Sucedió. El 22 de noviembre de 2015, el kirchnerismo perdió la segunda vuelta electoral frente a la derecha representada por Mauricio Macri. Pero no sucedió sólo eso: también asistimos con ello a la primera derrota, en unos comicios presidenciales, de los llamados “gobiernos progresistas” latinoamericanos. Llevamos ya un buen tiempo escuchando hablar de “fin de ciclo” de estos procesos políticos, a veces con una extraña carga de deseo incluso de quienes dicen situarse a la izquierda de ellos, pero poco nos importa aquí realizar caracterizaciones que cierren o abran etapas de modo tan tajante. La realidad suele ser demasiado dura con ellas. Sí estamos, evidentemente, frente a una coyuntura delicada que requiere ser analizada en pos de evitar repetir errores (aunque incurriremos siempre en otros nuevos) y, sobre todo, para que la pesadilla termine cuanto antes.
No hay que temer a la crítica; debemos ser severamente autocríticos, pero también exigimos poner el énfasis en el “auto” tanto como en la crítica. Volveremos sobre esto al final, pero si tuviéramos que establecer una hipótesis general para este texto, diríamos que si hay una “enseñanza” que deja la derrota electoral argentina, y sobre todo el modo de ejercicio del poder que la derecha muestra en estas primeras semanas de gobierno, es que nada interesante políticamente –con “interesante” queremos decir “progresivo”, “profundizador”, “más radical”, “de ampliación de los derechos y las potencias de los pueblos”– aparece por fuera de estos procesos, aun si ellos tienen infinidad de problemas. Sigue entonces un intento interno de comprensión y reflexión sobre el proceso político argentino.
Evitaremos una narración histórica —e interpretativa— de los sucesos políticos que nos condujeron hasta aquí, por falta de espacio y de pericia para transmitir con ello el sentido profundo de los peligros frente a los que nos encontramos. Elegimos mejor proponer algunos elementos destacados de estos últimos tiempos que nos permitan ir construyendo una aproximación al kirchnerismo, su derrota electoral, el perfil de la derecha argentina (y latinoamericana, no parece haber aquí demasiadas diferencias) y las perspectivas que vienen.
1. Un gobierno a la izquierda de la sociedad
Primera imagen: Néstor Kirchner, elegido diputado nacional en 2009, vota afirmativamente el 15 de julio de 2010 la ley de matrimonio igualitario. Fue la única que votó en su corta carrera como legislador nacional: murió unos meses después. En virtud de esa normativa, el Código Civil pasaba a afirmar que el matrimonio ya no lo protagonizaban un hombre y una mujer sino dos “contrayentes”, y los derechos provistos por la institución matrimonial se extendían entonces a todos los contrayentes, con independencia de que sean del mismo o de diferente sexo. La discusión y aprobación de la ley fueron precedidas por un debate público relativamente extendido, pero sería difícil sostener que se trataba de una demanda masiva y articulada a nivel organizativo que se hubiera impuesto por su fuerza sobre la voluntad de los gobernantes. Néstor Kirchner se manifestó de modo abierto en favor de la ampliación de este derecho desde su asunción de la presidencia, en 2003, y tuvo un papel central en la aprobación de la ley, donde enfrentó incluso a parte de su partido (y, obviamente, a la jerarquía eclesiástica, entre la que se destacaba Jorge Bergoglio). Según varios referentes de las organizaciones lgtb, en más de una ocasión Néstor Kirchner los instó a que demandaran por este derecho, de modo que pudiera ser más plausible consagrarlo desde el Estado.
Fue ésta una ley fundamental del cambio cultural que ha atravesado Argentina en los últimos años, pero no fue quizá la más importante. La reestatización de los fondos de pensiones, la renacionalización de sectores estratégicos y la extensión de la seguridad social a niveles inéditos (y absolutamente excepcionales para un país periférico) constituyen nudos más potentes por lo que refiere a un ataque dirigido al centro de la lógica neoliberal que gobernó el país durante la década de 1990 y un poco más allá.
