AMÉRICA LATINA EN DISPUTA

Memoria convocó a una reunión de militantes, intelectuales y académicos para debatir sobre la situación de los “gobiernos progresistas” latinoamericanos a la luz de las recientes elecciones venezolanas y argentinas, que resultaron favorables a las derechas. Transcribimos enseguida el encuentro, cuyos participantes fueron —en orden de intervención— Massimo Modonesi, Beatriz Stolowicz, Raúl Romero, Elvira Concheiro, Gerardo de la Fuente, Armando Bartra, Samuel González, José Gandarilla, Lucio Oliver, Alejandro González, Jaime Ortega, Diego Giller y Matari Pierre.

Massimo Modonesi: El debate que en esta ocasión quiere impulsar Memoria es sobre el pasaje crítico del progresismo latinoamericano, pensado tanto en clave regional como a partir de México, desde la perspectiva de un país que vive una realidad política distinta y, al mismo tiempo, donde hubo y persiste una hipótesis progresista, encarnada en el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), encabezado por Andrés Manuel López Obrador. Además en México, si bien parece haber pasado toda una época, hace apenas una década, en 2006, justo en coincidencia con el auge del ciclo latinoamericano, vivimos un momento crítico cuando el progresismo mexicano, en un contexto de intensas luchas políticas y sociales, estuvo próximo a alcanzar el gobierno y fue frenado sólo con un fraude electoral. Esto marcó una distancia con el sur: mientras en la mayoría de los países latinoamericanos se abrió un periodo de reformas sociales y de ejercicio de la soberanía nacional, acá se agudizaron las contrarreformas neoliberales en un clima de violencia endémica.

Beatriz Stolowicz: En primer lugar, quiero recordar que desde hace años cuestiono el concepto de progresismo y, por supuesto, el de posneoliberalismo. Resultan definiciones fundamentales para tratar de tener una mirada sobre la heterogeneidad presente en Latinoamérica. El paradigma progresista era el de Chile en los años noventa, el de Concertación de Partidos por la Democracia; y el resto de las fuerzas en Latinoamérica en esa época no se autodenominó “progresista” sino “de izquierda”. La idea de progresismo estaba asociada a las concepciones de la democracia cristiana chilena en el sentido de una economía social de mercado y de que el Estado debe cumplir un papel activo en ese sentido, armonizar lo económico, lo social, lo político hacia el dominio del capital en el mercado. Aparecía como progresista en oposición del discurso imperante en la dictadura de Pinochet, construido sobre la falacia del neoliberalismo como Estado mínimo, cuando el neoliberalismo ha sido Estado máximo, pero al servicio del capital. Cuando surge esta formulación, se plantea un Estado activo, chico pero eficaz. Eso parecía romper con el neoliberalismo y se presentaba como elemento progresista. El otro componente estribaba en atender el problema de la pobreza. Ambos elementos configuraron la estrategia antineoliberal en marcha desde los años noventa. Por supuesto, las izquierdas todavía en los noventa, cuando se creó el Foro de Sao Paulo, no pensaban en esos términos y se autodefinían con orgullo como izquierda. Parto de eso pues sorprende que las estrategias dominantes hayan logrado apropiarse del lenguaje de la izquierda. Entonces, ahora hablamos de progresismo con naturalidad, cuando no significa mucho. Y también se habla de posneoliberalismo, si bien ello supone una estrategia de la larga duración, promovida por la derecha, por la más lúcida, y eso lo pegamos a estas experiencias de gobierno que ya no nos animamos a llamar de izquierda o centroizquierda. El otro aspecto en que insisto hace años es la falacia de las clasificaciones imperantes en Latinoamérica. Al comienzo eran los de izquierda y los progresistas: progresista era como más centroizquierda o más centro; ahora ya todos son progresistas. Y hubo quienes ponían en un lado Bolivia, Venezuela, Ecuador, que eran los de izquierda; y por el otro Brasil, Uruguay, y luego se sumó Argentina, pues al comienzo no quedaba tan claro si los Kirchner eran de izquierda, como los más moderados. En Uruguay, por ejemplo, Mujica imprimió cierta épica discursiva al ejercicio de gobierno; pero si quitamos tal épica, ya no difiere del discurso de Tabaré Vázquez. Me pregunto: ¿es más de izquierda Bolivia que Uruguay? No necesariamente. La clasificación se hizo mucho a partir del discurso externo de los gobiernos, sobre todo en los términos de la geopolítica, respecto a cómo se relacionaban discursivamente con otros Estados. ¿Y por qué digo que hoy Bolivia —esta que ha vivido un cambio importante, muy importante— no es más de izquierda que Uruguay? Porque la modernización social capitalista, económica, social capitalista llevada adelante ahí es muy reciente, empezó en 2006, y ese proceso en Uruguay comenzó en las dos primeras décadas del siglo xx. Muchas conquistas que ahora tienen gran componente de cambio en Bolivia son un dato más o menos permanente en un país como Uruguay. Si se miran derechos sociales, jubilaciones y condiciones laborales, entre otros factores, los de Uruguay son mucho más amplios que los que constru
ye ahora Bolivia. Pongo este ejemplo porque me parece que estamos equivocados en el punto de partida para discutir estas cuestiones, incluso si uno habla de actores políticos o sociales, pues en Uruguay perdura una clase obrera que guarda aún bastante independencia del capital y, parcialmente, del gobierno, y hay una fuerza política heterogénea como el Frente Amplio, que ha ido yéndose más hacia el centro, o a la derecha quizá. Quería empezar poniendo sobre la mesa primero esta dificultad; ¿de qué estamos hablando?

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Raúl Romero: El término oculta las diferencias. Me parece que, efectivamente, en el caso de Venezuela, Ecuador y Bolivia destacan los procesos constituyentes, con intensidades distintas en la participación de sus pueblos y sujetos en el proceso de construcción de un modelo diferente de país y desarrollo. Respecto a México, en los países gobernados por fuerzas políticas progresistas hay sensibles diferencias en cuanto a mejoras básicas en materia de salud, de derechos humanos, de derechos sexuales y reproductivos, de la diversidad de género, de oferta cultural y acceso a ella, hasta en el nivel de los salarios mínimos. Las derechas enfrentadas por Latinoamérica no son las mismas, por lo menos en el discurso, que las conocidas también en los años setenta y ochenta; aprendieron marketing. Estuve recientemente en Argentina, y Macri parece adoptar el modelo de una nueva derecha semejante a la chilena, quizás a la española, de un discurso que parecería desideologizado, que apela a valores new age, posmodernos, y se centra en el combate de la corrupción y del narcotráfico. Esos problemas, además, son reales y corresponden a las promesas incumplidas por la izquierda, la centroizquierda y los progresismos. También deben destacarse los problemas que tuvieron estos gobiernos de izquierda, centroizquierda y progresistas con las formas y las modalidades del capital durante este proceso, la acumulación por despojo, vinculada de modo directo a los recursos naturales. En Venezuela o Bolivia, por ejemplo, tuvieron que lidiar con ese inconveniente y no alcanzaron a resolverlo, no lograron impulsarse modelos alternativos de desarrollo socialmente ambientales, que gozaran del consenso de las comunidades y los pueblos.

Elvira Concheiro: Beatriz agrega a la discusión un elemento muy importante, referido a con cuáles herramientas analizamos desde hace años la realidad social en general y latinoamericana en particular, con estos procesos complejos, interesantes, esperanzadores en muchos sentidos, frustrantes en otros, que abordamos aquí. Se trata, en efecto, de un momento de crisis profunda de la ciencia social, del pensamiento marxista en particular, expresada en una disputa por el lenguaje, donde las herramientas de análisis han ido empobreciéndose enormemente.

El análisis político está en general atrofiado, sobre todo cuando se desvincula de los procesos sociales, de un estudio social que vaya a fondo para entender la esencia de los fenómenos, más allá de las simples apariencias. Lo primero que capta mi atención sobre este debate entre quienes entienden que el ciclo del progresismo se ha agotado en Latinoamérica y los que rechazan tal análisis es lo esquemático y empobrecedor que resulta. Además de estar encajonado en definiciones que generalizan procesos diferentes, se queda en esquemas que renuncian a un análisis serio y profundo, para ver no sólo los fenómenos más evidentes sino cuáles fuerzas están en juego, cuáles procesos construyen esa problemática, y no quedarse en tales o cuales datos electorales para demostrar esto o lo contrario, por ejemplo. Insisto: con ello estamos ante el empobrecimiento del debate que, efectivamente, deja de lado muchos matices y aprendizaje. El aprendizaje, por mencionar algo, sobre procesos nuevos resultado de que el capitalismo se ha reconvertido en muchos sentidos, modificando lo que significa el capital hoy, dónde están los centros de producción, dónde el elemento fundamental que ha movido la sociedad capitalista, que es la explotación del trabajo asalariado, cuando hay toda una reconfiguración productiva con enormes efectos sociales. Entender el capitalismo en su modalidad neoliberal, o financiarización, como lo llaman unos, o globalización o mundialización, según otros, permite comprender lo que sintetizan de alguna manera estos procesos vividos desde hace tres o cuatro décadas y que afectan a Latinoamérica, castigada particularmente en los decenios de 1970-80. La región vivió la entrada brutal en esa nueva fase capitalista con las dictaduras militares y todo lo que sabemos que se vivió en el último cuarto del siglo pasado. Si le sumamos la gran crisis política de los paradigmas del siglo xx, a partir de la caída del “socialismo real”, reconoceremos que no podemos entender estos procesos sin renovar nuestras herramientas de análisis y profundizar en ellas.

De alguna manera, a partir de estos nuevos fenómenos estamos ante una reconfiguración de los términos del conocimiento social y político. Es totalmente correcto poner atención en lo que dice Fredric Jameson respecto a la disputa por el lenguaje, donde también hemos sido derrotados y se nos han arrebatado conceptos fundamentales. Hemos de poner atención para ver cómo reconstruimos nuestro lenguaje, de forma que no caiga en esquematismo y en fáciles definiciones que engloban procesos tan distintos, discutiendo así —me parece—sin profundidad.

