En tiempos violentos, como los que signan nuestra vida nacional, se vuelve necesario revisitar textos y autores que nos legaron reflexiones sustantivas sobre la relación entre dominación, violencia y revolución; uno de ellos es Frantz Fanon (Martinica, 1925-Estados Unidos, 1961). Psiquiatra y militante caribeño, dejó pronto este mundo, a los 36 años de edad, para vivir en la memoria de los proscritos de todas las naciones de la Tierra a través de su trabajo comprometido por la liberación nacional de Argelia y en sus esfuerzos precursores para la descolonización mental de los esclavos del mundo moderno, atrapados en las formas coloniales de significar y pensar el orbe.
En 2015 se cumplen 90 años de su nacimiento, y el mejor homenaje es releer su obra, no sólo por un mero objetivo de curiosidad intelectual sino como un acto político que nos permita cuestionar la atmósfera de violencia imperante en el país, cada vez más “naturalizada” por una población que día con día está más expuesta a ella; esto, a fin reaprender herramientas que nos permitan cuestionar nuestra realidad y analizarla desde las muy sugestivas reflexiones de Fanon en torno a los orígenes y las posibilidades de la violencia. El trabajo teórico más denso del martiniqués, autor de distintos artículos periodísticos y análisis sobre la revolución argelina, se encuentra vertido en Piel negra, máscaras blancas (1952), pero el testamento político lo encontramos en Los condenados de la Tierra, una obra de prosa poderosa publicada póstumamente, en 1961, escasos meses después de la muerte de Fanon, por cáncer en la sangre.
El tema de la violencia y su vínculo con el mundo colonial y las luchas libertarias fue una preocupación constante en la obra del autor. Sin embargo, con la acometida del giro posmoderno y especialmente a partir de los años noventa, la atención de la academia especializada y los movimientos intelectuales críticos se desplazó hacia Piel negra, máscaras blancas, donde se encontró a un Fanon más “culturalista”, interesado en las identidades y las diferencias; es decir, en las formas de significar el cuerpo del colonizado, las expresiones imaginarias del racismo, la otredad cultural del negro, la construcción posible de un humanismo no eurocentrizado, etcétera, cuyo análisis resultaba más acorde con el auge de los estudios de área y las teorías poscoloniales, acompañados por un fuerte cuestionamiento del feminismo sobre la ausencia de la mujer en las reflexiones del martiniqués. Lo anterior lo señala incluso Immanuel Wallerstein en el prefacio de una reedición reciente de esta obra,1 donde afirma que Piel negra… se convirtió en un texto central del “canon posmoderno” pese a que “no era de ninguna manera una invitación a la política de la identidad”.2 Tras de las revoluciones fallidas de 1968, el Fanon militante, político, “apologeta de la violencia”, identificado con Los condenados de la Tierra —traducida a más de 15 idiomas y prologada por Sartre en la primera edición—, fue desdibujándose y para 1989, con la caída del Muro de Berlín y el fin de la actualidad de la revolución —noción de G. Lukács—, este texto, otrora referente para generaciones de revolucionarios del Tercer Mundo, fue cayendo en el olvido.
Sin embargo, no puede pasarse por alto que la propuesta de Fanon sobre el imaginario del colonizado que analiza magistralmente en Piel negra… se sostiene sobre una situación colonial posible sólo a partir del fenómeno de la violencia y la reproducción de vínculos de sometimiento, argumento que reaparecerá en Los condenados de la Tierra. De tal modo, no encontraríamos una ruptura entre un Fanon culturalista y uno político, pues el martiniqués observará en su obra póstuma que las relaciones de dominio —en este caso, de uno específico: el colonial— se fundan sobre una violencia primaria, madre de todas las derivadas que se manifestarán en la experiencia de vida del sometido —o en este caso, del colonizado—: en lo social, lo cultural, lo político, lo económico y lo imaginario. De allí que escriba en Piel negra…: “Yo, hombre de color, sólo quiero una cosa: que nunca el instrumento domine al hombre. Que cese para siempre el sometimiento del hombre por el hombre… Que se me permita descubrir y querer al hombre, allí donde se encuentre”.3 Y siguiendo esta preocupación de lo que permite tale dominio y las posibilidades para terminar con él, abrirá con este señalamiento la primera página de Los condenados de la Tierra: “…la descolonización es siempre un fenómeno violento… La descolonización, que se propone cambiar el orden del mundo es, como se ve, un programa de desorden absoluto… no puede ser el resultado de una operación mágica, de un sacudimiento natural o de un entendimiento amigable”.4 Cancela así cualquier vía que no empuñe las armas para subvertir el orden establecido. Desde su perspectiva, la primera confrontación entre el opresor y el oprimido ya se desarrolló bajo el signo de esa violencia originaria, de modo que la violencia ya existe y nos precede, pues la comenzaron ellos, pero la podemos expropiar y resignificar nosotros.