El kirchnerismo es un efecto de la tremenda crisis de la hegemonía neoliberal que estalló en 2001. Hay bastante acuerdo respecto a esto, aunque no sobre qué tipo de efecto (uno lineal o uno distorsionado, una realización de los sueños de ese pueblo movilizado, una normalización de la dominación, una alienación de los sueños de ese pueblo movilizado, etcétera). A nuestro parecer, en esa imagen de un Kirchner que impulsa una ley que sin duda trae más conflictos de los necesarios hay un modo de hacer política que caracterizó su gobierno y los de Cristina Fernández de Kirchner. Sería difícil definirlo con precisión, pero remite a una forma muy selectiva de escuchar a la sociedad. El kirchnerismo propuso a lo largo de sus 12 años de gobierno una serie de desafíos e iniciativas que no sólo no constituían reclamos organizados de esa sociedad sino que, en muchas ocasiones, permitían adivinar un humor social claramente menos dispuesto a esas transformaciones que el propio gobierno.
Este esquema demuele toda teoría de la política como mera expresión de relaciones de fuerza, y pone en su lugar un peso mayor de la política como estrategia de producción de relaciones de fuerza: “desde abajo” o “desde arriba”. No sólo vale la segunda, claro, seguramente haya algo de ambas (y es un tema interesante para profundizar en él y debatirlo), se trata de un signo muy característico de estos tiempos. Y en este punto, como en tantos otros, estamos frente a un asunto de evidente sentido regional, notorio en la fuerza de los liderazgos que han articulado este cambio de época regional.
En cualquier caso, para explicar cómo fue posible en la Argentina que esto sucediera resulta imprescindible remitirse a 2001. La llegada de los Kirchner al poder es dable en virtud de una fuerte crisis que desestructura —aun si no lo destruye como en otros casos— el sistema político. El triunfo de Néstor Kirchner en 2003 y el sostenimiento del proceso político a lo largo de 12 años descansaron en la articulación del núcleo kirchnerista (al inicio tan pequeño como la pareja presidencial y algunas personas más, mientras que en el último tiempo se constituyó en un grupo social de relativa importancia, pero siempre lejos de ser mayoritario) con otros sectores que variarían: el peronismo “tradicional”, organizado alrededor del Partido Justicialista, casi siempre, incluidos allí sectores conservadores; parte del radicalismo, a veces; diversos sectores de izquierda y movimientos sociales; la intelectualidad progresista. Importa subrayarlo: el kirchnerismo como conjunto político es heterogéneo y, además, una forma muy particular de conducir esa heterogeneidad. Allí radica su excepcionalidad: ha sido una suerte de conducción progresiva, diríamos incluso de izquierda, de un vasto conjunto político quizá menos progresivo y de izquierda que esa conducción, para gobernar sobre una sociedad también menos interesada en esos sentidos de la política que aquella conducción. Ahí estribaría el sentido singular de la política cual estrategia.
Ahora bien, esa heterogeneidad conducida ha supuesto una serie de reiterados dilemas que han sido resueltos de diversas maneras. Son los dilemas que esta modalidad en cierto sentido “jacobina” de ejercicio del poder produce una y otra vez: cómo componer las alianzas, cómo rearmarse frente a escenarios de pérdida de aliados, cómo responder a coyunturas políticas críticas. Lo más interesante del kirchnerismo, una vez más, emergió cuando frente a los desafíos que se le presentaban actuaba tensando los límites políticos y avanzando, aun cuando parecía que la sociedad no pedía eso. Allí, la política no era pensada como expresión de lo que la sociedad aparentaba decir, sino empujando a la sociedad un poco más allá de lo que estaba dispuesta a decir. Ése fue el origen de las grandes transformaciones de esta época, a las que nos referimos más arriba.
Algunos problemas serios para esta modalidad política comenzaron a surgir en los últimos años. En 2011, Cristina Kirchner obtuvo la presidencia con 54 por ciento de los votos. Paradójicamente, ese momento de mayor expansión de la heterogeneidad kirchnerista marcó a la vez el inicio de las dificultades para conducirla. Y esto, en primer lugar, por una razón formal: ella no podría ser reelegida, pues la Constitución no permite más de dos periodos presidenciales. Sin Néstor Kirchner, empezó a asomar rápidamente el problema de la sucesión, sin que surgiera con claridad un personaje capaz de orientar con éxito, y fuerza equivalente a la de los Kirchner, el conjunto de las fuerzas del espacio gobernante. Para los comicios legislativos de 2013, la unidad sufrió su primer gran golpe, cuando parte del peronismo rompió con el kirchnerismo detrás de la figura de Sergio Massa —quien fuera jefe de gabinete del gobierno entre 2008 y 2009—, obteniendo un importante triunfo en la provincia de Buenos Aires, la jurisdicción más importante del país.
