Los ricos ya tienen el centro histórico, y van a empezar a crecer y a crecer. Lo que ellos quieren es nada más ver gente limpia, que huela bien, bien vestida en sus tiendas. Y la gente de abajo no le importa si se tiene que ir a Estados Unidos o se tiene que ir a la chingada.
Subcomandante Marcos, acto público con
comerciantes y personas trabajadoras sexuales
de La Merced, 3 de mayo de 2006.
Vemos claro que hay una política sistemática del gobierno contra los pueblos, barrios y colonias de la Ciudad de México; es una política de desplazamiento de población originaria para insertar población de altos ingresos y recursos medios que pueda pagar por una ciudad cara.
Habitante del pueblo de Los Reyes, quinta
Asamblea General de los Pueblos, Barrios, Colonias
y Pedregales de Coyoacán, 1 de abril de 2016.
Si bien la lucha por los espacios urbanos con potencial económico ha sido una constante en la historia de la Ciudad de México, no deja de sorprender cómo en los últimos 10 años el término gentrificación se ha incorporado al vocabulario de los movimientos sociales, sobre todo considerando la lejanía de este anglicismo con cualquier palabra de uso común en México. El primer registro que encontramos en medios nacionales se remonta a 2006 y corresponde a las problemáticas expuestas por el Movement for Justice in El Barrio durante el recorrido de la Otra Campaña. En ese entonces, dicha organización —suscriptora de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona— luchaba por la permanencia de cientos de familias latinoamericanas en el barrio de Harlem, Nueva York, ante la amenaza de expulsión por un consorcio británico que había adquirido más de 40 edificios en la zona y pretendía revenderlos a precio de oro. Afortunadamente, la propia crisis financiera de los subprimes terminó afectando las actividades del grupo transnacional, y los habitantes del Harlem hispánico han negociado hasta cierto punto su permanencia en el corazón de la ciudad.
Lo interesante aquí es que en todos los países donde se populariza, el concepto propicia intensos debates entre, por un lado, autoridades e intelectuales orgánicos que suelen negar la existencia de semejantes procesos y, por otro, las organizaciones sociales y los grupos vecinales que denuncian la intención, mediante diversos proyectos urbanos, de expulsar a la gente pobre y reemplazarla por nuevos y más solventes habitantes y usuarios. ¿En qué momento la gentrificación se volvió un tema en la agenda de los movimientos sociales en México? ¿Cómo se dio la transferencia? ¿Es una moda pasajera o acaso involucra nuevas perspectivas para la acción?
Gentrificación no es un nombre de señora
En septiembre de 2015, con el apoyo de la red Contested Cities, el colectivo español Left Hand Rotation implantó en La Merced una nueva edición del taller Gentrificación no es un nombre de señora. Con ejemplos concretos, debates y dinámicas de educación popular, los integrantes de aquél hicieron posible —como lo han hecho en otras ciudades de Latinoamérica— que los participantes se apropiaran del término para describir lo que ocurre en sus lugares de vida:
Es muy lamentable lo que nos está sucediendo en nuestro barrio y mercado. Vemos que la gente originaria de aquí vamos a ser desplazados por gente que nada tiene que ver en esta zona. Vamos a ser sacados de nuestras raíces.
Estas palabras son las de un locatario de la nave mayor del mercado, la cual sufrió un incendio el 27 de febrero de 2013 que destruyó cerca de mil 200 locales comerciales. Según los testimonios recogidos en el documental Permanecer en La Merced, también realizado por Left Hand Rotation,1 el gobierno aprovechó la situación para lanzar el Plan de Rescate para La Merced que tenía preparado desde los años noventa, cuando los mercados públicos dejaron de ser considerados elemento estratégico en la economía y el abasto de la ciudad, dando pie al desarrollo de supermercados y, por otro lado, al modelo de las plazas populares como instrumento de gestión y control sobre el ambulantaje.
