PODER CONSTITUYENTE DEMOCRÁTICO VESUS ASAMBLEA CONSTITUYENTE

En el momento en que se publique este texto, los habitantes de la Ciudad de México nos encontraremos inmersos en un proceso de discusión constitucional que podría volverse relevante. La importancia política y social que éste adquiriese depende, en primer lugar, de cómo lo conceptúen y procesen las clases populares organizadas de la ciudad; y, en segundo lugar, de la fuerza política acumulada por éstas para contrapesar las propuestas que intentará impulsar la elite económica y política a través de su mayoría representativa en la Asamblea Constituyente.

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Para desarrollar con mayor detalle el argumento anterior, conviene acudir a algunas de las categorías discutidas y construidas en el ámbito teórico del derecho constitucional. Una primera distinción conceptual útil es la que ayuda a comprender la diferencia entre proceso constituyente material y proceso constituyente formal. Con lo primero se alude a la cadena de acontecimientos a través de la cual se replantean y refundan aspectos clave de las relaciones de poder en una comunidad, tanto en el plano de lo económico como en lo político, lo social o lo cultural; se trata de un proceso político, extendido en el tiempo, que supone una reconfiguración de las relaciones de fuerza entre los actores sociales. En cambio, lo segundo —que suele estar más acotado en el tiempo y muy concentrado en los procedimientos jurídicos— se refiere a la modificación (o creación) de la norma llamada “Constitución”, con base en la cual se puedan reconocer y garantizar derechos, así como organizar los poderes institucionales. Ambos procesos se encuentran interrelacionados de forma compleja y diversa. Revisar algunos antecedentes teóricos y experiencias prácticas de esa compleja relación puede servir como referencia para comprender con mayor claridad el proceso que hoy tiene lugar en la Ciudad de México, señalar sus límites e imaginar sus potenciales alcances.

Comencemos, por tanto, rastreando la noción de proceso constituyente material, anterior a la de proceso formal. Desde el periodo de la República en Roma ya se utilizaba la idea de constituir, que en latín significa “fundar con otros”. La expresión técnica rem publicam constituere se refería a la posibilidad de modificar las instituciones clave de la República a partir de un poder constitucional ilimitado (sin restricciones jurídicas) que competía de forma exclusiva a la colectividad soberana de los ciudadanos (Jellinek, 2000: 458).

Si bien esta idea desapareció durante siglos, fue retomada por Marcilio de Padua, quien —en plena Edad Media— sentará algunos fundamentos conceptuales que más adelante servirán para desarrollar la teoría del poder constituyente democrático. En Defensor pacis (1324), De Padua plantea que en la base de la organización política se encuentra la voluntad común de los ciudadanos (sobrepuesta incluso a la divina) y que si bien en un proceso de discusión sobre las leyes de la comunidad pude acudirse a expertos para que ayuden a formularlas, al poder popular corresponde aprobarlas o rechazarlas, así como instituir su gobierno. Más adelante, entre mediados del siglo XVI e inicios XVII, un conjunto de autores franceses e ingleses (posteriormente denominados monarcómanos por William Barclay) publicó un conjunto de textos —todos de orientación crítica frente a las monarquías— cuyos ejes principales de reflexión fueron el rechazo a la concentración del poder en la monarquía absoluta, la idea de una base contractual de la sociedad, la soberanía popular y el derecho de resistencia armada frente al poder despótico. En un nuevo contexto de acumulación y concentración del poder político y económico resurgen estos planteamientos que vuelven a colocar en el debate teórico la idea del poder popular (ex parte populi) como fundamento base de la organización política y económica de la comunidad (Pisarello, 2014: 36).

Cuarenta años después, durante el periodo de la Revolución Inglesa, se produjo una experiencia histórica que expresa la intención de materializar un proceso constituyente democrático. El movimiento de los Levellers (bases populares del ejército), encabezado por el teniente coronel John Lilburne, exigió al Parlamento revisiones salariales que no fueron atendidas, lo cual generó la radicalización de las demandas de los soldados rasos. Este movimiento igualitarista llegó a plantear la disolución del Parlamento con la intención de sustituirlo por uno verdaderamente representativo del poder popular. Se trató de una lucha democratizante, con pretensiones constituyentes desde abajo, que exigió la celebración de elecciones cada dos años, redistribución de los escaños, reconocimiento de derechos políticos, libertades y tolerancia religiosa para todos. En octubre de 1647, el texto de John Wildman —otro de sus líderes— retomó esas exigencias, publicadas en el documento Acuerdo del Pueblo, que se presentó ante la Cámara de los Comunes. Aun cuando esas exigencias de base popular no prosperaron en el plano político, muestran la necesidad recurrente de las sociedades a lo largo de la historia de modificar las relaciones de poder entre sus integrantes. Además, con toda seguridad repercutieron en la reflexión teórica de la época. No debe olvidarse que 15 años después, John Locke —contractualista, teórico del consentimiento ciudadano originario como base del surgimiento de la sociedad política— publicaría los Tratados sobre el gobierno civil, donde defendería el derecho de resistencia de los gobernados frente a la posible traición por los gobernantes del contrato social (Pisarello, 2014: 37); en otras palabras: el derecho ciudadano de resistir el derecho que contraviniera lo acordado por los ciudadanos en el pacto.

