REBELIÓN POPULAR EN CHILE

NO SON 30 PESOS, ES MÁS DE UN SIGLO

Desde el 18 de octubre de 2019, Chile experimenta una amplia y trasversal rebelión popular que mantiene en movimiento a la sociedad y que con las diversas formas en que se expresa la lucha callejera no sólo ha logrado poner en jaque al gobierno de Sebastián Piñera, sino que cuestiona desde un gran abanico de demandas las lógicas y los efectos del neoliberalismo implantado durante la dictadura y profundizado durante los últimos 30 años. Se trata de un conjunto de demandas sectoriales, como las levantadas contra el sistema de pensiones y salud, las alzas de la electricidad o el transporte público, el excesivo pago en las autopistas concesionadas, la contaminación ambiental, el lucro en la educación, las colusiones que especulan con las necesidades de las mayorías, a las que se añaden conflictos territoriales y luchas por la autonomía del pueblo mapuche, entre muchas otras. Pero la mayor novedad es que se han levantado todas juntas y al mismo tiempo, logrando generar una crisis política importante, que continúa desarrollándose.

El paso inicial marcado por los y las estudiantes secundarios/as, que llamaron a evadir el pago del Metro como repudio al alza indiscriminada de 30 pesos a este medio de transporte público, fue aplaudido masivamente y acompañado con cacerolazos, barricadas, marchas y diversos ataques, con fuego, piedras y rayados, a los símbolos del poder económico y político. La rebelión popular ha conseguido reapropiarse de calles y plazas, cambiando sus nombres, derribando monumentos, dibujando, pintando, creando nuevas rutas y sentidos a la ocupación de los espacios públicos; y que cuestiona desde distintos ámbitos el orden impuesto por el poder.

Sin duda, en el corto plazo esta rebelión se encadena con los movimientos, las huelgas y las protestas que desde hace 30 años cuestionan en voz alta y con diversas intensidades las consecuencias de vivir bajo la normativa que impone un     modelo de gobernanza neoliberal perpetuador de la desigualdad y la explotación de las grandes mayorías.

En efecto, Chile se encuentra entre los países más desiguales de América Latina y el mundo. El 1 por ciento más rico concentra 33 de la riqueza; en tanto, el 50 por ciento de los hogares de menores ingresos tiene acceso sólo a 2.1. Más de la mitad de los sectores asalariados debe sobrevivir con menos de 400 mil pesos, y 7 de cada 10 empleados ganan menos de 550 mil líquidos al mes; sobreviven gracias al endeudamiento. Se calcula que en el país hay más de 11 millones de personas mayores de 18 años endeudadas; de ellas, 4 millones 600 mil están morosas. El problema del endeudamiento, en específico para estudiar, fue una problemática que sacó con fuerza a la luz el movimiento estudiantil de 2011.

Si bien ese salto entre los torniquetes del Metro marcó el inicio de la actual coyuntura política, es una protesta que se encadena con otras luchas sociales encabezadas por sujetos políticos que en diversos ciclos y reconfiguraciones se han levantado y organizado para oponer resistencia al desarrollo del capitalismo en Chile.

En un arco más amplio de tiempo, la complicidad histórica de la rebelión no sólo es evocada por “el pueblo unido jamás será vencido” que corean hoy por hoy las multitudes en las calles chilenas, reactualizando una consigna cohesionadora que acompañó a las fuerzas políticas de la Unidad Popular, o en la entonación de “el derecho de vivir en paz” de Víctor Jara, sino en la actualización de nuestras tradiciones de organización y lucha construidas en el largo camino de oponerse a la explotación del trabajo y la cosificación de la vida.

Pensamos por ejemplo en la llamada Rebelión de la chaucha, suscitada en agosto de 1949. A raíz del alza del transporte colectivo (1 chaucha o 20 centavos para el día y 1.50 pesos en horario nocturno) durante 5 días con sus noches, Santiago fue escenario de intensas protestas, protagonizadas mayoritariamente por jóvenes obreros y estudiantes. Turbas persiguieron, apedrearon e incendiaron microbuses; también hubo barricadas, marchas, rayados e incendios en la periferia de la capital. En ese entonces, un temblor estremeció a la clase política, que debió echar pie atrás a varios decretos mientras por varias horas las fuerzas policiales eran sobrepasadas.

