LEYENDO A GARCÍA LINERA
El escenario
Por tres lustros, la ruptura con las recetas del neoliberalismo por numerosos países del cono sur latinoamericano contó con un ambiente macroeconómico favorable, de modo que recuperar soberanía, rentas, protagonismo estatal y políticas redistributivas se tradujo en pronta reducción de la iniquidad, lo cual dio lugar a una atípica generación de las que llamo “revoluciones de bienestar”. En 2008 terminó la onda expansiva de la economía mundial; las materias primas se abarataron, los capitales refluyeron, las deudas contraídas se encarecían y la relativa holgura dejó paso a la estrechez, obligando a la austeridad y mostrando los límites del modelo primario exportador.
Los procesos trasformadores latinoamericanos se encuentran en una nueva y difícil etapa. Desafiante circunstancia en que los cambios de rumbo, que habían sido incisivos y a veces refundacionales en lo político pero más leves si no es que epidérmicos en lo económico, habrán de tocar estructuras de larga duración e intereses hasta ahora incólumes. Además, difícilmente traerán los inmediatos beneficios a la población logrados en la fase anterior. Pasar de revoluciones de bienestar a las de austeridad sin abandonar el pluralismo democrático ni perder significativamente respaldo social; éste es el reto.
Una experiencia de antología
La gente de acción escribe mucho. Lenin, Flores Magón, Luxemburgo, Mariátegui nos legaron intensas experiencias históricas de las que fueron protagonistas, pero también copiosos y afilados textos. Esto vale para el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, hombre de letras que ha estado siempre en la lucha social, lo que le costó cárcel y exilio. Y sus escritos son ceñido correlato de su acción: anticipo y balance de los hechos políticos en que participa, síntesis intelectual de los procesos históricos sobre los que reflexiona, cristalización de los conceptos con que debate. Se trata, dice en uno de los ensayos de la antología Hacia el gran ayllu universal que aquí comento, de “utilizar las herramientas académicas para explicar cómo vamos a hacer la revolución”.
Una revolución situada, una revolución que tiene que arrancar de su circunstancia. Entonces el asunto, para el compañero Álvaro, está en “cómo pensar la revolución a partir de lo que somos”. Y más adelante especifica: “Cómo le hacemos en Bolivia, donde la inmensa mayoría de los trabajadores son agrarios: artesanos, campesinos, indígenas”. En otro texto resume apretadamente su respuesta: “En Bolivia no hay manera de ser comunista marxista si no eres indianista, si no incorporas ese flujo de insurgencia y rebelión de los pueblos indígenas, y no hay manera de ser indianista consistente (…) si no incorporas la voluntad de poder del marxismo. En Bolivia, el indianismo es la fuerza histórica; y el marxismo, la voluntad afilada de poder”. Con ello se suma al indianismo marxista inaugurado hace casi un siglo por el peruano José Carlos Mariátegui.
Estas definiciones son el hilo conductor de la mencionada compilación, que recoge textos escritos durante casi 30 años. Se debate aquí la inutilidad de conceptos como semifeudal para dar razón de las abigarradas sociedades nuestramericanas; se explora la falencia del Estado nación en este subcontinente; se reflexiona sobre el mistificador concepto de mestizaje para dar razón de nuestra identidad; se cuestiona la interpretación economicista de las clases sociales y se pondera la importancia de otros conceptos como el de multitud, entendida no a la europea, cual sumatoria de individuos, sino como “asociación de asociaciones”. Y en la segunda parte, que agrupa textos escritos en los últimos tres lustros, se aborda el papel protagónico de los movimientos sociales en el cambio revolucionario, se discuten las diversas formas de organización popular y los diferentes conceptos de democracia, y se profundiza en el significado del Pacto de Unidad y el Proceso Constituyente, de los que surge un “Estado plurinacional con preeminencia indígena”. En el último texto, escrito en febrero de 2015, a Álvaro le sale su formación académica en la Facultad de Ciencias de la UNAM, cuando emplea metáforas de la geometría no euclidiana para explicar, a partir de la curvatura del espacio por obra de la fuerza gravitacional, lo que representa la hegemonía del Movimiento al Socialismo y del Proceso de cambio, vueltos gramsciano sentido común.
