El auge de la urbanización
Diferentes documentos oficiales dan cuenta de una realidad ignota en la historia de la humanidad: más de la mitad de la población mundial —54 por ciento— vive hoy en ciudades y no en zonas rurales. Latinoamérica, incluso con sus importantes diferencias entre país y país, gana hasta el momento la competencia: es hoy la región urbana por excelencia, pues 80 por ciento de su población residen en ciudades.
Esa situación no es casual. Empezó a gestarse entre las décadas de 1940 y 1970, en paralelo a un crecimiento demográfico acelerado, un prominente proceso de industrialización sustitutiva y el desarrollo de un mercado interno concentrados en las ciudades. Lo anterior propició el abandono de la agricultura y produjo migraciones internas masivas, también motivadas por la concentración de la tierra rural en pocas manos y la presencia de un gran proletariado rural desposeído en busca de vivienda y trabajo asalariado. A lo anterior se sumó con los años la actualización de políticas capitalistas para el campo que se reflejaron en la disminución paulatina de los apoyos al campesinado y, en casos específicos como el mexicano, en la abolición de la protección constitucional sobre las tierras colectivas. Con frecuencia, la población migrante no encontró respuestas suficientes en las políticas estatales —aun cuando en los años siguientes se dieron algunas mejorías—, por lo que hubo de acostumbrarse a vivir en las periferias o zonas metropolitanas que ofrecían suelo barato y sin servicios en lugares frecuentemente peligrosos. En esos espacios crecieron barrios construidos por las manos de sus habitantes que sobrevivieron gracias al desarrollo de economías urbanas alternativas (mal llamadas “informales”).
En la actualidad resulta evidente para casi cualquier observador de las ciudades latinoamericanas, sobre todo las de mayor tamaño, que la vida del grueso de la población que habita en ellas está lejos de un ideal de bienestar. En efecto, 1 de cada 4 latinoamericanos, la cifra más significativa en 20 años, vive actualmente en asentamientos precarios y más de un cuarto de los habitantes urbanos son pobres, lo que afecta de forma especial a las mujeres.
El efecto de las políticas neoliberales en el hábitat
Las cosas no son mucho más alentadoras para la población trabajadora formal que gana más de cinco salarios mínimos. Esto es así porque desde el Consenso de Washington, que ha tenido importantes repercusiones también en la política territorial y habitacional en diferentes países de la región, entre ellos México, se ha ido reproduciendo la experiencia chilena del subsidio habitacional, que vio sus orígenes en la época pinochetista sobre la base de las nacientes recetas neoliberales y se fue afinando en los años posteriores. El planteamiento se basa en el establecimiento de un incentivo (el subsidio del Estado al cual se suman el ahorro del derechohabiente y el crédito hipotecario) centrado en la participación de las empresas constructoras privadas en el desarrollo de la vivienda social, lo que implica su mercantilización. También gracias a estas políticas, hoy en zonas otrora rurales en lugar de milpas nos topamos con inmensos “sembradíos de casas”, que pueden llegar hasta 20 mil unidades. Se trata de viviendas idénticas entre sí, no adaptables a las necesidades particulares de cada habitante, de mala calidad, de tamaño inadecuado en relación con la familia mexicana promedio, alejadas varios kilómetros de los principales centros urbanos y los lugares de trabajo y estudio, con servicios deficientes y casi nula articulación con la trama urbana. Suponen guetos urbanos dedicados a la clase trabajadora del país donde pulula la violencia, y la segregación es el pan de cada día: la anticiudad. Lo inadecuado de este modelo que parece haber beneficiado exclusivamente al sector privado se reflejó de forma indiscutible en el censo de 2010, el cual reportó que en México hay más de 5 millones de viviendas vacías —muchas abandonadas— aun cuando no todas sean nuevas.
