El 9 de agosto de 2012 se publicó en el Diario Oficial de la Federación un decreto a través del cual se reformaron y adicionaron diversos artículos de la Constitución mexicana. Dicha reforma –bautizada en la discusión pública como Reforma Política- estableció en México un conjunto de herramientas legales por medio de las cuales parecía que se podría ampliar el canon democrático en el país. En un contexto de desgaste del modelo tradicional de democracia representativa, dichas instancias –más cercanas a un ideal de democracia semi directa- deberían permitir a los ciudadanos/as ir más allá de las elecciones y abrir nuevos cauces para garantizar su participación en aquellas decisiones que pudieran ser consideradas de trascendencia nacional. Tanto la Iniciativa Ciudadana de Ley como la Consulta Popular -creadas a través de ese decreto- son vías a través de las cuales se busca evitar que las grandes decisiones nacionales queden solo en manos de los partidos políticos así como en las de las élites y grupos delictivos que los han ido capturando.
Conviene subrayar que la creación de dichas instancias no es producto de una concesión graciosa de las instituciones y los partidos, sino de la presión de un sector de la ciudadanía organizada que en México y otros países ha venido luchando para ampliar las vías que le permitan incidir en la política y participar de la vida pública (antes de ser discutida y aprobada la legislación secundaria en la materia ya se habían presentado varias iniciativas ciudadanas de ley: Ley ciudadana de Aguas, Ley ciudadana sobre Minería y otras más). Se trata de la población reclamando no ser tratada como idiota en el sentido clásico de la palabra; recordar que este concepto proviene del griego, y que en la Grecia clásica los idiocias eran aquellas personas que renunciaban a participar de los asuntos públicos y solo se avocaban a velar por sus intereses privados (la raíz “idio” significa “propio”). Frente a la constatación nacional e internacional del agotamiento del modelo de democracia electoral, con tendencias mundiales al bipartidismo, orientadas por las tesis conservadoras de la gobernabilidad democrática que concentra las decisiones en unos cuantos, el pueblo exige hablar y que su voz cuente.
También hay que resaltar que la anterior exigencia no sólo se produce en el terreno de la discusión política, sino dentro de un marco constitucional y legal donde dichas reivindicaciones están protegidas por principios constitucionales y derechos fundamentales. Como se sabe, dos de los pilares clave de la Constitución de 1917 son el principio republicano y el de participación democrática, ambos ligados de forma estrecha. Dice el artículo 40 de nuestra norma máxima que “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República…”, estableciendo así un modelo de organización estatal, con una larga tradición, que exige y promueve la participación activa y permanente del ciudadano en la vida pública (en esta ocasión dejaremos de lado la reflexión sobre la idea de ciudadanía y la necesidad de que también personas que no gozan de esa cualidad puedan encontrar vías de expresión dentro del Estado en el que están viviendo). Dentro de ese marco republicano es lógico que la participación sea también un principio fundamental y un derecho humano.
Por ello, basta hacer una lectura superficial de la Constitución para descubrir que el principio y el derecho a la participación impactan muchos de sus artículos. Por ejemplo, en el 26 se enfatiza la relación estrecha entre planeación democrática y participación ciudadana, exigiendo que en la primera se recojan las demandas de la sociedad (art. 26 A, segundo párrafo). Asimismo, en el artículo 41 se establece que el fin principal de los partidos políticos es promover la participación del pueblo en la vida democrática.
Además de lo anterior, sigue siendo importante recordar que en junio de 2011 se modificó el artículo 1° de la Constitución exigiendo que los artículos que la integran sean leídos e interpretados a la luz del derecho internacional de los derechos humanos (interpretación conforme), de tal forma que hoy es imposible obviar lo que se ha establecido en aquel ámbito normativo. El artículo 25 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos determina que la participación es el derecho que tienen todas las personas a participar, directa o indirectamente y sin limitaciones indebidas, en la dirección de los asuntos públicos de su país. Este derecho también ha sido reconocido en un sentido similar en el artículo 23 1a) de la Convención Americana. Ahí se establece que todos/as los/as ciudadanos/as deben gozar del derecho y oportunidad de participar en la dirección de los asuntos públicos. Por su parte, el artículo 8 de la Declaración sobre los Defensores de los Derechos Humanos establece que todas las personas, ya sea de forma individual o colectiva, tienen el derecho de participar en el gobierno de su país y en la gestión de los asuntos públicos. Lo anterior incluye la posibilidad de presentar críticas y propuestas para el mejor funcionamiento de las políticas y sus consecuencias y llamar la atención sobre cualquier violación de derechos que éstos impliquen.
Es así que el derecho a la participación no se restringe a participar en las elecciones a través del voto sino que implica la posibilidad de incidir en la discusión relativa a políticas y proyectos, especialmente cuando éstos afecten de forma directa a la comunidad o comunidades. Así lo establece el párrafo 6 de la Observación General No. 25 del Comité de Derechos Humanos al establecer que “Los ciudadanos pueden participar directamente asistiendo a asambleas populares facultadas para adoptar decisiones sobre cuestiones locales o sobre los asuntos de una determinada comunidad por conducto de órganos creados para representar a grupos de ciudadanos en las consultas con los poderes públicos.”