2. Una campaña fracturada
Segunda imagen: El estadio Luna Park se sitúa en el centro de Buenos Aires. Allí se han celebrado las más recordadas batallas del boxeo argentino. Y allí se efectuaron también grandes actos políticos. En el caso del kirchnerismo, en estas elecciones presidenciales, hubo allí dos cierres de campaña, en dos días consecutivos. Un miércoles, el ministro de Economía y candidato a diputado nacional cerró campaña con las organizaciones más fervientemente kirchneristas, en especial la suya, La Cámpora, con mensaje de Cristina incluido. Al día siguiente, en el mismo lugar, el cierre fue de Daniel Scioli, con una estética más moderada y un cierre musical a cargo de Ricardo Montaner.
Desde la aplastante victoria electoral de 2011, pasó demasiado tiempo antes que el kirchnerismo diera señales precisas en torno de cómo pretendía seguir sosteniéndose en el gobierno. El único candidato que aparecía casi desde 2011 como figura posible era justamente Daniel Scioli, pero lo hacía con un discurso siempre más sosegado y siendo blanco de todo tipo de críticas de dirigentes kirchneristas por no aparecer alineado con la presidenta. En efectivo, Scioli desplegó un estilo de menos confrontación y gozó de una notoria preferencia, en el universo oficialista, por las corporaciones mediáticas.
Así fue construyéndose la percepción de que Scioli podía ser un candidato oficialista, pero de ningún modo el de Cristina, quien le opondría a otro con su propio apoyo, uno “puro”. Sobre esa fisura se iría construyendo la fractura interna del heterogéneo conjunto oficialista, de modo que aquella heterogeneidad característica comenzó a dejar de ser tal. Con Scioli se alineó con claridad creciente el peronismo partidario, mientras del lado de Cristina, sin candidato definido, iban quedando sobre todo organizaciones juveniles, movimientos sociales y, en general, los sectores provenientes del universo de izquierdas.
El problema estuvo en que Scioli, ya sea por haber comenzado antes con apoyos más amplios o por favor mediático –o por ambas razones–, logró instalarse como la alternativa más plausible y ganadora en la interna oficialista (del lado kirchnerista “puro”, todo decantó hacia la figura de Florencio Randazzo, ministro del Interior y Transporte, quien no parecía levantar la vara al nivel de su contrincante). Y las decisiones de cara a la elección se tomaron con el mismo intenso jacobinismo con que se habían asumido decisiones fundamentales para la vida popular argentina. Mientras desde el kirchnerismo duro se criticaba de modo brutal a Scioli, incluyéndolo más de una vez con Macri en la lista de los candidatos del poder, repentinamente la propia Cristina lo eligió como candidato único a la presidencia; anuló la presentación de otros candidatos a las internas (obligatorias en el país). La postulación a la vicepresidencia de Carlos Zannini, hombre de extrema confianza de la presidenta, parecía hacer de la resolución una salida negociada.
Sin embargo, el desarrollo de la campaña traería los mayores problemas, expresados al final en la imagen que mostramos más arriba. Scioli no tomó para su campaña los significantes y la gesta kirchnerista; a la vez, buena parte de las organizaciones del “núcleo duro” kirchnerista no se alinearon con su candidatura e incluso algunos dirigentes le fueron hostiles hasta último momento. Parecía subyacer detrás de esta “estrategia” cierta confianza en que la victoria estaba relativamente asegurada, de allí que se tratara entonces de no alinearse detrás del candidato sino de mostrarlo sólo como expresión de continuidad del proyecto político. De hecho, la fórmula usada para esa decisión fue “el candidato es el proyecto”, y vimos entonces numerosos actos y discursos, incluso de la presidenta, donde el candidato presidencial no era siquiera nombrado. La fractura, entonces, no pudo resolverse mediante el acuerdo y, de cara a los votantes, la campaña del oficialismo apareció notoriamente dividida.