Esta afirmación es aún hoy verdaderamente polémica pues, como identifica Wallerstein, los postulados de Fanon captan una disyuntiva de nuestros problemas colectivos de la que no hemos podido sacudirnos: sin violencia no podemos lograr nada…, pero, al mismo tiempo, la violencia por sí sola no resuelve nada.5 Sin embargo, cuando Fanon hace su apología de la violencia no se refiere a cualquier tipo de ésta; distingue que no todas son iguales. Podríamos hablar en un inicio de una violencia primaria, que “abre” la relación de dominación y que, en el caso de Los condenados…, se refiere a un dominio de tipo colonial, situación de la que América Latina no está exenta. Si bien la América continental ha cumplido ya dos siglos de vida independiente —y buena parte de la insular medio siglo apenas—,6 esta emancipación política ha sido formal en el mejor de los casos, pero no económica, social ni cultural pese a los esfuerzos de movimientos sociales e indígenas asediados por las transnacionales, las políticas neoliberales, el narcotráfico y los narcogobiernos, y pese a los esfuerzos de los gobiernos centro y sudamericanos de las “izquierdas progresistas”, en peligro de ser relegadas del aparato de Estado frente al resurgimiento de las derechas en todo el continente. La historia que aterriza en el siglo xxi latinoamericano ha conseguido una emancipación —un mero cambio de forma—, cuyo contenido es muy distinto del de liberación —un cambio no sólo de forma sino también de contenido—, como han apuntado autores de la talla de Enrique Dussel y Eduardo Gruner. Si bien la obra de Fanon surge en el contexto de las luchas de descolonización en África y Asia, donde se discutían acaloradamente las vías hacia la construcción de Estados independientes y soberanos que incorporasen los derechos políticos y sociales enunciados por occidente pero que, al mismo tiempo, respetasen los usos y las costumbres de las poblaciones nativas que se resistían a los procesos de occidentalización, su contenido teórico y político puede ser elocuente también para nuestra realidad latinoamericana contemporánea, la cual no está libre de relaciones de dominio, aunque éstas ya no se presenten en apariencia —aunque sí en esencia— como relaciones (neo)coloniales.
Para Fanon, la violencia es consustancial e inseparable del proceso de colonización, y por ello la atmósfera de violencia vivida en el mundo de los dominados no resulta de sus acciones, sino que éstas son respuestas a la violencia primaria del opresor que utiliza un lenguaje de pura violencia, llevándola a la casa y al cerebro del dominado. De allí que en estas sociedades brote la violencia “a flor de piel”, derivada de una que nos antecede, porque la originaria, violencia primera, madre, fue condición de posibilidad para la construcción de sociedades desiguales. De allí la afirmación de que este “mundo estrecho sembrado de contradicciones” puede ser impugnado sólo a través de la violencia absoluta, o en palabras de Fanon: “El colonialismo no es una máquina de pensar, no es un cuerpo dotado de razón. Es la violencia en estado de naturaleza, y no puede inclinarse sino ante una violencia mayor”.7 Pero ¿cuál es esa violencia mayor? Se trata de una distinta de la del opresor, a la cual podríamos agregar el adjetivo de revolucionaria; es decir, una violencia final que erradicará todas las pasadas y futuras cuando “cada uno se convierte en un eslabón violento de gran cadena, del gran organismo violento surgido como reacción a la violencia primaria del colonialista”.8
¿Cómo sabemos que la revolucionaria se trata de una violencia distinta de la del colonizador? Porque se despliega con un sentido diverso, con una intención que no pretende el sometimiento y sobajamiento del otro sino que busca restablecer la justicia social. Fanon le otorga atributos: primero, pasa por la toma de conciencia de los oprimidos, cuando éstos reparan en que la paz y el orden son mitos imposibles en un mundo dividido, que no son posibles ni siquiera a través de la vía represiva porque ese mundo desigual no puede no ser violento. Esa violencia revolucionaria es entonces “la intuición que tienen las masas colonizadas de que su liberación puede hacerse, y no puede hacerse más que con la fuerza”;9 es la respuesta violenta surgida cuando “esos hombres sin técnica, hambrientos y debilitados, no conocedores de los métodos de organización llegan a convencerse, frente al poderío económico y militar del ocupante, de que sólo la violencia podrá liberarlos”.10 Una vez que los colonizados tomen conciencia de la violencia como única vía para la liberación, la reorientarán. Dejará de girar en el vacío y de contaminar su atmósfera; dejarán de sublimarla en descargas emocionales, en la danza, en el trance y en las explosiones sanguinarias entre el propio pueblo, y la reorientarán para hacerla renacer como violencia revolucionaria que religue a la comunidad rota, como Fanon observó acontecer en los movimientos de liberación africanos.
