La situación política actual revela un dilema estratégico que compromete al conjunto de las izquierdas mexicanas. Desde luego, la cuestión no se reduce a las próximas elecciones. En realidad, el nudo se extiende hasta los límites de nuestra época. Pese a los múltiples intentos y las estrategias implantadas, no hemos logrado detener el proyecto neoliberal. Simultáneamente, es posible formular la hipótesis de que nos encontramos en una inflexión que tiende a cerrar el arco abierto por la aplicación del neoliberalismo a inicios del decenio de 1980. Ese periodo de casi cuatro décadas implicó distintas etapas y relaciones de fuerza que decantaron hacia un último periodo cuando el proyecto del bloque dominante se derechizó radicalmente.
¡Debe reconocerse el papel desempeñado por el sexenio del presidente Peña Nieto! Tan sólo en su primer año de gobierno se realizaron más de una decena de modificaciones constitucionales, con lo cual se cumplieron los sueños de más de tres sexenios presidenciales. El Pacto por México y las reformas estructurales constituyeron la vanguardia de un periodo que cerró triunfalmente con la Ley de Seguridad Interior, militarizadora del país, y pretenden ser el armazón legal y coercitivo del proyecto impulsado actualmente por las clases dominantes y el imperialismo estadounidense. Pese a la ostentosa receta neoliberal, no habían logrado echar atrás la Ley Federal del Trabajo y la nacionalización del petróleo, al menos en el terreno constitucional. Al mismo tiempo, se cierra también el proceso abierto por la guerra contra el narcotráfico, institucionalizando el desastre y la ignominia iniciados en 2007. En términos políticos, resulta preciso preguntarse si la radicalización del proyecto neoliberal habría sido posible y necesaria sin el fraude electoral de 2006.
Las preguntas se desplazan: ¿Qué tipo de enemigo enfrentamos y cómo encararlo desde el campo popular y el ámbito de las izquierdas? Economía insolvente y crediticia: infinitas deudas, falta de fondos para que el Estado procure el salario de sus trabajadores. Campo desestructurado y paralizado: ausencia de soberanía alimentaria. Industria arruinada y deficitaria: dependencia de un equilibrio frágil entre exportaciones e importaciones. Síntomas de salud alarmantes: elevados índices de obesidad y desnutrición. Los jóvenes obtienen resultados pedagógicos trágicos. Y el fondo lo cambia todo. ¡La guerra lo cambia todo! A ese panorama se agregó la guerra contra el narcotráfico, la cual ha dejado miles de asesinatos y desapariciones forzadas, así como la remodelación radical del Estado y de la relación de éste con la sociedad civil. Las funciones corporativas y clientelares han sido refuncionalizadas y puestas a la orden de un proyecto distinto y, al mismo tiempo, se consolidaron nuevas dinámicas de control político entre amplias capas de trabajadores.
La cuestión es si las izquierdas logramos comprender la naturaleza y el alcance de dichas mutaciones en el patrón de acumulación capitalista y en las relaciones de dominación, pues este panorama tiende a provocar confusiones y desesperación. Esta última suele contener el riesgo de atenderse a través del sectarismo, el aislamiento o la construcción de torres de Babel en el terreno de la teoría. Desde este horizonte cabe preguntarse qué significan las elecciones presidenciales de este año, tanto en el mediano como en el largo plazo. Dicha evaluación debería incluir elementos para analizar el curso estructural del proyecto neoliberal y una valoración estratégica de las grandes coyunturas políticas, donde se combinaron crisis de representación, movilización popular masiva y ciertas tendencias de fricción y fragmentación en el bloque dominante y, desde luego, de sus resultados.
Y eso nos arroja justamente sobre la otra cara de la moneda. Analizar los resultados de la lucha contra el proyecto neoliberal, particularmente de las coyunturas que mezclaron crisis de representación del gobierno y enormes movilizaciones sociales. ¡No podemos vivir como si los fraudes y las movilizaciones de 1988 y 2006 no hubieran sucedido! Ambas coyunturas muestran la determinación del bloque dominante para cumplir sus planes, aun cuando el saldo arroje falta de consenso e ilegitimidad.
Como resultado de cada una de esas coyunturas se generaron potentes remodelaciones estatales. Tras la derrota del movimiento antifraude en 2006 se lanzó la estrategia de guerra contra el narco y la franca asimilación del Partido de la Revolución Democrática (PRD) al régimen a través del Pacto por México. El saldo resulta evidente: no es posible transformar, ni mínimamente, el país optando por una estrategia centrada sólo en la acumulación de votos.