memoria25826Ese conjunto de prácticas y reflexiones se irá convirtiendo en el sustrato que servirá como base empírica y teórica para los movimientos de independencia norteamericana y Revolución Francesa. La idea de una comunidad creada por los ciudadanos a partir de un conjunto de reglas aprobadas por la colectividad en un proceso constituyente democrático se expresó teórica y políticamente en muchos documentos constitucionales surgidos en América del Norte durante el último tercio del siglo XVIII. En Virginia, Connecticut, Rhode Island y New Hampshire se aprobaron constituciones mediante asambleas de colonos (town meetings), con fundamento en la idea de que la posibilidad de erigirse como comunidad correspondía al pueblo reunido, y que ello no podía ejercerse mediante representantes. Desde esos postulados, los miembros de las convenciones que elaboraban los documentos constitucionales eran considerados sólo delegados —nombrados para proponer y redactar los textos constitucionales—, y la aprobación final de las propuestas competía a todo el pueblo. El origen popular de aquellas constituciones permite identificar un momento histórico en el que la Constitución surge de un auténtico pacto social. En dichos casos, proceso constituyente, democracia (en sentido fuerte, sin representación) y Constitución formal se convierten en trinomio indisoluble.

Aunque los procesos políticos referidos fueron acompañados por importantes aportaciones conceptuales que van prefigurando una teoría del poder constituyente, en el proceso revolucionario francés se planteará con mayor complejidad y diversidad esa discusión, dando lugar a las teorías más acabadas del poder constituyente que se discuten aún. Durante el proceso de la Revolución Francesa se produjo no una sola constitución sino cuatro, de la cuales la segunda fue la más democrática en contenido y forma de aprobación. Así, en un largo y convulso proceso constituyente material tuvieron lugar cuatro momentos formales de creación constitucional.

En todo caso, conviene comenzar retomando algunas de Rousseau, quien llevó hasta sus últimas consecuencias la doctrina del pacto social y la del poder constituyente, fundadas ambas en una concepción robusta de la democracia. De acuerdo con el pensador suizo, la comunidad como entidad soberana celebra un pacto social —expresado a través del proceso constituyente— donde participan todos los consociados. En tanto, la idea de soberanía significa poder ilimitado e inalienable; el pueblo reunido se obedece sólo a sí mismo, sin límites que lo constriñan. El concepto de la volonté générale —clave en el pensamiento rousseauniano— se refiere al ejercicio directo del poder político por la ciudadanía, sin mediaciones representativas. Para Rousseau, el nombramiento de delegados o representantes era un mal necesario que debería evitarse en lo posible, no se diga en el momento cuando la comunidad decide constituirse a sí misma.

Estos postulados republicanos fueron retomados por el ala jacobina en la formulación de la Constitución de 1793 que, en congruencia con lo anterior, fue sometida a referéndum popular y aprobada por 2 millones de personas. No puede separarse de lo anterior el hecho de que también se trató de la constitución más democrática en sus contenidos, pues incluyó el sufragio universal, algunos derechos sociales (como del relativo a la educación) y la aprobación vía referéndum de las decisiones asumidas por el Poder Legislativo.

Sin embargo, en tensión con los postulados de la democracia de identidad propuesta por Rousseau, se desarrollaron otros planteamientos teóricos (con su correspondiente aterrizaje práctico) que cuestionaron la viabilidad de la democracia directa argumentando la necesidad de establecer mediaciones representativas en los procesos constituyentes. Emmanuel-Joseph Sieyès desarrolló una teoría alterna, cuyos argumentos basó en la dificultad de identificar la voluntad popular y poner en marcha la democracia de identidad. Si bien un modelo de democracia directa supone retos importantes, Sieyès era un teórico vinculado a la burguesía en ascenso a quien preocupaba la posibilidad de que el poder político residiera en el pueblo en su conjunto, sobre todo en las clases más bajas. Entonces, aquella intención práctica —como han sugerido diversos teóricos— orientó la teoría del abate francés. La piedra de toque de su teoría fue la distinción que planteó entre soberanías popular y nacional; con la segunda abrió el campo a la representación en los procesos constituyentes. Con base en la tesis según la cual resultaba imposible que la soberanía popular pudiera expresarse (¿cómo es posible identificar la voluntad de todo un pueblo?), Sieyès insistió en la necesidad de reducirla para que pudiese actuar políticamente. La soberanía popular quedó sustituida así por la de la nación, cuya voz sí se expresaría a través de los representantes. Acompañando todas estas ideas, se argumentó que los representantes sólo podían ser las personas consideradas capaces de razonar y generar riqueza (dos capacidades imaginadas como inseparables). A partir de estos planteamientos, Sieyès lograba dos objetivos simultáneos —no exentos de contradicción—: anteponer frente a la nobleza el principio de voluntad de la nación (como estrategia destituyente del antiguo régimen) y frente a las clases populares el de la representación para bloquear el acceso de éstas al poder.