Por supuesto, esos problemas estratégicos no explican en todo la derrota. No debe olvidarse mencionar, una vez más, la brutal ofensiva mediática y corporativa que el gobierno sufrió en los últimos años, agravada en los meses preelectorales. A ello se suman traiciones internas y numerosos dirigentes dispuestos a acomodarse con rapidez en nuevas coyunturas políticas. Y también complicaciones en el panorama económico y social, si bien fueron evidentes los esfuerzos del gobierno para que no se afectaran el empleo y los niveles de vida de los sectores populares. En cualquier caso, todos estos aspectos son relativamente “constantes” en la política argentina de los últimos tiempos, de allí que importe persistir en la reflexión sobre los propios problemas para enfrentar la coyuntura. La falta de una estrategia clara de sucesión terminó por acelerar la desarticulación de la heterogeneidad kirchnerista. En ese marco, la conducción de Cristina se entrampó en una zona paradójica: ya no pudo conducir a los sectores conservadores que hicieron parte del gobierno en estos años hacia una salida progresiva. Y sí condujo a sus sectores convencidos de apoyarla hacia una salida a medias: apoyar a un candidato conservador sin desplegar por él la energía militante reclamada por el momento.
3. La vitalidad del movimiento
Tercera imagen: Parque Centenario, 13 años después. En 2002, en el apogeo de las asambleas barriales que se juntaban cada semana a discutir diversos temas en las esquinas del país, se celebraba una a la vez la “asamblea interbarrial” en ese punto, situado en el centro geográfico de Buenos Aires. Allí se coordinaban acciones conjuntas de diversa índole. El domingo 25 de octubre de 2015, en la primera vuelta electoral, Daniel Scioli obtuvo sorpresivamente menos de 3 puntos de diferencia sobre Mauricio Macri (se especulaba que lograra en torno de 10). Sobrevino el temor, lo que parecía imposible se presentaba ahora como probable. Un espacio fracturado recibió el golpe a destiempo, sin coordinación: los primeros días fueron de sorpresa y zozobra, y no abundaron voces fuertes por los dirigentes kirchneristas (de hecho, al menos hasta el jueves Cristina no habló públicamente). Y entonces comenzó a suceder algo extraño, inesperado pero a la vez bastante razonable. De manera autoorganizada y con poco acompañamiento —al menos al principio— de las organizaciones políticas kirchneristas, comenzó a correr, primero en redes sociales y luego entre vecinos, una vocación de articulación y acción frenética de cara a la segunda vuelta: no se podía permitir un triunfo de Macri. La primera acción fuerte, que circulaba en efecto por redes sociales, se planteó como una reunión pública en el parque Centenario, a la que asistieron de modo inopinado miles de personas. Su comportamiento fue más o menos similar al de las reuniones de 2002: comisiones de trabajo, búsqueda de modos de expandir la palabra, contactar más conocidos, responsabilidades por barrios para hablar con vecinos, etcétera. La memoria de las luchas tiene sus curiosidades: aquel impulso autónomo y refractario al poder estatal dejaba una forma organizativa lista para defender con fuerza lo hecho desde el Estado, y para defenderlo en el nombre de un candidato que muchos de los reunidos jamás habrían elegido, pero a quien ahora defenderían frente al instante de peligro. La forma persiste y, hay que decirlo también, muchos de los participantes se repetían en los dos parques Centenario, pues al final el kirchnerismo había sido un modo de interpretar esos años de crisis, y muchos comulgaron con esa interpretación, y tantos otros la abrazaron frente a las implicancias de la derecha que asomaba.
Esta imagen se replicó: en muchas partes del país, la campaña hacia la segunda vuelta transcurrió por las vías del diálogo mínimo, y dirigentes y organizaciones tardaron en comprender esto que surgía. Los medios y políticos macristas comenzaron a hablar de la “campaña del miedo”; y Cristina, de los “empoderados” para referirse a un pueblo dispuesto a defender sus derechos. Scioli se aproximó más a la estética y el discurso kirchneristas, y los kirchneristas se le aproximaron más. Las últimas semanas de campaña fueron intensas y movilizaron tanto a las estructuras organizadas como a los miles de “empoderados” que discutían voto a voto en el transporte público, en sus lugares de trabajo y donde pudieran. Sin duda, ello influyó en el resultado final: no llegó a remontarse la situación, mas la diferencia menor de 3 puntos en favor de Macri dejó establecida la presencia de una fuerza política que no sería fácil de eludir (además, el kirchnerismo quedaba como fuerza mayoritaria en el Congreso Nacional).