Massimo Modonesi: Creo que hay elementos para abordar de manera transversal los procesos sin definir forzosamente que cada uno es idéntico al otro, sino que hay aspectos propios o característicos de los procesos políticos en la región, combinaciones diversas de factores que no son tan diferentes. Incluso en la definición de progresismo, que es sin duda un gran cajón de sastre y, sin embargo, apunta a algo preciso: esa vieja idea de progreso al estilo nacional-popular y socialdemócrata —de cierta tradición en Latinoamérica—, de ese tipo de progreso material, de desarrollo capitalista, de desarrollo de las fuerzas productivas, pero también de progreso democrático, de cierta participación de masa y distribución de la riqueza. Hay algo profundamente tradicional en las llamadas nuevas izquierdas latinoamericanas. No digo que se pueda quebrar fácilmente ese paradigma y pasar de un plumazo a otro: pesan las condiciones históricas en que nos encontramos y las tradiciones políticas con que contamos. Al mismo tiempo, a eso alude históricamente, en la gramática marxista, el término progresismo, y que se use para diferenciarlo del de izquierda tiene —a mi parecer— sentido, también porque le hace falta ese componente típicamente de izquierda —de la que reivindicamos—, el anticapitalismo. Hay que sopesar el alcance anticapitalista de esa experiencia, entendida como progresista en el marco de unas tradiciones nacional-populares y socialdemócratas, de unas prácticas que históricamente no han sido de manera franca ni frontal anticapitalistas, lo cual tampoco supone que no puedan subyacer ciertas líneas de anticapitalismo objetivo que operen y ciertas fuerzas en esas coaliciones que operen con intencionalidad anticapitalista. La hubo, por ejemplo, en el peronismo, que tenía su J. Cooke y su línea de socialismo nacional. Ahora, dicho eso, hay que preguntarnos si en México hay condiciones, como históricamente las hubo en este intento de abrir una vía progresista mediante el cardenismo, para que se afirme un proyecto progresista obradorista. ¿Podemos pensar en la reactivación y la operatividad de la fortaleza histórica de esa tradición que alguna vez Adolfo Gilly llamara la “utopía mexicana” para quebrar el orden político que tenemos? Otro aspecto sobre las formas, relacionado con el anterior de los contenidos: en los cambios de la última década en Latinoamérica se plantearon dos vías, siempre por medio de acumulación electoral, pero ocasionalmente combinada con una dimensión más rupturista, a partir de irrupciones populares. Simple institucionalismo o secuencia ruptura-sanción electoral son dos escenarios que la experiencia latinoamericana nos arroja. Es crucial y estratégica la cuestión de las formas, de la forma de acumulación de fuerza del movimiento y de su proyección y concreción en términos de equilibrios políticos generales. ¿Cómo se quiebran ciertos equilibrios políticos? En algunos países latinoamericanos se requirió una ruptura del sistema político. La situación se prestaba a la ruptura; tampoco las rupturas se gestan desde la mera voluntad manifestada desde abajo. Me importa cómo pensamos las formas políticas respecto a las hipótesis progresistas en México a partir de la experiencia latinoamericana también por otro factor fundamental. La evaluación política que hacemos de estos gobiernos progresistas del área tiende a definirse por su grado de posneoliberalidad, respecto a cuánto alcance tuvieron en clave de cambios estructurales o de modelo socioeconómico. Me preocupa que se discuta menos o que haya pasado a segundo plano no tanto el tema democrático pensado cual autoritarismo, verticalismo, que está presente, sino el problema de la tendencia hacia la desmovilización y la despolitización de las clases subalternas; es decir, las cuestiones del poder popular, de la democracia sustancial. Ése es un criterio crucial frente al cual hay que evaluar esas experiencias, y representa el punto más débil del proceso, el anillo débil de la construcción política que lo acompaña. Hubo avances materiales y concretos, y hay que valorarlos, aun reconociendo su escasa o nula proyección anticapitalista, pero en el terreno de la acumulación de fuerzas desde abajo, de la construcción de un potencial subjetivo capaz de sostener en el mediano plazo un proceso de transformación, se genera un punto de inflexión. Si se presenta una crisis de los gobiernos progresistas, y sin duda la hay en su capacidad hegemónica, es porque hubo una dinámica que no se sostuvo, no se impulsó, no se dejó fluir o se consideró secundaria, una dinámica desde abajo de construcción de cierta fortaleza y de procesos de incentivo o de simple respeto de la movilización y politización de las clases subalternas. No digo que sea fácil, pero me parece claro que no hubo voluntad de ir en esa dirección. Incluso se manifestó una explícita voluntad en dirección opuesta, de dirigir desde arriba sin estorbos; por ejemplo, cuando el propio García Linera dijo que lamentaba el punto de inflexión de los movimientos pero que el evismo tenía que seguir gobernando —agregaría yo, por decreto—, siendo el gobierno de movimientos sociales pulverizados o corporativos. Incluso en Bolivia, donde más intensas y arraigadas fueron la movilización y la organización populares, se dio por cerrado el capítulo del impulso desde abajo y se asumió que la dirección marcaría el curso del proceso. Ése es un tema fundamental porque anticapitalismo no es sólo el saldo de una serie de políticas públicas sino también un proceso de construcción de conciencias, de condiciones que permiten una construcción hegemónica, ya que la hegemonía es articulación política desde arriba y, también, construcción de sentido común desde abajo.

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Gerardo de la Fuente: Estamos reunidos emitiendo epitafios sobre la crisis de los gobiernos progresistas. Es cierto que algunos gobiernos han perdido elecciones, pero cómo podemos llegar a la conclusión de que hay una crisis de todo lo sucedido en los últimos 10 años. No rigidicemos la idea de los ciclos. Deberíamos moderar el diagnóstico: no sabemos si ha acabado un ciclo de transformación, no hemos ni caracterizado bien de qué hablamos y ya lo estamos calificando como acabado. Tal vez no. Incluso los últimos días en Argentina aparecen movilizaciones; no podemos saber si de verdad ya terminó el ciclo. Sería ése mi primer planteamiento: que dejemos de hablar en pasado y tratemos de lo que ocurre, pues en la hipótesis del ciclo una filosofía de la historia se nos cuela. Es lógico que se nos cuele porque cuando vemos el cono sur, hablamos siempre de los gobiernos progresistas, y entonces no vemos la participación social, la movilización social, las formas de autonomía; y ello nos crea un problema a la hora de evaluarlos. Por eso cuando un gobierno o un partido en el poder pierden unas elecciones, decimos que ya terminó el ciclo. Más que si Lula u otra persona ganó, hay que valorar la irrupción popular que lo permitió. Eso marca un cambio fundamental; ese hecho inicia una coyuntura que, insisto, no sé si ya terminó. En esa coyuntura también estaba México. Y de hecho México —creo— se adelanta a todos estos procesos porque la izquierda gana las elecciones en 1988 y vuelve a hacerlo en 2006. Estas irrupciones emergen cuando ya no hay un paradigma claro de transformación. Podemos hablar de anticapitalismo, pero nadie tiene claro qué es. Antes era muy nítido: la apropiación de toda la propiedad de los medios de producción por el Estado. Hoy, cuando alguien dice “anticapitalismo”, quién sabe a qué se refiera con eso. El vicepresidente de Bolivia dice que es producción de valores de uso, y suena muy bien, suena a Bolívar Echeverría, pero ¿será cierto? Ahora bien, segundo aspecto: en estos años también ha formado parte de este proceso una especie de separación, de desgajamiento de México respecto a Latinoamérica: aparece ya integrado a Estados Unidos. Pero —me parece— lo que vaya a ocurrir en este proceso incorpora a México o no es Latinoamérica; hay ahí un punto crucial para ellos y nosotros. Si México no se incorpora a ese proceso, no habrá futuro para la región. No me parece casual que varios intelectuales, algunos de derecha, como Julio Volpi, digan que Latinoamérica ya terminó, entre otras razones porque hay un desgajamiento de México y una separación del Caribe. Walter Mignolo, en Soledad de América Latina, sostiene la misma idea. Debemos volver a pensar si hay una Latinoamérica, y esto ha de incluir a México.

Armando Bartra: Pienso que el ciclo, no “progresista” sino emancipador, por el que pasa Latinoamérica no ha terminado. Pero para saber en qué punto nos encontramos hay que recordar que antes hubo un ciclo de más de 30 años en que el llamado neoliberalismo —mal nombre, pues el histórico tenía otras y menos nefastas características— fue gramscianamente hegemónico. No sólo fue política y económicamente dominante sino que también se volvió sentido común. En México, el neoliberal por excelencia, Carlos Salinas, empezó mal, pero terminó el mandato con gran nivel de aprobación, que duró poco pero fue real. Y es que por un tiempo, con base en un discurso que denunciaba el despilfarro, las corruptelas y la ineficiencia del Estado interventor, del presuntamente social del nacionalismo revolucionario, se crearon consensos antiestatistas y desreguladores.

Y los tecnócratas generaron expectativas, esperanzas que, sin embargo, se disuelven pronto, pues las promesas no se cumplen y, en cambio, hay saldos nefastos para el pueblo y la nación. En términos históricos, el ímpetu del neoliberalismo dura poquísimo, tres décadas, y pronto se generaliza la inconformidad. Se desatan entonces movimientos con reivindicaciones parciales, pero también una insurgencia cívica que cuestiona al régimen como tal. Sintomáticamente, en 1988 el candidato que en las urnas gana la Presidencia al pri ya neoliberal es Cuauhtémoc Cárdenas, el hijo del general, el presunto heredero de lo mejor del nacionalismo revolucionario. Y el mito populista mexicano regresa por sus fueros, pues los tecnócratas que se habían propuesto enterrarlo resultan ominosos. En otro ámbito, el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln), el día que entra en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, documenta la ruptura desde mero abajo con los emblemas de la globalización canalla.