Las recetas más recientes
Frente a esta situación, el actual gobierno federal propugna, una vez más siguiendo una receta muy en boga a escala internacional, la densificación de las ciudades sin que por ello se plantee, entre otros temas, una clara política de suelo que permita vislumbrar la preocupación por la permanencia de los pobres en las ciudades y el control de la especulación inmobiliaria rampante. Este elemento, entre muchos otros, limita la calidad de vida incluso en las zonas urbanas habitadas por las clases medias y en los barrios tradicionales, y pone en discusión la persistencia misma de una serie de espacios y de la población que los habita. Cambia de manera radical la cara de la ciudad —como podría haber sido el caso del corredor Chapultepec y de las zonas de desarrollo económico y social (Zode) promovidos por el gobierno de la Ciudad de México, varias de las cuales siguen vigentes— sin que se abran debates incluyentes y se favorezcan espacios de participación reales y vinculantes, exentos de clientelismos, que favorezcan una toma de decisión colectiva sobre los proyectos. O incluso se imponen barrio por barrio obras de menor escala que privatizan espacios utilizables para el esparcimiento o proyectos culturales, como es el caso de los innumerables centros comerciales con frecuencia desarrollados incluso en terrenos pertenecientes a la ciudad, que pululan por toda las delegaciones, o se desarrollan conjuntos habitacionales o edificios contra la legislación vigente y en lugares que sufren por la escasez de diferentes servicios. Obviamente, la especulación trae consigo la acumulación de ganancias exponenciales para el sector inmobiliario y puede llegar a provocar fuertes reacciones sociales, como es el caso de numerosas luchas urbanas —si bien no siempre articuladas—hoy presentes en la Ciudad de México.
En una rápida investigación basada principalmente en noticias periodísticas y que merecería ampliarse y precisarse, se identifican los nombres de algunas de las principales empresas constructoras de vivienda o infraestructura que operan en la capital, su vínculo con diferentes políticos nacionales o locales e incluso el número de quejas que algunas han enfrentado por numerosas infracciones de la ley y actos de corrupción. Entre las constructoras de vivienda encontramos las empresas DeMet, encabezada por Bernardo Riojas; y Marhnos, de Íñigo Mariscal. Las concentradas más bien en infraestructura son entre otras la paraestatal Procdmx, formada en 2007 y dirigida por Simón Levy, que tiene a su cargo, entre otros proyectos, las Zode y el corredor Chapultepec; Grupo Danhos, dirigido por David Daniel Kabbaz; Grupo Indi, de Manuel Muñoz; La Peninsular, de Carlos Hank Rhon; Tradeco, de Federico Martínez; Prodemex, de Olegario Vázquez; y GIA, de Hipólito Gerard. En la construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad estaría interesado un consorcio de nueve empresas, incluidas ICA, Grupo Carso, Tadeco y Marhnos.
Además, según se reporta en la tesis doctoral de Jerónimo Díaz, defendida en la Universidad de Toulouse (Francia) e intitulada La gentrificación negociada. Antiguas fronteras y nuevos frentes en el centro histórico de México, Grupo Carso, perteneciente a la familia Slim, en sus facetas inmobiliarias mexicanas contaba en 2008 con más de 60 inmuebles en el centro histórico, además de haber rehabilitado gran número de edificios.
Las respuestas sociales: producción social del hábitat y derecho a la ciudad
Lo que encontramos en el territorio es consecuencia del impulso de una política bien definida en sus objetivos principales, centrada en el libre mercado y la promoción y defensa de la propiedad privada. Al mismo tiempo, el territorio es también posibilidad y condición para la reproducción o transformación de procesos y relaciones sociales complejas, para la profundización o la disminución de las desigualdades económicas, sociales, políticas y culturales que tienen partidas en dos a nuestras sociedades. Los pobladores latinoamericanos del campo y de la ciudad desde tiempos inmemoriales, además de organizarse para defenderse, han buscado vías distintas del modelo impuesto, aun frente a la invisibilización de sus propuestas e incluso la criminalización. En dos respuestas sociales quiero centrar la atención.
La primera atañe a los procesos de producción social de vivienda y hábitat, que Enrique Ortiz —de la Coalición Internacional para el Hábitat— define como todo proceso generador de espacios habitables, componentes urbanos y viviendas, realizado “bajo el control de autoproductores y otros agentes sociales que operan sin fines de lucro. Los procesos de producción y gestión social del hábitat se dan tanto en el ámbito rural como en el urbano, y pueden tener origen en las propias familias actuando individualmente, en grupos organizados informales, en empresas sociales como las cooperativas, o en las ong, entre otros. Las variantes autogestionarias incluyen desde la autoproducción individual espontánea de vivienda hasta la colectiva, que implica un alto nivel organizativo de los participantes y, en muchos casos, procesos complejos de producción y gestión de otros componentes del hábitat”. Diferentes estudios sostienen que más de 50 por ciento de las ciudades de la región han sido construidas a través de esta forma de producción, centrada en el valor de uso, en lugar del valor de cambio. En algunos casos, tras un profundo trabajo de documentación e incidencia, se ha logrado incluso que cierta legislación —como la Ley de Vivienda de México o la Ley 14449 de Buenos Aires— y política reconocieran esta forma de producción y la dotaran de instrumentos y medios financieros propios y que este concepto quedase plasmado en documento internacionales. Aun así sigue siendo necesario defenderla frente a los numerosos intentos dirigidos a desconocerla como una válida alternativa a las recetas propuestas por el mercado, sobre todo considerando que diferentes indicadores muestran sus beneficios en términos económicos, en tamaño de la vivienda, construcción de ciudadanía y comunidad y control de las personas sobre su proceso habitativo.
