DE GRECIA A CHINA, SIGUE SIENDO EL CAPITAL FINANCIERO

chavezm 11miniGrecia y Europa

A principios de julio, a través de un referéndum, el pueblo griego dijo nooxi— a la propuesta de acuerdo con las instituciones europeas e internacionales y a su injerencia en las políticas nacionales. Pocos días después, el gobierno se vio obligado a aceptar un plan probablemente peor. Un verdadero ataque a la soberanía democrática, con la composición de una serie de medidas durísimas en el ámbito fiscal, en la seguridad social y, en general, en las políticas públicas. Un ataque resumido en el hashtag “#thisisacoup” (“esto es un golpe”), el cual resonó durante días en las redes sociales. Un choque que volvió a colocar en el centro de la atención por un lado el asunto del andamiaje y los principios que guían a la Unión Europea y, por otro, la permanencia de Grecia en el euro y la existencia misma de la moneda única.

Sin la pretensión de resumir aquí un debate extremadamente amplio, muchos señalan que el caso griego es únicamente la última y más evidente demostración de la irreformabilidad de la Unión Europea, del apremio —no sólo para Grecia— de salir del euro y de recomenzar sobre bases diferentes, recuperando la soberanía monetaria y una banca central que pueda ayudar en momentos de crisis. Por otra parte, hay por el contrario quien sostiene que es necesario cambiar las reglas y los tratados, pero permanecer en la Unión Europea, por la dificultad y el “salto al vacío” que comportaría el fin de la moneda única. Claramente, las posiciones son distintas y mucho más matizadas, dada la necesidad de no considerar la moneda única, la Unión Europea y Europa como la misma cosa y de valorar todos los recorridos posibles. Queda de cualquier modo la cuestión central de una Unión Europea que, en el nombre de parámetros económicos y superávit presupuestales del todo arbitrarios, impone duros sacrificios a los pueblos, en especial a sus capas más débiles.

Completar la interpretación de la crisis griega (y europea)

Si los problemas de las finanzas públicas no deben ser subestimados, impresiona ver cómo en el debate actual, el papel y la responsabilidad de las finanzas privadas parecen temas “pasados moda”. No sólo las instituciones europeas e internacionales dirigen su total atención a las deudas y los presupuestos de los Estados “olvidándose” de los desastres de los bancos y otros actores privados. El mismo discurso puede repetirse considerando la atención de la mayoría de los medios y mirando incluso la medida en que el debate sobre las actuales soluciones y las posibles opciones está dominado —también en la izquierda— por asuntos referentes a las finanzas públicas, no a las privadas.

No se trata de repetir que los bancos son feos y malos y que la crisis actual nació del estallido de la burbuja de los créditos subprime en 2007. Para ser más precisos, resulta necesario evaluar cuánto la situación actual y los equilibrios de la Unión Europea están directamente vinculados a un planteamiento dogmático según el cual las finanzas públicas son el problema y las privadas la solución. Retomemos el caso griego. Mucho se ha escrito sobre cómo los planes de rescate del país helénico fueron en realidad una gigantesca triangulación financiera para rescatar a los bancos alemanes y franceses. Estos últimos, hasta 2007, habían prestado con alegría decenas de miles de millones de euros a Grecia, y al momento del estallido de la burbuja de los créditos subprime cerraron la llave y exigieron la devolución de los préstamos, con lo cual pusieron a Atenas en enormes dificultades. Aquí intervinieron las instituciones públicas, sustituyendo en los hechos a los acreedores privados. Y así, hoy los bancos de los países fuertes no tienen ya casi ningún crédito para Grecia, mientras que el FMI y el “fondo Salva Estados” de la Unión Europea —y, por tanto, cada gobierno— quedaron expuestos por decenas de miles de millones.