Esta combinación de movimientos sociales de nuevo tipo e izquierdas políticas debutantes se presenta también en el resto de Nuestramérica: recordemos el caracazo, el movimiento de los sin tierra, los piqueteros, las guerras del agua y del gas… con la diferencia de que ahí la mayoría de las izquierdas electorales se mantiene en los gobiernos conquistados, y por un rato los movimientos sociales irradian y se multiplican en vez de encuevarse como el ezln. Cuando —más allá de siempre opinables sustancialismos políticos— digo que en el subcontinente llegan al gobierno las izquierdas, me refiero a que en la gama de opciones comiciales hay siempre una derecha y una izquierda, y aquí ganaron las izquierdas, que podían ser centroizquierda o apenas centro. Pero es necesario tener presente que la gente que deseaba un cambió antineoliberal, una mudanza de rumbo libertario y justiciero votó por la opción de izquierda ganadora. Por la ganadora, no por la opción de izquierda doctrinaria. Recordemos que en México, antes de 1988, la izquierda dura, ni siquiera unificada, había llegado a 5 por ciento de la votación, y ese año con los tránsfugas progresistas del pri le ganamos al sistema. Y es que las mayorías con que se hace el cambio democrático sufragan por los que pueden ganar. En Bolivia, por ejemplo, el candidato natural era Evo no el Quispe de los ayllus rojos, pues tenía la oportunidad el cocalero. Y entonces los bolivianos dijeron “vamos con Evo”. Porque a la hora de las elecciones, la gente no es ideológica sino posibilista. Y está bien.

Pero tener el gobierno no es tener el poder, y para vencer la resistencia de la oligarquía y librarse de la camisa de fuerza de los viejos Estados, la izquierda que había llegado al gobierno apoyada en los movimientos tuvo que convocarlos de nuevo para refundar el país. Tal es el caso de Venezuela, Ecuador y Bolivia, que se dieron Constituciones inéditas con base en convergencias de movimientos que hicieron posible un nuevo pacto social.

Sólo que el activismo social se da por oleadas, y en todas partes los movimientos refluyen, mientras que los gobiernos que éstos posibilitaron quedan ahí; por un tiempo siguen respaldando electoralmente a esos gobiernos, en la última década —óiganlo bien los movimientistas a ultranza— los verdaderos protagonistas del cambio. Algunos dicen que éstos propiciaron intencionalmente el reflujo. No lo sé. Gobernar con la gente en las calles resulta complicado, pero también lo es hacerlo sin respaldo social activo. Más bien, creo que ocurrió un cambio de etapa, el tránsito de las jornadas heroicas en que se combatía y derrotaba a la oligarquía, se ganaban las elecciones, se revertían los intentos de golpe de Estado y se rediseñaba políticamente el país, al tiempo en que los nuevos gobiernos ya estabilizados debían operar socioeconómicamente el cambio de rumbo demostrando mediante su gestión que, más allá de la autoestima y la dignidad, la mudanza antineoliberal daba frutos tangibles.

Y los dio. Gracias a la recuperación parcial de los recursos naturales y los altos precios de las commodities, el gobierno dispuso de rentas que reinvertir y redistribuir, aumentando el empleo y el ingreso y mejorando los servicios a la población. Revoluciones de bienestar y no de penuria; ¿cuándo se había visto algo semejante?

Algunos piensan que eso fue clientelismo populista de base extractiva, pues no se salía de los márgenes estructurales del sistema. Y sí, había otra opción; los zurdos debutantes en el gobierno podían haber dicho a sus pueblos: “Ustedes seguirán igual de pobres, desempleados y sin servicios. Es más, su situación empeorará. Pero no se azoten, pues a cambio iremos saliendo del modo de producción capitalista y entrando en el socialista; lo dice el manual”. No, pues no.

Sin embargo, la plausible bonanza permitió posponer el debate de fondo, no agotado en el proceso constituyente, sobre lo que seguimos llamando el “modelo de desarrollo” pues, salvo desde la academia y algunas organizaciones no gubernamentales, nadie podía cuestionar de modo serio que de arranque las izquierdas gobernantes emplearan las rentas recuperadas para disminuir redistributivamente la deuda social acumulada.

Sólo que la receta era de eficacia apenas temporal: no iba a funcionar para siempre, y hace un par de años caducó. La caída del petróleo, el gas, el estaño, el cobre, el hierro, la soya… desfondó en mayor o menor grado las finanzas públicas, y las políticas de bienestar dejaron paso a las de austeridad, si no es que de penuria.

¿Terminó el ciclo emancipador latinoamericano? Pienso que no. Pero sin duda finalizó en el mundo el ciclo económico expansivo. Y ahora seguir adelante con la revolución supone cambios mayores en el modelo de desarrollo que, además de la dificultad de operarlos en una fase económica depresiva, encontrarán mayor resistencia en los sectores pudientes necesariamente afectados, y en lo inmediato no generarán bienestar sino apreturas.

¿Por qué no se hizo antes? Porque el neoliberalismo no sólo es el modelo teórico con que los tecnócratas toman decisiones: se trasformó también en un orden económico financiero rentista material donde los países con gobiernos de izquierda están inmersos. Al capitalismo canalla no se renuncia en un acto de voluntad política; se le desmonta laboriosamente. Y la operación será prolongada.

¿Cómo modificar las inercias de este sistema? No es cosa fácil, y hay al respecto fuerte debate. ¿Las rentas provenientes de la extracción pueden utilizarse para revertir el modelo? Hasta Gudynas y Acosta hablan de que hay una suerte de extractivismo sensato, un porcentaje aceptable de extracción. Es necesario, y ahora urgente, transitar de economías sustentadas en la valorización de los recursos naturales a economías sostenidas en el trabajo de la gente. Y en esta tarea, los gobiernos han sido y serán protagónicos. Ese protagonismo empezó con Chávez, y por él hasta los movimientistas duros como yo tenemos que apostar fuerte por los gobiernos. Y es que después de 30 años de capitalismo desmecatado y canalla, ¿alguien estima posible sacar adelante un posneoliberalismo popular sin gobiernos de izquierda? Creo que no. Aunque tampoco se podrá sin un nuevo ciclo de movimientos.

A quienes nada bueno miran en los nuevos gobiernos les sugeriría que comparen lo sucedido en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, Argentina y Uruguay: en menos de 15 años recuperaron al menos en parte el control de sus recursos naturales y, al redistribuir las rentas, lograron el bienestar de sus pueblos, con lo ocurrido en México donde, en el mismo lapso, las ganancias generadas por la bonanza petrolera se esfumaron; el pueblo es hoy más pobre que antes y el gobierno está acabando de malbaratar lo que restaba de los recursos energéticos. Claro que no son iguales.

Así las cosas, pienso que el ciclo de la hegemonía neoliberal comenzó a remitir hace más de tres lustros y que, gracias a una virtuosa combinación de movimientos y gobiernos de izquierda, muchos países del cono sur abandonaron el modelo y lentamente se fueron abriendo paso fuera del sistema, que no es lo mismo. En este lapso se ha fincado un nuevo sentido común mayoritario, una nueva hegemonía. Hoy en el cono sur hay una generalizada afiliación antineoliberal, una firme adhesión a la democracia y un consenso en torno a la necesidad de que el Estado modere el mercado, fomente el desarrollo económico e impulse políticas sociales. Además, de un tiempo a esta parte los trabajadores adquirieron nuevos derechos, y desean que se respeten. Y por si fuera poco, hay en el continente un latinoamericanismo que no se veía desde los tiempos de Bolívar. Pero sobre todo se observa ahora en nuestros pueblos una autoestima y una dignidad antes asfixiadas.

En Argentina se perdió el gobierno; y en Venezuela, el Legislativo. ¿Esto supone que se desfondó la conciencia justiciera y libertaria construida sobre todo en los tres últimos lustros? Claro que no. En el curso de revoluciones comiciales como éstas es posible que se pierda total o parcialmente el gobierno, lo que no resulta en modo alguno deseable, pero tampoco significa que se haya perdido el poder. Una y otra vez decimos que puede tenerse el gobierno sin tener el poder; admitamos que se puede perder el gobierno y conservar el poder. Habrá que aprender a hacerlo.

mam2Samuel González: Es necesario recordar que desde los primeros años de estos gobiernos, el análisis en la región se basó en una dicotomía entre el arriba de los gobiernos y el abajo de los movimientos; se reflejó en los escritos de Emir Sader frente a los de Raúl Zibechi. Se ponía énfasis sobre una u otra dimensión, me parece que erróneamente. En el nivel discursivo, ambas interpretaciones estaban inducidas por cierto voluntarismo; dejaron de lado el análisis de las condiciones estructurales y los límites estructurales de la región. No sólo debería evaluarse el efecto de los programas de redistribución, muy importantes, y ciertos cambios constitucionales, que en algunos países revisten mayor importancia que en otros —Bolivia y Ecuador, algunos de los más significativos—. Resulta fundamental analizar qué pasó con la gran propiedad en el continente. En ese campo, el balance es bastante problemático. Porque como en el caso de Brasil, la gran propiedad de la tierra, uno de los temas que hizo llegar al pt al gobierno, no fue afectada, no se llevó a cabo esta reforma tan anhelada por el mst. Es decir, deberíamos preguntarnos cuán profundos fueron los cambios en sentido estructural y dónde estaban los límites en la perspectiva del modelo productivo, pero también en el modelo de consumo, pues tampoco se logró transformar de modo contundente. Una de las expresiones más nítidas de esta situación es justamente lo que pasa en Venezuela. Durante años hubo un excedente derivado de la venta del petróleo que no se utilizó para generar una economía —al menos—de sustitución de importaciones; eso serviría mucho para enfrentar la crisis económica actual de ese país. Infelizmente, en todos estos años no se fortaleció el mercado interno desde esa lógica. En otra escala, hay que reconocer las insuficiencias habidas para generar estructuras financieras propias; ésa era la iniciativa del Banco del Sur, la cual no apoyó Brasil. Desde luego, la baja del precio del petróleo produce un cambio fuerte en la situación geopolítica de Latinoamérica, y en particular de Venezuela.

La otra cuestión tiene que ver con tratar de pensar, también estructuralmente, la relación entre gobiernos y movimientos. El problema con la debacle de los movimientos populares se relaciona en cierta medida con aceptar que los movimientos populares no pueden ser para siempre y que deben cristalizar en formas de poder no estatal, que controlen y sean capaces de hacer contrapeso a un Estado que naturalmente tiende a burocratizarse. Al mismo tiempo, muchos gobiernos progresistas y de izquierda han cometido un error garrafal al juntar las críticas de izquierda con las de la derecha, asumiendo que cualquier crítica desde la izquierda es ya de inmediato una posición pro imperialista. Es un tema muy delicado, y debería recibir un tratamiento mucho más sensible, pues está empujando el descontento social hacia la derecha, cuando muchos sectores pugnan desde una sensibilidad de izquierda.

