El 19 de agosto de 1989, Tadeusz Mazowiecki, intelectual católico, consejero de Walesa y amigo personal del papa, es elegido primer ministro de Polonia e investido cinco días más tarde. Apoyado por W. Jaruselski, presidente y general comunista, forma un gobierno de coalición con el Poup (Partido comunista polaco). Telefónicamente, Mijaíl Gorbachov reconoce de inmediato al nuevo gobierno. ¡Suceso sin precedente! ¡Un gobierno comunista en el bloque soviético acepta a un primer ministro católico y amigo del dirigente de los huelguistas de Solidaridad y del papa! ¿Quién podía prever que en menos de dos años, es decir, en el lapso 1989-1991, todo el sistema del socialismo realmente existente se iba a derrumbar? Nadie en los institutos de sovietología de Estados Unidos lo preveía.
En aquel entonces era articulista de opinión en Proceso, y me fui inmediatamente a ver a Julio Scherer, director de la revista. Le dije: “Julio, algo grande, muy grande va a suceder en los países del Este en los próximos meses; será algo de importancia histórica, quizás una revolución. Proceso debería estar ahí. Conozco bien esos países, viví durante cuatro años y medio en la República Democrática Alemana (RDA) donde hice mi doctorado. Creo que debes darme la oportunidad de estar yendo y viniendo para hacer entrevistas en los más diferentes niveles, desde funcionarios de primera fila hasta gente de la calle, y escribir una serie de reportajes.
Al principio, Julio Scherer se mostró dubitativo: ¿qué podía pasar en el bloque comunista que interesara tanto a los mexicanos? Pero ante la esperanza de que Proceso tuviera exclusiva en un gran suceso histórico, accedió; y no se equivocó. Gracias a su ayuda pude durante dos años decisivos visitar varios países del “socialismo realmente existente”, incluida la urss, por periodos bastante largos. Estaba muy preocupado por el futuro del socialismo, y quería a toda costa saber de primera mano lo que pasaba. De esos viajes nacieron una serie de entrevistas publicadas en Proceso y, después, un libro Crónica de un derrumbe. Las revoluciones inconclusas del Este.
Aventuraré algunas ideas sobre las causas del derrumbe del “socialismo realmente existente” que, con la URSS, el país más extenso, y China, el más poblado, representaban hasta 1989 un tercio de la humanidad, pero también presentaré a ustedes algunas de las entrevistas más extraordinarias que pude realizar y de los sucesos multitudinarios que presencié, grabadora en mano, con la seguridad de que esto les transmitirá una idea más viva de los sucesos que llamo hasta hoy una “revolución inconclusa”. Debido a mi pertenencia al Partido Comunista, conocía a varios de los personajes centrales del drama; muchos de ellos estaban ansiosos de dar a conocer su criterio ante la opinión mundial, y me otorgaron las entrevistas.
Mis entrevistas en la Unión Soviética incluyen la de Evgeni Evtushenko, el gran poeta ruso recientemente fallecido; Elena Bonner, secretaria y continuadora de la obra y el pensamiento de Andrei D. Sájarov; Abel Aganbegyan, rector de la influyente Universidad de Estudios Superiores y consejero principal de Gorbachov en asuntos económicos; el teniente general retirado Eraclio Djordjadze, jefe del Frente Sur en la Segunda Guerra Mundial; M. Rukharo, vocero del Movimiento Panarmenio; y Emsar Koguakze, vocero de los estudiantes en huelga de hambre de la Universidad Estatal de Tbilisi, en Georgia, egresado de la escuela de periodismo.
El principio del siglo XX fue marcado por una ola revolucionaria que había de durar más de 30 años y cubrir tres continentes: Europa, Asia y América. La primera revolución se dio en el Imperio Ruso, en 1905, y fue rápidamente derrotada; la segunda fue la mexicana, a las puertas de Estados Unidos, iniciada en 1910. Un año después comenzaba la china, que duraría 38 años. En 1917 se dieron dos revoluciones en Rusia: la primera en febrero y la segunda, la bolchevique, en octubre. En 1918 siguieron las de Turquía, Hungría y Alemania. Salvo la alemana, esas revoluciones tuvieron lugar en lo que Lenin llamó el eslabón más débil del capitalismo: los países dependientes o semicoloniales, donde el capitalismo convivía con restos feudales y tributarios.