Asistimos a una nueva socialización de las pérdidas tras haber privatizado las ganancias, lo cual vuelve necesario preguntarse por qué hasta 2007 los bancos alemanes y franceses se expusieron mágicamente hacia los países de la periferia europea y por qué después se dio este enésimo rescate de las instituciones a costa de los ciudadanos. Respecto a la primera pregunta, un factor que favoreció la multiplicación de los préstamos intraeuropeos fue la moneda única, que permitió a los bancos de los países más fuertes prestar sin el riesgo del cambio y la devaluación. Además, el sistema era alimentado y promovido por los gobiernos de las naciones más fuertes, que veían crecer las exportaciones y su propia potencia comercial de acuerdo con la visión mercantilista de la economía. Tales transferencias, por otra parte, permitían acrecentar los volúmenes y la presencia geográfica de los bancos que buscaban convertirse en “competidores globales”, al grado de medirse con los gigantes estadounidenses y asiáticos.

Todo esto descansa sin embargo en el principio de fondo que guía la misma construcción europea, incluso antes de la crisis, de la existencia de la moneda única, de la estructura de los tratados: en la base del proyecto europeo está el supuesto de que sólo las finanzas privadas y no las públicas permitirían la reducción de los desequilibrios y la integración europea. He ahí el corazón de la trayectoria de los últimos años: los mercados son por definición eficientes, los capitales fluirían  “naturalmente” hacia los países de la periferia, y la mano invisible de las finanzas privadas realizaría la integración europea, enmascarando el problema de una unión de los mercados y los capitales sin unión fiscal ni de derechos.

En el debate sobre el euro está demostrado que esa unión monetaria y de los capitales en ausencia de cualquier transferencia interna o mecanismo fiscal —de impuestos de la UE a Eurobond y a transferencias internas— es por lo menos inestable. Resulta difícil sostener que quien pensó y propuso la moneda única no sabía que países enormemente diferentes entre sí por su historia, fuerza y características de sus economías y sus sistemas productivos, inflación y tasas de desempleo habrían podido “por arte de magia” converger y convivir fácilmente con el euro y una misma banca central. ¿Por qué entonces no se echaron a andar de inmediato instrumentos de reequilibrio entre regiones ricas y pobres, de transferencias fiscales, un sistema de impuestos europeo? ¿Por qué se previó una banca central única que por estatuto no podía prestar sin embargo a los países en dificultad, a diferencia de lo que ocurre en el resto del mundo?

En la base estaba la idea de confiar a las finanzas privadas la tarea de construir la Unión Europea. Es este salto ideológico, que está hoy casi totalmente ausente del debate. No hablamos “únicamente” de la financiarización de la economía ni del asunto, ya demostrado, de la paradoja de una Europa de los capitales y la moneda única sin una Europa de los derechos y los pueblos. Estamos delante de una verdadera “financiarización de los Estados y de las políticas económicas”, donde los mecanismos de mercado y las finanzas privadas realizan la integración europea. En la práctica se asumió que el retiro de lo público y la conjunción de los capitales conducirían a la convergencia de las economías y a la realización misma del sueño europeo. Es éste el verdadero “vínculo externo” para los Estados: lo público se constriñe necesariamente a secundar el funcionamiento de los mercados —por definición eficientes y objetivos—. Por un lado, esto ha llevado a los Estados a limitar su margen de acción en nombre del equilibrio presupuestal de las restricciones sobre la deuda y el déficit; y, por otro, se ha asistido a la progresiva cesión de espacios de soberanía y de democracia a las finanzas privadas. En otras palabras, el retiro del Estado no es sólo aquello en que se piensa comúnmente en torno al desmantelamiento de las reglas que supervisaban el funcionamiento de las finanzas y que se ha desarrollado desde el inicio de los años ochenta. De un modo muy profundo, las funciones del Estado han sido cedidas al capital financiero. Éste supone un proceso que ha tomado forma a escala internacional, pero que ha caracterizado en particular la construcción de la Unión Europea.

