LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS

(CORTE DE CAJA, 1984-2016) SEGUNDA PARTE

La presente serie de artículos intenta evaluar el saldo dejado en la vida cotidiana de los trabajadores mexicanos por la reorganización económica y política a que nos referimos como neoliberalismo. Un ejercicio de esta índole requiere la elección de indicadores que por sí mismos representen cualidades deseadas en una comunidad cualquiera. El hecho de que el crecimiento del producto interno bruto (PIB) sea considerado la medida por excelencia del progreso social es ya un signo de la eficacia de la ideología, pues tal elección implica la aceptación del principio del capitalismo militante: que producir más representaría por sí mismo –o principalmente– una mejoría en la calidad de vida de la población. Al contrario de esta tendencia, el artículo anterior analizó el comportamiento, en las últimas tres décadas, de los indicadores de pobreza, desigualdad y seguridad. El resultado no es halagüeño: las primeras dos exhiben actualmente los niveles alcanzados hace 25 años, mientras que la inseguridad observa un descenso de lo alarmante a lo oprobioso. En el mismo periodo, las horas trabajadas por la población aumentaron. Es decir, a la sociedad toma más tiempo generar la riqueza y las estructuras institucionales que la proveen de una vida más o menos igual de precaria.

Una evaluación consistente del periodo examinado debe ampliar el número de indicadores tomados en cuenta, si bien resulta difícil elegir qué mediciones constituyen indicadores incontestables del progreso social. Un ejemplo significativo: el aumento del tiempo de los traslados entre el hogar y el trabajo supone en las grandes ciudades la disminución del tiempo perteneciente a los trabajadores para su disfrute y, como tal, es un gasto de tiempo no retribuido: el aumento de los traslados significa una disminución de la calidad de vida tanto como una reducción salarial (en un tiempo equivalente al requerido en el traslado) o una ampliación del tiempo trabajado sin retribución. En sentido puesto, no resulta difícil encontrar índices que dan una opinión más favorable de la época. Por ejemplo, se producen avances en servicios e infraestructura, como el aumento en el número de hogares con agua corriente (de 77 por ciento en 1990 a 89 en 2010), y el porcentaje de casas con pisos recubiertos aumentó de 86 en 1990 a 93 en 2010. También se observa una mejora en la esperanza de vida de la población: entre 1990 y 2012 aumentó en 4.35 años para los hombres y 3.44 para las mujeres; actualmente se sitúa en 72.3 y 77.3. Es destacable y positiva la reducción de la tasa de mortalidad infantil (sobre 100 mil habitantes), de 32.6 en 1990 y 11.7 en 2016. En materia educativa, el porcentaje de menores de edad inscritos en el sistema escolar creció sostenidamente de 1990 a 2016 (en 1990, el número de inscritos desde preescolar hasta nivel medio superior equivalía a 75 por ciento de la población menor de edad; en 2000, a 81; y en 2015, a 90). Pero con excepción de los datos referidos a la mortalidad y la esperanza de vida –indudables signos de un progreso–, el resto de los indicadores aún puede ser materia de interpretación. Sin duda, el aumento de la matrícula del sistema educativo es un hecho positivo, pero no hay elementos para suponer que la calidad de la educación haya mejorado en los últimos años. En cuanto a índices relativos a la calidad de la infraestructura, como acceso al agua y el material de construcción de los hogares, estamos ante un avance si tomamos como referencia las cifras de los años anteriores. Pero aún podría objetarse que, dado el grado de desarrollo de las fuerzas productivas y el costo relativamente bajo de dichos servicios, es signo de la impotencia del régimen económico que la cobertura no alcance todavía a 100 por ciento de la población, como un país mínimamente civilizado debería garantizar.

 

Condición de los asalariados

De entre la multitud de posibles mediciones, el ingreso de los asalariados parece un indicador confiable del estado de la vida en una población y de la equidad del sistema de distribución de recursos. En los últimos 30 años, el salario mínimo en México ha perdido capacidad adquisitiva. La tendencia no constituiría por sí misma un dato negativo si al mismo tiempo aumentara el número de salarios mínimos que ingresa la población. ¿Pero cómo se ha comportado esta distribución a lo largo de los años y cuál es su significado en el ingreso de la población asalariada? Proponemos al menos tres maneras de realizar el comparativo de su evolución.