José Gandarilla: Latinoamérica es un campo de tensión y conflicto donde se juega la deriva del neoliberalismo. Si tomamos en cuenta el corte estructural de los años ochenta en adelante, tendríamos que hablar de un esquema o modelo (aceptado de modo abierto como “Consenso de Washington”, no casualmente en 1989). Ciertos economistas, analistas políticos o filósofos introducen otro tipo de categorías, justo para recuperar la complejidad más dúctil en su modo de instauración. Se habla de ordoliberalismo, señalando un aspecto más violento, barbárico, del modo de atacar instituciones sociales sin recaer en modelos de facto; vaya, hasta los golpes de Estado se intentaron y auspiciaron de otra forma. Un filósofo político argentino formuló un término, simpático a mi juicio, y no por ello errado, lo que Hugo E. Biagini llama “neuroliberalismo”, esa especie de interiorización, como principio de actuación instalado cual sentido común; esto es, aceptar como propios los valores que legitiman las prácticas de los grupos dominantes, y que se elevan a consignas sociales o mediáticas articuladoras del ejercicio subjetivo de ciertas personas o modos de ser. Hubo (de los años ochenta del siglo pasado en adelante) una naturalización de una visión negativa de lo que en aquel momento se caracterizaba como el populismo, o el ejercicio último de cierto populismo histórico. Recordemos que en el análisis de la crisis capitalista de los setenta figuraba una naturalización de que la ineficacia gubernamental equivalía a ese tipo de populismo, con lo cual se planteaba determinada legitimidad a la restructuración neoliberal fundamentada en otros principios, los cuales reclamaban una eficiencia perdida, pero esa legitimidad se erosionó en varios terrenos, quizá no tanto en el aspecto cultural, pero sí en el económico, social y —sobre todo— político. Una de las características que cruzaron trasversalmente este tipo de procesos, que involucraron a una mayoría de nuestros países, fue en el terreno sociopolítico: la condición de imposibilidad de ese capitalismo de aquel entonces de generar lógicas de reducción de la pobreza. La pobreza fue el tema de moda de los años noventa: el bm, el bid, la Cepal produjeron análisis abundantes sobre ese tema, y para producir modelos de intervención (biopolíticos) que evitaran que la agenda social de los problemas se fuera hacia otra parte y no a la gubernamentalización de las poblaciones. Sin embargo, la pobreza fue sólo una de las condiciones que plantearon exigencias que condujeron hacia una crisis en la representatividad política. Los partidos que habían hegemonizado, en determinado momento, erosionaron su legitimidad, y la del sistema político en general. De allí surgieron procesos políticos de gran movilización y erupción populares; pero no sólo eso, sino que expresaron cierta capacidad de moverse en paralelo, o incluso por fuera, de los núcleos políticos que habían sido los hegemónicos hasta ese momento. Esas formaciones partidarias o articulación de movimientos por fuera de los sistemas de partidos existentes, como en el caso de Chávez en Venezuela, de Correa en Ecuador y de Evo Morales en Bolivia, combinaron virtuosamente una práctica política que copó los campos de la movilización social, el instrumento político (al modo de partidos) y la vocación en el ejercicio de gobierno (con relativos grados de eficacia) y tuvo que aprender, sobre la marcha, a combinarlos. Me parece entonces que estas características se modifican, en el momento actual, en coordenadas agudas por las condiciones de un capitalismo envuelto en una crisis brutal, que produce también el resurgimiento brutal de la desigualdad, que muchos de los análisis internacionales vuelven a poner en el estrado de la discusión. Como nunca, el capitalismo produce y reproduce condiciones de desigualdad. No sólo es el hecho de los grandes multimillonarios, sino de condiciones de un desastre económico para la mayoría de la población. Uno de los elementos que deberíamos analizar es qué tipo de politicidad genera esta situación, una politicidad que alimenta, por ejemplo, el desencuentro, el desencanto, la atomización, la salida individualizada del “sálvese quien pueda”, una politicidad del resentimiento, ante lo que ideológicamente se descalifica como acceso a ciertos regímenes de privilegio, donde el asunto del mal llamado “privilegio” no está ligado al capitalista, a las formas cleptocráticas de acumular, sino a cierto elemento conservador, adverso a lo público estatal, e incluso a cierto desmontaje de todo régimen de derechos. Hoy rige esa condición del capitalismo un programa amplio por la pérdida de derechos; sorprende que las capas dominantes encuentren entre los desfavorecidos o las capas medias a aliados militantes en esta cruzada, cuando engrosarán también las filas de afectados por dichos procesos. Como vemos, la tensión no hace más que reaparecer; las fuerzas de la derecha no cesan de instaurar su programa. Y ello nos abre a una inmensa tarea para tratar de orientar hacia la izquierda el campo político. Las retóricas del “fin de ciclo” no contribuyen, a mi juicio, a esa finalidad; parecerían alimentar, hasta sin quererlo, un horizonte de desencanto.

Alejandro González: Es indispensable tener cierta claridad teórica y conceptual al momento de intervenir en esta especie de diagnóstico sobre Latinoamérica, sin el ánimo de caer en ningún teoricismo. De lo contrario, podemos arribar a la conclusión muy fácil de que el espectro político se ha desvanecido, como decía el subcomandante Marcos hace algunos años en Televisa. Y en Argentina, un sector de izquierda sostuvo que no había diferencia entre Kirchner y Macri, y eso nos llevaría a la noche donde todos los gatos son pardos. Tendríamos que tratar de poner algunos criterios que nos permitan saltar ese punto. A mi parecer, tendríamos que pensar por lo menos en tres coordenadas: en la de lo común, en la de lo específico y en la de lo nuevo. Desde luego, tienen de común que son gobiernos llegados a través de procesos no rupturistas, por la vía electoral, y esto hace que se creen ciertas alianzas, ciertos grupos de interés con los capitales hegemónicos de sus regiones, y provoca que en cierta medida tengan atadas las manos. Respecto a lo específico, tendríamos que ver cada uno de los casos particulares; no quiero extenderme. En cuanto a lo nuevo, destacaría un aspecto: la llamada “farandulización” de la política, que se conecta bien con la despolitización de las masas. Tal farandulización cuenta con el apoyo, grande, poderoso, de este aparato ideológico, por llamarlo de alguna forma, que sería la televisión, elemento fantástico al momento de llevar a cabo las políticas neoliberales en Latinoamérica. Me refiero al duopolio Televisa-Tv Azteca; y, en Argentina, el consorcio Clarín y todas las alianzas que tiene allí el grupo de Macri. Es impresionante el bombardeo ideológico que a través de la televisión llega a estas masas despolitizadas. Una última observación, sobre algo común: Latinoamérica se mueve inmersa en una dinámica de mercado mundial. Eso no podemos soslayarlo. Ese mercado mundial está en crisis, por lo menos desde 2008; y eso nos lleva a intentar entender los procesos de transición hegemónica en la escala del mercado mundial. Es cierto que Estados Unidos se halla en decadencia y China en ascenso, pero no olvidemos que, por ejemplo, la cuarta flota naval de aquél está todo el tiempo en el Caribe, que tiene gran cantidad de bases militares en Colombia, que hay una militarización muy importante por el imperialismo yanqui, lo que torna cualquier medida progresista aún más difícil de ejecutar. Ese elemento no hemos de perderlo de vista. Atilio Borón, en breve intervención tenida en la última coyuntura, recriminaba a los trotskistas argentinos que llamaban al no voto su mirada estrecha, miope, por la cual no veían este panorama del mercado mundial, del imperialismo que se metía en nuestras relaciones regionales.

Lucio Oliver: Para tratar de contribuir a este diagnóstico sobre la situación actual, enunciaré algunos planteamientos. En primer lugar, este asunto del ciclo puede dificultar la comprensión de las circunstancias imperantes; la idea de ciclo puede estar siendo muy mecánica en el sentido de que hay algo predestinado, de que el ciclo estaba escrito. Los estudios van en el sentido de analizar las coyunturas que posibilitaron una situación. En ese sentido, creo que a fines del siglo pasado y a inicios de éste se abrió una coyuntura donde cristalizaron varios elementos. Uno de ellos es una ofensiva popular basada en las consecuencias nefastas de las políticas neoliberales:el debilitamiento de la legitimidad de los gobiernos de derecha de ese entonces y la incapacidad de Estados Unidos de sostener todos sus elementos de dirección y control sobre Latinoamérica por estar involucrado en otros ámbitos mundiales. Tal coyuntura permitió esa combinación de ascenso popular, de movimientos sociales espontáneos, fuertes, vitales, renovadores, y que dio lugar a gobiernos progresistas. Pero eso ha cambiado; la coyuntura actual es otra, y se están viendo los límites de las políticas progresistas. eu retorna a buscar el control y la dirección, y se combinan un desgaste de los gobiernos progresistas con un empoderamiento de las fuerzas de derecha, que se acercan ya a la posibilidad de retomar el gobierno. Pero no hay nada escrito; por tanto, esta idea del fin de un ciclo y el inicio de otro hay que desecharla, pues plantea que hay algo escrito, y no hay nada escrito más que la lucha. ¿Por qué? Porque los problemas estructurales se mantienen, no han sido resueltos. No lo fueron por los gobiernos progresistas, pero tampoco la derecha tiene una línea política que permita prever una solución. Esto nos lleva a pensar de nuevo y tratar de caracterizar qué han sido estos gobiernos progresistas; esto reviste importancia porque incluso el concepto de gobiernos progresistas esconde un vacío teórico. Porque progresista es toda política que hace avanzar el mejoramiento de las condiciones de los sectores populares, pero eso no nos dice con qué concepciones, con cuál política y hasta dónde llegan. El concepto mismo de progresismo dificulta el análisis y ha impedido caracterizar las políticas cesaristas y conciliatorias que caracterizaron a estos gobiernos —conciliatorias con la derecha mundial, los capitalismos mundial y nacional—. Esas políticas los separaron de los movimientos sociales, de contenido importante en el sentido de que expresan gran inconformidad, pero también espontaneismo. Por eso terminaron legitimando, de modo asombroso, políticas estatizadoras que se supone que después de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe y todo el fracaso de los cincuenta y sesenta tendrían que haber estado descartadas críticamente. Fue increíble cómo se volvió a legitimar ese estatismo abstracto, con capitalismo de Estado, con un Estado entendido como gestor privilegiado de los asuntos nacionales, tras un periodo en el cual se supone que eso había estado criticado. Aquí hay una pregunta valiosa: ¿por qué dichos movimientos sociales terminaron aceptando como ideales esos gobiernos progresistas cuando en realidad imponían un retroceso? Otra cuestión es que estos gobiernos no comprendieron la globalización, esta actual mundialización, ni el capitalismo y sus potencialidades. No hubo fin del ciclo neoliberal, sólo un debilitamiento que sin embargo, desaprovechado por los gobiernos y los movimientos sociales, permitió que se recuperaran las derechas neoliberales. Hoy no se plantean las mismas políticas de hace 15 años; consideran un error haber hecho políticas ideologizantes cuando debieron implantarse políticas de asociación con los centros capitalistas para obtener ciencia, tecnología y capital. Ésa es el arma que tiene el neoliberalismo renovado y convence. Es otra concepción del neoliberalismo, otra retórica que sostiene el discurso de La Calle, de Aecio Neves y de Macri. Hay recuperación política del neoliberalismo porque, entre otros aspectos, esos gobiernos progresistas entendieron que el Estado prácticamente era lo mismo que el gobierno. Entonces, al tomar el gobierno entendían que no tenía que desarrollarse una reforma intelectual y moral que llevase a cambiar un poco la relación con la sociedad y los medios de comunicación, en manos de la derecha. Ahora, sólo una última idea: difiero de quienes sostienen que no tenemos nuevas ideas. Quizá no frente al capitalismo mundial, pero sí respecto a una idea de democracia participativa radical, una perspectiva de recuperación de lo público y lo común, son planteamientos centrales para desarrollar movimientos de lucha.