Una evaluación de mediano plazo de las grandes coyunturas de las últimas décadas revela que la imposibilidad de derrotar al régimen no puede adjudicarse únicamente a errores estratégicos o a la falta de unidad de las izquierdas, ¡aunque estos ámbitos sean fundamentales! Además, es necesario hacer una cartografía de las culturas políticas regionales en el país.
Pese al desastre, la hegemonía del PRI y del PAN en el norte del país resulta compleja y, en cierta medida, desoladora. Y no debe olvidarse el fuerte conservadurismo de ciertas capas medias urbanas, infectadas de la vulgar equiparación entre Hugo Chávez y López Obrador. De ello deriva una agenda pendiente que compete al conjunto de las izquierdas en el país, más allá de las elecciones de este año. Sin duda, la hegemonía del proyecto de las clases dominantes en el terreno de la cultura política constituye un legado de gran calado.
En este panorama, la cuestión electoral se llevó hasta los extremos, tendiendo a otorgarle un tratamiento principista. O se elegían las elecciones como campo de acción primordial –casi único– o se les rechazaba por su carácter inmediatista, institucional y reformista. La delicada distancia entre movimiento y partido pareció tensarse y volverse tan clara como para evitar la emergencia de instancias eficaces de diálogo entre las energías que corren entre las movilizaciones sociales y los procesos electorales. Para diversas tendencias políticas, la franca derechización del PRD otorgó certeza sobre el principio antielectoralista.
Como resultado de dicha polarización y, en general, de la correlación de fuerzas existente, los movimientos sociales no cuentan hoy con una representación política masiva a escala nacional. Es posible advertir la ausencia de una fuerza política capaz de llevar a la arena nacional la voz del potente movimiento magisterial de los últimos años; de las comunidades en resistencia contra el despojo y las catástrofes ambientales; del movimiento de mujeres; del movimiento sindical y obrero independiente y de las energías y los ánimos de combatividad mostrados por los estudiantes. La izquierda anticapitalista debe partir del reconocimiento de esta situación; de lo contrario, es probable decantar bajo justificaciones ideológicas.
Morena constituye un esfuerzo popular valioso ante la situación actual, irreductible a su dirección afortunadamente. No debemos olvidar que la mayoría de sus afiliados y militantes no proviene de experiencias partidarias previas y que su consolidación deriva de una compleja trayectoria iniciada con la lucha contra el desafuero en 2005. En otras palabras, y más allá de las diferencias y ausencias de esta organización, Morena es el único movimiento popular que logró mantenerse y crecer a contrapelo de la derechización generalizada del país. Desde luego, son palpables los riesgos de burocratización y derechización.
En esta organización coagulan los restos de las energías del proyecto nacionalista-desarrollista y un segmento muy significativo de las energías generadas en respuesta del neoliberalismo por amplias capas de la sociedad, en especial trabajadores del campo y de la ciudad, así como sectores significativos de lo comúnmente denominado clase media de los principales centros urbanos y de donde proviene su dirección política mayoritariamente. La dificultad de visualizarlo desde el campo de las izquierdas anticapitalistas proviene del centro mismo de sus ambivalencias.
El movimiento encabezado por López Obrador resulta un fenómeno progresivo en un sentido, pero conservador y abiertamente liberal en otro. Su consistencia y sentido provienen de dicha condensación y de la contradicción que entraña. Es masivo y popular, pero de dirección autoritaria y unipersonal. Representa un proyecto progresivo ante la situación actual del país. Sin embargo, visto en el mediano y largo plazos, su programa económico parece pretender un regreso al Estado nacionalista desarrollista. Nada se habla de la deuda externa o de la implantación de algún tipo de impuesto progresivo sobre la gran propiedad. El riesgo de esta ambivalencia es, antes que ideológico, ¡práctico! Lejos de un proyecto antisistémico, la pregunta es si puede cambiarse, aun de modo ligero, el rumbo del país sin afectar mínimamente aspectos económicos como los mencionados. En el mismo sentido, es viable criticar el reduccionismo empleado para sopesar la situación del país sólo desde la lente de la corrupción. La corrupción es parte del problema, pero no cabe omitir los obscenos volúmenes de ganancias ligados a las grandes empresas ni la ilegitimidad de la deuda externa.