Como se ve, los textos compilados abordan numerosos temas, pero el concepto clave, la idea fuerza es la de comunidad, en términos aimaras, ayllu. No porque, como Morgan o Marx, Álvaro encuentre en ella un comunismo arcaico que prefigura el comunismo futuro, como porque cuando menos en Mesoamérica y el área andino-amazónica, las comunidades campesindias son también la matriz de la resistencia, el trampolín de la rebelión y la materia prima de la utopía: del “socialismo comunitario” que hoy se quiere construir en Bolivia.
La mayor parte de los ensayos de la presente antología remite a ese país andino amazónico, pero los últimos también se ocupan del resto de América Latina. Ahí, Álvaro nos dice que el “xxi tiene que ser no solamente el siglo de los pueblos, el de los regímenes revolucionarios, sino porque es de los pueblos, ha de tener la dimensión internacionalista del Che Guevara”. Dice también que en el siglo xxi se da un acontecimiento extraordinario sin “parangón en la historia: la emergencia diversa con sus ritmos, su propio lenguaje, sus propios liderazgos, sus propias metas, pero que podemos llamar un programa post neoliberal (en el que) está el diseño general de un nuevo tipo de continente”. Y el término posneoliberal o antineoliberal que emplea el vice me parece mejor que el de progresista para designar lo que ocurre. Me explico.
Cambiar de fondo las estructuras resultantes del imperio del capitalismo y, en particular, las de su fase neoliberal demanda perseverancia, y llevará bastante tiempo. En dos o tres lustros, los gobiernos elegidos por el voto de la izquierda han cambiado el rumbo modificando algunas de las políticas más desnacionalizadoras y antipopulares de la etapa anterior. Y en este sentido es pertinente llamarlos antineoliberales.
Y serlo no es poco, pues por más tres décadas el neoliberalismo fue la modalidad dominante del capitalismo y la que hoy cuestionan de manera generalizada los pueblos que lo padecieron. De tal modo, el llamado neoliberal es capitalismo concreto y tangible, que aquí y ahora podemos remover con legitimidad social.
Ello no equivale a librarnos del capitalismo como tal. Y es que en Nuestrámerica hay amplio consenso antineoliberal expresado en votos, incluidos algunos de los que se confundieron y ahora se inclinan por la derecha, un ánimo también anticapitalista sólo en tanto que el neoliberal es el capitalismo en realidad existente. En cambio, por el momento no es tan amplio el rechazo al capitalismo como modo de producción y orden civilizatorio. Sistema histórico al que sí rechazamos, en cambio, sectores importantes pero minoritarios representados por las izquierdas radicales. Entonces hay que ir por pasos y midiendo en cada momento la correlación de fuerzas. Y pienso, como Álvaro, que hoy en Nuestramérica la bandera compartida por el bloque histórico contra hegemónico —en realidad cada vez más hegemónico— es el antineoliberalismo.
En diciembre de 2015, cuando escribo esto, la derecha ganó las elecciones presidenciales en Argentina, el chavismo perdió la mayoría parlamentaria en Venezuela, en Brasil el gobierno de Dilma está bajo acoso y en Ecuador el presidente Correa acaba de anunciar que no buscará la reelección. En este panorama ¿es sostenible el optimismo respecto del curso libertario y justiciero latinoamericano? ¿No habrá fallado esta vez la brújula al vice? Pienso que no.
Pero para que se entiendan mis razones habré de esbozar mi visión sobre lo que pasa en el subcontinente.
Crisis en tres tiempos: neoliberalismo, capitalismo, modernidad
Al alba del tercer milenio, la Gran Crisis epocal y civilizatoria de la que hay innumerables síntomas pone en cuestión el neoliberalismo, el capitalismo y la modernidad occidental, llevándonos a una época de transición en que habremos de ir desechando estructuras civilizatorias de larga data. Sin embargo, el colapso tiene un desarrollo desigual. En Nuestramérica se desacreditó ya el modelo neoliberal, erosionando la hegemonía sistémica y fortaleciendo al emergente bloque opositor: convergencia de excluidos y explotados, pero también capas medias y hasta empresarios vapuleados por la apertura desordenada de los mercados, la especulación financiera y las megacorporaciones abusivas.
El dispositivo para el cambio es una amplia alianza antineoliberal. Y si tomamos en cuenta en el plano internacional la dilución del “campo socialista” y en el nacional la pobreza de nuestros pueblos y lo variopinto del bloque emergente, concluiremos que en el corto plazo la mudanza lleva a alguna variante de capitalismo posneoliberal: economías de mercado estatalmente reguladas y redistributivas que no inhiben la acumulación pero sí la explotación extrema del trabajo, la discriminación étnica y el saqueo de la naturaleza. Esas economías abiertas no dan la espalda a la globalidad, pero buscan mejor acomodo en ella.