mam1Jaime Ortega: Me quiero referir primero a la necesidad de identificar una sensible transformación de las coordenadas políticas ocurrida en la última década. El asunto central para mí estriba en que ya no es identificable la izquierda como lo era antes de 1989. Y en ese sentido, cobra relevancia lo que decía Gerardo: no hay una sola lucha anticapitalista. Hay distintas luchas de efectos anticapitalistas según contextos y coyunturas: ello moviliza mayor cantidad de contingentes sociales. Pongo el caso de Bolivia, donde el programa teórico-epistemológico y práctico de la descolonización tiene un efecto anticapitalista. Incluso ciertas agendas, si bien no aparecen declaradamente anticapitalistas, contribuyen a formular otra socialidad. En el caso de los progresismos, ello es visible en el impulso de un mercado interno a través de formas productivas distintas, que partan desde las comunidades, que tengan otra relación con el conjunto natural. Otras formas productivas y de circulación apuntala otra forma no capitalista de reproducir la vida. En ese sentido, hemos de establecer una conclusión teórica: ya no hay un solo programa político o una sola intencionalidad; ésta se ha vuelto diversa, plural, más compleja. En segundo lugar, quiero señalar un reto que tiene el pensamiento de izquierda en general y el marxista en particular. Y ello es comprender de mejor manera e incluso traducir un cierto lenguaje expresado en la persistencia de la dimensión nacional-popular y sus populismos realmente existentes, como diría Portantiero. Esta trayectoria se volvió la principal movilizadora de la sociedad en gran parte de nuestra región, y ello no siempre ha sido del todo comprendido por la izquierda marxista, que ve con recelo, peligrosidad e incluso franco desprecio esa vía. En lugar de denunciarla como falsa o insuficientemente socialista, radical o anticapitalista, hay que entender por qué gran parte de nuestra sociedad se moviliza conforme a dicha interpelación política e ideológica, por qué el movimiento nacional-popular logra juntar ciertas demandas y plantearse como una opción real de poder, a distancia enorme de los grupos y las sectas autorreferenciales y siempre marginales que insisten en una única vía o un solo programa, ése sí “verdaderamente” anticapitalista. Frente al principismo abstracto, frente al uso de conceptos como consignas, pienso cuando se dice “el Estado y el capital”, frase vacía, dicha hasta la saciedad y cuyo contenido no se analiza respecto al momento concreto. Todo ello contribuye a que opciones de poder vigentes de las sociedades movilizadas se jueguen en otro espacio. En tercer lugar, algo que podría parecer una banalidad: la movilización tiene flujos y reflujos; se apela a otro significante, tan vacío como el de progresismo, el de los “movimientos sociales”. No hay algo así como los “movimientos sociales” en abstracto ni como categoría analítica sino contingentes específicos que demandan, reclaman, se organizan y movilizan en distintas intensidades. Es una dicotomía falsa el supuesto “Estado-movimientos”, pues no hay movimientos en esa abstracción; siempre responden a momentos concretos, a coyunturas, a relaciones de fuerza cambiantes. Esto me lleva al cuarto planteamiento: hubo una nueva estatalidad en algunos de estos países o al menos un intento de crear otra estatalidad, con todo lo que ello significa; por ejemplo, una nueva burocracia, el intento de construir de nuevo sentido común, y todo ello es problemático. Al volverse estos elementos parte central del régimen, hay una lucha por establecer privilegios, dádivas; se vuelve incluso la corrupción un tema urgente de pensar. Hay que entenderlo: cualquier construcción estatal que ha conocido la modernidad ha tenido al menos este elemento, y no es el resultado de un plan de nadie sino una necesidad, y hay que pensar cómo se le limita y controla. Esto abona a la erosión de los gobiernos con programas no neoliberales en Latinoamérica. Pero no es lo único. Otro asunto relevante en la erosión de su capacidad de legitimidad y la pérdida de gobiernos es que determinados sectores de la sociedad se mueven a la derecha, pero no porque los gobiernos no sean “suficientemente” de izquierda o poco radicales sino porque el modelo neoliberal también deja beneficiarios, genera elites y, por tanto, un consenso. Es decir, no estamos exclusivamente ante la producción de pobreza, o la explotación radicalizada, que deja saldos positivos para algunos y sectores acomodados, segmentos de las clases que se sienten muy cómodas con esa forma de conducir la economía y la política. Es un problema que debemos enfrentar como una realidad tangible de la construcción política, de la tensión ideológica, del momento de la relación de fuerzas: la persistencia de ese conflicto de intereses que atraviesa a las sociedades a partir de dispositivos más complejos y no binarios. Como decía José Gandarilla, a estos sectores el otorgamiento de derechos universales parece una desproporción, innecesario, y debe ser echado abajo. ¿Por qué dar pensión o ayuda a quienes no trabajan? Es su lógica, y muy poderosa, elitista y clasista de sectores importantes de la sociedad, no siempre los más acaudalados. Apuntaré sólo de manera breve un par de elementos. Uno es el contexto geopolítico de la región, que venía anclado en la presencia de la Revolución de Cuba y que cambia con el giro pragmático de la isla en su relación con Estados Unidos. Creo que no se ha puesto suficiente atención en esto y, por tanto, en sus consecuencias en la relación de fuerzas. La propia nación caribeña buscó un asidero distinto desde 2009 o 2010, y estamos viendo las consecuencias no sólo en la lenta normalización de las relaciones con Estados Unidos sino, también, con Latinoamérica. Es tarea pendiente escalar ese cambio respecto al imaginario de las transformaciones de izquierda en la región.

Diego Giller: Comparto con todos, o casi todos, que hay una pobreza teórica en la caracterización de estos procesos que —me parece— enceguece más de lo que ayuda. Incluso, la taxonomía utilizada es tan pobre que se apela sólo a la utilización de prefijos y sufijos sobre viejos conceptos, como si eso alcanzase para renovarlos o captar mejor la realidad. Tan sólo pensemos en “posneoliberalismo” —aquí el sufijo es doble—, “neoextractivismo”, “neodesarrollismo”, “posdesarrollo”, “neodependentismo”, “poscolonialismo” o “socialismo del siglo xxi”. Esto no hace más que demostrar que hasta ahora estuvimos detrás de esos procesos en términos de análisis y de pensar las consecuencias que tuvieron para los sectores populares. Ésa es una primera cuestión importante. La segunda tiene que ver con la falta de tematización profunda del problema del Estado. Hemos hablado mucho de los gobiernos, pero no del Estado. Esto obstruye la posibilidad de pensar si el Estado tiene posibilidades transformadoras o no en su seno, si puede funcionar o no como un espacio de disputa hegemónica. Pienso por ejemplo en la dicotomía movilización/desmovilización. Ésta expresa otra más profunda y proveniente de más atrás: la relación Estado y sociedad. No pensar articuladamente esos dos conceptos puede conducir a pensar que el Estado es sólo un agente de desmovilización, y la sociedad el espacio privilegiado de la movilización “progresista” o, en el mejor de los casos, “radical”. Entre ambos yace una dialéctica compleja y profunda que va más allá de la idea meramente instrumental del Estado o de la de su hija de estos tiempos: la puramente antiestatal. Pensar de modo complejo al Estado podría ayudarnos a evitar las caracterizaciones del “fin de ciclo” que, en remisión del origen, sostienen que en el comienzo ya podemos encontrar la contradicción fundante que destruirá el propio proceso, que decantará en el “fin de ciclo” que supuestamente ahora estaríamos viviendo. El peligro de esta posición es que de manera inconsciente termina postulando que los actores sociales no son más que títeres de una dialéctica de la historia en la que simplemente faltaría esperar a que este “fin de ciclo” decante.

Matari Pierre: Esa pobreza teórica quizá sea el síntoma de algo más profundo. Las ambivalencias que subrayan no son sólo falacias o mistificaciones ideológicas: revelan también la naturaleza de ciertas fuerzas sociales asociadas a los movimientos y gobiernos progresistas. Resulta fundamental indagar el contenido social de estos movimientos y gobiernos. ¿Simples rediciones de las coaliciones populistas de antaño o una movilización de las clases trabajadoras y de los que podríamos llamar los “humillados y ofendidos” de los planes de ajuste estructural y de las crisis de los ochenta y noventa? ¿O si también, con esas fuerzas, encontramos intereses positivos surgidos en las últimas décadas en el seno de los trabajadores, en las clases empresariales y en sectores medios que buscan más bien un lugar en la morfología actual del capitalismo? Dejaré de lado el caso de Venezuela, pero eso quizá sea más claro en los casos de Bolivia, Ecuador, Brasil o El Salvador. En todos ellos, además de subrayar los límites eventuales de la acción gubernamental o las tensiones entre movimientos sociales en declive y gobiernos paralizados, hay que considerar cómo esos gobiernos expresan nuevos intereses sociales gestados en las últimas décadas.