Esta fuerza movilizada luchó contra una campaña mediática feroz, la que hostigó al gobierno al menos desde 2008, cuando se dio la confrontación con las patronales agrarias, conocida como “conflicto del campo”. Lo decimos de nuevo: ese entramado mediático y los poderes fácticos —internos y externos— que horadaron el poder del gobierno y lo derrotaron son pieza crucial de la explicación. Aunque no pueden ser la única: no sólo existen hace tiempo, sino que se ha demostrado que es posible derrotarlos electoralmente (de hecho, en este caso casi se logra, tras 12 años de gobierno y el desgaste que ello implica). Así, una derecha que aprendió a esconder su vocación reaccionaria detrás de un discurso edulcorado en torno del “cambio” conquistó la presidencia el 22 de noviembre de 2015.
4. Revancha
Dos imágenes contrapuestas. La primera: El 24 de marzo de 2004, a poco menos de un año de gobierno y a 28 del inicio de la dictadura de 1976, Néstor Kirchner encabezó el acto de recuperación del predio de la Escuela Mecánica de la Armada. Allí funcionó un centro clandestino de detención por el que pasaron cerca de 5 mil detenidos desaparecidos, el más eminente del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”. Kirchner sacó a la Armada de allí para poner en su lugar un sitio de la memoria y un espacio cultural (cuyo funcionamiento con el nuevo gobierno es una gran interrogante). Con una política que reconoce las luchas de los organismos de derechos humanos e impulsa con fuerza los juicios contra los responsables de la dictadura, Kirchner no sólo recupera las demandas de una serie de organizaciones emblemáticas de las luchas populares en los últimos años, sino que apunta exitosamente a lesionar el poder de los sectores dominantes argentinos y a construir su base de legitimidad para avanzar: resultaba muy complejo que las derechas argentinas justificaran su actuación en la dictadura, mucho más de lo que podían defender sus responsabilidades en las grandes debacles económicas a que habían sometido a la nación. Kirchner y la derecha nacional estaban conscientes de que en el modo de interpretar la historia reciente se jugaba buena parte de la partida.
Y en la imagen contrapuesta vemos por qué: el día inmediatamente posterior a la segunda vuelta electoral que dio ganador a Mauricio Macri, el tradicional diario La Nación publicó un editorial que, antes que escrito al calor de la ocasión, transmitía la sensación de haber sido facturado tiempo antes, y de estar esperando en la carpeta de los editores el momento preciso para salir a la luz. Con el título “No más venganza”, se despachaba contra los juicios de los responsables de la dictadura que, genocidio mediante, modificó con ostensible regresión la vida económica y política argentina. No sólo pedía que se detuvieran esos juicios sino que demandaba clemencia –e indulto– para los pobres y ancianos militares que pasan grises días en las cárceles (aunque lo hacen como efecto de juicios sujetos a derecho, beneficio que por cierto ellos no dieron a los miles de muertos y desaparecidos).
Esta editorial era la voz de una derecha tan convencida de sí que cree que no hay historia. Desde su perspectiva, el triunfo electoral los devolvía inmediatamente al punto anterior a la pesadilla kirchnerista aparecida, casi casualmente, en 2003, del mismo modo que emprendieron el golpe de Estado contra Perón en 1955, con la fantasía de restituir el estado de cosas al 16 de octubre de 1945. Aquella vez, como ésta, se toparon con la historia, si entendemos por ello el entramado de luchas y conquistas que hacen a la constitución del pueblo como sujeto político, y que hacen a la vez a la producción de códigos que rigen por largo tiempo la vida de la nación. Estos códigos, cuando se imprimen con fuerza, requieren mucho más que un acto de cándida voluntad para ser desarticulados. Aun en medio de la algarabía por el triunfo macrista, la respuesta al editorial no tardó en llegar de manera contundente. Obviando el descontado rechazo que cundió por el mundo de los organismos de derechos humanos, las izquierdas y los sectores kirchneristas, las voces de los periodistas de La Nación comenzaron a expandirse en rechazo del artículo. Muchos otros comunicadores, varios de ellos insospechados de cualquier tipo de orientación izquierdista o afín, sumaron sus voces, y para las 5 de la tarde ya circulaba la fotografía de la asamblea de trabajadores del mentado diario que repudiaba tajantemente el texto. Doce horas de húmedo sueño restauracionista.