El horizonte de la actual fase emancipadora es aún el de la modernidad en sus grandes vertientes: economía de mercado capitalista, economía planificada socialista y como palanca alguna clase de desarrollo. Lo dice bien la Constitución boliviana: “economía plural”, con protagonismo del Estado y prioridad estratégica de la producción social y comunitaria. ¿Abigarrado? Sí, abigarrado. Pero es que en nuestro quimérico subcontinente de ayllus y transnacionales sólo con ejercicios grotescos resistiremos la globalidad imperial y saldremos progresivamente del capitalismo contrahecho que nos tocó.
En las condiciones globales y nacionales prevalecientes se puede acotar el mercado, pero no prescindir de él ni de los empresarios. ¿El riesgo? Que en vez de irse desmercantilizando la vida, regresen las privatizaciones; que en vez de que la producción se vaya subordinando al interés social y a satisfacer necesidades reales, prime la lógica de la acumulación; que en lugar de que los empresarios tengan un sitio en la concertación, devengan actores protagónicos, germen de oligarquías… En un trance así nada está definido de antemano y todo depende de la conducción y direccionalidad del proceso. Ello a su vez depende de la correlación de fuerzas donde resultan factor decisivo el ánimo y el activismo populares.
Reinventando la revolución
Por tres lustros, Nuestramérica ha sido laboratorio de la transformación social. No se ensayan aquí revoluciones al modo de las del siglo xx sino mudanzas de nuevo tipo, impulsadas por una combinación de movimientos sociales y triunfos comiciales que permiten tanto rupturas radicales como cambios graduales y acumulativos. Viraje con alzas, bajas y quiebres regresivos —previsibles cuando la transición se opera con democracia y pluralismo político y no con dictaduras revolucionarias—, pero que en lo fundamental se mantiene. Los ríos profundos del llamado “ciclo progresista”, prefiero llamarlo “ciclo emancipador”, siguen fluyendo. Se trata entonces de alimentarlos. Y para ello debe ponderarse lo que ya nos han dado.
Empezaré por Bolivia. En el despegue del tercer milenio, los pueblos andinos y amazónicos de ese país ensayaron una vía inédita, un curso de transformaciones nunca antes recorrido. Concibieron y realizaron una revolución nueva, un vuelco social que se aparta de la canónica Revolución Francesa de 1789, cuyo modelo siguieron con más o menos cercanía todas las del muy revolucionario siglo xx: derrocamiento violento del gobierno, expropiaciones y ejecuciones perentorias, dictadura revolucionaria, a lo que siguieron largos años de penuria, si no es que de hambrunas y mortandad.
En vez de esto, la revolución boliviana resultó de una feliz y comparativamente incruenta combinación de movimientos sociales y triunfos comiciales, operada de forma concertada por organizaciones populares y partidos políticos. Y pudo consolidarse porque, a diferencia —por ejemplo— de la Unidad Popular chilena, en Bolivia antes de ganar las elecciones ganaron las calles; o sea, que antes de tomar el poder arriba tomaron el poder abajo… y ya en el gobierno siguieron haciéndolo.
Pero no sólo la revolución se hizo Estado emergente; es decir, poder político, social y moral, combinando las acciones colectivas de masas con el concurso ciudadano en las urnas: también se ha mantenido en el gobierno ganando reiteradamente las elecciones. Esa ratificación comicial hace de la boliviana una inédita revolución inobjetablemente democrática y políticamente pluralista, donde el proyecto revolucionario es sin duda hegemónico, pero las oposiciones también gobiernan al participar en minoría de los Poderes Ejecutivo y Legislativo.
En cuanto al Estado, los bolivianos no lo refundaron, simplemente porque en Bolivia no existía ni se había tenido un verdadero Estado nacional. Así las cosas, tuvieron que fundarlo, edificarlo desde sus cimientos. Y ya puestos a hacer se les ocurrió diseñar un Estado que no tiene paralelo en Nuestramérica ni en el mundo, un “Estado plurinacional comunitario” que, con las dificultades y tensiones propias de lo nuevo, se va abriendo paso.
Un gran Pacto de Unidad donde convergieron todas las fuerzas políticas y sociales, un plural Proceso Constituyente y finalmente una nueva Constitución que, entre otras cosas, reconoce los derechos políticos y sociales de una treintena de pueblos originarios cambiaron radicalmente el rostro político de Bolivia. Un país nuevo que hoy garantiza, al menos en la ley, las autonomías de todas las etnias, desde las que agrupan a millones de personas hasta las que no llegan a la decena de integrantes.