Massimo Modonesi: Quisiera llevar el debate hacia México, a fin de rastrear algunas enseñanzas. Me parece que la izquierda o el progresismo mexicanos no piensan en las condiciones que permitieron alcanzar determinados pasajes políticos en otros países. Hay enseñanzas en positivo. En Latinoamérica resurgió y fue eficaz cierto radicalismo discursivo. En México es obvio deben enfrentarse con radicalidad las condiciones actuales. En su gestación movimientista o partidaria, el progresismo latinoamericano se contrapuso a la oligarquía o el neoliberalismo mediante una crítica radical con el formato de una construcción ideológica nacional-popular que buscaba penetrar en el sentido común. Se gestó una exitosa operación de activación desde abajo que permitió generar las condiciones de un quiebre político. En México hay que pensar que un escenario posible de cambio pasa por radicalizar ciertas concepciones del mundo y no por tratar de mediar y conquistar ciertos sectores sociales y políticos a través de un proyecto de pacto o transición. Esto, pese a que sabemos que determinados sectores sociales, medios y bajos, se acomodaron a ciertas condiciones existentes y constituyen una inercia favorable al pri. Las experiencias latinoamericanas nos enseñan que hay la posibilidad de radicalizar el escenario en términos discursivos e ideológicos. Chávez, un maestro de eso, fue el primero en abrir esa posibilidad histórica recorrida después por muchos. Incluso Correa, no proveniente de una tradición política radical, construyó un discurso radical, no socialista ni anticapitalista, radical en términos de la confrontación, de la construcción del antagonismo como disputa política. Segundo, la ruptura institucional, las experiencias latinoamericanas enseñan que no puede pensarse sólo en términos de procesos electorales. En algunos países funcionó porque había tradiciones y acumulación de fuerzas, sobre todo en el movimiento obrero organizado. No es casual que en Brasil y Uruguay, el proceso fuera paulatino y con el formato institucional-electoral: un proceso de organización social e histórica de los trabajadores existente ahí permitía una acumulación de fuerzas más gradual, algo que no tenemos en México. Es decir, necesitamos saltar. El salto es en clave de ruptura y radicalidad. Ahora, en negativo, también hay enseñanzas. La primera es que en México no tenemos un catalizador para la acumulación de fuerzas, a reserva de que Morena demuestre que puede serlo. Hay movimientos, vamos a llamarlos “luchas sociales” o “conflictualidades”, más o menos organizados y permanentes de agitación social, y eso es un lugar estratégico y fundamental por el cual hay que apostar. Viven flujos y reflujos en términos de intensidad, amplitud y extensión, pero existen. La lucha existe, el conflicto social existe, y eso es un lugar que hay que politizar. El problema yace en los reflujos corporativos y clientelares, surgidos desde abajo, y no sólo los impulsan o aprovechan desde arriba, desde los gobiernos o los partidos, también los progresistas. En la dicotomía entre politización-despolitización que va de la mano de la movilización-desmovilización, articuladas, combinadas, se plantea una tensión fundamental y estratégica. Otra cuestión problemática observada en Latinoamérica y reflejada en México es que hay un problema de convivencia en el campo de las izquierdas. Es necesario aprender a convivir con la idea de que hay distintas estrategias y distintas formas de abordar el problema, y hay que aceptar esta condición y transformarla en una fuerza. En Latinoamérica, los gobiernos progresistas descalificaron las oposiciones de izquierda y, por otro lado, ciertas izquierdas radicalizadas desconocieron cualquier tipo de logro gubernamental, mediante lo cual contribuyeron a polarizar el escenario. En México tenemos el mismo ambiente, pero sin gobierno progresista, salvo el de la Ciudad de México, si a eso llega la actual administración de Mancera. Es decir, tenemos instalado el problema antes de reunir condiciones que nos permitan disputarnos realmente el rumbo del país. En este terreno hay que apelar a la experiencia, al buen sentido, para encontrar los formatos federativos, la simple convergencia o no beligerancia, formatos fraternos de convivir en la diversidad de perspectivas y de apuestas estratégicas para construir ese factor subjetivo que por fuerza ha de estar presente en los momentos que objetivamente se nos van a presentar y que pueden ser electorales o coyunturas de otro tipo, defensivos u ofensivos.

memoria257-12Beatriz Stolowicz: Nuestros análisis tienen gran dificultad para articular economía y política. A finales de los noventa, la propuesta “progresista” elaborada desde la derecha lúcida, en la que hacen participar a los centristas de los partidos de izquierda, está formulada en estos términos: progresismo es igual a inclusión en el mercado. En algunos países, esto se interpretaba como derechos colectivos, en otros como consumo. En las luchas sociales que hacen posibles los triunfos electorales, en cada país hay una particularidad sobre lo que significa la construcción de la autoestima de masas frente a lo arrastrado como percepción de carencia fundamental. Es distinto en cada país. En Bolivia es el problema indígena, en Brasil el de lo negro, lo mulato. En Uruguay se interrogaban sobre si era un país viable. En Ecuador eran la pobreza y la falta de un sistema político estable. En esas particularidades se basó la legitimidad inicial de los gobiernos como constructores simbólicos de la autoestima de masas. Pero después hubo una convergencia, y en todos se piensa en la “inclusión” en términos de consumo de lo “ofrecido” por el capitalismo actual. Por eso, el “progresismo” formulado por la derecha ha penetrado en todos los procesos. Pero es imposible no hacer diferencias notorias entre cómo vive la gente en estos países con gobiernos de izquierda y centroizquierda, y las masacres sociales donde gobierna la derecha, que vivimos en México, en Colombia. Hay un dato: de acuerdo con los censos de 2010, 54 por ciento de la población de Latinoamérica ha vivido o vive bajo gobiernos de izquierda y centroizquierda, y 46 por ciento con gobiernos de derecha. No es sólo un signo político distinto: la vida de la gente es realmente distinta. No hacer esta diferencia es no ver la realidad. Donde gobiernan o gobernaron la izquierda y centroizquierda, la idea de incluir el mercado significaba ampliar el mercado interno por la vía del aumento de salario, de las transferencias monetarias gubernamentales y del crédito. El crédito-deuda como forma de ingreso en el mercado por el consumo lo tenemos también este otro 46 por ciento. Lo que no hemos tenido es el aumento salarial de esos otros países. Ha habido mucha propaganda sobre la mejoría del salario real, presentándolo como más de lo que fue en realidad, pero hubo; nosotros no, sólo por la vía del endeudamiento. El modelo construido por la derecha fue infiltrando todos los procesos progresistas hasta llegar a un elemento en común, el esquema “ganar-ganar”; es decir, “todos ganan”. Predominó que el capital tiene que ganar mucho. En México gana sólo el capital. Donde gobiernan la izquierda y centroizquierda gana muchísimo el capital, pero también se eleva el ingreso de la gente para su condición de consumidor. Los otrora excluidos del consumo estaban felices. ¿Cómo no iban a dar apoyo al gobierno? Pero esto tiene implicaciones ideológicas y políticas, pues se ha gestado una nueva hegemonía burguesa. En el esquema ganar-ganar, la lógica es que el capital gane suficiente para que no quiera tirar a los gobiernos de izquierda, suficiente para que genere las posibilidades del consumo, la inversión para el “desarrollo”, etcétera. Se enaltece el capital. Entonces, este modelo implica el control social y político: hasta dónde te mueves contra el capital. Pero hubo apoyo, pues la gente construyó su autoestima desde Bolivia, pasando por Brasil y por todos lados, como consumidores de lo que “ofrece” el capital. Otro dato: en el censo de Bolivia de 2001, 62 por ciento de la población se autodefinía como indígena; en el de 2012 esta proporción bajó a 41. Ya se consideran consumidores: un blanco, un negro, un indígena son iguales si consumen el mismo celular y más o menos similares artículos. En los últimos años, este modelo se sostenía sobre las exportaciones, que no es sólo extractivismo. Efectivamente, mientras los precios estaban altos eso financiaba la parte de ganar-popular, y el capital con todos sus beneficios. Cuando bajan los precios, ya no hay ganar-ganar ni cómo financiarlo; queda sólo la ganancia del capital. Es una estrategia larga de reproducción capitalista, y si no empezamos por ahí, por cómo caracterizar las nuevas o las viejas formas y cómo se articulan, de la reproducción de este capitalismo en esta época, todo lo demás nos queda suelto.

Armando Bartra: En pro del orden y la brevedad sintetizo mis ideas en unos cuantos planteamientos.

Uno. No terminó el ciclo emancipador de masiva ruptura con el neoliberalismo y sus recetas. Terminaron, sí, el ciclo económico expansivo de commodities al alza y, con ello, el margen de maniobra de los gobiernos de izquierda.

Dos. Se cerró el ciclo de holgura y bienestar sustentado en la posibilidad que tuvieron los gobiernos de izquierda de capturar, invertir y redistribuir rentas. El efecto inmediato de tales políticas ha sido un mejoramiento real, sensible, tangible de las condiciones de vida de la población. Y no es poca cosa una revolución de bienestar cuando los viejos venimos del paradigma de revoluciones de la austeridad, de la carencia, de la hambruna.

Tres. Las del cono sur han sido, están siendo revoluciones democráticas con pluralismo político-electoral. Tampoco venimos de eso. Venimos de las dictaduras revolucionarias. En cambio, las de ahora han disfrutado de una inédita continuidad emancipadora de base comicial, asociada a la posibilidad que tuvieron los gobiernos de izquierda de ejercer la soberanía recuperando el control sobre los recursos naturales y sobre parte de sus rentas.