Cuando los sujetos oprimidos comienzan a cuestionar el orden establecido, las esencias impuestas por el colonizador y las ideas justificadoras del orden “natural” de las cosas, se descolonizan, se liberan. Y a través de esa lucha de liberación, dice Fanon, el pueblo deja de actuar como el centinela ficticio del orden dominante destruyendo los valores del statu quo, como la idea de una sociedad de individuos encerrados en su subjetividad que dan la espalda a la comunidad. De allí que cuando el colonizado se sumerge en la lucha descubra un vocabulario nuevo: hermano, hermana, camarada, —¿compa?—, palabras proscritas por el colonizador. A través de una especie de auto de fe, ese sujeto redescubre la comunidad y la solidaridad en las asambleas, en las comisiones del pueblo, en las reuniones de barrio… y a partir de ese momento los asuntos de uno devendrán asuntos de todos, pues “todos serán descubiertos por los legionarios y asesinados, o todos se salvarán”.11 Para Fanon, la lucha armada moviliza al pueblo en un mismo sentido; la lucha que estos sujetos emprenden no sólo produce una causa común, sino una historia colectiva, porque la liberación fue labor de cada uno de ellos. La lucha armada en común de los sujetos de la comunidad opera como antídoto contra las mistificaciones del mesianismo y del paternalismo, ya que ningún individuo fue el mesías del pueblo; no existe el héroe ni la superioridad moral de un individuo sobre la comunidad, y a través de la relación con la comunidad el militante descubre en la praxis concreta una “nueva política”, dice el martiniqués, una política de responsables, de sujetos insertados en la historia.
No obstante, Fanon no es ingenuo. Advierte los peligros que acompañan a las sociedades liberadas mediante procesos revolucionarios, especialmente los temores presentes en la intelectualidad que continúa colonizada, y ve con horror la lucha armada. Para estos sujetos, dice, “todo intento de quebrar la opresión colonial mediante la fuerza es una conducta desesperada…, suicida”, pues “en sus cerebros, los tanques de los colonos y los aviones de caza ocupan un lugar enorme”.12 Son los miembros de una facción de la intelectualidad que “desde un principio se sienten perdedores” y asumen esa derrota en su vida cotidiana, los que quieren “una revolución sin hacer la revolución”, como sentenció Robespierre. Y es que precisamente los jacobinos inauguraron la discusión sobre el terror, el uso de la violencia en el momento de radicalización del proceso revolucionario hace más de 200 años.
El filósofo esloveno Slavoj Žižek plantea que el terror revolucionario de los jacobinos no fue un caso de violencia fundadora del Estado, sino un fenómeno histórico donde sucedió lo denominado por Walter Benjamin violencia divina13 que, afirma aquél, sucede cuando los oprimidos exigen y ejercen justicia y venganza inmediatas, pues “los pueblos no juzgan como los tribunales, no formulan por escrito sus sentencias; lanzan rayos; no condenan a los reyes, los vuelven a hundir en la nada; y esa justicia vale tanto como la de los tribunales”,14 citando una frase de Robespierre. No se trata de la violencia terrorista vendida por los medios de comunicación, dice Žižek; es más bien una expiación restablecedora del equilibrio de la justicia, donde el pueblo impone su terror —su violencia mayor, diría Fanon—, creando “el Día del Juicio Final para la larga historia de opresión, explotación y sufrimiento”.15 Ésa es la violencia divina benjaminiana, opuesta a la mítica que mantiene al poder y permite establecer el dominio del orden social legal impuesto por los autonombrados vencedores. Frente a la violencia mítica que impone derecho, inculpa y amenaza, la divina destruye, redime y golpea, pues “la sangre es el símbolo de la mera vida… violencia sangrienta sobre toda vida en nombre del viviente”.16 Esta distinción entre los tipos de violencia que el esloveno retoma de Benjamin —también hecha por Fanon— resulta crucial: no podemos arrojar al mismo saco todas las expresiones calificadas como “violentas”. Debemos distinguir entre la violencia mítica desplegada por el Estado bajo sus formas ejército y policía sobre la sociedad civil: contra los activistas sociales, periodistas críticos, trabajadores organizados, estudiantes politizados y comunidades indígenas en resistencia. La desplegada desde el poder tiene un sentido: mantener el statu quo; muy distinto del sentido de la utilizada por los sujetos y las comunidades organizadas para resistir y enfrentar la represión del Estado y el despojo dirigido por el capital extranjero y el nacional —en sus formas legales y criminales.