En la economía, la que ha venido tejiendo la revolución boliviana es, por mandato constitucional, una quimera. Una abigarrada combinación de las más divergentes lógicas productivas. “Economía plural” donde coexisten y se entreveran empresas privadas, empresas públicas y emprendimientos sociales tanto familiares como comunitarios y cooperativos, todo bajo la conducción del Estado revolucionario, cuyo encargo es erigir un paradójico “socialismo comunitario”.
Y digo paradójico porque antes se pensaba que el socialismo tenía como punto de partida el capitalismo, sistema al que debía negar y superar, y a su vez el capitalismo suponía la previa disolución de la comunidad. En Bolivia, ésta persiste y, gracias a la revolución, se fortalece, pues el ayllu —la comunidad andina— es el cimiento del inédito orden a que esos pueblos quieren arribar.
Por si fuera poco, la boliviana ha sido, repito, una revolución de bienestar. No sólo del “buen vivir” como paradigma y aspiración, sino del bienestar aquí y ahora. Desde el principio, esta revolución se tradujo en mejores condiciones de vida y trabajo para las mayorías populares: incremento del empleo, elevación de los ingresos y mayor cobertura y calidad de los servicios, que sacó de la pobreza extrema a muchos.
Hecho sin precedente, el milagro histórico que representa una revolución de bienestar y no de penuria como las de antes fue posible porque el gobierno revolucionario supo aprovechar la coyuntura de altos precios de las materias primas y los productos primarios. Bonanza resultante de la combinación de una crisis civilizatoria de escasez, manifiesta el progresivo agotamiento del petróleo y otros minerales, y un aumento de la demanda derivada de la sostenida expansión de la economía mundial. Esa oportunidad excepcional se hizo efectiva gracias a la decisión revolucionaria de rescatar la soberanía cedida a las transnacionales, recuperando el control de los recursos naturales y de sus rentas. Ello dio al gobierno holgura económica para trabajar por la equidad e impulsar una generosa revolución de bienestar.
Los bolivianos están abriendo surco y depositando la semilla. Reinventaron la revolución, fundaron un nuevo Estado, han ido cambiando el cauce de la economía, y lo están logrando sin penurias y con pluralismo político. Sin duda, operar la mudanza no ha sido fácil, y lo será menos ahora que la economía mundial se estancó, cayeron los precios de las commodities, refluyen los capitales y se elevan las tasas de interés imponiendo un marco de estrechez a las economías emergentes. Pero ahí van.
Si terminó o no el “ciclo progresista” lo decidirán los pueblos y la correlación de fuerzas, pero sí concluyó objetivamente el ciclo económico expansivo, imponiendo un giro en el modelo con que se inició la conversión, sustentado en la recuperación, inversión y redistribución de las rentas. Si antes convenía, ahora es urgente depender cada vez menos de la puesta en valor de los recursos naturales y más del trabajo de los bolivianos. Ello supone pasar de la bonanza coyuntural a la austeridad sostenible, procurando que en el tránsito no mermen demasiado el respaldo y la energía social de que se alimenta la revolución.
Un subcontinente en marcha: del protagonismo de los movimientos al protagonismo de los gobiernos
No es sólo Bolivia; casi todos los países del cono sur han emprendido, cada uno a su modo, la apasionante aventura posneoliberal. A resultas del repudio de los pueblos al capitalismo canalla impuesto desde la década de 1980, además de Bolivia, Venezuela, Ecuador, Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay salieron a la calle y en algún momento a la hora de votar eligieron gobiernos de izquierda, también llamados “progresistas”.
Saldo mayor del vuelco es la dignidad, la autoestima que hoy tienen las mujeres y los hombres del subcontinente. No menos importante es que latinoamericanismo pasó de fórmula hueca a pujante realidad manifiesta, donde los de por acá nos conocemos y nos queremos más, pero también en debutantes instancias multilaterales como Alba, Mercosur, Celac, Unasur y Petrocaribe.
La revolución conosureña abrió el debate sobre asuntos como el “extractivismo”, término con el que se estigmatizan las políticas de Estado que conducen a una excesiva e insostenible dependencia económica respecto de las exportaciones primarias, y también sobre la dificultad de conciliar con el interés nacional los derechos autonómicos de los pueblos originarios. Lamentablemente, con frecuencia estos asuntos se debaten fuera de contexto y en los ámbitos de la academia y las ong, lo que paradójicamente dificulta los acercamientos.