Acaso este contrapunto funciona para mostrar la vocación de revancha de la derecha triunfante, y también el hecho de que para llevar adelante su pretensión se encontrarán con más escollos que en otras oportunidades. Estos 12 años han dejado mucho debate político y un saldo organizativo importante; allí puede descansar la expectativa de que no sea fácil el camino regresivo que propone el nuevo gobierno.
Sin embargo, no podemos dejar de señalar que las noticias relativas a la política argentina de las últimas semanas son malas: la transferencia de ingresos de los trabajadores y los sectores populares hacia las clases dominantes resulta brutal y sostenida, mediante devaluación de la moneda y maniobras impositivas; asistimos al despido de miles de trabajadores estatales, ya sea para cerrar o reducir con ello la lista de agencias vinculadas con logros y conquistas que el kirchnerismo garantizó o simplemente con el argumento de que sobran, no trabajan o, el peor de todos, que son kirchneristas; se han multiplicado las decisiones políticas que el nuevo gobierno toma por decreto, sin consulta del Congreso y en flagrante contradicción con la Constitución Nacional, todo esto en el marco de una protección mediática sin precedente —y de acallamiento de voces opositoras en los medios—, y de una importante complicidad del Poder Judicial; y, como era de esperar en este esquema, se han multiplicado en las últimas semanas las escenas de represión por las fuerzas de seguridad, como no se veía hace mucho tiempo en Argentina. En síntesis: ajuste, represión y ninguna preocupación por las instituciones y el republicanismo que han dicho estar defendiendo en estos últimos años. No es tan nueva la nueva derecha.
Al nuevo gobierno desembarcan en masa dirigentes que provienen de la actividad privada, ex ceo de empresas multinacionales transportados a las áreas gubernamentales afines. Con ello, el macrismo corona dos operaciones ideológicas siniestras del capitalismo contemporáneo: la idea de que el ámbito privado es más “sano” que el público, pues en uno rigen la competencia, la libertad y la modernización, mientras que el otro supone el ámbito de la holgazanería, el tradicionalismo y la oscuridad. Y la otra, el culto al éxito. Aquí nos salteamos la evidente inadecuación entre tareas en los ámbitos público y privado y, sobre todas las cosas, se elude la evidente diferencia de finalidades entre las empresas (ganancia) y el Estado (el “interés general”, por más ilusorio que sea).
Pero centremos la atención en una última característica del nuevo gobierno, crucial para dar tono latinoamericano a esta reflexión: su alineamiento con la política exterior estadounidense es evidente e inmediato, y sus primeras acciones —ya presentes en sus discursos de campaña— apuntan contra Venezuela y la integración latinoamericana, y en favor de estrategias como la Alianza del Pacífico. De modo que tras las presuntas novedades (que de todos modos deben analizarse como tales), esta derecha llega al poder con sus preferencias de siempre, y constituye entonces un peligro no sólo para el pueblo argentino —que ya la sufre— sino para toda la región y los grandes avances logrados en los últimos años.
Coda: otra vez sobre la crítica
El kirchnerismo ha supuesto en Argentina enormes transformaciones que, sin poder enumerar aquí, lo ponen en la senda de los grandes procesos populares vividos por la nación. Para ello ha debido construir una autoridad política fuerte, hacia dentro y hacia fuera. Si la reacción de la derecha frente a las políticas del gobierno es tan regresiva como siempre, es porque quizá estemos atrapados en una suerte de invariante de la historia nacional: los procesos populares buscan recuperación de soberanía, ampliación de derechos, distribución de riqueza, activación del mercado interno. Las derechas ansían lo contrario, ya sea que arriben al poder por vías legales —como esta vez— o a través de golpes de Estado —como lo ha hecho con regularidad—. Ésta es la historia de Argentina, al menos de las últimas siete décadas; no hay mucho más.