El fracaso del capital financiero

El teorema colapsó escandalosamente en los hechos con la crisis de 2007 y, sin embargo, continúa dominando —quizá con mayor fuerza que antes— las políticas económicas europeas. Tal apoyo ilimitado al sistema financiero ha causado la crisis; austeridad y sacrificios para Estados y ciudadanos que la sufren. Y peor, mientras que estos últimos sufren un ataque directo a la soberanía democrática, la reglamentación del enredo financiero que nos arrastró a la crisis avanza, en el mejor de los casos, con el freno de mano puesto. Aún más, en dirección opuesta, y asumiendo el dogma de que únicamente el sector financiero privado debe impulsar la recuperación, hoy los lobbies invocan una desregulación ulterior y menores controles.

Y sin embargo, para poner sólo un ejemplo entre muchos posibles, hablamos de un sector en el cual un sistema bancario en la sombra —shadow banking system— ha superado 75 mil billones de dólares, una cifra equivalente al PIB del mundo. Un año de la riqueza producida en todo el planeta por cada actividad imaginable es equivalente a las sumas que manejan entidades excluidas casi por completo de cualquier regla o control, y que no se logra siquiera definir con exactitud. En Estados Unidos, el año pasado se dio un adelanto: los bienes detenidos por el sistema sombra superaron los de los bancos.

Un sector privado que continuamente se ve envuelto en el escándalo, en noticias de fraudes y en una creciente inestabilidad. Después de la de 2007 y del consiguiente colapso de las exportaciones, el gobierno chino apostó por la demanda interna. Esto ha significado enormes inversiones en infraestructura, pero aun antes hacerse de la vista gorda, o incentivar abiertamente el desarrollo de un sistema financiero paralelo al oficial que permitía a los ciudadanos endeudarse, albergando la esperanza de alimentar el consumo y la demanda interna. Gran parte de esos préstamos fue utilizada, sin embargo, para especular en la bolsa, lo que provocó un aumento antinatural de los títulos de deuda y atrajo a más personas, en una espiral alimentada a sí misma durante años. Hoy asistimos al enésimo colapso de una burbuja causada por un capital financiero hipertrófico y autorreferencial, el enésimo casi de recursos sustraídos de la economía para alimentar al Moloch financiero.

En China, Europa y Estados Unidos, las reiteradas crisis no están ligadas al hecho de que no hay dinero sino al de que hay demasiado. El problema está en que casi todos son drenados desde la economía real para sostener el pozo sin fondo financiero. Un sistema que, únicamente para no colapsar sobre sí mismo, tiene la necesidad intrínseca de realizar tasas de ganancia constantemente superiores al crecimiento de la economía. Las posibilidades de realizar tales ganancias no son muchas: o la continua extracción de riquezas en cada actividad humana, o la creación de burbujas sobre la nada. Y así se procede de manera cada vez más evidente. Por un lado, la completa financiarización de toda actividad humana, llegando a financiarizar también las políticas públicas y de integración europeas. Por otra parte, la construcción de burbujas gigantescas, dejando la cuenta, cuando estallan, en otras manos.

La totalidad del sistema financiero global aparece como un gigantesco esquema de Ponzi, por el nombre del tristemente famoso estafador que en el siglo pasado prometía rendimientos asombrosos a los clientes. Al principio, el esquema parecía funcionar, simplemente porque los primeros clientes recibían parte del dinero de quien entraba en el juego, lo cual atraía a otros incautos, hasta que la estructura completa colapsó como castillo de naipes.