Así, cuando en Argentina Cristina Fernández recuperaba de la oligarquía del campo parte de la renta agrícola para canalizarla a gasto social, cierta izquierda la acusaba de sustentar en el extractivismo su política clientelar. ¿Qué dirán ahora cuando Mauricio Macri anuncia la reducción de las retenciones agrícolas estatales y el consiguiente aumento del precio de los servicios públicos antes subsidiados? ¿Tan malo era recuperar y redistribuir las rentas? ¿De verdad (salvo los posdesarrollistas y anticapitalistas, que no se ven por ningún lado) todos los gobiernos son iguales?
Extractivismo se ha vuelto un insulto, y a quien se le endilga se le considera traidor, traidor a la causa de la izquierda. Pero más allá de la pertinente crítica a un modelo a todas luces insostenible, hay que explicarse también por qué se impone silenciosamente a quienes gobiernan desde la izquierda, a veces incluso contra su voluntad. Esbozo una hipótesis.
Vivimos globalmente en un orden financiero rentista porque los capitales privados prefieren las fáciles y casi siempre abultadas ganancias del rentismo especulativo a las inversiones productivas más competidas, de lenta maduración y por lo general de menor rentabilidad. Y lo mismo sucede con las finanzas públicas destinadas a atender seculares, acendradas y multitudinarias urgencias sociales cuando son puestas a elegir entre inversiones productivas ciertamente estratégicas pero con efectos de mediano plazo y la puesta en valor de los recursos naturales, que en tiempos de precios altos genera ingresos cuantiosos e inmediatos. Y es que empresarios codiciosos y funcionarios públicos justicieros se mueven en una economía de mercado cuyas reglas los segundos pueden desobedecer, pero hacerlo tiene un costo que se paga de contado, mientras que el que los “progresistas” cubrirán por no haberlo hecho se les exigirá mucho más tarde. En realidad no tan tarde, pues Venezuela, que en 16 años de revolución no pudo salir de la total dependencia respecto al petróleo, ya lo está pagando.
Las políticas de fomento de la extracción, siempre al borde de volverse extractivismo, no se impulsan no porque quienes gobiernan con discurso e ideología de izquierda tampoco tengan claros los escenarios de corto, mediano y largo plazos sino, precisamente, porque los tienen claros. Y es que las verdaderas revoluciones son lentas a la vez que perseverantes, y para seguir impulsando los cambios de fondo se necesita seguir gobernando; en el contexto del pluralismo político, ello significa ganar elecciones. Esos comicios por lo general no se ganan si los votantes del común no ven resultados inmediatos y tangibles de su anterior elección.
En momentos de ascenso social, las mayorías son capaces de poner por delante el largo plazo. Pero esta generosidad estratégica no es permanente y en algún momento el ánimo de los pueblos refluye a consideraciones más prácticas e inmediatas. De ahí el vanguardismo de quienes creen saber lo que en verdad conviene a la gente; de ahí la tentación de la dictadura revolucionaria que se impuso en casi todas las revueltas triunfantes del siglo pasado. Y de ahí también los saldos nefastos de cancelar el pluralismo político y la necesidad del refrendo electoral, que caracteriza a las revoluciones “socialistas” del siglo xxi. Esa renuncia se justificó por el acoso de la reacción externa y externa a las revoluciones triunfantes, pero que fue también efecto —y causa— de su progresiva pérdida de base social.
Pienso que en la combinación del corto y largo plazos en los cálculos subyacentes en las acciones de gobierno, ponderación política que responde entre otros factores a la correlación de fuerzas entre nosotros y nuestros antagonistas pero también a los flujos y reflujos del ánimo popular, está la clave del éxito o el fracaso de los cursos emancipadores. Ciertamente importa no extraviar el rumbo estratégico, pero también importa la flexibilidad táctica y no perder pie en la coyuntura. Y esto significa saber cuándo hay que avanzar, cuando hay que detenerse y cuando hay que retroceder.