La segunda tiene que ver con el desarrollo del concepto del derecho a la ciudad, del cual habló por primera vez en 1968 el sociólogo galo Henry Lefebvre, en el marco del convulsionado mayo francés, propugnando la necesidad de una revolución urbana. A partir de la década de 1990, también gracias a la traducción en lengua española de textos escritos originariamente en inglés que retomaban sus propuestas, movimientos sociales principalmente latinoamericanos han hecho suya la bandera del derecho a la ciudad como una conceptualización contrapuesta a la ciudad-negocio y que permite enfrentar las causas de las exclusiones producidas en el ámbito urbano, coadyuvar en el desarrollo de procesos productivos y sociales de carácter popular-autonómico, reforzar la democracia participativa y directa, crear un vínculo respetuoso entre las zonas urbanas y las rurales y favorecer la reconstrucción de un sano metabolismo impidiendo la rapacidad de la ciudad sobre el campo. En los primeros años tras 2000, influido también por el logro de los movimientos urbanos brasileños que consiguieron que por primera vez se legislara sobre este derecho en el marco del Estatuto de la Ciudad de 2001, un grupo de organizaciones reunidas en diferentes foros sociales y otros espacios de convergencia elaboró el borrador de la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad. Este documento define el derecho a la ciudad como el usufructo equitativo de las ciudades en los principios de sustentabilidad, democracia, equidad y justicia social. Es un derecho colectivo de los habitantes de las ciudades, en especial de los grupos vulnerables y desfavorecidos, que les confiere legitimidad de acción y organización, basado en sus usos y costumbres, con objeto de alcanzar el pleno ejercicio del derecho a la libre autodeterminación y un nivel de vida adecuado. Algunos años más tarde, en México organizaciones y movimientos trabajan en la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad, firmada en 2010 por el entonces jefe del gobierno sin que hasta el momento haya sido recogida en una legislación. Sus fundamentos estratégicos incluyen el ejercicio pleno de los derechos humanos en la ciudad; la función social de la ciudad, de la tierra y de la propiedad, la gestión democrática de la ciudad; la producción democrática de la ciudad en la ciudad; el manejo sustentable y responsable de los recursos naturales, patrimoniales y energéticos de la ciudad y su entorno; y el disfrute democrático y equitativo del derecho a la ciudad. El derecho a la ciudad no implica urbanización obligada para las poblaciones que siguen viviendo en las zonas rurales ni considera deseable el aumento de la población de las ciudades. El derecho a la ciudad, según David Harvey, es sobre todo el derecho a transformar la ciudad existente en algo radicalmente distinto. Preocupa que en el marco del reciente proceso constitucional empezado en la Ciudad de México, así como en vista del encuentro internacional de que hablamos a continuación, grupos políticos y partidos tradicionalmente conservadores están usando este concepto. Es urgente por tanto defenderlo y evitar tergiversaciones.
La tercera Conferencia de la ONU sobre vivienda y desarrollo urbano sustentable: ¿más de lo mismo?
La misma ONU Hábitat —la agencia de Naciones Unidas especializada en materia de asentamientos humanos— ha constatado en diferentes documentos que resulta urgente una profunda reflexión sobre los modelos de crecimiento urbano promovidos hasta ahora, marcados por una gran desigualdad e insostenibilidad, ante todo en relación con el alto consumo de agua y energía.