Al taller también acudieron organizaciones de habitantes y comerciantes que luchan por mantenerse en el corazón de la ciudad pese a la intensa actividad inmobiliaria registrada desde 2003, cuando —a solicitud del gobierno de Andrés Manuel López Obrador— Carlos Slim, el magnate de la telefonía y la construcción, decidió involucrar sus empresas y fundaciones en el “rescate” del centro histórico. Según los integrantes del Colectivo de Grupos de la Asamblea de Barrios, que aglutina a los ocupantes de varios edificios cercanos a Palacio Nacional, la situación motivó una serie de intentos de desalojo e incluso enfrentamientos directos con una camarilla de abogados que intentaron despojarlos de sus bienes.
El taller resultó en un intercambio de experiencias entre grupos que difícilmente habrían coincidido en otros espacios. Aquí, las causas del movimiento urbano popular se encontraron con las demandas de los vecinos de la colonia Juárez contra el entonces poco conocido corredor cultural Chapultepec, un megaproyecto comercial e inmobiliario que de “cultural” tenía sólo el nombre. En realidad, un grupo de empresarios pretendía dirigir los flujos humanos de la glorieta de Insurgentes mediante un andador elevado enlazado a un gigantesco centro comercial. Al final, gracias a la difusión de la problemática en este tipo de espacios de articulación, el megaproyecto fue el primero en caer en la lista de las zonas especiales de desarrollo económico y social (Zode), que hasta ahora han suscitado más rechazo que entusiasmo entre la población.
Sobra decir que para los opositores al corredor Chapultepec y la mayoría de los grupos que hacen frente a grandes proyectos inmobiliarios, la gentrificación ha dejado de ser un concepto ajeno y se perfila como uno de esos términos que dan sentido y encauzan las luchas. Por ello, anticipando la reacción de ciertos sectores académicos y grupos de poder que buscarán diluir y moderar el debate, resulta importante ofrecer una pequeña genealogía conceptual de la gentrificación para comprobar su esencia emancipadora.
Batalla en el terreno teórico
El término fue inventado por la socióloga alemana Ruth Glass, de filiación marxista, quien huyó de los nazis para instalarse en Londres y dedicarse a la investigación urbana. En la introducción de London: aspects of change, publicado en 1964, calificó de gentrification el arribo de nuevos habitantes de clases media y alta a los antiguos barrios obreros, como Chelsea, Paddington o North Kensington.
El sustantivo gentry se refería en el siglo XVIII a la pequeña burguesía rural ubicada entre los grandes terratenientes (landed gentry) y las masas campesinas. Era de algún modo la clase media rural, aunque según Immanuel Wallerstein, se trataba más de un “concepto en formación” que de una verdadera “clase en formación”. De hecho, con la Revolución Industrial y el éxodo de la población rural hacia las ciudades, el término gentry cayó en desuso. Entonces, Glass revivió una vieja categoría para dar cuenta de la transformación de las viviendas obreras en renovadas, elegantes y bucólicas residencias para gente rica. Si bien la autora especuló que este proceso se difundía de un barrio a otro, nunca fue más lejos en la explicación teórica del fenómeno.
En aquellos años, los estudios urbanos se encontraban dominados por la Escuela de Chicago, de donde surgieron las primeras investigaciones de gran escala sobre los mercados de suelo y los “ciclos de vida” de los barrios. Estas investigaciones permitieron, entre otras cosas, identificar un fenómeno bastante extraño para los economistas neoclásicos a inicios del siglo xx: la pérdida del valor inmobiliario de ciertas áreas urbanas que Homer Hoyt llegó a calificar como “valles de decadencia”. Desde esta perspectiva, dicho fenómeno se interpretó cual “anomalía” del mercado asociada a la presencia de poblaciones afrodescendientes y de migrantes pobres.