Por eso, afirma Žižek, la nacida con la violencia divina no puede ser la revolución de los respetuosos de las reglas sociales subordinadas a las normas preexistentes. Para el esloveno, ésta no será la revolución de los sujetos que quieren una violencia con objetivos específicos, precisos, limitados y estratégicos, a través de una violencia instrumental; no será la revolución de los tibios que denuncian la preocupación humanitaria por las víctimas de la violencia divina revolucionaria, cuando gimen por la túnica ensangrentada del tirano —como dijo Robespierre—; no será la revolución de los “hipócritas” que combaten la violencia subjetiva mediante la sistémica, generadora de los fenómenos que ellos aborrecen.17 Para Žižek, entonces, el verdadero revolucionario no experimenta la revolución como una fuerza externa que lo amenaza sino que decide entregarse y asumir la violencia divina de la comunidad superando su propio —e individual— temor de morir, y deja de ser esclavo al vencer su miedo a la muerte —siguiendo una idea de Hegel—, con lo cual garantiza que no habrá vuelta atrás, pues en los momentos críticos de la revolución “no hay espectadores neutrales o inocentes”.18
Esta reflexión de Žižek está dirigida a pensar cómo reinventar un “terror emancipatorio” sin caer en el totalitarismo y en los lugares comunes de la crítica democrático-liberal (y de la crítica de algunas izquierdas que han cancelado la vía de las armas para crear nuevos mundos posibles). ¿Cómo regular el violento impulso democrático-igualitario radical y evitar que éste sea sofocado por el procedimiento regulado de la democracia? Eso se pregunta el esloveno, y parece que su respuesta se dirige hacia la noción de “confianza en el pueblo”, un elemento que, según él, ha estado ausente en todas las revoluciones sociales que lograron triunfar. Para cerrar la digresión, sólo agregaremos que a través de estas premisas podría abrirse un posible diálogo Robespierre-Fanon-Benjamin-Žižek en torno al asunto de la violencia-terror que, por ahora, dejaremos únicamente enunciado.
Además del asunto de la violencia, hay muchos otros tratados en la obra de Fanon en general y en Los condenados de la Tierra en particular, como el del espontaneísmo, las desventuras de la conciencia nacional, los límites del nacionalismo, los trastornos mentales dejados tras de sí por el sistema colonial, la crítica al eurocentrismo, la posibilidad de la descolonización en nuestros ámbitos más íntimos y la reconciliación con las masas dominadas blancas en tierra del colonizador para lograr una liberación universal del género humano. Pero una crítica fulminante de Fanon que no podemos dejar de recuperar recae sobre la burguesía nacional, sobre una clase dominante que “no sirve para nada”, que sólo cambió de color, con un tono de piel más oscuro y una etnicidad nativa, pero que continúa la labor del opresor —parafraseando al martiniqués—. Es la crítica a la elite autonombrada “la representante” de la nación, pero que sostiene su régimen sobre los pilares del ejército y la policía; que se vende cada vez más abiertamente a las grandes compañías extranjeras mientras les otorga concesiones; esa burguesía cuyos escándalos se multiplican y sus ministros se enriquecen; que establece una dictadura policiaca y una casta de usufructuarios en la que hasta el agente de policía participa en la gran caravana de corrupción… ¿Describía Fanon cierta nación tricolor atravesada por el trópico de Cáncer? Sí, pues los problemas inherentes a los procesos de descolonización y liberación nacional tampoco han sido resueltos en esta parte del mundo, como él mismo sugiere cuando se refiere a las naciones latinoamericanas, muy a pesar de haber celebrado con toda pompa y ostentación los bicentenarios de las independencias nacionales hace apenas cinco años. No debemos olvidar que, para Fanon, la nación y el nacionalismo son medios, no fines en sí mismos; supones instrumentos para cohesionar al pueblo hacia un objetivo común: la liberación, que no se dará sólo en las dimensiones de una nación imaginaria sino que rebasará las fronteras y los colores de todos los condenados de la Tierra.
