NUEVA CRÍTICA DE LAS ARMAS

Para María José

Sueño a prueba de balasminiA primera vista, Sueños a prueba de balas. Mi paso por la guerrilla (Cal y Arena, 2014) son las memorias tempranas de Rosa Albina Garavito escritas en 2002 pero, pensándolo con más cuidado, constituyen en cierto sentido el recuento de toda su vida no obstante que afortunadamente ella está todavía entre nosotros. Y lo son porque a los 24 años de edad, un acontecimiento definió cómo la existencia de la joven profesora universitaria habría de ser contada, la secuencia temporal que a partir de entonces ordenaría sus recuerdos y los de sus camaradas y amigos. Son también el testimonio de una generación que con distintas siglas y matices ideológicos en no pocos países adoptó la decisión extrema de enfrentar con las armas el poder estatal e busca de implantar un orden nuevo y mejor.

Esa guerrilla urbana la formaban jóvenes de la clase media ilustrada y escasa relación con las masas populares, organizados en grupos pequeños sin experiencia militar y, como señala lapidariamente Hobsbawm refiriéndose a la guerrilla europea, sabedores de que “era más fácil llevar a cabo golpes de gran repercusión publicitaria…, por no hablar de los atracos, que iniciar la revolución en sus países”. Sin duda, ignoraban que la violencia puede volverse contra ellos mismos —como advierte José Woldenberg en el prólogo— pues, “una vez utilizada contra los ‘enemigos’, luego se usa contra los adversarios, ex compañeros y compañeros”. Rosa Albina lo aprendió en ese después que inicia con su captura el 17 de enero de 1972, tras intensa balacera en los condominios Constitución de Monterrey, que la dejó malherida y donde presenció la ejecución extrajudicial de su entrañable amigo Tolo (Jesús Rodolfo Rivera Gámiz), a quien dedica el libro.

Para escapar un poco a la línea cronológica de los relatos personales, además de extraer alguna pedagogía útil de la experiencia guerrillera, podríamos entrar en su texto a partir de cuatro preguntas ofreciendo algunas posibles respuestas encontradas en sus páginas: ¿Qué hizo a los jóvenes de su generación optar por la vía armada? ¿Se resolvieron los problemas sociales y políticos que la motivaron? ¿Contribuyó la guerrilla urbana a la democratización del país? ¿Tiene sentido perseverar en esa estrategia de lucha?

Hija de maestros normalistas, Rosa Albina estuvo desde la infancia cerca de los libros y las organizaciones sociales; conoció a éstas de primera mano debido a que su padre dirigió una colonia popular en Mexicali, tierra adoptiva de la familia. En plena adolescencia, presenció el violento desalojo de que fueron objeto los colonos de Benito Juárez y supo lo que era quedarse sin techo. También concluyó que la fe religiosa servía para poco, ni siquiera para evitar una injusticia. La beca ganada para estudiar en la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) no sólo le sirvió para ensanchar su horizonte profesional y cultural (al lado de Mexicali, seguramente Monterrey parecía Atenas), sino que le permitió iniciar su socialización política con otros estudiantes que después participarían en el movimiento armado.

Mientras Rosa Albina cursaba la carrera de economía, en el vecino Chihuahua daba sus primeros pasos la guerrilla encabezada por Arturo Gámiz. Ernesto, el seudónimo que utilizaba, y un pequeño grupo de jóvenes habían decidido montar un foco guerrillero en la Sierra Madre Occidental, repitiendo uno a uno los pasos de la Revolución Cubana. Como en la isla, comenzaron por atacar un cuartel militar a fin de conseguir un golpe espectacular que los diera a conocer, además de hacerse del arsenal y escarmentar al ejército por el maltrato de campesinos. De esta manera, la madrugada del 23 de septiembre de 1965, el profesor normalista y 7 de sus compañeros se inmolaron en el malhadado asalto al cuartel de Madera, donde también sucumbieron 6 de los 125 militares destacados en la guarnición.

Durante toda la década de 1960 se extendió el movimiento estudiantil en distintos puntos de la geografía nacional, abriendo espacio a los grupos de activistas que se formaban. En el microcosmos regiomontano, esto cristalizó en el Grupo Socialista de la Facultad de Economía y en el de Poesía Coral, en los que participa Rosa Albina, y en el Instituto Mexicano-Cubano de Relaciones Culturales —animado por los hermanos César y Fernando Yáñez—. Un lustro después, ambos núcleos político-culturales se decantarían por la vía armada: los primeros, en el agregado político Los Procesos; del otro salieron las Fuerzas de Liberación Nacional. Aquéllos se integrarían a la Liga Comunista 23 de Septiembre; los otros serían el embrión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).