Fue hasta 1979, cuando el escocés Neil Smith, entonces alumno de David Harvey, ofreció una explicación sensata e integral para comprender los ciclos de inversión y abandono, así como el inesperado regreso de las clases pudientes hacia dichas áreas depreciadas. En su artículo Toward a theory of gentrification: a back to the city movement by capital, not people, Smith desnudó —como es menester del pensamiento marxista— las falsas explicaciones neoclásicas y sus tintes racistas; aportó en cambio una explicación basada en el estudio de los mecanismos económicos y los actores imperantes del mercado inmobiliario.
Sería imposible abordar aquí todos los elementos de la teoría de la brecha de renta (rent gap theory) y los estudios empíricos que la sustentan. Conviene sin embargo señalar que, a diferencia del modelo neoclásico, Smith no habla de valor del suelo sino de renta del suelo, pues mientras el primero es producto del trabajo humano, el segundo corresponde al ejercicio de un derecho exclusivo de propiedad.
En ese entendido, el precio de venta de todo producto inmobiliario integra los costos de producción —la fuerza de trabajo, la maquinaria, los técnicos, los abogados— y el dinero invertido por el desarrollador en la adquisición del predio. Lo demás, tal vez el doble o el triple, son ganancias extraídas por medio no sólo de la explotación laboral sino, precisamente, de la renta del suelo (por concepto de venta, usufructo o alquiler).
Esto significa que, dada la propia naturaleza del mercado inmobiliario (de todo lo que no se puede mover), el desarrollador pone un sobreprecio por el derecho a utilizar “su” lugar en función de la buena o mala ubicación del proyecto, lo cual depende en realidad de toda una serie de inversiones previas, incluida la social en obra pública. La reconstrucción del paradero de la estación del Metro El Rosario, llevada a cabo por las empresas de Grupo Carso, es un ejemplo grosero de cómo los desarrollos inmobiliarios capturan la riqueza social. Ahora, la única forma de entrar en la terminal o salir de ella, por donde miles de personas circulan diariamente, es pasando por un centro comercial atiborrado de tiendas y productos del mismo grupo.
Volviendo a la teoría, Smith señala que toda construcción tiende a desfasarse de su entorno y tiempo. Así, la renta que extrae por ejemplo el dueño de un edificio de oficinas situado en el centro de la Ciudad de México disminuirá a causa de la migración del sector financiero hacia Santa Fe. Él buscará entonces compensar sus pérdidas dejando de invertir en el mantenimiento del inmueble hasta que se generen nuevas condiciones de acumulación, que los gobiernos determinen facilidades fiscales y que los bancos ofrezcan facilidades para invertir en el área.
En este esquema, la renta potencial del suelo equivale a las ganancias que podrían esperarse de un nuevo proyecto inmobiliario adaptado al entorno y a las nuevas tecnologías constructivas. Siguiendo el razonamiento de Neil Smith, el proceso de gentrificación se desata cuando la diferencia entre las ganancias actuales y las potenciales se vuelve tan atractiva para los dueños del capital que deciden entonces actuar sobre barrios completos. Aunque hay más actores involucrados directa o indirectamente en este proceso (pequeños propietarios, estudiantes, artistas), la gentrificación resulta en general de la acción colectiva de los agentes capitalistas (bancos, aseguradoras, agencias inmobiliarias) y los gobiernos locales, que prefieren hablar de “revitalización”, “rescate” o “regeneración urbana” para ocultar estrategias de especulación y reestructuración territorial diseñadas al más alto nivel.
Perspectivas para la resistencia
Plantear una resistencia frente a la gentrificación, como la hemos definido, resulta muy complicado, pues atañe a una mercancía particularmente rara: el suelo, que no se puede desplazar ni transformar sino solo ocupar.
