La política institucional mexicana no ha cambiado sustantivamente, ni en su dimensión simbólica ni en los mecanismos formales, durante las últimas décadas. Las denominadas reformas pluralistas (desde finales de la década de 1970) y que abrieron paso a las alternancias partidistas (hasta mediados de la de 1990), o la profunda crisis de legitimidad expresada en el reflujo de votantes “duros”, así como los constantes sondeos de reprobación ciudadana de los aparatos políticos y militares del Estado de los años más recientes, tampoco han modificado las formas en que los partidos y sus dirigentes imponen los tiempos y contenidos de dicha política.
Esta condición, sin embargo, atiende a un pacto de dominación estructural que ha codificado las relaciones estatales justamente a lo largo de las últimas cuatro décadas y que, en el horizonte de las elecciones presidenciales de este año, expresa algunos matices importantes situados por debajo de esa apariencia e indicativos de la continuidad de la dominación clasista en el país.
Perfilados los precandidatos presidenciales de las principales alianzas partidistas,1 algunas de ellas replicadas en coyunturas recientes similares y otras que por su aparente contradicción motivan críticas no menores, es posible situar algunas dimensiones socio-históricas de la composición clasista que ha controlado el aparato del Estado desde la imposición del neoliberalismo autoritario, así como de los alcances que estas fuerzas pueden tener en el próximo horizonte electoral.
Clases con proyección estatal y poder político
La configuración actual de la relación entre el Estado y las clases dominantes en México se ha forjado de manera vertical y autoritaria desde la década de 1980. Mas que tratarse de cambios en los “equilibrios” políticos entre “grupos o élites de poder”, mediados por marcos institucionales, la emergencia y radical imposición de esta forma de dominación implicó la transformación profunda de la estatalidad.
En el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) se comenzó la constitución de una relación entre clase política y los sectores dominantes que tuvieron la capacidad de establecer redes de poder e incidir directamente en la política económica perfilando, además, la prolongación de dicho poder más allá de la temporalidad sexenal. En efecto, a partir de entonces los empresarios, identificados y movilizados históricamente de manera corporativa, reclamarán cada vez más un lugar en la organización del Estado como “actores políticos”, capaces de codificar contenidos societales que filtraron en el sentido común de amplios sectores sociales y constituir así estructuras y redes de poder político, económico y simbólico.
El contexto de aquella imposición clasista, como parece suceder en la coyuntura actual, es el de una crisis ampliada de las formas de reproducción de la estatalidad. Esta condición compartida, sin embargo, tiene una peculiaridad fundamental: en el inicio del ciclo, el proyecto de la estatalidad emergente se levantaba sobre los escombros del nacionalismo-revolucionario y se sirvió de él para afianzarse en el campo político y frente a las fuerzas sociales provenientes de ese impulso democrático abierto por diversos movimientos sociales, algunos de ellos de carácter popular.
Empero, la forma de procesamiento de esta sobreposición entre tendencias democráticas y fuerzas autoritarias por los gobiernos federales subsiguientes fue la implantación de medidas “urgentes” de contención administrativa que, sin embargo, no ocultaron las contradicciones y el desgaste político e ideológico generados en el núcleo dominante, entre el aparato del Estado y el bloque económico, como principales beneficiarios de la estrategia de acumulación impuesta.
De ahí que, en el mediano plazo, el pacto de dominación entre la clase política y el bloque dominante tuviera que recomponerse y refuncionalizar coyunturalmente la expresión del poder presidencialista –apoyada en el unipartidismo operante en los hechos–,2 que había permitido hacer frente a las presiones de los grupos y las clases dominantes, así como integrar de manera subalterna las demandas de los sectores populares y las clases trabajadoras, en aras de insertarse de manera sincronizada en los parámetros del “capitalismo democrático” (Streeck, 2011) imperante a escala global. La alternancia partidista de 2000 pronto reveló la profunda continuidad de la dominación política y económica puesta en marcha dos décadas atrás.
En esta condición de crisis permanente, los sectores dominantes han marcado una separación estratégica y discursiva, nunca fundamental, frente a la clase dirigente. Según la coyuntura y el desgaste ideológico de la dominación, se han implantado también las formas y los mecanismos de mediación estatal, forzando así la reorganización del pacto político y económico al punto de redefinir los alcances de la participación en la conducción del aparato estatal.
La importancia de los cambios políticos e ideológicos impuestos desde la apertura del ciclo neoliberal y hasta la actualidad estriba en que han sido constitutivos de la transformación sustancial de las relaciones sociales articuladas en el Estado, que han mediado entre la decadencia o declive de una forma de Estado y la emergencia de otra, en tanto procesos sociales puestos en marcha a partir de las disputas y los conflictos entre las clases sociales con proyección estatal que lograron imponer determinado sentido a la trayectoria.
Este ciclo del neoliberalismo autoritario, entonces, oscila entre la crisis de la sociedad política heredera del nacionalismo-revolucionario que pierde la fuerza ideológica capaz de movilizar recursos en la sociedad civil y entre las clases subalternas y, a su vez, imposibilitada para formular una nueva organización de los pactos y consensos con los sectores o grupos fundamentales del bloque económico dominante terminará por constituirse en un bloque dominante específico.
Por esto, la clase política, redefiniendo también sus referentes y horizontes de poder, ha tenido que instaurar una estrategia de funcionamiento precario entre los niveles institucional y social de lo político, dando paso a esa coalición con la clase dominante, y con ello buscar imponer diversos mecanismos de consenso pasivo que les posibilite participar en el proceso de conducción política del modo de acumulación neoliberal.