No quisiéramos finalizar sin hacernos cargo de —o, para no ser tan trágicos, sin hacer referencia a— los problemas y las aporías que este esquema trae para un punto de vista de izquierdas: en Argentina se intensifica aquello de que la realidad no aparece nunca con la transparencia brindada por los conceptos. De manera histórica, el peronismo ha estado relativamente divorciado de las tradiciones de izquierda, que además han sido menores en presencia popular. Pese a ello, hemos visto reiterados ensayos de aproximación, y el kirchnerismo ha sido uno de los más fructíferos. Si nos atenemos a las grandes categorías programáticas del mundo de las izquierdas (básicamente en torno del anticapitalismo), es claro que su presencia en este proceso político es relativamente subalterna (de todas formas habría que ver, para ser un poco más realistas aun, en qué lugar del mundo el anticapitalismo goza de actualidad), pero también resulta cierto que la ampliación de derechos y la expansión de la vida popular de la nación no pueden sino constituir elementos centrales para un pensamiento de izquierdas. Y el kirchnerismo no sólo ha supuesto esto, sino que implicó a la vez un proceso de politización y movilización social de enorme importancia, con un país que discutió de modo público y excepcional sus grandes problemas.
Esta última es quizá la razón positiva por la que, desde nuestra mirada, un punto de vista de izquierdas confluye por fuerza con el kirchnerismo. Otra razón, más estrictamente estratégica, la enunciamos al principio: cuando se observa el programa de las derechas en movimiento, deviene un sinsentido una posición crítica que se coloque por fuera de los procesos políticos que se dieron en llamar “progresistas”. Aun si hay matices entre ellos (lo cual no fue discutido con suficiencia aun, no porque no existan los matices, sino porque resulta difícil deducir de ellos “niveles” de radicalidad como se hace a menudo), no se observan tantos entre sus enemigos.
Este posicionamiento implica una serie de transacciones relativamente dolorosas con la realidad: cuando el kirchnerismo comenzó a perder aliados conservadores, no fueron pocas las voces más convencidas que hablaron de “depuración”, desde luego con una valoración positiva. Y esto es en efecto así; cómo no sentir alivio —o alegría— de perder en el camino a quienes resultan tan poco colaborativos para un programa transformador. Pero, a la vez, su existencia no deja de tener cierta correspondencia con una sociedad que, como también dijimos, no demandó a gritos los cambios que el kirchnerismo llevó adelante. De tal modo, el precio de reducción de la heterogeneidad debe ser también medido. Es una situación relativamente aporética, sin duda, e irresoluble desde una óptica teórica o intelectual. Es en realidad un dilema estratégico en torno de la construcción de apoyos más progresivos que puedan sustituir los menos interesantes. En todo caso, supone sólo un ejemplo de la compleja relación entre crítica y política: a veces, la racionalidad política toma decisiones inalcanzables para la crítica si ésta elige su costado normativo —siempre presente, y acaso necesario— o su sujeción a determinaciones programáticas.
De este modo, la (auto)crítica resulta necesaria, pero fructifica si es inmanente. Queda para otro momento una mayor discusión sobre los modos de la crítica desplegados desde las izquierdas intelectuales en estos años, tanto para con el kirchnerismo como para con los demás procesos de la región. Evidentemente, muchos de los grandes debates han transcurrido por ese filoso borde, por el lugar que limita entre acompañar en su complejidad este momento político y señalar sus faltas y distancias respecto a las grandes garantías de las tradiciones críticas. Como decíamos al inicio, hablar de “fin de ciclo” no tiene demasiado sentido, pues las temporalidades de estos cambios siempre son más extensas que los cambios coyunturales. Hoy estamos sin duda frente a un momento intensamente crucial, pero eso también debe enmarcarse en algo más de una década de transformaciones en América Latina posiblemente inéditas en la historia de la región. A ese horizonte debemos permanecer orgánicos, y desde allí pensar en los modos de persistir en ese camino.
* Universidad de Buenos Aires, Argentina.