No hay espacio para discutir las razones que permitieron que a la postre triunfaran las tesis de Sieyès, montadas en el esfuerzo de hacer coincidir dos supuestos difíciles de reconciliar: el principio democrático popular y la institución de las constituyentes representativas. Lo que sí debe hacerse es “dejar constancia de que esta contradictoria pretensión…, que inicialmente satisfizo de manera plena las aspiraciones de la burguesía ascendente, sería luego asumida a la perfección por los intereses partidistas de la democracia actual” (De Vega, 1995: 33).

memoria25842Por ello no es casual ni natural que el modelo impuesto en la discusión constitucional de la Ciudad de México haya sido el de una convocatoria formal, lanzada desde las elites partidistas y burocráticas e incorporando —por si faltaban— algunos elementos más de carácter oligárquico. Por ejemplo, que la propia convocatoria y su diseño hayan sido formulados desde arriba (establecida en el artículo séptimo transitorio del decreto de reforma constitucional), dando como resultado obvio que la formación de la Asamblea vaya a tener un sesgo oligárquico: 40 por ciento de los diputados constituyentes provendrá de poderes constituidos (12 de ellos nombrados directamente por la Presidencia de la República y por el gobierno de la Ciudad de México; y 28 por las Cámaras de Diputados y de Senadores); y el restante 60, de los partidos políticos erigidos. Se abrió una grieta para que voces externas a la clase política (único elemento democratizante) pudieran participar; sin embargo, hoy no queda duda de que el procedimiento para incorporarlas fue diseñado para estrechar al máximo su posible participación (reunir 75 mil firmas resultó imposible para 90 por ciento de las personas que confiaron en esa “opción”). Para rematar lo anterior, el margen de decisión de la Asamblea se encuentra muy acotado por el propio artículo 122 de la Constitución federal, donde ya se trazaron los grandes lineamientos sobre lo que la ciudad habrá de ser. Por todas esas razones, la Asamblea que resulte electa podrá calificarse como una simulación constituyente, diseñada ex profeso para quedar en las antípodas de un proceso constituyente democrático. Como han señalado distintas voces, cualquier ley elaborada por la actual Asamblea Legislativa de la ciudad tendrá mayor grado de democraticidad (por no estar intervenida por la presidencia, el gobierno de la ciudad y poderes federales) que el que revestirá la Constitución de la Ciudad de México.

Todo lo anterior conlleva importantes riesgos, en tanto que la Asamblea como poder constituyente oligárquico —libre de controles populares— puede convertirse en un instrumento de las elites para incorporar contenidos antisociales en la ciudad (por ejemplo, abrir la participación del sector privado en la distribución del agua, robustecer las políticas de apropiación del suelo para los desarrolladores inmobiliarios), o dar marcha atrás a importantes logros conseguidos con base en la organización popular, como la libertad de las mujeres para decidir sobre su cuerpo, los matrimonios igualitarios o el derecho a expresarse y manifestarse en las calles de la ciudad.

Ahora bien, si por otro lado tomamos en cuenta —como demuestra la historia— que hay una relación compleja y diversa entre proceso constituyente formal y material, también podría ocurrir que iniciado como una propuesta formal de creación constitucional, convocada desde arriba, el proceso derivase hacia una propuesta de ruptura. No sería la primera ocasión en la historia en que una convocatoria formal constituyente acabara catalizando un proceso constituyente democrático de más largo aliento, que ponga en marcha fuerzas sociales —en apariencia adormecidas— que comiencen a exigir la modificación material de las relaciones de poder económico, político, cultural, social y territorial existentes en la ciudad. Si partimos de la idea de que cuanto tenemos hoy ha sido construido, y por tanto puede ser cambiado, convendría tener presente que cualquier proceso constituyente que despierte niveles de organización popular puede acabar desestabilizando las relaciones de poder existente. Para lograrlo sería necesario abrir canales de presión social, más allá del proceso formal, que comiencen a elevar exigencias como que el proceso de discusión sea abierto y transparente; o bien, que la Constitución aprobada por la Asamblea sea sometida a referéndum y a partir de ello apostar por un proceso constituyente material de largo aliento, que vaya más allá de la convocatoria a la asamblea y en el futuro permita ir transformando las relaciones desiguales prevalecientes hoy en nuestra ciudad.


Bibliografía

Jellinek, G. (2000). Teoría general del Estado, México, FCE.

De Vega, P. (1995). La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente, Madrid, Tecnos.

Pisarello, G. (2014). “Democracia y poder constituyente; el regreso de un vínculo”, en Martínez, R. (editor). Teoría y práctica del poder constituyente, México, Distrito Federal, Tirant lo Blanch.

* Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México e integrante del Colectivo Radar.