El gabinete presidencial propuesto por el líder de Morena compromete el proyecto en este sentido precisamente. Desde 2006, la alianza con Carlos Slim dejó entrever la estrategia de quebrar el bloque dominante desde sus cumbres. En la actualidad, la colocación de personajes ligados a la mafia del poder muestra de nueva cuenta esta apuesta, desde luego en condiciones del todo diferentes. El riesgo, colocados en el campo estratégico, no es ideológico. De acuerdo con la hipótesis empleada, resulta imposible un cambio sin la ayuda de esos agentes y sectores reciclados. Pero la cuestión es también preguntarse si ellos mismos no representan un freno a cualquier tipo de cambio mínimamente progresivo y popular. Es relevante retomar las experiencias de los gobiernos de izquierda en Latinoamérica y el proceso de Syriza, en Grecia.
Es urgente destacar la presencia de estas ambivalencias y contradicciones en su relación con los movimientos sociales, en particular su relación con el magisterio disidente. La mayor movilización en defensa del magisterio y contra la represión durante 2016 fue convocada por Morena. En esa tónica el dirigente de esta organización se declaró a favor de echar atrás la (contra) reforma educativa durante 2016 y 2017. La misma dinámica colocó a bloques del magisterio en la posibilidad de generar acuerdos estatales y locales de cara a las elecciones intermedias de este periodo. Sin embargo, en fechas recientes, el 12 de febrero para ser precisos, AMLO modificó de modo sustancial su discurso. En lugar de hablar de la cancelación de la reforma, se refirió a la intención de presentar una iniciativa de ley para una nueva legislación docente. Incluso, la tóxica asociación Mexicanos Primero aplaudió públicamente esta corrección.
La campaña impulsada por el Concejo Indígena de Gobierno y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) constituye un esfuerzo significativo en términos históricos y simbólicos. En primer lugar, brinda certeza sobre la viabilidad de consolidar proyectos antisistémicos. Las comunidades zapatistas son hoy la avanzada de ese otro mundo posible. En segundo lugar, tiene el mérito de amplificar y posicionar la agenda del movimiento indígena. En tercer lugar, y en medio de la tormenta, resulta sumamente progresivo escuchar e impulsar un discurso anticapitalista ante la contracción de discursos situados sobre una base clasista e internacionalista.
Sin embargo, deben advertirse algunos elementos y dinámicas en el desarrollo de dicha iniciativa. Pese a su importancia, la masividad alcanzada a lo largo de estos meses refleja una drástica declinación del apoyo social al EZLN, en comparación con iniciativas anteriores. Es preciso preguntarse en qué medida este panorama resulta de comportamientos sectarios y tendencias de aislamiento por su dirección. En ese tenor, puede recordarse su silencio ante el grave conflicto laboral que implicó la extinción de Luz y Fuerza del Centro en 2009 o su ausencia ante la represión ejercida contra el magisterio durante estos años. Resulta comprensible el enorme esfuerzo empleado en desarrollar el proceso autonómico, su horizonte vital. Sin embargo, dicha condición no explica su silencio frente a la represión estatal ejercida contra sectores que en décadas anteriores constituyeron bases de apoyo fundamentales.
Si bien implica un esfuerzo militante muy valioso, en el cual intervino de manera significativa el apoyo del Sindicato Mexicano de Electricistas y de la Organización Política del Pueblo y los Trabajadores, la campaña no permitió fungir como una plataforma amplia para dar voz al descontento de los últimos años. En el mismo sentido, debe advertirse que la construcción discursiva del proceso no resultaba muy sencilla ni contundente. Durante años, el EZLN se adentró en un discurso político que tenía como uno de sus pilares centrales una postura abiertamente antielectoral.
Ante este panorama, hace falta humildad de la izquierda anticapitalista para admitir el fracaso en el intento de posicionarnos como una alternativa a nivel nacional. Particularmente, es posible advertir la debilidad de las fuerzas anticapitalistas en los principales centros urbanos del país, pero al mismo tiempo debe tomarse en cuenta la existencia de núcleos y redes militantes significativas como producto de las movilizaciones de la última década. Desde mi punto de vista, resulta urgente preguntarnos cuál será nuestra posición de cara a la coyuntura que se avecina.
El avance y la radicalización del proyecto neoliberal, incluido el proceso de militarización del país, colocan una alerta de gran calado sobre las elecciones del año próximo. Un sexenio más en manos del bloque actual podría implicar mayor deterioro, con la radicalización de la represión y la descomposición social. El desastre seguirá conviniendo a las élites actuales. El clima continental también nos alerta sobremanera. El impeachment en Brasil, el linchamiento de Venezuela y el fraude en Honduras son muestras de la estrategia y fuerza de la derecha imperialista en el continente.
