Maldigo la cordillera
De los Andes y de la costa
Maldigo señor la angosta
Y larga faja de tierra
Violeta Parra
“Maldigo del alto cielo”,
en Las últimas composiciones, 1966
El documental recuperó su lugar en la oferta de las pantallas a través de los festivales especializados que, año con año desde hace más de dos lustros, estimulan y forjan el gusto con propuestas poco conocidas o francamente imposibles de conocer en otros foros. Convocando a veteranos y realizadores emergentes, programadores y críticos, cada festival cultiva una parcela de encuentro para los espectadores que, irreversiblemente, han ido ensanchando sus panoramas y la genealogía de quienes tejen fotogramas con los hilos de la realidad.
Entre los principales actos de esta naturaleza, Docsmx ha mantenido presencia en el cambiante paisaje capitalino. Sus secciones cumplen la tarea de traer a cineastas; con sus películas, es posible acercarnos a otras realidades.
En su primera década, por los equipos de trabajo del antes Docsdf, ya han pasado varias generaciones de promotores, activistas, documentalistas y productores que han metido las manos al quehacer de acercar las historias de no ficción al universo público de miradas. Cada año la oferta es tan amplia que sus gestos convocan a la improvisación y la autogestión de quienes participan y batallan para sacar adelante, no sin turbulencias, los compromisos con la pantalla.
Entre los mayores socios que se mantienen activos está la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de Cultura unam y la Cátedra Ingmar Bergman en cine y teatro, con una carpa para proyecciones nocturnas, el Reto Docsmx, dedicado en esta ocasión a celebrar el décimo aniversario de la declaración de patrimonio de la humanidad con el concurso Habitar el Campus, y el Docsforum, que convoca a realizadores a convivir de cerca con los espectadores en la Casa Refugio Citlaltépetl.
Pesimismo mágico
Entre la pléyade que estuvo recientemente, Rubén Mendoza es un joven eslabón del nuevo cine colombiano que une a la generación de Luis Ospina, Carlos Mayolo y Víctor Gaviria, que ha trabajado como editor, productor y director de no ficciones, documentales y falsos documentales, aplicando estrategias aprendidas en el gusto por el neorrealismo italiano, la nueva ola francesa y los nuevos cines, aprovechando guiños de distanciamiento y criticando la prepotencia autoral. Entre los métodos de colaboración y trabajo con el realismo y la ficción está la dirección de actores naturales con respeto por el colorido del lenguaje, las palabras y las leperadas para conservar la estridencia, pero también tomando del silencio la elocuencia para adentrarse en los espacios y construir sus tramas, respetando el desparpajo y la antisolemnidad para aportar densidad y verosimilitud a sus obras, que son a su vez intervenciones en comunidades y en las biografías de quienes toman parte y unen su talento natural a la convocatoria de los directores.
En El valle sin sombras (2015), Rubén Mendoza tuvo que hacer un exorcismo colectivo, doloroso por la magnitud de la tragedia humana y el inconmensurable poder destructivo de la naturaleza, agravado por la mala gestión de autoridades regionales y nacionales. Similar a lo brutal ocurrido en Pompeya o Chernóbil, pero ni ceniza ni un accidente con radiactividad segaron las vidas: una inmensa masa de lodo apagó más de 20 mil corazones al mismo tiempo. En Armero, en la región de Tolima, tuvo lugar una catástrofe cuando el volcán Nevado del Ruiz se encontró con la represa en el río Lagunilla, que fue amplificada por el bloqueo de una inmensa roca en una cañada y la acumulación de agua en una presa muy alta que inundó la región, en la fatídica jornada del 13 y 14 de noviembre de 1985.
Violencias, evidencias y vivos recuerdos
A través de diversos medios de comunicación se había anunciado ese peligro, estimado con cálculos científicos y predicciones de ingeniería que indolentemente ignoraron los gobiernos regionales de esa localidad, enmarcada en el centro del país. Dos años antes de la catástrofe, los llamados a las autoridades habían ido apareciendo en revistas científicas, reportajes televisivo y prensa. Sin embargo, en las carteras de las arcas públicas se desestimó el poder destructivo de las fuerzas naturales, y luego se lucró inmoralmente con las víctimas y el apoyo llegado del exterior.