El contexto en que se daba era el de los inicios de la Guerra Fría y la promulgación de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, o la llamada ley maldita, que proscribía al Partido Comunista de Chile a través de una serie de medidas represivas dirigidas a neutralizar un movimiento obrero en alza. Además de la atmósfera autoritaria y exacerbación de la explotación económica, el incremento de las tarifas de del transporte fue sólo la gota que rebasó el vaso: previamente se promulgó una serie de aumentos (el gas, la electricidad, la canasta básica) que afectaban la vida cotidiana.

El 2 y 3 de abril de 1957 también estremecieron estas tierras por los sucesos desarrollados en Valparaíso, Concepción y Santiago debido, otra vez, al alza del transporte colectivo. Nuevamente, esa gota que rebasaba el vaso expresaba la furia contra un continuo proceso de despojo y pauperización de la vida que implicaban las medidas ultraliberales recomendadas por los asesores estadounidenses (Misión Klein-Saks) del presidente Carlos Ibáñez del Campo. Incendios, barricadas, piedras que eran arrojadas a los símbolos del poder político y económico impusieron nuevos límites al abuso del proyecto desarrollista, realizado a costa de la pauperización de la clase obrera.

Otro ejemplo citable fue el ciclo de rebelión popular conocido como jornadas de protesta contra la dictadura de Augusto Pinochet, iniciadas el 11 de mayo de 1983 y sostenidas hasta prácticamente finalizar el régimen contra la dictadura y las repercusiones que conllevaba la imposición del modelo económico neoliberal.

En estas coyunturas se expresaron con fuerza tradiciones de lucha que son parte de nuestra sedimentación histórica y destellan hasta la actualidad. Por ejemplo, la tradición política de la asamblea, la de las apasionadas discusiones, voto a mano alzada, debate en torno a los pliegos petitorios, marchas por el centro de Santiago bajo lienzos y consignas, propias de nuestro movimiento obrero y retomada por el movimiento estudiantil; la tradición política del arte comprometido, que expresó con música, teatro, pintura, rayados y diversas intervenciones artísticas su crítica al capitalismo y su opción por la construcción de una sociedad distinta y, por supuesto, también muy presente nuestra tradición de lucha callejera, de larga data, expresada en cacerolazos, barricadas, lanzamiento de piedras, incendios y otras formas de acción directa. Tradiciones que son una escuela política viva.

II

Poco antes del inicio de la rebelión de octubre, Sebastián Piñera podía jactarse de presidir un verdadero oasis de calma en una América Latina convulsionada, mientras observaba con desdén a su colega Lenin Moreno echar pie atrás al paquete de medidas neoliberalizadoras en un Ecuador ardiente. Los ministros de turno podían humillar a la población sin temor, como mandarles a comprar flores por estar más baratas que los productos de necesidad básica, sugerirles madrugar aún más para pagar la tarifa económica en el transporte o mandarles a hacer un bingo para financiar techumbres de escuelas que están a mal traer. Era el mismo Sebastián Piñera que hasta entonces proyectaba su liderazgo en la región y hacia el mundo, como anfitrión de dos importantes cumbres, la COP25 y la APEC que se realizarían en Chile, pero que debió suspender dada la fuerza de la protesta y los cuestionamientos del modelo.

La furia se fue acumulando. Sin duda, el estallido social en Chile, en tanto cuna y laboratorio del neoliberalismo, es una amenaza que recorre a los sectores dominantes de todo el continente. Con distintas intensidades, el modelo intenta implantarse en América Latina, mientras diversas fuerzas políticas y sociales deben resistir sus efectos en la vida cotidiana. Piñera sabe que el liderazgo de la derecha en la región depende en parte de su suerte. Por tanto, el desafío de pacificar el país era imperativo. Por ello, Jair Bolsonaro se apresuró a amenazar con medidas aún más drásticas si se reproducía el estallido en sus fronteras; y el propio Donald Trump, con una artimaña propia de la Guerra Fría, acusó a Rusia de intentar desestabilizar al país y promover las movilizaciones. Incluso, un diario chileno como La Tercera, voz de varias empresas, responsabilizó a agentes cubanos y venezolanos de los incendios del Metro.