La Revolución Rusa tuvo una repercusión mundial mucho más vasta y tangible que la francesa, de 1789, y produjo el movimiento subversivo organizado más formidable en la historia contemporánea: el comunismo. El entusiasmo más apasionado y el rechazo más feroz marcaron la época revolucionaria que se extendió a lo largo de medio siglo, 1910-1968. Un discurso que integró experiencias históricas sin precedente, dos guerras mundiales, el fin del sistema colonial, el auge de la teoría y la política revolucionarias, movimientos sociales tumultuosos, sagas bibliográficas brillantes y escuelas vanguardistas en la cultura marcaron la época. Hoy vivimos un periodo contrarrevolucionario. De vez en cuando algo revive los fotogramas, las historias, la añoranza y el miedo a la revolución como un pasado que se niega a morir pese a que se le ignora o entierra cada día, cada hora, cada minuto. Una de las características de nuestros tiempos estriba en que la era revolucionaria es un pasado no asimilado, no discutido, no integrado a nuestra cultura. Esto explica en buena parte la situación actual de la izquierda en el mundo.
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas surgió el 29 de diciembre de 1922, por decisión de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Transcaucasia, a los cuales luego se sumaron otras naciones del antiguo Imperio Ruso. La Unión Soviética duró 69 años, para desaparecer el 25 de diciembre de 1991. Durante su existencia transformó a un país profundamente atrasado en una gran potencia mundial, con una población muy escolarizada, una vanguardia científica y técnica impresionante. Un país que no habría podido vencer a la Alemania nazi sin la superioridad en la producción industrial, el nivel técnico de su población y la firme unión alrededor de su ideología y su sistema político. Un país que todavía en los decenios de 1960 y 1970 desempeñó un papel decisivo en el desmoronamiento del sistema colonial y el movimiento por la paz. ¿Cuál fue la causa de su inesperado derrumbe? ¿Cómo explicar su rapidez y su completitud?
En 1985, Mijaíl Gorbachov fue elegido secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética. De 54 años de edad, era el primero que ocupaba este cargo sin haber conocido de adulto el régimen de Stalin. Desde el principio mostró sus tendencias a la reforma profunda de la sociedad soviética, y un año después de su ascenso lanzó los lemas de glasnost y perestroika. Al principio no se distinguía de la larga lista de dirigentes convencidos de que el comunismo podía ser renovado y fortalecido mediante ataques a “los burócratas conservadores” obsesionados con el estatus. Su estrategia era parecida a la de Jruchov, desburocratizar el sistema, con la apertura del partido a la influencia de toda la sociedad; pero a diferencia de sus predecesores, llegó a la conclusión de que había que reducir el poder del partido como institución. Aprendió la lección de la caída de Jruchov, en 1964, y del trágico final de la Primavera de Praga, en 1968. Estaba decidido a no permitir que los burócratas resucitasen para detener o frustrar las reformas, y eso lo llevó a combatir las raíces mismas de su poder, el partido, sin darse cuenta de que con ello propiciaba la destrucción del propio sistema y, a final de cuentas, de él mismo.
Para aquel entonces ya se había declarado partidario de las posiciones de los comunistas italianos, y con sus seguidores en los otros países del “socialismo realmente existente” concluyó que no se podía reformar la estructura económica sin una democratización del sistema político. Glasnost, la apertura, debía movilizar apoyo para una reforma profunda de la economía, con el debilitamiento de la resistencia conservadora de la burocracia del partido, y movilizar la población sin partido a favor de los cambios económicos de beneficios no inmediatos.
Sus ideas sobre la apertura (glasnost) demostraron ser mucho más precisas que las de la perestroika, la reforma económica. Significaban la introducción y consolidación de un Estado constitucional, basado en el dominio de la ley y las libertades civiles. Ello implicaba la separación de Estado y partido. También significaba la revitalización de los soviets (gobiernos populares) a todos los niveles en la forma de representantes genuinamente electos en asambleas que desembocarían en un soviet supremo, el cual sería una asamblea soberana, genuinamente legislativa. En cuanto a la perestroika, se trataba de abolir el sistema de orden y mando central que limitaba la iniciativa y la competencia en el pueblo. En pocas palabras: crear un socialismo de mercado, de empresas autónomas y económicamente viables, de propiedad pública, privada y cooperativa, dirigidas a nivel macroeconómico por un centro de decisiones planificadoras, que no siempre debía estar en el Estado. La verdad es que nadie tenía una idea clara de cómo funcionaría una economía de ese tipo, pero las reformas neoliberales de libre mercado de Thatcher y Reagan atraían con fuerza a los jóvenes economistas rusos.