A 30 años de distancia, y con la memoria de los desastres fresca por los sismos de septiembre, entendemos mejor el contexto y las similitudes entre nuestros países, de democracias fracturadas y simulacros de federalismos que no acallan la dignidad, ni la solidaridad ni la conciencia ciudadana. Era 1985, tan sólo unos meses después de los devastadores sismos que en México destruyeron edificios y colonias del entonces Distrito Federal y cuando los monopolios televisivos gozaban de muchos privilegios.
La enorme riqueza del documental de Rubén Mendoza incluye fragmentos de las escenas transmitidas por televisión, que han guardado tanto la arrogancia gubernamental como los gestos de barbarie mediática de revictimizar a los afectados con sus inoportunas preguntas y que reflejan los tesoros de mentalidad que guardan las videocintas.
La historia relata cómo los fideicomisos para administrar las ayudas internacionales multiplicaron la corrupción, y se desviaron recursos a negocios de los involucrados, en lugar de resolver las necesidades de los afectados. El empresario Pedro Gómez Barrero fue beneficiado por el presidente Belisario Betancour a través del programa Resurgir, que luego se conocería coloquialmente como Resufrir. La Cruz Roja era conocida como Cruz Roba.
Además del pillaje y el hurto entre los pobres, se naturalizaron las estafas del Estado, que corrompió a las autoridades militares y policiacas y las puso al servicio de la casta gobernante. Los helicópteros de supuesta ayuda robaban niños y separaron familias; se multiplicaron las listas de personas desaparecidas, adopciones forzadas, documentos apócrifos, pérdidas totales…
El daño colateral se institucionalizó y la atención pública se desvió con la televisión, como la cobertura de la agonía de la niña Omaira Sánchez. Un año después, la ignominia se había multiplicado y un sobreviviente se lamentaba de haberse salvado, para caer después en las garras de esa especulación y clientelismo gubernamental.
La indolencia abonó a las pérdidas irreparables, como la del alcalde Ramón Rodríguez, quien perdió la vida y, 56 días antes, había suplicado frente a las cámaras que se ocuparan de las dinamitaciones para abrir el paso del agua en una cañada, pero ni el gobernador ni el presidente hicieron caso a ése ni a una serie de avisos de estudios volcánicos, estimaciones de ingeniería. Posteriormente, los funcionarios mostraron la inexistencia de la protección civil para un problema de semejante magnitud.
Crueldad no: indiferencia
Las imágenes en el sitio son hoy de una apacibilidad fantasmagórica. Los árboles se desarrollaron rápidamente por la riqueza de los minerales, y lucen las raíces fuera de la tierra, encima de los muros, añorando quizás estar bajo el suelo y a salvo de los rayos solares que no han podido secar los recuerdos de lo sucedido allí.
La narración integra testimonios de una red de sobrevivientes que se han mantenido en resistencia y con la memoria viva. La madre resiliente tras perder a tres hijos y una pierna en el lodo, mas conservó la fuerza para encontrar al cuarto de ellos. Una mujer que defendió como guerrera su lugar en un autobús que milagrosamente evacuaba. El joven que se hizo adulto esa noche y envejeció de pronto con tanta muerte rodeándolo. El bebé que sobrevivió calentado por la respiración de una vaca es hoy un joven frondoso salido de ese pulmón natural.
Ellos y otros muestran que la dignidad de un sobreviviente no se compra con limosnas ni migajas, pero también que la alegría de estar vivo se entremezcla con la dureza adquirida, con lo perdurable de esas marcas en el cuerpo y sin encontrar nunca la serenidad plena. Volver y narrarlo, explicarlo desde varios ángulos y atravesar su oscuridad ayuda al duelo.
Para limpiar la imagen del volcán y explicar la magnitud del desastre sin la manipulación exculpatoria de las autoridades, Rubén contó con el favor del clima, y la mañana que se acercó con la cámara iba amarrado a un helicóptero pilotado. Audazmente, retrató el coloso volcánico con cenizas y nieve tranquila, reposando sereno para el ojo electrónico que sobrevolaba en el minúsculo artefacto con hélices, asomado a la inmensa e imperturbable ventana al centro de la tierra.
El pulso del cine colombiano se sumerge en los territorios del dolor y muestra amorosamente cómo en ese país centroamericano perduran heridas abiertas y cicatrices que luchan contra el olvido.