Recapitulo. El problema mayor que encuentro en el debate de las izquierdas nuestramericanas es que, en contraste con la creatividad intelectual y política de Álvaro García Linera, una parte del pensamiento crítico del subcontinente mira el siglo xxi con ojos del xx. Sigue pensando en una revolución y un socialismo que quedaron atrás y no ve las novedades revolucionarias que nos trajo el tercer milenio. Incapaz de entender las reglas de juego de revoluciones por el momento sólo antineoliberales que adoptaron el pluralismo y la vía electoral, exige a los mandatarios progresistas extremismos plausibles quizás en movimientos y partidos minoritarios que buscan correr a la izquierda el espectro político, pero que como medidas de gobierno serían legítimas sólo si las mayorías las validan mediante el voto. Y estoy convencido de que en un momento dado lo harán, pero para ello hay que ir construyendo los consensos e ir haciendo del anticapitalismo mayoritario sentido común.
No. No apuesto por la tibieza. Es posible que un gobierno de izquierda recule cuando debía avanzar. Pero en todo caso habrá de generar sobre la marcha los necesarios consensos. De otra manera, pierde el mandato en las urnas o ingresa en las turbias aguas de la dictadura revolucionaria.
Y las oleadas del activismo popular, advertidas por todos los revolucionarios de la historia, suponen uno de los problemas que hoy enfrentan en Nuestramérica las izquierdas movimientista e institucional. La fase ascendente y expansiva de las acciones colectivas iniciada a finales del siglo xx dejó un saldo de gobiernos de izquierda que, ante el reflujo de los movimientos, recogieron la estafeta de la revolución. Ese protagonismo ahora institucionalizado tiene pros, contras y asegunes, pero en todo caso responde a la dialéctica de la historia. Porque no es lo mismo impulsar el cambio emancipador apoyándose en una democracia participativa que se expresa a través de asambleas y movilizaciones, que hacerlo sosteniéndose en una democracia real y respetable pero light y delegatoria que habla principalmente a través del voto.
En esta perspectiva, y sin ignorar la importancia del caracazo venezolano y del alzamiento neozapatista en México, la señal de salida de la nueva América bolivariana de protagónicos liderazgos izquierdistas y gobiernos posneoliberales la dio Hugo Chávez con su triunfo electoral de 1998 que, más tarde y con la adhesión de Lula, Kirchner y Evo, permitió desbarrancar el Alca y proyectar el Alba. El aimara Evo Morales es artífice del primer Estado plurinacional comunitario. La ecuatoriana Constitución de Montecristi socaba la filosofía jurídica liberal reconociendo derechos a la naturaleza. En Brasil, el gobierno de Lula modera de forma significativa la abismal desigualdad social que históricamente ha marcado ese país. Los Kirchner llevan a la Argentina del “corralito” y el “¡Que se vayan todos!” a la tenaz reconstrucción de la economía, pero también de la autoestima nacional. Y durante los primeros lustros del milenio, una y otra vez los gobiernos de izquierda ganaban las elecciones.
El saldo ha sido dignidad, soberanía, libertades, reconocimiento de derechos, democracia, pluralismo, participación política… y, en lo económico, recuperación soberana de los recursos naturales y redistribución justiciera de una parte de sus rentas, aprovechando para ello la fase expansiva global y la apreciación de las materias primas. Ahora, el ciclo económico cambió, la ofensiva del imperio y las oligarquías continúa y las tendencias electorales cambian de signo. Pero los descalabros comiciales de la izquierda no equivalen a cambios de la misma proporción en la correlación de fuerzas.
¿Fin de ciclo?
A fines de 2015, en Argentina la derecha de Cambiemos ganó las elecciones al Frente para la Victoria, mientras que en Venezuela el Partido Socialista Unificado perdió la mayoría legislativa frente a la Mesa de Unidad Democrática, en Brasil los conservadores capitalizan el desgaste del gobierno de Dilma Rousseff y lo mismo sucede en Ecuador con la oposición a algunas propuestas del gobierno de Correa. Éste supone un paradójico retroceso de la izquierda gobernante, pues las clases medias que crearon o a las que beneficiaron sus políticas son ahora la mayor base social de los conservadores. Algo así pasó a los bolcheviques en el poder a raíz de la Revolución Rusa de 1917, cuando para fortalecerlos frente a los campesinos medios repartieron tierras a los campesinos más pobres, su base más preciada… ¡y éstos se volvieron campesinos medios!
Pero, además, este eventual vuelco en las mayorías electorales no necesariamente significa un vuelco equivalente en la hegemonía que durante varios lustros fueron construyendo los gobiernos de izquierda y los movimientos que los encumbraron. En estos países, el repudio al neoliberalismo, el derecho de los pueblos a gobernarse y el valor de las libertades políticas y de la justicia social redistributiva devinieron sentido común, tanto que hasta la derecha se los apropia de forma mentirosa para avanzar en el plano electoral.