Aunque las victorias en las calles y en las urnas revisten gran valor para medir la voluntad popular, como se evidenció con el caso del corredor cultural Chapultepec, son insuficientes a la hora de frenar la aplanadora de torres y proyectos inmobiliarios que vienen casi independientemente de lo que se haga sobre la avenida principal. Los habitantes de la zona lo saben e incluso han reflexionado sobre una ley de arraigo vecinal, que obligaría al Estado a proveer de vivienda social cada una de las manzanas sujetas a la presión de las inmobiliarias.
En los Pedregales de Coyoacán, en particular en los pueblos originarios de Los Reyes, La Candelaria, San Pedro Tepetlapa y Santa Úrsula Coapa, algunas voces han comenzado a apelar al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que les da el derecho como sujeto colectivo a controlar qué se hace o se deja de hacer sobre sus territorios. Y es que los pueblos y las colonias ayer marginales hoy están en la mira de los nuevos desarrollos. Desde Avenida del Imán —donde el mismo promotor del corredor Chapultepec pretende adueñarse y reciclar 15 hectáreas de una vieja planta de asfalto— hasta el Eje 10 y avenida Aztecas, la Zode Ciudad Futura implica una serie de proyectos inmobiliarios destinados a los sectores medios y altos. Para los opositores, el problema no es tanto que lleguen a pasear los juniors por el parque de Huayamilpas sino, de modo fundamental, la falta de agua y los riesgos de desabasto que conlleva la densificación del área. Desafortunadamente, si bien la reivindicación de los convenios internacionales es legítima, cuesta trabajo imaginar a los jueces de este país del lado de los pueblos y contra las inmobiliarias, ante todo si consideramos que el cuerpo jurídico se ha dedicado a defender el libre mercado sobre todas las causas soberanas.
En efecto, además de la movilización popular, hace falta voltear hacia las experiencias populares que se han planteado el control colectivo del suelo urbano, principalmente las cooperativas de vivienda en Latinoamérica, los jardines comunitarios y los community land trusts que se desenvuelven en Norteamérica y Europa. En la Ciudad de México hay por ejemplo la cooperativa Palo Alto, fundada en el decenio de 1970 sobre una mina de arena sin imaginar que 40 años después estaría en una de las zonas con mayor plusvalía. Asentada al pie de la Torre Arcos Bosques (mejor conocida como “El Pantalón de Santa Fe”), esta colonia de más de 2 mil habitantes resiste a los embates de sus poderosos vecinos gracias a que los socios de la cooperativa no pueden vender sus viviendas sin pasar por un acuerdo de asamblea.
Un caso más reciente es el de la cooperativa Guendaliza’a, impulsada por 38 familias en la colonia Cuchilla Pantitlán conforme al modelo autogestionario de la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua: la cooperativa es dueña del conjunto habitacional, cada socio cuenta con un contrato de uso y goce de su vivienda, pero ésta no puede ser alienada sino transferida a costo de producción a un nuevo socio.
Estamos lejos de las 20 mil viviendas producidas al amparo de este esquema en Uruguay, mas la perspectiva es alentadora desde el momento en que pretende transformar los patrones de propiedad y la relaciones sociales en la ciudad.
Sólo así ganaremos las batallas contra la hidra capitalista en la ciudad, destruyendo sus medios de reproducción (en este caso la propiedad privada) y decidiendo colectivamente el futuro de los barrios y sus espacios comunes. ¿No sería maravilloso que, en vez de torres exclusivas de 30 pisos, los espacios reciclables de la ciudad, como la planta de asfalto, se convirtieran en laboratorios para proyectos agroecológicos y de vivienda cooperativa? Todavía quedan espacios de esperanza en la ciudad monstruo, pero urge pasar a la ofensiva y multiplicar las barreras materiales a la gentrificación.
* Geógrafo. Colabora en la agencia autónoma de comunicación SubVersiones y en la oficina para América Latina de la Coalición Internacional del Hábitat.
1 El documental y otros materiales relacionados con la problemática de los mercados de La Merced están disponibles en http://permanecerenlamerced.wordpress.com