Cuatro. Cancelada en lo fundamental la holgura redistributiva que hizo posibles inéditas revoluciones de bienestar, las que continúen deberán ser austeras, pues los costos de las mudanzas estructurales son inmediatos, y sus beneficios no, además de los nuevos obstáculos económicos y políticos que habrá que vencer. Marcha ahora cuesta arriba, que está teniendo repercusiones electorales, pues parte de quienes reeligieron una y otra vez a la izquierda no lo hará si sus condiciones de vida ya no mejoran o se deterioran. Venezuela es ejemplo dramático de lo que digo.

Cinco. Cuando se estrechan los márgenes redistributivos que otorgan legitimidad electoral a las izquierdas, surge la tentación de la dictadura revolucionaria. Tal propensión es abonada por el hecho de que la derecha es tramposa, golpista y apoyada por el imperio. El reto estriba en no caer en esta tentación, cuyos saldos durante el pasado siglo están a la vista. El desafío consiste en avanzar por el camino de inéditas revoluciones de austeridad con pluralismo político-electoral.

Seis. Si la izquierda en el gobierno apuesta por las elecciones, admite también la posibilidad de perder espacios en el Ejecutivo o el Legislativo. ¿Puede haber continuidad en las mudanzas justicieras y, a la vez, alternancia? Pienso que sí. Sí, si el proyecto de cambio es en lo fundamental hegemónico. Y es que en tal caso, un eventual triunfo electoral de la derecha puede frenar el proceso o desviarlo, pero no revertirlo. Además, hacerlo tiene un costo para ella. Así las cosas, si nuestras ideas son en verdad sentido común, hasta los conservadores tendrán que adoptarlas en alguna medida. Si en serio creemos que la tarea de las izquierdas está en construir poder abajo a la vez que poder arriba, admitiremos que puedan perderse elecciones sin desfondarse, que se pueda perder circunstancialmente el gobierno y preservar lo fundamental del poder. Para conservar Chiangsi, hay que abandonar provisionalmente Chiangsi, decía Mao al inicio de la Larga Marcha. Tenía razón: la táctica defensiva puede servir para conservar la ofensiva estratégica.

Siete. La apuesta por el avance del ciclo emancipador en Latinoamérica no se funda en no perder nunca espacios, en defender a muerte cada una de las trincheras hasta que nos aplasten, sino en ampliar los espacios. Retroceder en un punto no es grave si avanzamos en otros. Los países que viraron a la izquierda en los últimos tres lustros enfrentan dificultades para mantener el rumbo. Pero en los que no lo hicieron, tanto las izquierdas sociales como las políticas han tenido avances. Pienso en Colombia y México, que padecen los males resultantes del cambio de ciclo económico, pero agudizados por la inercia de las políticas neoliberales. En Venezuela, Brasil, Argentina, Ecuador, los índices de bienestar que en los años recientes se elevaron ahora se estancan o retroceden; en Colombia y México nunca avanzaron. Nos toca tomar la estafeta. Porque si en el próximo lustro dos grandes países de Nuestramérica se suman a la mudanza emancipadora, la revolución subcontinental será imparable.

Pero para esto necesitamos aprender las lecciones dejadas por quienes se adelantaron.

La primera estriba en que los mayores protagonistas del cambio son los movimientos sociales. Sin activismo social no habrá cambios de fondo.

La segunda es que para operar grandes mudanzas, además de acciones colectivas de base, faltan voluntad de poder, aparatos políticos capaces de disputar el gobierno a la derecha en las elecciones. Sin visión nacional estratégica, además de voluntad política organizada y centralizada, la unidad de los movimientos nunca pasa de las convergencias circunstanciales.

La tercera es que sin provocar una crisis de Estado resulta muy difícil que la izquierda llegue al poder electoralmente. Si en México no hemos aprendido que organizarse para votar no basta, nada hemos aprendido. Sin una crisis de gobernabilidad gestada entre otros factores por la inconformidad política y social, por la resistencia y la desobediencia civil, difícilmente se vencerá la resistencia de una oligarquía latrofacciosa aferrada al poder de que dependen sus negocios.

La cuarta es que para que la conquista del gobierno eventualmente se convierta en conquista del poder, es necesario refundar el Estado mediante una acción constituyente donde confluyen los movimientos sociales, las fuerzas políticas y, como garante, el nuevo gobierno. Así ocurrió en Venezuela con Chávez en la Presidencia, en Ecuador con Correa, en Bolivia con Evo. Y en México: la Convención de Aguascalientes no prosperó por carecer de un verdadero gobierno que la respaldara, mientras que el Constituyente de Querétaro pudo avanzar porque ahí estaba Carranza como su garante. Un presidente moderado a quien, por cierto, los constituyentes rebasaron por la izquierda.

La última y mayor lección estriba en que nada de todo eso es posible sin la más amplia unidad de los actores sociales y políticos contestatarios o simplemente de oposición al régimen. Esa unidad en la diversidad se construye en los debates, las movilizaciones y los comicios y no por decreto. Se trata de una unidad que en México no puede forjar la izquierda político-electoral que es Morena, pues le faltan los movimientos sociales, pero tampoco las eventuales convergencias de dichos movimientos, que por naturaleza son reivindicativos y por más que despotriquen contra el gobierno terminan negociando con él porque ése representa su cometido inmediato. Hay que aprender de los hermanos bolivianos: el poder se construye abajo a través de la lucha social, pero también se gana mediante partidos con proyecto nacional y estratégico, capaces de ganar elecciones y gobernar para la gente.

Elvira Concheiro: Sobre el tema de la relación entre movimientos y gobierno, ese gran tema que en realidad es la vinculación de los actores sociales, en cuál o cuáles sujetos está la posibilidad de la acción transformadora, quisiera preguntarme por qué se pone insistentemente la atención sólo en los gobiernos. Creo parte del discurso ideológico dominante ocultar a los sujetos reales: éstos no se hallan visibles; permanentemente están siendo ocultados. De tal manera, una tarea del pensamiento crítico estriba en hacerlos visibles. Por lo demás, habría que señalar que los gobiernos no son más que expresión de determinados sujetos sociales pero, de alguna manera, ocultan a esos sujetos, no siempre como acción deliberada sino como parte de la dialéctica que involucra la acción y la representación.

Si hablamos de los gobiernos “progresistas” de Latinoamérica, quizá deberíamos señalar que ya no expresan plenamente a los sujetos que les dieron origen. ¿Dónde hay el análisis pormenorizado y cuidadoso de lo que es ese sujeto que llamamos, para facilitarnos la vida, movimientos sociales, y cuyas acciones cambiaron las condiciones que posibilitaron los triunfos electorales? ¿Qué son? ¿Qué intereses y proyectos tienen? ¿A qué aspiran? Veníamos de una “década perdida”, de un ataque brutal a las condiciones de vida. El neoliberalismo había avanzado de manera acelerada en las privatizaciones. En ese proceso ¿qué se configuró? ¿Cómo fue ese sujeto que cambió a los gobiernos y hasta dónde llegó? Entonces, en un análisis de esa naturaleza encontraremos que más queagotamiento de un ciclo, tenemos quizás una congruencia con ese sujeto que tenía aspiraciones bastante limitadas, dignas de la clase media que busca asegurar un consumo mínimo, que le resuelvan la supervivencia; junto al hecho de que otros sectores populares, de los trabajadores han perdido fisonomía y, por ende, su proyecto de largo alcance. ¿A qué aspiran? ¿Qué quieren? ¿Por qué se identifican con liderazgos fuertes? Hemos visto en otros momentos de la historia este fenómeno, cuando esa voluntad que no puede ser propia se construye en el otro, en la figura carismática que, en este caso, fueron gobiernos o liderazgos como el de Chávez, Evo o Lula. Entonces, ahí hablamos de un sujeto político y social con serias limitaciones. Más que decir cuán de izquierdas o anticapitalistas son esos gobiernos, habría que hacer el análisis de su configuración social para entender y reconocer las limitaciones en cuanto a las posibilidades de trascender un esquema social y económico que los ha afectado, empobrecido.

Deberíamos insistir en la necesidad del análisis de esa construcción de sujetos complejos que permite entender, más allá de las configuraciones ideológicas, los movimientos reales. Bien decía Marx: no podemos entender a los sujetos por lo que dicen de sí mismos. Necesitamos, por ejemplo, identificar en México a ese sujeto subyacente a Morena u otras formaciones sociales y políticas para ver hasta dónde pueden llegar y no juzgar a esas organizaciones sólo por sus figuras dirigentes. Con esto no buscamos descalificar; no se trata de eso sino de entender para visualizar procesos que permitan avanzar. Y si tenemos alguna función quienes estamos aquí, es tratar de empujar los procesos de cambio; comprender los fenómenos para entender hacia dónde se va. Aquí hay instrumentos eficaces para el frecuente ocultamiento de las fuerzas reales, y creo importante develarlas para valorar, incluso, sobre qué bases la izquierda tiene que reconstruir su discurso, sus proyectos y estrategias. Cuáles están siendo, pues, los sectores movilizados y cuál es su alcance, tiene que representar la base del análisis.

Esto tampoco lo hemos hecho en relación con el movimiento indígena en Latinoamérica y en México. ¿Cuál es el alcance social y político mostrado hasta ahora? ¿De qué es capaz? La clase obrera, me parece, mostró en el siglo xx claramente hasta dónde pudo llegar. Ante su derrota, llegaron otros. ¿Hasta dónde ha llegado la mirada de cambio del movimiento indígena? ¿Cuáles límites y grandes perspectivas muestra? Porque, efectivamente, abrió lo más interesante producido con los gobiernos antineoliberales de Bolivia o Ecuador, que son los procesos constituyentes, que comenzaron a hablar de sociedades pluriétnicas, del “buen vivir”, de procesos de revaloración de lo común, de lo comunitario, lo cual abre una veta interesante y prometedora en la ruta de superación del mundo actual. Este tipo de análisis nos lleva mucho más lejos y contribuye de manera más eficaz a la lucha política en curso.