Si los de izquierda decimos que se puede tener el gobierno sin poseer realmente el poder, por qué no admitir que se puede contar con gran parte del poder aun si por el momento se ha perdido el gobierno. Y es que los vuelcos electorales, por más que sean significativos, no encarnan en sí mismos vuelcos en la hegemonía de un bloque social, de modo que los principios y valores de dignidad, justicia, inclusión y libertad enraizados en la conciencia popular gracias a la izquierda siguen ahí incluso si los electores la castigan o se dejan seducir por los cantos de sirena de las derechas, que por cierto ya se volvieron movimientistas.
La edificación de un nuevo sentido común es una tarea estratégica; y si se desarrolla en el marco del pluralismo político y la democracia electoral, resulta esperable —y aun deseable— que haya convivencia y alternancia en el gobierno. Sé que lo que digo es difícil de sostener cuando las oligarquías del subcontinente y sus personeros son golpistas, y la acción desestabilizadora del imperio es cosa de todos los días. Pero en obligarnos a renunciar a las formas democráticas estriba una de sus jugadas una trampa que justificaría un intervencionismo aún más descarado y en la que no debemos caer, tanto por consideraciones tácticas como por razones de principio.
Hay que atreverse a ser optimistas, como Álvaro en sus discursos de Chile y Argentina incluidos en esta antología. Pero mi apuesta mayor no es tanto que conservemos lo ganado en el cono sur como que el ciclo emancipador se amplíe y la izquierda avance todavía más. Y pienso: esto dependerá sobre todo de los pueblos de Colombia y México, dos grandes países hoy gobernados por la derecha neoliberal, pero donde el descontento es grande y se aprecian progresos políticos y sociales de las izquierdas.
Si Colombia y México se incorporan pronto al frente progresista, el efecto será continental y el ciclo de cambios se volverá imparable. De esta necesaria conversión habló el año pasado Álvaro en Argentina al recibir el título doctor honoris causa por la Universidad Nacional de Cuyo. “Allí, en los países donde todavía hay gobiernos conservadores que miran a América Latina con un desprecio autosuficiente –dijo–, ahí hay que pelear”. Tiene razón. Y en esa ocasión, el vicepresidente de Bolivia se refirió también a nuestro país: “Porque no hay que permitir que México se nos vaya al norte. México es como nosotros. Tiene nuestra sangre, tiene nuestra piel”. No te preocupes, Álvaro: no nos iremos al norte. Hay quienes quisieran llevarnos, pero no los vamos a dejar.
Algunas lecciones
Pero para dar viabilidad a mi apuesta y sustento a mi optimismo sería bueno que los mexicanos aprendiéramos de las experiencias conosureñas, en particular de la boliviana. ¿Cómo le hicieron para salir del túnel los hermanos de ese país mediterráneo? Veamos lo que nos cuenta Álvaro en su antología.
La lucha popular es en Bolivia de larga data, pero la última fase arranca con el siglo en los combates que tienen lugar en Cochabamba contra la privatización del agua, seguidos por rebeliones indígenas en el Altiplano y el Chaparé. Ciclo de insurgencias en el que los diferentes sectores movilizados levantan, entre otras, la exigencia de una Asamblea Constituyente. Esta fase culmina con la guerra del gas por la recuperación de los hidrocarburos para la nación y se cierra con la caída del presidente Sánchez de Lozada. Así, la acción colectiva contestataria provoca una crisis de Estado en que hay una suerte de dualidad de poderes: por un lado los movimientos y por otro el debilitado gobierno de la oligarquía.
La crisis se resuelve en primera instancia con el triunfo electoral de la izquierda encarnada en los candidatos del Movimiento al Socialismo (mas), Evo Morales y Álvaro García Linera, en las elecciones de 2005. Éxito comicial que fue preparado por más de 10 años, pues en 1995 el movimiento encabezado por Evo había creado un aparato político, el Instrumento por la Soberanía de los Pueblos (ipsp), que más tarde se transformaría en MAS; y en las elecciones de 2002 —aunque no ganó—, la izquierda tuvo un avance considerable.
Álvaro sostiene que el de Evo es, por primera vez en la historia, un “gobierno de los movimientos”. Pero sostiene también que en ese momento, teniendo el gobierno no se tenía el poder, pues la gran burguesía local había perdido en el plano electoral pero no estaba políticamente derrotada. Además, los nuevos gobernantes seguían apresados por las inercias del Estado oligárquico.