Aun así, también debido a los procesos de privatización a los cuales incuso la onu ha sido sometida en los últimos años, buena parte de la sociedad civil considera que no hay lugar para actitudes esperanzadoras en relación con los resultados de la próxima Conferencia sobre vivienda y desarrollo urbano sustentable (Hábitat III), que a 40 años de distancia de la primera —llevada a cabo en Vancouver en 1976— y 20 de la segunda —sostenida en Estambul en 1996— se alista para octubre próximo en Quito. En las anteriores conferencias y las correspondientes agendas hábitat que de ellas han surgido, donde se reflejan los lineamientos de las políticas de hábitat acordados a escala internacional que quedan vigentes durante los siguientes 20 años, se posicionaron algunos temas rescatables. En Hábitat I, por ejemplo, se reconoció a la vivienda como un derecho humano; se planteó la necesidad de que el Estado ejerciera control sobre la tenencia de la tierra e impulsara políticas de reforma agraria y recuperación de plusvalía; se habló de la oportunidad de la participación ciudadana en las políticas y los programas; y se expresó que era necesario acompañar, asistir y organizar los procesos populares en materia de hábitat, lo que derivó en algunas políticas destinadas a mejorar la vivienda y a ofrecer lotes con servicios, en las que la construcción fue desarrollada frecuentemente por los propios pobladores. En Hábitat II se asistió a una buena participación de la sociedad civil en el proceso oficial; se planteó la necesidad que todas las personas cuenten con vivienda adecuada y acceso al suelo; la importancia de que el ser humano esté en el centro de las políticas de desarrollo; la oportunidad de impulsar la equidad de género; y la necesidad de contar con herramientas que permitieran evaluar el cumplimiento de estos acuerdos aun cuando este planteamiento quedara finalmente sin instaurarse.
En el proceso rumbo a Hábitat III, por otro lado, se ha planteado la inevitabilidad del futuro urbano estableciendo que la próxima agenda por ser elaborada lejos de considerar el hábitat como un todo se centrará exclusivamente en lo urbano. No se ha asegurado la amplia y efectiva participación de la sociedad civil en los debates: No se están analizado críticamente las políticas implantadas en los último años —incluidas las surgidas del Consenso de Washington— ni las causas de la financiarización de la vivienda, las cuales provocaron la burbuja inmobiliaria y la dramática crisis de las hipotecas que afectó a Estados Unidos para luego trasladarse a otros países, lo que causó innumerables desalojos. En ausencia de una profunda revisión de los efectos de las políticas aplicadas hasta hoy más allá de la retórica, se rescatan viejas recetas como las relacionadas con la necesidad de impulsar las asociaciones público-privadas sin posicionar siquiera la posibilidad de asociaciones público-sociales; y obviamente no se retoman las opciones propuestas por los pobladores, como las relacionadas con la producción social del hábitat. Si bien la articulación e incidencia de numerosas organizaciones y diferentes actores del mundo entero reunidos en la Plataforma Global por el Derecho a la Ciudad han presionado para posicionar este derecho en los documentos oficiales, hasta el momento no queda claro si este planteamiento será rescatado —y cómo— por la próxima Agenda Urbana.
Frente a esa situación, pobladores de toda la región han llamado a formar comités populares rumbo a Hábitat III; se han estado desarrollando en diferentes países y, además de articularse alrededor de agendas nacionales particulares, planteando diferentes acciones para promover y diseminar la producción social de vivienda y hábitat en sus distintas vertientes, con hincapié en la ejercida en el marco de cooperativas de vivienda por propiedad colectiva y ayuda mutua, el derecho a la ciudad y el derecho al suelo.
Queda —por lo menos en México— formar o revitalizar poderosos movimientos urbanos que, además, puedan desarrollar una duradera articulación con las luchas rurales que siguen siendo entre las más visibles y combativas de esta Nuestramérica. Esta última es, según quien escribe, una de las más relevantes apuestas de la Campaña Nacional en Defensa de la Madre Tierra y el Territorio, lanzada públicamente el 10 de abril de 2016 en la Plaza de la Revolución de la Ciudad de México.
* Coordinadora de la Oficina para América Latina de la Coalición Internacional para el Hábitat. Ha retomado una parte relevante de los datos compartidos en los primeros apartados del presente texto de la introducción del documento para la audiencia temática regional ante la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos sobre satisfacción de éstos, en especial los económicos, sociales y culturales, en los asentamientos humanos precarios de América Latina y el Caribe de la cual se ha encargado. El texto fue suscrito por más de 30 organizaciones de la región y presentado frente al organismo internacional en marzo de 2015.