Por todo lo anterior resulta cuestionable lo que decidió recientemente la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en relación con la solicitud de consulta popular que elaboraron distintos grupos de diputados en materia energética. Conviene precisar que derivada de la Reforma Política arriba aludida se estableció en el artículo 35 constitucional, fracción VIII, la posibilidad en México de someter a consulta ciudadana aquellos temas y discusiones que se consideren de trascendencia nacional (el artículo 6° de la Ley Federal de Consulta Popular establece algunos lineamientos generales sobre lo que puede entenderse como de trascendencia nacional). La petición de consulta puede ser elaborada por el Presidente de la República, por el 33% de los legisladores de alguna de las Cámaras de Congreso o bien por el 2% de los ciudadanos/as inscritos en la lista nominal. En cualquiera de los supuestos anteriores, como trámite previo a su celebración, la SCJN debe analizar la petición de consulta para asegurarse que ésta es constitucional. También es importante detallar que tanto en el artículo 35 fracción VIII, tercer párrafo de la Constitución, como en el artículo 11 de la Ley Federal de Consulta se establecen una serie de supuestos que establecen límites para que ciertos temas y materias se sometan a discusión y elección popular, tales como: restricciones a los derechos humanos, ingresos y gastos del Estado, la materia electoral o la seguridad nacional.
Al presentarse las peticiones de consulta en materia energética se pusieron a discusión varios temas, entre ellos los del propio diseño de la consulta en México así como los límites que se establecen a la misma.
Una primera cuestión que se colocó sobre la mesa de discusión es sí se puede someter a consulta popular una reforma constitucional ya aprobada. Esta discusión la planteó el PRD, de forma implícita, en la redacción de su pregunta ¿Estás de acuerdo en que se mantengan las reformas a los artículos 26, 27 y 28 de la Constitución en materia energética? Frente a esta primera cuestión la Ministra Margarita Luna Ramos argumentó que “la consulta popular no se puede convertir en un mecanismo para transformar la Constitución, en tanto ello solo le toca al poder reformador de la Constitución (constituyente permanente).” Extraña una opinión como ésta, proviniendo de una jurista cuya posición interpretativa sobre el derecho suele ser la de apegarse de forma estricta al texto de la ley (letrismo). Si se busca en la Constitución (art. 35) o en la Ley de consulta popular alguna norma que impida llevar a cabo una consulta sobre una reforma constitucional, no se encontrará. El criterio normativo base que se eligió para determinar cuándo se puede solicitar una consulta popular en el país es que se trate de un tema de trascendencia nacional, y no si dicho tema se encuentra, o no, en la Constitución. Para fundar su argumento la Ministra parece desplazarse al terreno del debate constitucional, asumiendo una posición según la cual la norma máxima solo puede ser modificada por el poder constituyente permanente, en tanto éste es el único órgano que goza de legitimidad política para hacerlo. La pregunta que convendría hacer a la Ministra, desde el campo de la teoría constitucional, es ¿no considera que existe mayor legitimidad política detrás de una consulta popular -a través de la cual se acude directamente al pueblo (poder constituyente)-, que detrás de un poder constituido como es el poder reformador de la Constitución? Desde nuestro punto de vista, tomando en cuenta la enorme legitimidad que tiene una decisión en la que participa cuando menos el 40 %, de la ciudadanía, no debería haber obstáculo para que a través de la consulta popular se pueda revisar una reforma constitucional.
Un segundo tema a discutir es si la SCJN no colocó el principio republicano y el derecho a la participación por encima de la restricción establecida en el artículo 35 relativa a los ingresos o gastos del Estado. Desde nuestro punto de vista no solo podría sino que lo debería haber hecho y ello por dos razones principales. En primer lugar porque en la discusión sobre los derechos humanos debe partir de que éstos son la clave de bóveda de la estructura del estado constitucional, y la interpretación que debe prevalecer sobre los mismos es la que permita maximizarlos así como la que sea más benéfica para las personas (principio pro persona). Por ello, la interpretación sobre los límites al ejercicio de los derechos, debe hacerse de forma restrictiva, buscando que el derecho humano en juego se ejerza, y no lo contrario.
En este sentido la mayoría de los Ministros de la Corte podrían haber asumido una posición opuesta a la que efectivamente tomaron, argumentando, por ejemplo, que no está del todo claro que la reforma energética impacte de forma directa los ingresos del Estado. Hay buenos argumentos para sostener lo anterior. De hecho, la preocupación de los partidos que presentaron la petición de consulta es que la reforma en materia energética va a suponer pérdidas (no ingresos) para el Estado mexicano. Ese es uno de los núcleos de la discusión; sin embargo, en lugar de abrirla, la Corte se alinea con uno de los bandos en el debate y presupone una relación directa entre reforma energética e ingresos del Estado.
Con interpretaciones como ésta, la consulta popular en México habrá nacido muerta. Es muy difícil pensar que una decisión de gran trascendencia (que repercuta en la mayor parte del territorio nacional o impacte a un sector significativo de la sociedad, tal como establece el artículo 6° de la Ley Federal de Consulta) no acabe teniendo, de una forma u otra, algún vínculo con el tema de ingreso o gastos del Estado. Toda cuestión trascendente podrá vincularse, sí así se desea, con un debate sobre ingresos. Preocupa que nuestro órgano máximo de protección de derechos humanos elija poner en primer plano interpretaciones restrictivas sobre los valores más importantes de la comunidad, y con esas decisiones siga expulsando a los ciudadanos de la vida pública. Una vez más las instituciones en nuestro país pusieron de manifiesto el miedo que tienen a que el pueblo exprese su voluntad, se convierta en un sujeto activo y no se mantenga en situación subordinada, saliendo a votar solo cada tres años.