Los acontecimientos del 2 de octubre de 1968 y 10 de junio de 1971 enmarcaron la gestación del radicalismo juvenil. El movimiento de 68 hizo visible el malestar de las clases medias ilustradas, hijas del “milagro mexicano” que, además de empleo, seguridad social y educación, demandaban el respeto de las garantías fundamentales y democracia efectiva, la cual el régimen posrevolucionario había regateado con la premisa de que la tarea básica estribaba en afianzar la nación e integrar a las masas populares en el nuevo bloque en el poder. Los jóvenes reaccionaban asimismo contra el talante conformista de la generación precedente que había progresado gracias al “milagro”, asumiendo valores distintos, cuestionando las jerarquías, empleando un lenguaje irreverente e invirtiendo la ecuación Estado/sociedad. En el plano político, cobró presencia la “nueva izquierda”, y revivieron el espontaneísmo, la democracia directa y la organización horizontal. Para entonces, Rosa Albina estaba recién  graduada y de vuelta en Mexicali, en tanto que sus camaradas —entre ellos, Raúl Ramos Zavala, entonces militante de la Juventud Comunista, futuro líder de Los Procesos— se habían hecho del poder en la Facultad de Economía de la UANL.

La matanza del Jueves de Corpus, en una manifestación pública convocada por la comunidad politécnica para apoyar el paro de la UANL en demanda de la autonomía, llevó a varios núcleos estudiantiles a la conclusión de que la vía pacífica estaba cerrada. Lo mismo pensó Rosa Albina tras su regreso de Chile, donde fue a estudiar una maestría y observó directamente el ascenso de la Unidad Popular, reparando también en los infranqueables obstáculos interpuestos al proyecto socialista en tiempos de la Guerra Fría. En Santiago, la poesía coral se transformó en marxismo; mientras, en México, el movimiento universitario derivó en movimiento armado. Realizada esta síntesis, Rosa Albina se integró en agosto de 1971 al grupo armado encabezado por Ramos Zavala.

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¿Se resolvieron los problemas sociales y políticos que motivaron la guerrilla urbana? Rosa Albina responde con un categórico “no” en el post scríptum añadido en 2014, donde afirma que “el manto de impunidad que cubrió a los responsables de los crímenes del Estado de la década de los setenta es el mismo que hoy cubre las atrocidades cometidas por el gobierno y los narcotraficantes y que, además, genera el clima para que la represión de los movimientos sociales se instaure como rutina y amenace las bases de la precaria democracia que tenemos”. Lamentablemente tiene razón, pues queda todavía mucho del aparato autoritario fraguado en la posrevolución, el cual no fue desmontado con la alternancia y que de antiguo —aunque con intensidad en la “guerra sucia”— soldó poderosos vínculos con el crimen organizado. La policía y el ejército, que actuaron con plena impunidad para acabar con la guerrilla a través de la temible Brigada Blanca, en la guerra contra el narcotráfico reiteradamente han procedido sin respetar la ley. Y poco hizo y hace la justicia mexicana para castigar a los responsables, por lo que algunos casos han llegado a las instancias internacionales, debido exclusivamente a la inquebrantable tenacidad de los familiares de las víctimas.

Tampoco duda Rosa Albina en afirmar que la lucha armada impulsó la democratización del país. Traza en esto un paralelo entre la guerrilla de los setenta y la reforma política de 1977, que abrió a las izquierdas la representación institucional, con el movimiento neozapatista y la reforma de 1996, que logró la autonomía plena de los organismos electorales. En última instancia, ésta sería la justificación de las acciones emprendidas, y en ellas residiría el eventual éxito de una estrategia generalmente condenada por la izquierda, incluida la propia autora quien, tras procesar su experiencia en Sueños a prueba de balas, concluye que la “vía armada está cancelada” pues, aparte de conducir al verticalismo interno, “es blanco fácil de la infiltración, por tanto de la manipulación, y finalmente es presa fácil del exterminio”.