Coherente con la respuesta oligárquica a la hora de responder al desafío impuesto por sujetos políticos movilizados en diversos episodios de nuestra historia, el presidente Piñera no dudó en promulgar el estado de emergencia y la militarización del país. “Estamos en guerra”, fue su justificación. Toda la coalición de gobierno aplaudió la medida. Hasta fines de enero se contabilizan 31 muertos, más de 300 afectados de los ojos, cientos de heridos y miles de detenidos. Las movilizaciones son inundadas a diario por bombas lacrimógenas y perseguidas por carros lanzaaguas con sustancias cada vez más tóxicas, que han alertado a agrupaciones médicas.

Ante los nuevos agravios, debemos ser enfáticos/as en repudiar los atentados contra los derechos humanos a través del uso indiscriminado de la fuerza comandada por la derecha y la gobernanza neoliberal. El repudio cobra más fuerza en una sociedad que aún no se recupera de la violencia del golpe de Estado ni cumple el mandato de justicia y castigo a los culpables de los crímenes perpetuados durante la dictadura. No podemos olvidar que la llamada transición pactada puso candados a las demandas de justicia para permitir que los criminales se desplacen libres por las calles, y que los nuevos reclutas que integran las Fuerzas Armadas y de orden continúan formándose para perseguir y neutralizar a quienes consideran su enemigo interno. Por tanto, observamos y alertamos sobre la continuidad de las políticas y fuerzas represivas.

La historia nos alerta sobre los llamados a normalizar la situación del país con la política de los acuerdos y la llamada agenda social. Por ello debemos estar atentos al pacto institucional que promueve el gobierno con sus interlocutores considerados “válidos”, que incluyó a sectores de centro-izquierda y liberales llamados progresistas comprometidos con la supervivencia del modelo. Un pacto entre pocos, desde arriba, entre los mismos de siempre, concertado a medianoche sin consultar siquiera a las bases, llamado Acuerdo por la paz y la nueva constitución, que vino a dar oxígeno al gobierno y al sistema político. Una barrera de contención al avance de las fuerzas plebeyas. Se trata, como lo vivimos en 1987, de dejar al pueblo afuera mediante la vieja táctica de dividir las fuerzas, de separar lo condenable de lo aceptable, lo pacífico de lo violento, lo social de lo político. Así se concertó la transición a la democracia, una transición que redujo el campo de la política al terreno del lápiz y el papel, que promovió la despolitización y atomización de lo que hasta entonces constituía una sólida red de organizaciones sociales y políticas que enfrentaron a la dictadura. Esa enorme y vigorosa fuerza social fue despachada y silenciada.

Insistimos en que estas coyunturas de rebelión popular, lejos de ser espontáneas, están ligadas a demandas e historias de organización, actualizadas en procesos de socialización política; por ello son territorio fértil para levantar proyectos emanados desde abajo. En 1949, el terreno fértil sirvió para conducir y avanzar hacia la unidad de los trabajadores, que vio la luz en 1953 con la creación de la Central Unitaria de Trabajadores; y en 1957 sirvió para impulsar el liderazgo de Salvador Allende en las elecciones de 1958, cuando estuvo a pocos números de lograr la Presidencia y, además, coronó el proceso de radicalización política que levantó la izquierda durante la década de 1960.

Quizás el mayor triunfo de las fuerzas conservadoras tanto en Chile como en la región ha sido precisamente la atomización de las luchas y la desconfianza en opciones políticas que impugnen la totalidad del modelo y aspiren a su trasformación radical. En la actualidad, un logro en términos de convocatoria y amplitud de demandas a la hora de la movilización puede ser también su principal debilidad. Si bien nos parece necesario fortalecer las instancias de discusión y organización como los cabildos y las asambleas populares que se están generando en vecindarios, lugares de trabajo y espacios públicos para apuntar hacia una asamblea constituyente, debe continuarse el proceso de movilización y socialización política que experimenta el país. Resulta imperioso no esquivar las interrogantes que abre la carencia de expresiones orgánicas que no sólo apunten a obtener justas medidas distributivas sino que sirvan de instrumento a la hora de potenciar la conciencia política e ideológica que sostenga las luchas más allá de la contingencia, que defienda las conquistas alcanzadas, que articule demandas y propuestas para enfrentar los nuevos e inciertos escenarios que vendrán tanto en Chile como en la región.