Pero la verdad es que algo estaba sucediendo en la economía de los países del socialismo de Estado. Los ritmos de crecimiento se hicieron más bajos: la producción industrial y agrícola, las inversiones, la productividad del trabajo y el ingreso real per cápita no estaban estancados, pero sí crecían a un ritmo insignificante, y la estructura de las exportaciones pasó de ser de maquinaria, medios de transporte y artículos de metal a ser petróleo y gas y casi todos los relacionados con la administración de la economía; sabían que se necesitaban reformas drásticas. El fenómeno era paralelo a la crisis de 1973, que dio fin al periodo de auge del capitalismo de posguerra e inició uno largo de depresión.
Eso no significaba que la mayoría de los ciudadanos soviéticos prefiriese una economía de mercado capitalista. Cuando se les preguntó qué debía hacerse para salir de la creciente crisis económica que afectó a la URSS a partir de 1987, sólo 18 por ciento se pronunció por más empresas privadas, mientras que 50 por ciento quería más disciplina, orden y castigo a la corrupción. Todavía después, en 1991, 76 por ciento de los electores que participaron en un referéndum en marzo se declaró por el mantenimiento de la URSS como “una federación de repúblicas soberanas, en las cuales los derechos y las libertades de cada persona de cualquier nacionalidad serían plenamente respetados”. Las ideas de los pueblos eran afines a una Unión Soviética más democrática y no un conjunto de repúblicas sueltas con economía capitalista. Pero a medida que la ideología soviética dominante que usaba a Marx, Engels y Lenin hasta para cocinar la sopa se disolvía, el nacionalismo tomó su lugar, impulsado por los intelectuales de las diferentes nacionalidades.
Decido transportarme con mi traductor a Armenia para ver el nacionalismo en acción. Varios amigos nos dicen: “No vayan a Erevan; se dispara en las calles. Erevan se asemeja a Beirut –sostienen otros–; ahí se puede observar el inicio de la libanización del Cáucaso”. La situación es dramática. En la casa de un periodista veo una película clandestina de la matanza del 27 de mayo: en la estación central, las afanadoras recogían con cubetas la sangre que corrió en la sala donde un grupo de jóvenes armenios intentó arrebatar los fusiles a un grupo de reclutas del ejército soviético. En la noche, la confrontación entre estudiantes armados y fuerzas del ejército tomó visos de batalla formal.
Llego al local del Movimiento Panarmenio. El interior me recuerda los locales de la izquierda mexicana en la década de 1960. En el segundo piso, en un amplio cuarto amueblado con piezas viejas y destartaladas, me recibe un hombre joven, esbelto, de unos 35 años, de rasgos finos y delgada barba negra. Se presenta como M. Rukharo, vocero de prensa del movimiento. Me cuenta de las manifestaciones reprimidas y de la respuesta de la población.
–¿Cuáles son sus principales demandas? –le pregunto.
–Soberanía política y económica. Elecciones directas y limpias. Un fuerte parlamento armenio. Relaciones directas con el extranjero. Aquí, si no hay libertad política, no se puede tener libertad económica y cultural. La única alternativa a la independencia sería una federación como la propone Sájarov, donde las funciones del centro se reducirían a un libre mercado y a la unidad del ejército.
–¿Podrían producirse cambios en el centro que favorezcan su movimiento? Yeltsin está por mayor autonomía para los rusos también.
–Debemos liberarnos ya de ese viejo pensamiento sobre el buen zar y los malos ministros. La solución no está en un hombre o en el sistema, ya que éste se halla totalmente corrompido. La clave está en el movimiento desde abajo, el movimiento popular. Nos enfrentamos a un chantaje del centro. En esas condiciones nada perderíamos con la secesión.
–¿Con qué movimientos en otras partes del mundo se identifican?
–En primer lugar, con Solidaridad, de Polonia, que comenzó como el nuestro, como un gran movimiento espontáneo y se nutrió de las manifestaciones, las huelgas y los mítines. Se desarrolló más lentamente porque fue el primero. Nosotros, gracias a él, podemos ahora quemar etapas. También nos identificamos con los movimientos de los países bálticos, Hungría y Checoslovaquia. Estoy convencido de que ahora en la URSS, la vanguardia en la lucha por la democracia está en el Báltico y en Armenia.