Raúl Romero: Estamos de acuerdo: la llegada de gobiernos de centroizquierda o de izquierda en Latinoamérica resulta de un proceso de movilización contra el neoliberalismo, y el fin de ese ciclo —como queramos llamarlo— se determinará no en función de la caída de esos gobiernos sino de la movilización que continúe o se reactive. Ésa es la lección más importante para el caso mexicano: cualquier fuerza política que intente disputar el poder estatal vía elecciones u otra forma ha de reconocer la potencialidad de los movimientos sociales. Pero sobre todo tiene que reconocer la diversidad en la perspectiva de construcción o toma del poder. En algunos casos, las organizaciones o los pueblos han concluido que la autonomía es la herramienta que más les sirve para enfrentar problemas concretos; en otros, que la participación electoral supone la forma más útil y eficaz. No podemos tener repuestas únicas para entender ese fenómeno diferenciado de una complejidad territorial que responde a un tercer fenómeno: la guerra, respecto del cual ha de hacerse mucho énfasis en el caso mexicano. Es el mayor reto teórico y político que enfrentamos como sociedad y para la izquierda mexicana. ¿Cómo parar la guerra? Determinados sujetos sociales nos permiten aglutinar en esta dirección; tienen la legitimidad social para plantear soluciones. Como dice Armando, ningún movimiento social que se plantea la toma del poder puede soslayar el obradorismo. Digo de la misma manera que ningún movimiento político puede dejar de poner atención y centralidad en víctimas de la guerra y en los pueblos indígenas.

José Gandarilla: En Latinoamérica, México incluido desde luego, se combina de manera muy compleja una dialéctica de los colonialismos y de la respuesta a ellos. En el caso de Bolivia, el sujeto, que como tal se hizo llamar en el proceso de la constituyente, es campesino, indígena y originario. Eso hay que tenerlo muy en cuenta porque plantea justamente esa pluralidad, la capacidad que tuvo de articular y de hacer efectivo el desvanecimiento del equilibrio político anterior y en ese sentido concretar, diría René Zavaleta, el “relevo de creencias”. No quiere decir que en esa pluralidad, lo campesino, lo indígena y lo originario comparecieran en un sentido simétrico. Políticamente se ha planteado en determinados momentos con mayor fuerza el carácter originario, en otros momentos el carácter campesino o indígena, a tal punto que incluso los propios aliados en esa pluralidad de un sujeto complejo se han visto, en ciertos momentos, como escindidos y separados. Importa tomar en cuenta esa lección, más aún para el caso de México, donde no sólo el neoliberalismo sino el capitalismo ha sido el más brutal en el caso de Latinoamérica, y de otras partes del mundo. La necesidad de un actor, movimiento, coalición, sujeto que está requiriendo con urgencia el rumbo hacia donde conduce la crisis del país, se presenta como un proceso inaplazable. En México tenemos un elemento innegable, la actual pulverización de las condiciones de vida, relacionadas con la pérdida de soberanía sistemática en todos los ámbitos fundamentales, educativo, político, económico, alimentario. Se han minado las condiciones de vida y la articulación de esa posibilidad de construir un proyecto de vida para las colectividades, los pueblos, las comunidades, las zonas urbanas, en el ámbito de la construcción nacional. Pero si eso, persistente desde hace décadas, no es acompañado de un proceso político, como diría Marx, que haga crisis a esa crisis, no hay condiciones para detener esa condición de ahuecamiento de las condiciones de vida. La pluralidad de actores de la política tiene amplia responsabilidad en construir —o tratar de hacerlo— determinada modalidad de articulación que no se ha dado en los términos y en las intensidades que requiere el país. Porque a diferencia de otras naciones latinoamericanas, la vivencia de la ofensiva imperialista y del poder corporativo y económico de este empresariado local-global que construye y ha minado la posibilidad de la soberanía es distinta de la de otras sociedades. En el caso de nuestro país, será necesario ofrecer resistencia y abrir propuestas para contener un “colonialismo interno”, proveniente de lejos, pero en un ejercicio articulado de oposición a un permanente y renovado colonialismo efectivo que amenaza la propia persistencia de la nación. Es cierto que en algunos países, habiendo avanzado hacia ejercicios de gobierno que intentaron zafarse de la condicionalidad neoliberal, dieron pasos también en la otra dirección (la del colonialismo interno) y ya nos mostraron las enormes dificultades, pero en nuestro caso al día de hoy el “instante de peligro”, a la Walter Benjamin, viene dado por la creciente colonialidad y el saldo negativo creciente de la entrega de los bienes nacionales, públicos o comunales. No dejemos de lado una posibilidad esperanzada de la política, en el sentido de que ya hemos vivido varios procesos en los cuales de modo legítimo podemos decir que coaliciones de la izquierda han ganado las elecciones y tenemos la enorme responsabilidad de propiciar estas circunstancias, no porque necesariamente ese cauce vaya a darse en el terreno electoral, sino para propiciar un momento político que ante el desamparo de lo económico-social apueste por un sentido plural, colectivo y no individualizado de cambio. La política, es cierto, tiene su temporalidad e intensidad; tal vez el nuestro sea el tiempo de construir ese acontecimiento, y tendremos la enorme responsabilidad de acompañarlo.

Samuel González: En un artículo reciente, Emir Sader sostuvo que la izquierda de nuestra época es antineoliberal. Esta formulación se antoja problemática y tiene que ver justamente con la ilusión generada entre diversas izquierdas del continente al pensar que tomar el gobierno supone tomar el poder, y no solamente eso sino creer que al avanzar en la modificación de la configuración estatal se tomaba el poder, sin considerar que el poder en nuestra sociedad no está concentrado sólo en el Estado. En ese caso, la cuestión se halla en si resulta posible avanzar en el terreno antineoliberal, atacar radicalmente la lógica del gran capital; desde luego, para ello debe haber la fuerza social necesaria. Esta desvinculación entre poder, gobierno y Estado trae consigo una más profunda entre economía y política. Por otra parte, hay que agregar la dimensión del poder popular a la dicotomía gobierno (Estado)-movimientos sociales para destrabar el conflicto. La experiencia de las comunas en Venezuela es muy importante; sobre ella hay que avanzar, pues los movimientos sociales no pueden mantenerse movilizados de forma permanente. Entonces, si esta capacidad y conciencia generadas en el continente no cristalizan en formas de poder alterno, el Estado tampoco se desaparecerá voluntariamente, sino todo lo contrario. Hay que pensar en formas de poder no estatal, como decía el Marx posterior a la Comuna de París. También habrá que pensar en las lecciones dejadas por esta década en términos de transformismo y restauración; es decir, por dónde el capitalismo fue capaz de hacer frente y revertir el debilitamiento sufrido en el continente. Por último, en términos de la división internacional del trabajo, Latinoamérica importa no sólo por sus materias primas y recursos energéticos sino, también, por la mano de obra. Con relación a pensar en el imperialismo en el continente, habría que poner los ojos también en la relación habida durante estos años entre los gobiernos progresistas y Rusia y China. En muchas ocasiones, diversas izquierdas del área parecieron visualizar una alternativa en el nexo con Rusia y China, y hay que ver hasta dónde es en realidad una alternativa al propio neoliberalismo.

Gerardo de la Fuente: El tema de la desigualdad se ha vuelto lugar común para no hablar de igualdad. El lema de la Revolución Francesa era de la igualdad, no de la menor desigualdad, pero hoy ya nadie habla de igualdad porque con la caída del socialismo real la igualdad se volvió un valor sospechoso. Tenemos que volver a hablar de igualdad. El libro de Piketty, que resulta interesante y presenta sus gráficas sobre la disminución de la desigualdad en el siglo xx, no menciona nunca que existen la Revolución Rusa y la urss. Eso marca una diferencia crucial; son los trabajadores que crean un acontecimiento impensable, diría Badiou. Ellos gobiernan, aunque sean los primeros 10 días de la revolución; la irrupción es tan brutal que marca todo el siglo. Por otro lado, un aspecto relevante se halla en que ni los gobiernos progresistas ni nosotros, en México, tenemos una alternativa sobre qué hacer con eu. Si habrá un gobierno de izquierda aquí, es porque se rebasará el veto de que exista.

Diego Giller: ¿Qué sucedió con los movimientos populares en la región y en Argentina en particular para tener este desenlace? Pienso fundamentalmente en tres sectores de la izquierda argentina: el kirchnerismo, la izquierda trotskista y la izquierda popular. Estoy de acuerdo en que hemos de pensar en una confluencia de esos sectores para resistir a la nueva etapa “neoliberal” que se abre (aunque habrá que apelar a una imaginación política para nominarla de otro modo, pues ya se dejan ver muchos componentes, por lo menos en materia económica, que se resisten a este concepto en tanto marcan profundas diferencias con los neoliberalismos de los noventa). Y para que esa confluencia sea posible, resulta necesario analizar lo sucedido en los años kirchneristas y buscar las causas por los cuales esa confluencia no pudo darse, lo cual me parece uno de los factores que decantaron la situación en que estamos. Pensemos en que hace un tiempo, mucho antes de diciembre de 2015, el kirchnerismo comenzó a partirse, a tener ciertas divisiones internas que ya podían presagiar el resultado electoral adverso —por razones de liderazgo, mezquindades, etcétera—. Por su parte, la izquierda trotskista —siempre situada tan a la izquierda de todo que parte de ella terminó apoyando a las patronales agropecuarias en el famoso “conflicto del campo” de febrero-marzo de 2008— terminó postulando, como decía Fernando, que el proyecto macrista y el kirchnerista no representaban grandes diferencias en tanto ambos expresan los intereses de los capitales concentrados. Así, el resultado electoral no importaba, pues quien ganase llevaría adelante un profundo ajuste contra la clase trabajadora. Y lo digo también por la “izquierda popular” que, atada a su disputa histórica con la izquierda partidaria trotskista, no pudo encontrar un espacio de influencia interpelatorio, pese a los esfuerzos de articulación entre distintas organizaciones llevados adelante en el último tiempo. En definitiva, pensar en la crisis argentina como una escuela de conocimiento puede revestir importancia para actuar en un mañana no lejano sino uno que es aquí y ahora. Quería cerrar con una evidencia: todas las medidas regresivas del gobierno de Mauricio Macri, que no lleva siquiera dos meses, demuestran la importancia y la profundidad de los avances populares logrados en términos de políticas de Estado en estos últimos largos años. Quiero decir: el revanchismo clasista expresado por la coalición macrista ha de hacernos abrir los ojos respecto a todas esas cuestiones que muchos sectores de las izquierdas se niegan y se negaron a ver.