Desde el campo popular es posible vislumbrar tres escenarios de cara a las elecciones presidenciales de este año: el primero, Morena conquiste la Presidencia en un ambiente pacífico y sin conflictividad; el segundo, que gane un candidato distinto y se genere poco o nulo conflicto; y el tercero –que en realidad incluye cierta gama–, que López Obrador gane o pierda con un margen reducido, aunque sea formalmente y desde el conteo del Instituto Nacional Electoral, y se abra la puerta a un escenario de crisis de representación de las instituciones, de movilización popular y de tendenciales fracturas en el bloque dominante.
El último elemento resulta fundamental ante cualquier escenario y, sobre todo, ante la posibilidad de una crisis política. Analizar las trayectorias y configuraciones posibles del bloque dominante frente a la coyuntura y sus posibles escenarios supone una tarea primordial desde el campo popular; hasta ahora, no queda claro cuál será su posición. Sin embargo, las características tomadas por el proyecto neoliberal y las posiciones adoptadas de cara a escenarios de crisis reflejan la unidad del régimen y de la élite dominante frente a la candidatura de López Obrador, más aún ante un proceso de movilización popular, y no porque esta candidatura represente un riesgo antisistémico.
En realidad, la oposición se debe a la radicalización derechista del bloque dominante y la insistencia del imperialismo estadounidense de conservar el caos prevaleciente hasta ahora, como refiere Carlo Fazio. Hay muestras de deslizamiento, como el caso de Romo o el reciente guiño de Germán Martínez Cázares, panista y funcionario de la administración de Felipe Calderón. Sin embargo, esas trayectorias no terminan por decantar a sectores fundamentales del bloque dominante, cuya vacilación puede tender a generar un ambiente de sospecha y expectación.
Los miles de miles de militantes de Morena tienen en sus manos por eso una responsabilidad inmensa. Como su dirección se niega a hablar abiertamente de la necesidad de la movilización, es importante tender puentes de discusión común que nos preparen para un escenario como ése. Las redes y los núcleos militantes de los movimientos sociales y de la izquierda anticapitalista debemos preguntarnos qué posición tomaremos ante un escenario de crisis y movilización. Aislarnos y abstenernos de participar en un escenario de ese tipo podría constituir un error fatal. No se trata de apoyar a López Obrador sino de frenar el bloque dominante e intentar poner un freno a la masacre actual. Colocados en dicha problemática, valdría la pena preguntarnos si desde estos ámbitos es posible llamar a organizarse y votar contra el régimen neoliberal y de guerra desde una posición autónoma y a la izquierda de Morena y sin ningún tipo de compromiso con dicha organización.
De cara al balance expuesto, quizás haya labores concretas factibles de llevar adelante desde el campo de la movilización popular y de las izquierdas anticapitalistas. En primer lugar, es relevante mantener los espacios cotidianos de militancia, intentando profundizar la formación de nuestros militantes y procurando comunicación con otras tendencias y sectores. En segundo lugar, reviste importancia pensar en una agenda capaz de aglutinar el descontento mostrado durante los últimos años. Poner freno a los megaproyectos y la devastación ambiental, asegurar justicia para las víctimas y los afectados por la guerra y procurar castigo para los responsables materiales e intelectuales, luchar contra los feminicidios y las violencias machistas, proponer derechos laborales plenos y asegurar libertad sindical, procurar que ningún joven sea rechazado de las universidades, y echar atrás todas las reformas estructurales y la Ley de Seguridad Interior son algunas de las demandas mínimas y esenciales que deberían apuntar a la constitución de un imaginario político común que oponga un freno a la derechización de Morena y, en caso de su victoria, prepare las condiciones para la emergencia de un polo crítico y autónomo. En el mismo sentido, y ante el posible surgimiento de un escenario de crisis y movilización, puede resultar útil entablar un diálogo con la militancia de base del Morena y sus sectores críticos.
La magnitud del país y la densidad de la coyuntura implican un problema que va más allá de nuestras fronteras. Después de todo, en la geopolítica proyectada por las clases dominantes estadounidenses somos una pieza clave. Posicionar el caso mexicano a escala internacional constituye una labor vital ante cualquier escenario de conflicto. Como el caso de Ayotzinapa lo evidenció, la presión internacional puede resultar determinante para detonar y escalar un conflicto. Desde luego, estas líneas exhiben más preguntas que respuestas en el intento por pensar en la situación actual y prepararnos para las luchas que se avecinan.