La transnacionalización de las élites políticas mexicanas (Salas-Porras, 2017) se amplía y reproduce en la medida en que, sin el apoyo general de la sociedad civil y superadas las formas de control hegemónico previas, ha sido necesaria la reelaboración discursiva del proyecto de modernización y de la democratización para convertirlos en los pilares ideológicos del pacto de dominación neoliberal; la reforma moral (1982), el liberalismo social (1990) y la alternancia partidista (2000) e, incluso, la guerra contra el narcotráfico (2006) o el peligro permanente del populismo (2006 y 2012) han sido algunos de los códigos ideológicos con que este bloque dominante sostiene el control del aparato estatal y, que desde las primeras etapas de este ciclo de crisis, se configuraron como el revestimiento de la hegemonía débil del neoliberalismo-autoritario (Piva, 2007).
Este equilibrio inestable se ha mantenido durante todo este tiempo por la combinación de dos elementos fundamentales. En primera instancia, la formación de un sector en la clase dominante constituido por los grandes capitalistas, que asumirán su condición de sujetos políticos con proyección nacional y estatal, y que surgen y se constituyen como bloque en oposición a las medidas de contención implantadas ante los efectos de la crisis económica (1982 y 1995).
Dicha tendencia a la unificación en el Estado por este sector, identificable en otras coyunturas y con organizaciones específicas como el Consejo Coordinador Empresarial, que será la organización más importante de articulación empresarial en los años de la crisis de la estatalidad, se configura desde entonces como uno de los actores presentes en cada transición sexenal para erigirse como una fuerza política capaz de imponer pautas decisivas al poder presidencial en la medida en que se acelera también la transnacionalización de las grandes empresas mexicanas.
El segundo factor es que desde los años iniciales del neoliberalismo-autoritario, el aparato del Estado ha permanecido cooptado por una clase o élite política que reproduce sistemáticamente la doctrina neoliberal ortodoxa. Esta clase controla el núcleo de los sectores estratégicos y ha logrado sortear las crisis, tanto de la pérdida del control del presidencialismo previo y los momentos de crítica social impulsados por sectores de oposición, logrando instalarse en los espacios gubernamentales decisivos, estatales y federales.
Desde esos espacios se han encargado del diseño y la planeación de las políticas sociales y económicas a partir de las cuales impulsaron el vaciamiento de las mediaciones institucionales del nacionalismo para abrir paso a la dominación clasista antipopular. Como fenómeno consustancial, los miembros de aquella clase política que fueron los primeros en impulsar la imposición del neoliberalismo, por ejemplo desde las Secretarías de Programación y Presupuesto, y de Hacienda, han tenido un flujo permanente entre estos espacios de poder público y cargos gerenciales o de asesoría en empresas multinacionales o consejos de administración (Salas-Porras, 2017).
Considerado de esta manera, el actual horizonte electoral no parece plantear una alternativa a la continuidad de esta forma de dominación. Las fuerzas partidistas y, aun las candidaturas independientes que se perfilan a participar en el proceso, están codificadas en este esquema de control vertical articulado, en mayor o menor medida, con la reproducción del modo de acumulación neoliberal.
En esta coyuntura, la tensión entre las crisis de la representación política y la necesidad de agudización de las formas de dominación parecen señalar nuevamente la intervención de las clases fundamentales y de sus organizaciones en un sentido que refuerce las pautas de la imposición política e ideológica del proyecto del neoliberalismo-autoritario a través de la mediación política del aparato estatal.
Referencias
Piva, A. (2007). “Acumulación de capital y hegemonía débil en la Argentina (1989-2001)”, en Realidad Económica (225), 31-51.
Salas-Porras, A. (2017). La economía política neoliberal en México. México, Akal.
Streeck, W. (2011). “La crisis del capitalismo democrático”, en New Left Review (71), noviembre-diciembre, 5-26.
1 PRI-PVEM-Nueva Alianza aparecerán como “Todos por México”, PAN-PRD-Movimiento Ciudadano se registran como “Coalición por México” y Morena-PT-PES constituyen la coalición “Juntos haremos historia”. Si bien hay afinidades sustantivas entre algunos de los partidos que forman estas alianzas, las más evidentes entre el PRI y el PVEM o entre Morena y el PT, algunas expresan el desgaste mismo de la representación política partidista. Así, el frente entre PAN y PRD implica un corrimiento del segundo hacia la derecha conservadora que le ha significado el vaciamiento de la mayoría de los militantes que aún representaban un sector nacionalista. Del otro lado, la unión entre Morena y el PES resulta todavía más difícil de sostener a no ser por una riesgosa lógica electoral que prefiere sumar votos duros y arriesgar los “indecisos”.
2 Como efecto de la reforma política de 1977 (Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales), los partidos que habían permanecido sin registro fueron accediendo a la disputa electoral conforme cubrieron los requisitos solicitados en la nueva ley. Así, los Partidos Comunista de México, y Socialista de los Trabajadores obtendrían el registro en 1979. Si bien la reforma política se considera uno de los antecedentes fundamentales de la democratización institucional en México, dada la apertura y el pluralismo partidista, el hecho de que el PRI mantuviera el control de los espacios estratégicos y de las relaciones de poder del aparato del Estado, la alternancia y la disputa política electoral permaneció siempre inconclusa o parcial, siempre como un recurso ideológico antes que como expresión de oposición real.