–Usted es maestro en filosofía, ¿se considera a sí mismo marxista? –estruendosas risas de los asistentes.
–No, claro que no –dice Rukharo. Otro maestro agrega:
–Su pregunta me parece cómica. En Armenia, hoy no hay un solo marxista. Y no sólo aquí: creo que en toda la URSS no quedan muchos.
–Soy hombre libre, un creyente en Dios –retoma M. Rukharo.
–¿Cristiano?
–Sí. Hay un crecimiento religioso entre los jóvenes. Entre los viejos no sé. Quizá comenzó en la década de 1960. Precedió a la toma de conciencia política. Quiero agregar algunas palabras sobre la actitud de los países occidentales hacia Gorbachov. Ustedes están fascinados con ese líder. Y no se puede negar que ha hecho mucho en materia de política exterior. Pero en cuestiones internas, ha sido terrible. ¿Cómo pueden tener confianza en su política exterior con todas sus falsedades y fracasos en la interna? Su política exterior es resultado no de sus convicciones morales sino del hecho de que el país está al borde la quiebra.
–¿Sabe? –agrega otro asistente.– Creo que Armenia desempeña hoy un papel importante para el mundo en general. La Revolución Francesa planteó tres grandes objetivos: libertad, igualdad, fraternidad. Ella avanzó sólo en el primero. Las revoluciones iniciadas con la de octubre de 1917 se plantearon el segundo, la igualdad. En 1968, con la Primavera de Praga y la rebelión en París, se abre un tercer ciclo, el de las revoluciones que luchan por la fraternidad. A él pertenece la revolución armenia, en este momento la más avanzada del mundo.
Pasemos ahora a algunas ideas vertidas por el poeta y estadista Evgeni Yevtushenko –fallecido el 1 de abril de 2017– en la entrevista que sostuvimos en plena tempestad, entre las manifestaciones en pro y en contra de las reformas de Gorbachov.
Moscú, 12 de junio de 1990. En una tarde gris llegamos a la reunión de la Asociación de Escritores Abril. En una pequeña sala de la Casa del Escritor se reúne una veintena de literatos de todas las edades. Parado, a la cabeza de la mesa, la larga figura quijotesca de Evgeni Yevtushenko se alza por encima de las demás. Los ojos azules no han perdido el brillo que tenían hace 22 años, cuando recitaban en la Arena México, en vísperas del 68, su poema “El ajedrez mexicano” con los brazos abiertos en cruz.
La reunión termina, y Yevtushenko me tiende cuatro hojas escritas en español, con grandes letras de molde. “Bueno, aquí lo tienes, un saludo para los lectores de Proceso. Como ves, no soy pitoniso, no sé qué pasará; pero sí sé muy bien de cuál lado estoy”.
Yevtushenko, nacido en 1933, fue el poeta más popular de la era de Jruschov (1953-1964). En la URSS fue un gran personaje, un opositor muy valiente, y en el mundo uno de los poetas más leídos y traducidos de nuestros tiempos. Para muchos ciudadanos soviéticos, fue el audaz “poeta-tribuno” de los primeros momentos del antiestalinismo. Se presenta: “Soy un poeta, no un político. No me gustan las prisiones, las fronteras, los ejércitos, los cohetes o cualquier política conectada con la represión. Nunca he glorificado en mis poemas ese tipo de cosas. Siempre los he combatido. He peleado para hacer mi país mejor y más libre, y ayudar a la gente. He escrito contra Stalin y el estalinismo, el antisemitismo, la burocracia y los burócratas. Odio profundamente a los burócratas. Secretamente, en mi interior, los mato o les arrojo tinta en la cara. Ha sido mi pasatiempo desde la infancia […] un amigo me decía: ‘Jenia, crees en el socialismo de faz humana, pero ese tipo de socialismo es imposible’. Cierta gente cree que todas las tragedias y los crímenes de nuestra historia muestran la verdadera cara del socialismo. En cambio, creo que esos sucesos fueron una traición al socialismo”.
–Mucha gente en la Unión Soviética se refiere a usted como el poeta de la época de Jruschov, del vigésimo Congreso. ¿Así se ve?