El lugar de lo público y las políticas económicas

Así pues, el capital financiero no sólo crea desastres y crisis continuas, no sólo lleva a cabo de manera increíblemente ineficiente e ineficaz su propia tarea de proporcionar capital a la economía productiva, sino que en su inestabilidad intrínseca no podría sobrevivir sin un continuo y siempre más directo apoyo público. No hablamos entonces de un Estado o de un sector público que se hace a un lado, como postula el neoliberalismo. Hablamos de un Estado fuerte y omnipresente, pero plegado por entero a las exigencias del mundo financiero, y llamado a realizar continuas transferencias de capital para apuntalar y mantener en pie un edificio siempre más gigantesco y, al mismo tiempo, más inestable. El modelo financiero actual tiene la absoluta necesidad de dictar las reglas y el conjunto de la sociedad según su propio diktat; esto, en los niveles legislativo (qué normativas introducir, cuáles quitar, tanto en la escala nacional como en la internacional), ejecutivo (qué acuerdos y políticas establecer en el plano internacional y adónde destinar los recursos económicos) y judicial (no aplicación de las pocas reglas existentes, sanciones ridículas respecto a la secuencia de crímenes y fraudes, siempre sin poner a discusión el sistema en su conjunto).

Mientras Grecia debe privatizar y liquidar cada bien posible y necesita hacer recortes sobre salarios de hambre y un sistema sanitario al borde del colapso, resulta casi imposible así sea sólo enumerar las iniciativas con las cuales el sector público ha sostenido e inundado de dinero fácil a un sector financiero quebrado y nocivo, desde los planes de rescate hasta hoy. Unas finanzas públicas reducidas a la función de alimentar el monstruo que las destruye. Es increíble que todo el edificio europeo se haya construido sobre la base de confiar a ese sistema el proceso de integración que, no por casualidad, hoy se desmorona.

Dados este cuadro conceptual y esta la situación del sistema financiero, parece difícil pensar que una eventual salida del euro o las reformas a escala europea puedan cambiar las cosas o modificar la relación de fuerzas. ¿Qué sentido tiene hablar de “soberanía” en un momento en el que las políticas públicas se forjan no sólo sobre la base de las necesidades del capital privado sino directamente por éste? El asunto monetario supone una pieza de un cuadro mucho más amplio: el de cuáles son los límites que deben imponerse al capital financiero, límites operativos (desde los derivados hasta el sistema bancario en la sombra, desde separación entre los bancos comerciales y de inversión hasta los paraísos fiscales), pero antes incluso límites en la visión completa sobre el papel y las funciones del capital financiero y de las finanzas públicas.

En este ámbito se colocan los discursos respecto a un modelo europeo diferente, a transferencias fiscales, a planes de inversión, a las finanzas públicas como motor de las políticas económicas, fiscales, laborales, ambientales. Antes incluso de decisiones económicas, hablamos de la necesidad de reconstruir el imaginario colectivo y de no delegar más al capital financiero, quebrado e incapaz de operar en pro del interés general, las decisiones en materia de política económica y el rumbo mismo de la integración europea. Es este plano cultural, antes incluso que el económico, el que hace falta, muchas veces incluso en el espacio de la izquierda.

Se ha dicho que para no colapsar, el capital financiero debe plegar a los distintos poderes a sus propias necesidades. Esto es verdad especialmente respecto al cuarto poder: una labor mediática asfixiante y continua que ha llevado en pocos años a modificar drásticamente en el discurso las causas y las consecuencias de la crisis, a aceptar una narrativa donde resulta normal procurar una liquidez ilimitada a quien ha causado la crisis, y estrangular con austeridad y sacrificios a Estados y ciudadanos que la han sufrido. Peor aún, una narrativa que acepta el carácter ineludible de un capital privado considerado el único motor de la economía, y de un sector público que debe limitarse a apoyarlo cuando colapsa, sin poner condiciones. Una narrativa en la que el funcionamiento de los mercados financieros y las restricciones presupuestarias a los Estados son datos objetivos, “naturales” y, por tanto, ajenos a cualquier debate.

Estamos en los hechos ante un enfrentamiento entre el capital y la democracia en el que, pese a los desastres combinados de los últimos años, el capital ataca y las reglas democráticas son amenazadas. La historia —y las reglas— se escribe por los vencedores. Y el capital está venciendo.

Traducción del italiano: Teresa Rodríguez de la Vega Cuéllar