No dudo que ambas circunstancias sean ciertas —habida cuenta de la reacción del Estado ante un embate inesperado y reivindicaciones justas, además de la pérdida de la mayoría electoral avanzada la administración de Luis Echeverría—, pero me pregunto si ese resultado corresponde a la expectativa de los grupos armados: si bien éstos padecieron el régimen autoritario, que les cerró los espacios de participación política y vulneró sus derechos con la guerra sucia, la demanda por democracia —entendida como representativa— no figuraba en su agenda. En este sentido, el efecto no fue el buscado, aunque tampoco podamos soslayar el papel catalizador de las acciones de la izquierda armada.

Ahora bien, que el régimen conserve su matriz autoritaria y la guerrilla no fuera en sí misma democrática ni tuviera la democracia representativa entre sus prioridades no demerita o anula la validez de las convicciones políticas que Rosa Albina afianzó gracias a su incursión guerrillera, dándoles de hecho una estatura mayor. En su crítica de las armas no considera que éstas representen salida alguna a nuestro angustioso presente. Ella, quien pudo sobreponerse a la “expresión de la soledad de esa generación radicalizada”, a “tanto delirio teórico”, al militarismo que lleva a la “descomposición política”, pero también a la represión, a la falta de garantías y a la zozobra permanente de la persecución real e imaginaria de los órganos de seguridad, está “mejor armada” para remontar la desilusión presente que provoca una izquierda partidaria carente de horizonte, estrategia y valores.

Vista así, y a sabiendas de la capacidad de Rosa Albina para no doblegarse ante el desencanto, podríamos preguntarnos si la democracia alcanzada hasta el momento es un “sueño a prueba de balas” o se ha convertido en amarga pesadilla. La gran alianza de las izquierdas (socialista, nacionalista y nacionalista revolucionaria), representada por el Frente Democrático Nacional y abanderada por Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, derivó en la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Sin embargo, al cabo de 10 años agotó su impulso renovador, y perdió así la interlocución con la sociedad, de manera tal que la energía democrática acumulada por décadas la dilapidó rápidamente; el relevo democrático quedó en manos del EZLN. Ese diagnóstico la llevaría a plantear la refundación del PRD y, ante la falta de respuesta, a separarse de la dirección partidaria en 2000 para finalmente abandonar las filas perredistas 8 años más adelante. De acuerdo con su análisis, la izquierda partidaria —a la que se abrió el espacio en el sistema político— fue incapaz de asumir el reto democrático, lo cual sí pudo hacer la izquierda extraparlamentaria y, al menos en un primer momento, armada. Por eso asegura que “la utopía de una sociedad más justa y democrática quedó sembrada, de nuevo, en 1994”.

Al lado de la “locura necesaria” encarnada en los movimientos armados, Rosa Albina reconoce el aporte democratizador “del sindicalismo independiente” y “de otras” luchas. Esas “otras”, sin nombre, suponemos incluyen al resto de la izquierda que, pese a padecer también la falta de libertades y la represión estatal, no cedió a la tentación de empuñar el fusil insistiendo en la menos espectacular y más tediosa lucha civil. De las mismas premisas, esta izquierda extrajo la conclusión opuesta. Por mencionar únicamente a Heberto Castillo, preso político en 1968, cuando la Liga Comunista 23 de Septiembre asesinó en Monterrey al empresario Eugenio Garza Sada, el ingeniero civil calificó en las páginas de Excélsior la perspectiva y las acciones de los grupos armados como “bien intencionadas, pero incapaces de comprender que la lucha revolucionaria no se da al margen de los trabajadores y que no se está del lado de los obreros sino en su contra cuando se habla y actúa en su nombre pero sin su consentimiento”.

El pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad caracterizarían el ánimo de muchos y, sin duda, la perspectiva de Rosa Albina respecto a la calidad de nuestra democracia; esto, por no hablar de la seguridad y justicia que no ofrece el Estado, y de la desigualdad social generada por el mercado (circunstancia que en el orden neoliberal no hay quien corrija). La apropiación de la democracia por los intereses económicos, la crisis de la representación en que los gobernantes y los representantes populares no responden ni rinden cuenta a los electores, y la creciente penetración del crimen organizado en los comicios indudablemente avalan el pesimismo de la razón. Pero, en favor del optimismo de la voluntad, quien experimentó en carne propia la violencia ilegítima de Estado acaso sea el mejor guardián de las libertades conseguidas.