–En uno de los primeros discursos que pronuncié en un congreso de escritores dije: “Todos somos hijos del vigésimo Congreso”. Recuerdo cómo se leía el informe secreto de Jruschov en las fábricas, en la Unión de Escritores. Incluso gente sin partido lo leía. Muchos lloraban y se jalaban el cabello. Estaban azorados. Pero yo ya sabía la mayor parte de las cosas que Jruschov expresó en el congreso. Las había aprendido de mi familia en Siberia. Sólo me conmovía que las hubiera dicho un dirigente del partido. Muchos de nosotros comprendíamos después de la muerte de Stalin la necesidad de un cambio democrático. Heredé esos instintos de mis padres y mis dos abuelos, a quienes quería mucho. Uno era intelectual, un matemático; el otro, campesino, un autodidacto, un diamante en bruto, un verdadero revolucionario. Ambos fueron arrestados en la década de 1930. Uno murió en un campo de concentración. El otro fue liberado en 1948, pero murió poco después. Aun cuando era sólo un niño, la hermana de mi padre, políticamente muy aguda, me explicó qué les había pasado. Ése fue un golpe para mí, y entonces comprendí. Por eso después no creía a la gente que decía que no sabía nada sobre los crímenes del periodo de Stalin. Estaban mintiendo. Era sólo un niño, y sabía.
Eso podemos decir sobre el México de hoy. Muchos se hacen los ignorantes, quienes no saben qué pasa. Pero el país vive días terribles, indignantes, días criminales. Y todos lo sabemos: mis nietos; todos.
–Mirando hacia atrás, por ejemplo: ¿cuáles son sus sentimientos hacia Jruschov? En ese periodo usted adquirió fama.
–No crea que la glasnost o la perestroika cayeron del cielo o fueron un regalo del buró político. Se prepararon durante muchos años. La nueva generación de líderes absorbió el espíritu de nuestra literatura. Ellos eran estudiantes cuando comenzaron a leer nuestros poemas en el decenio de 1950. Se apretujaban en las galerías durante nuestras lecturas de poemas, sin boletos. Mi generación de poetas hizo mucho por romper la Cortina de Hierro. Nos cortamos las manos golpeando esa cortina. A veces ganamos y a veces perdimos. Pero nuestra literatura no vino como una dádiva desde arriba. Trabajamos por ella. La forjamos para nosotros y las generaciones futuras. Escritores y poetas protegieron ideales y conciencias como dos manos una vela contra el viento. Comenzamos a transformar esas velas en antorchas […]1
–Vayamos del pasado al presente. Como alguien que siente haber preparado el camino, ¿qué significa la perestroika para usted?
–Una oportunidad para realizar muchas de nuestras esperanzas fallidas. Somos potencialmente uno de los países más ricos del mundo. Tenemos recursos naturales increíbles y un pasado cultural y espiritual maravilloso. Pero durante todos esos años hemos sido como el cazador que pone tantas trampas que acaba por caer en una. Ahora nuestro país sólo puede ser salvado por miles de manos, no por un par. Eso significa democracia, aun cuando alguna gente trata de espantarnos con el espectro de la anarquía.
–¿Y qué tipo de democracia tiene en mente?
–Ninguna democracia estadounidense en Rusia. Es suya, y a veces se vuelve de-mockracy (“democracia burlada”), una palabra que inventé para designar lo sucedido a Gary Hart. Quizá no un sistema multipartidista. Incluso puedo imaginar una sociedad sin ningún partido. ¿Por qué no? ¿Qué significan en realidad esos partidos? Mire nuestro Partido Comunista. Algunos de ustedes creen que es un monopolio sin cara. Nada de eso. Hay toda clase de gente ahí… El Partido Comunista no puede ganar la lucha contra la burocracia y las colas frente a las tiendas sin el apoyo del partido de los sin partido. Son más numerosos, pero su fuerza no ha sido reconocida. […] Los burócratas tienen miedo a los sin partido. Creen que no pueden ser controlados. Pero una persona que puede ser controlada por la burocracia no es un patriota, pues la burocracia encarna la guerra contra el pueblo. Gente controlada sólo por su conciencia es el verdadero partido del pueblo, miembros o no del Partido Comunista. En éste hay gente moral, y pillos. La verdadera línea divisoria hoy no es entre los luchadores por la perestroika y los saboteadores de ésta. No todos los miembros del Partido Comunista lo son de la perestroika. Calladamente, se presentan en mítines públicos con sus sucios temas antijudíos, mientras algunos funcionarios del partido y editores luchan contra glasnost porque ésta puede revelar nuestro mayor secreto de Estado: su mediocridad o falta de talento.
