro entretiene la angustia y la incertidumbre del trabajador. No obstante, desde el plano subjetivo, éste puede llegar a creer en el espejismo de la multiplicación de sus cotizaciones en la bolsa, una quimera muy atractiva en las coyunturas de auge financiero. En ese sentido, es una “cadena de oro” (Marx) que dora la píldora y ata al capital a vastos segmentos de los trabajadores.