De 2006 a 2009, el gobierno y los movimientos se abocaron, a través de la Asamblea Constituyente, a la refundación —en realidad fundación— del Estado boliviano. En esa tarea histórica enfrentaron la airada resistencia de la oligarquía, y no habrían triunfado sin la convergencia de los diferentes movimientos en un gran Pacto de Unidad donde, entre otros, se hermanan indígenas no siempre bien avenidos de las tierras altas y de las tierras bajas. El acuerdo se selló en 2006, en Sucre, con imponente desfile popular.
Con la ratificación electoral del gobierno del mas en el recién inaugurado referéndum revocatorio y la firma de una nueva Constitución, que en términos institucionales hace de Bolivia un Estado plurinacional comunitario, la izquierda pasa de tener el gobierno a tener realmente el poder. El triunfo electoral de Evo y Álvaro, que en 2009 ganaron con 65 por ciento de los votos, 10 por ciento más que en 2005, significa la ratificación electoral del proceso revolucionario, un curso sinuoso cuyas principales batallas se libraron en las calles, en las urnas y en los debates del Constituyente.
La primera lección de lo anterior estriba en que el mayor protagonista del cambio son los movimientos sociales; la segunda, en que para operar las mudanzas, además de las acciones colectivas, falta voluntad de poder encarnada en aparatos políticos capaces de disputar electoralmente con los personeros de la oligarquía y el imperio; la tercera, en que sin provocar una crisis de Estado resulta difícil que la izquierda llegue al gobierno comicialmente; la cuarta, en que para que la conquista del gobierno se convierta en conquista del poder es necesario refundar el Estado mediante una acción constituyente donde confluyan los movimientos sociales, las fuerzas políticas y —como garante— el nuevo gobierno; y la última lección, quizá la mayor, en que todo esto no es posible sin la unidad de los actores sociales y políticos, unidad en la diversidad que se construye en el propio movimiento.
En la antología que nos ocupa, García Linera resume así los aportes de la revolución boliviana:
Componente central del evismo, es una estrategia de lucha por el poder fundada en los movimientos sociales. Esto marca una ruptura con las estrategias previas (…) construidas a la manera de una vanguardia política cohesionada que lograba construir movimientos (o de) una vanguardia política, legal o armada, que lograba arrastrar movimientos (…) El evismo modifica este debate al plantearse la posibilidad de que el acceso a niveles de dirección del Estado lo puedan hacer los propios movimientos sociales (Estrategia) que se va implementando desde mediados de los noventa con la fundación del Instrumento por la Soberanía Popular, en 1995, sigla con la cual Evo Morales y el movimiento campesino entran en la vida política con perspectivas emancipadoras. A partir de la fundación del ipsp, los sindicatos campesinos empiezan a pugnar por llegar a controlar las estructuras estatales gubernamentales. De la negociación desde la resistencia, los movimientos sociales pasan a ocupar alcaldías e incrementan su trabajo por tener presencia en el parlamento (Así) la disyuntiva irresoluble —si formamos partido de cuadros o partido de masas, si el poder se toma o se construye desde abajo— (…) va siendo resuelta (por el evismo).
Y en México ¿quién va a resolver esta disyuntiva? No la resolverá el obradorismo, amplio y perseverante movimiento cívico organizado mas no social. Pero tampoco será resuelta sin el obradorismo, ya que los movimientos sociales pueden abstenerse de la política de poder y entonces ignorar al Movimiento Regeneración Nacional, pero si quieren hacer política —y sin duda quieren— tendrán que acercarse a la única organización de masas que en sentido estricto es un partido, pues además de ética política, cientos de miles de militantes efectivos y una estructura nacional tiene un proyecto estratégico de corte antineoliberal.
Gran parte de la fuerza de los movimientos sociales nace de sus raíces locales e identidades sectoriales, pero si esos particularismos no se trascienden en una voluntad política de poder, las resistencias —dispersas o aun convergentes— se agotan y desgastan en recurrentes negociaciones con el gobierno en turno. Y es que, como nos enseña Bolivia y nos dice Álvaro, el poder se construye desde abajo a través de la lucha social, pero también se gana mediante las elecciones y se consolida desde arriba gobernando bien.
Éstas son algunas de las lecciones de la revolución boliviana transmitidas por los escritos del compañero Álvaro. Aprendamos de esta antología, aprendamos de esta revolución, incorporémonos ya al curso emancipador de Nuestramérica.