El poeta Evgeni Yevtushenko escribió para los mexicanos las siguientes líneas:
Todavía recuerdo mi visita a su hermoso país, hace veintidós años. Desgraciadamente, entonces corrían la sangre y las lágrimas de su heroico pueblo. Sus fantasmas no me abandonan ni el recuerdo del barco con trigo que Pancho Villa mandó a “Rusia” en plena revolución. México vive dentro de mí. ¿Qué pasa ahora en la Unión Soviética? Trágicamente esperamos nuevos barcos con trigo desde lejos. Hemos obtenido muchas victorias políticas. Ya ¡casi! no hay censura. El artículo 6 de la Constitución, sobre el papel dirigente del Partido Comunista, ha sido eliminado. El papel dirigente de éste ha terminado (en el papel). Pero persiste el monopolio del Estado, el latifundista y propietario industrial número uno. La libertad de palabra no estará garantizada sin la económica. El peligro principal para la perestroika proviene de los estalinistas y chovinistas quienes, con la máscara de “patriotas auténticos”, sostienen que la crisis económica es el resultado de la libertad de prensa. Esto equivale a encontrar la causa de la enfermedad en el diagnóstico. La derecha rusa, una fuerza muy extraña, une a los admiradores de Stalin con los del zar. Los miembros de pamiat combinan en sus corazones las imágenes del zar y la del mayor asesino contemporáneo. ¡Qué paradoja histórica! La izquierda rusa es muy fuerte como crítica del sistema, pero aún débil como reconstructora de la economía. El mercado libre regulado por el Estado no es libre. Mucha gente teme al mercado como el pez de río al océano, con sus tiburones y sus profundidades desconocidas. La victoria indudable de Gorbachov estriba en la desaparición del peligro de la tercera guerra mundial. Su fracaso está en el miedo a los pasos decisivos en la economía. El pueblo está cansadísimo de las colas. De las cuales las rusas pueden ser las serpientes que sofocarán a la perestroika. Eugenio Yetushenko, 12 de junio de 1990.
El 18 de agosto de ese año, mientras Gorbachov descansaba en Crimea, se organizó un golpe de Estado contra él en Moscú, encabezado por su vicepresidente, el primer ministro y los ministros de Defensa y del Interior del gobierno de la Unión, que enviaron una delegación a Crimea para pedirle que dimitiese, a lo que se negó (mientras tanto, los golpistas anunciaban por la radio y la televisión que el presidente había sido sustituido por razones de salud, y que se creaba un comité estatal para el Estado de excepción).
El golpe precipitó el desenlace de la crisis soviética. Mientras la mayoría de las instituciones, ya en plena descomposición del Partido Comunista, apoyaba el golpe, Yeltsin, elegido presidente hacía algunos meses de la Federación de Rusia, salió a la calle apoyado por varios miles de habitantes de Moscú que comenzaron a construir barricadas. La fotografía de Yeltsin montado dramáticamente en un tanque arengando a las masas recorrió el mundo. Los diputados opuestos al golpe se encerraron en la Casa Blanca sede del Soviet de Rusia. Cuando Gorbachov regresó a Moscú, se encontró con que Yeltsin controlaba buena parte de los organismos decisivos, tomaba el mando de las fuerzas militares de la República Rusa, ordenaba que el PCUS suspendiese sus actividades en Rusia y humillaba a Gorbachov en la Cámara, cuyas sesiones transmitía en la televisión, por el hecho de ser el secretario de un partido implicado en un putsh antidemocrático: un partido que había dado un apoyo mayoritario al golpe. Gorbachov lo aceptó, y renunció a su posición como secretario general del partido que lo traicionó, incitó al propio Comité Central del PCUS a dimitir y anunció la disolución del partido el 6 de noviembre de 1991.
Yeltsin, a escondidas de Gorbachov, se reunía en Belovezh con los presidentes de Ucrania y Bielorrusia el 8 de diciembre de 1991 para proponerles que las tres repúblicas que en 1922 firmaron el acuerdo para crear la URSS la disolviesen ahora, reemplazándola por la Comunidad de Estados Independientes (CEI), una simple confederación sin órganos ni poderes: un proyecto al que se sumaron las repúblicas de Asia. El 12 de diciembre, el Soviet Supremo de la República de Rusia ratificaba la disolución de la URSS, como lo hacían las cámaras de Ucrania y de Bielorrusia. El 25 de diciembre de 1991, ante la situación creada por la formación de la CEI, Gorbachov dimitía del cargo de presidente. En las cámaras de televisión, en el mundo entero se vio cómo Yeltsin empujaba a Gorbachov que, instintivamente, se resistía a firmar el acta de defunción de la URSS. Como había aceptado antes la disolución del partido de que había sido secretario general, quedaba ahora reducido a la condición de ciudadano particular. El 27 de diciembre, Yeltsin ocupó su despacho en el Kremlin, donde la bandera de la Unión Soviética había sido reemplazada ya por la de Rusia. El ciudadano de la calle apenas se dio cuenta de lo que pasaba. Muchos continuaron sus actividades cotidianas.