1. Ingreso de la población asalariada como porcentaje del PIB. La tabla 2 muestra cómo se distribuye la población ocupada de acuerdo con el número de salarios mínimos recibidos en 1990, 2010 y 2015. Si estimamos el ingreso medio de los miembros de cada grupo, es posible estimar el monto de sus ingresos como porcentaje del producto nacional bruto de ese año. En los tres años analizados, el conjunto de los trabajadores que recibían de 0 a 5 salarios mínimos era de aproximadamente 75 por ciento de la población activa. En 1990, 74 por ciento de los asalariados con menores ingresos recibía en conjunto un monto equivalente a 15.3 por ciento del PIB de ese año. En 2010, el ingreso de 75 por ciento de la población ocupada se redujo a 12.7 por ciento del producto bruto anual. En 2015, su participación se redujo a 12.4 por ciento. Lo más notable de tal reducción es que se produce en un periodo que vio aumentar la capacidad productiva de la población.

Entre 1990 y 2015, el PIB por persona ocupada aumentó en 18 por ciento, y en el mismo tiempo 75 por ciento de la población ocupada vio reducir en 20.5 por ciento su participación en el ingreso. Es decir, mientras aumentó la productividad del trabajo, disminuyó casi en la misma medida la participación de las retribuciones a los trabajadores.

 

2. Ingreso de la población asalariada en términos del precio de la canasta básica. También es dable establecer una medición comparativa del ingreso en términos del poder adquisitivo del mismo sector de la población. La tabla 3 presenta el cálculo. En 1995, el salario mínimo promedio (a precios de ese año) era de 20.15 pesos; y el costo de la canasta básica urbana, de 18.6 por día. En 2010, el salario mínimo era de 57.4; y la canasta básica, de 71.3. En 2015, el salario mínimo era de 70.1 y la canasta básica se hallaba en 87.1. La columna “Poder adquisitivo” expresa la cantidad de canastas básicas adquiribles por cada sector de la población. En 1995, los 24 millones de personas de la población asalariada con menores ingresos (75 por ciento de la ocupada) tenía una remuneración equivalente a 54 millones de canastas básicas: una media de 2.2 canastas básicas por persona. En 2015, ese sector, compuesto por 38.5 millones de asalariados, recibía el equivalente a 67 millones de canastas básicas, un promedio de 1.7 por persona. Ello significa que entre 1990 y 2010, la riqueza adquirible por 75 por ciento de la población con los ingresos más bajos disminuyó en 20.3 por ciento, una variación muy semejante a la obtenida al analizar la relación ingreso-PIB.

 

3. Poder de compra promedio por cada hora trabajada. Finalmente, es posible analizar la evolución del poder adquisitivo de las horas de trabajo. Desde 2005, el Inegi calcula la remuneración promedio por hora trabajada a escala nacional. A partir de esta cifra es fácil calcular el poder de compra de esa hora trabajada. En 2005, la remuneración promedio por hora trabajada era de 25 pesos, un valor equivalente a 72 por ciento del precio de la canasta básica rural y 45 de la urbana. En 2016, la remuneración promedio era de 30.8 pesos, equivalentes a 53 por ciento de la canasta rural y 34 de la urbana. La reducción significa que el ingreso por hora trabajada permite comprar una cantidad menor de bienes. De manera semejante a las dos mediciones anteriores, se observa una disminución del poder adquisitivo del trabajo en un rango cercano a 23 por ciento, con el agravante de que el periodo considerado por esta medición abarca sólo 10 años.

Según la primera medición, se produce más para participar en menor proporción del total producido. Según la segunda, se produce más para adquirir menos. Según la tercera, se trabaja más para comprar lo mismo que antes. Mantener a la población en el mismo nivel de ingreso en el contexto de una economía estacionaria es sencillo. Hacer que reduzca en el contexto de una economía que revoluciona incesantemente el nivel de las fuerzas productivas supone una proeza al alcance sólo de las etapas más insalubres del capitalismo. En las estadísticas sobre el ingreso, la población trabajadora puede encontrar el correlato objetivo a la sensación de que las condiciones económicas de la generación anterior, sin ser benévolas, fueron algo menos arduas que las de hoy.


Nota sobre los datos y las estimaciones. Las cifras de educación, vivienda, esperanza de vida y mortalidad pertenecen a los censos nacionales del Inegi. La distribución de la población ocupada según el número de salarios mínimos ingresados, así como el ingreso promedio por hora, se encuentra en las Encuestas Nacionales de Empleo, y de Ocupación y Empleo de los años respectivos. Las cifras del producto interno bruto también son publicadas por el Inegi y toman como año de referencia 2008. El monto del salario mínimo utilizado por la segunda tabla toma como año de referencia los valores de 2010. Este cálculo y la cifra del salario nominal (el expresado bajo la denominación de cada año) son tomados de la información que ofrece la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos. Para calcular los ingresos aproximados por sector de la población por año, se multiplica el monto del salario por el valor medio del número de salarios contados por cada rubro (la casilla “V.M.”). La suma da el ingreso diario de este sector de la población. Los valores de la canasta básica (alimentaria + no alimentaria) de cada año son los reportados por el Coneval. El valor utilizado aquí es el promedio de los precios de los 12 meses reportados.