Finalmente, un punto esencial en la obra de Fanon es su noción de historia y su percepción sobre el futuro, muy cercanas a la idea de historia de Marx. Para el martiniqués, resulta posible la creación de hombres nuevos como producto de sus actos desplegados en el proceso de descolonización y liberación. Los hombres y las mujeres hacen la historia y rechazan la existencia de un dios o un destino que determine su futuro. Serán hombres y mujeres descolonizados los que reclamen para sí la herencia de toda la humanidad, más allá de los colores que la enriquecen —no que la dividen—, logrando una reconciliación total, necesaria para una liberación universal. Por eso Fanon escribe: “Soy hombre, me corresponde, quiero recuperar todo el pasado del mundo. No soy solamente responsable de la revuelta de Santo Domingo…”,19 “mi piel negra no es depositaria de valores específicos…”,20 “me descubro un día en el mundo y me reconozco un solo derecho: el de exigir al otro un comportamiento humano”.21 Fanon vuelve a poner sobre la mesa una concepción materialista de la historia al pensar en ella como producto del despliegue de seres humanos libres y, al ser así, nuestro futuro no está escrito, pues no depende más que de nosotros. Con esta idea cierra las páginas de Piel negra, máscaras blancas: “No soy prisionero de la historia. No tengo que buscar en ella el sentido de mi destino. Tengo que recordarme en todo momento que el verdadero salto consiste en introducir la invención de la existencia. En el mundo por el que camino me creo interminable…”22 Interminable, como el proyecto de humanidad que decidamos construir, pues no somos seres acabados: podemos producirnos de forma distinta de las humanidades que hemos sido hasta hoy.
* Profesora, FFyL, UNAM.
1 Wallerstein, I., “Leer a Fanon en el siglo xxi”, en Fanon, F., Piel negra, máscaras blancas, Madrid, Akal, 2009.
2 Wallerstein, p. 29.
3 Citado en Wallerstein, p. 30.
4 Fanon, F., Los condenados de la Tierra, México, FCE, 3ª ed., 2001, pp. 30-31.
5 Wallerstein, “Leer a Fanon…”
6 Algunas islas del Caribe continúan siendo territorios de ultramar de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Holanda y Dinamarca, un eufemismo de colonias.
7 Fanon, F., Los condenados de la Tierra, México, FCE, 2ª ed., 1965, p. 54.
8 Fanon, F., Los condenados…, FCE, 2ª ed., p. 85.
9 Fanon, F., Los condenados…, FCE, 2ª ed., p. 65.
10 Ídem.
11 Fanon, F., Los condenados…, 2ª ed., p. 42.
12 Fanon, F., Los condenados…, 2ª ed., p. 56.
13 Žižek, S., Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Argentina, Paidós, 2009.
14 Robespierre, “Sobre el juicio del rey”, 3 de diciembre de 1792, en Žižek, Slavoj Žižek presenta a Robespierre. Virtud y terror, Madrid, Akal, 2010.
15 Žižek, Slavoj Žižek presenta…, p. 11.
16 Benjamin, W., Para una crítica de la violencia, México, Premiá, 1977.
17 Žižek, Sobre la violencia…
18 Žižek, Slavoj Žižek presenta…, p. 19.
19 Fanon, Piel negra, máscaras blancas, Buenos Aires, Abraxas, 1973, p. 188.
20 Fanon, Piel negra… Buenos Aires, Abraxas, 1973, p. 189.
21 Fanon, Piel negra…, Buenos Aires Abraxas, 1973, p. 190.
22 Ídem.
TEXTOS CITADOS
Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia, México, Premiá, 1977.
Fanon, Frantz, Los condenados de la Tierra, México, FCE, 2ª edición, 1965, y 3ª edición, 2001.
Fanon, Frantz, Piel negra, máscaras blancas, Akal (Madrid, 2009) y Abraxas (Buenos Aires, 1973).
Žižek, Slavoj, Slavoj Žižek presenta a Robespierre. Virtud y terror, Madrid, Akal, 2010.
Žižek, Slavoj, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Argentina, Paidós, 2009.