Tras la caída de la URSS, Alexandr Zinoviev, disidente y crítico radical de los conservadores, declaró que Gorbachov y los suyos perpetraron “una traición contra los intereses de su país y de su pueblo, que por su magnitud no tiene precedente en la historia de la humanidad”. Encontré la misma actitud en mi amigo Anatoli Shulgovsky, excelente mexicanista que conocía bien a Gramsci y escribió un libro notable sobre el cardenismo. En el lapso 1985-86, en los primeros dos años del gobierno de Gorbachov, era un ferviente partidario de la Perestroika y la Glasnost. Cuando volvimos a vernos en 1992, tras la desaparición de la URSS, se había vuelto un fiero conservador antigorbachiviano. Luego de la larga plática que tuvimos, un sentido de angustia se apoderó de mí: los fracasos de una revolución alimentan el pensamiento conservador.
Eric Hobsbawm, más profundo y perspicaz, tiene una apreciación diferente, pero no del todo absolutoria: dice que Gorbachov “era encantador, sincero, inteligente y genuinamente movido por los ideales de un comunismo que él vio corrompido por el ascenso de Stalin, pero que era, de manera paradójica, demasiado un hombre de organización, para las intrigas de la política democrática que él creó, demasiado un hombre de comité para decisiones decisivas, demasiado remoto de las experiencias urbanas e industriales de Rusia, que nunca había administrado, para tener el sentido de la realidad de base de un viejo jefe experimentado en la práctica. Su dificultad era no tanto que careciese de una estrategia eficaz para reformar la economía –nadie la tenía, incluso después de su caída– sino que estaba demasiado alejado de las experiencias cotidianas de su país”.2
Hablé con Gorbachov en mayo de 2004, cuando vino a participar en el ciclo que organizó la Universidad Panamericana México siglo XXI. Me impresionó sobre todo su respuesta a una pregunta que le hice: ¿Por qué no siguieron la vía china? Me contestó: “Porque en China había habido la revolución cultural que se deshizo de los viejos cuadros conservadores de la burocracia, y el cambio se pudo hacer en el partido”. Pero la respuesta me pareció demasiado simple.
El PCCh hizo las reformas económicas con un éxito sin precedente en la historia contemporánea. Para eso no hubo simultáneamente una reforma democrática. Mientras la URSS aceptaba los consejos del economista estadounidense Jeffrey Sachs y su tratamiento de choque, los chinos adoptaron un camino de cambios paulatinos cautelosos. Para Deng Xiaoping, su ingeniero, era claro que se trataba de una revolución desde arriba: “La clave para lograr la modernización –escribió– es el desarrollo de la ciencia y la tecnología… las pláticas vacías a ningún lado nos llevarán… China está atrasada 20 años respecto a los países desarrollados… La restauración Meiji de Japón comenzó a invertir un gran esfuerzo en ciencia, tecnología y educación. La restauración Meiji fue una especie de modernización encabezada por la burguesía emergente japonesa. Como proletarios, deberíamos y podemos hacerlo mucho mejor”.
Lo que llevó a la Unión Soviética a un ritmo acelerado hacia el abismo fue la combinación de glasnost que produjo la desintegración del poder con la perestroika que sólo pudo destruir los viejos mecanismos que hacían funcionar la economía sin crear una alternativa y, por tanto, un creciente y dramático colapso del nivel de vida de los ciudadanos. El país caminó hacia un sistema político electoral en los momentos en que se hundía en la anarquía económica y la inflación extrema.
El Imperio está decidido a borrar de la memoria de la humanidad la era de las revoluciones, e invierte en la tarea recursos infinitos. Acumula capas de humo y de olvido sobre el pasado reciente. Y, sin embargo, todo intento de reconstruir sobre escombros aun calientes pero no explicados ni explicables los movimientos sociales de liberación humana en la actualidad están condenados a empantanarse. ¿Por qué se derrumbaron la urss y el bloque de países del “socialismo realmente existente” en el periodo 1989-1991? ¿Qué problemas lo llevaron a una profunda crisis? ¿Cómo podemos llamar los grandes movimientos que tocaron vigorosamente a las puertas del cambio y en ciertos aspectos fracasaron y en otros triunfaron? He hablado de revoluciones inconclusas, e insisto en llamarlas así ¿Por qué precisamente en lo que hasta hace poco se calificaba de Estados autoritarios, totalitarios, tiránicos, absolutistas cedieron el poder sin ejercer la represión, sin usar las armas contra el pueblo, con excepción de Rumanía? ¿Por qué Cuba, China y Vietnam escaparon al destino más o menos parejo “del campo socialista” europeo? Derrota del movimiento socialista la hubo indudablemente, ¿pero cuán profunda, duradera e insuperable fue?
Lo fundamental para comprender el fenómeno es que en los países del socialismo de Estado hubo una revolución por la libertad, la democracia y la solidaridad. En varios territorios tomó un carácter masivo de abajo arriba, de los ciudadanos contra la burocracia absolutista: Polonia, la RDA, Checoslovaquia, algunas partes de la URSS, como Armenia y Georgia. Se trata de una lucha inconclusa, desviada y aprovechada por el capitalismo. El lapso 1989-1991 no fue un rayo en una noche de verano sino la culminación de un largo proceso de resistencia contra el despotismo –como infería Yevtushenko–. Una revolución a cámara lenta iniciada quizás en las calles de Budapest, Berlín y Varsovia en 1956, continuada en Checoslovaquia en 1968, cuando los tanques rusos aplastaron el socialismo de rostro humano, y que llegó hasta Gorbachov, convencido de que el dominio soviético en el área europea se debía no a la hegemonía sino a la dominación. En todo el largo proceso, papel fundamental desempeñaron los disidentes de todo tipo: en la URSS, Borís Pasternak, Aleksandr Solzhenitsyn, Roy Medvedev, Andréi Sájarov, Andrei Siniavski, Vladímir Bukovski; en la RDA, Rudolf Bahro y Stefan Heym; en Checoslovaquia, Václav Havel y Milan Kundera; en Polonia, Adam Michnik, Bronisław Geremek y Jacek Kuron; en Yugoslavia, Milovan Đilas. En Estados Unidos, el “mundo socialista” era analizado como potencia enemiga, en una perspectiva puramente tecnocrática y economicista, y en esos dos terrenos no era de despreciar, por eso nunca entendieron lo que pasaba.
Pero el problema fundamental del socialismo de Estado radicaba en la legitimidad política, y la erosión de esa legitimidad fue obra de rebeliones populares, de la acción política de disidentes y, a final de cuentas, de dirigentes de los partidos, como Josip Broz Tito, Imre Nagy, Alexander Dubcek o Enrico Berlinguer. Una revolución decididamente anterior al colapso del “socialismo realmente existente”. Hubo actores distintos en esa revolución. No comparto la idea de que fue en realidad derrotada. Ninguno de los ex países llamados socialistas es hoy del todo capitalista en el sentido friedmaniano o hayekeniano. Pero no sabemos qué les depara, y a nosotros, el futuro.
1 En 1986, el senador Gary Hart decidió no presentarse a un tercer mandato en el Senado y concentrarse en exclusiva en sus renovadas aspiraciones presidenciales. El 13 de abril de 1987 anunció su nueva candidatura a la Casa Blanca para las elecciones presidenciales de 1988. Tenía 50 años, y esta vez aparecía como el demócrata con mayores posibilidades de hacerse con la nominación. Todas las encuestas lo colocaban 20 puntos por encima del resto de precandidatos demócratas. Comenzaron a circular rumores sobre la relación del candidato con una joven modelo, de 29 años, llamada Donna Rice. Hart supo mantener en secreto sus encuentros, hasta que un día citó a la modelo en su casa. Los fotógrafos del periódico Miami Herald captaron la imagen de Rice abandonando el lugar y, enseguida, la opinión pública conoció de la aventura amorosa. Los medios de comunicación fustigaron a Hart durante siete días, al cabo de los cuales renunció a la campaña presidencial, alegando una “persecución calumniosa”.
2 Hobsbawm, Eric. Age of extremes. The short twentieth century 1914-1991, Abacus, 1994, página 491.