“Pasos incrédulos, obstinados, absortos, voluntariosos, que fueron rescatando, recreando las calles, redescubriendo la Avenida […]. Los transeúntes se transformaron, súbitamente, en ciudadanos; el reconocimiento comunal del trazo de la ciudad le ganó la batalla a la grisura de las tardes tristes…”
Carlos Monsiváis. Días de guardar.
I. Un Aleph
A 50 años de haber ocurrido, la traza de los movimientos estudiantiles y populares que aquel año recorrieron México y otros puntos del planeta continúa arrojando luz sobre las contradicciones y los desafíos de la humanidad. Cada vez queda más claro que al 68 debemos la apertura de poliédricos espacios múltiples, a través de los cuáles, el ejercicio de las libertades democráticas ha sido una manera de transformar sociedades, formas de gobierno y estructuras de poder. Esto ha implicado entender a la política y la cultura como espacios públicos: plataformas desde las que las batallas por el rumbo político, por la democracia, contra las injusticias y las desigualdades han emprendido inéditos vuelos y navegaciones.
En 1968 las calles de las ciudades se convirtieron en el escenario primordial de una inesperada disputa por la modernidad: una diada multidimensional, pero diada al fin, en la que las oligarquías defendían un opresivo régimen de privilegios por medio de la violencia y de un discurso que se legitimaba en los principios del orden y el supuesto progreso. En el contraflujo de la diada, aquella vertical estructura debió enfrentar a otra idea moderna fundada en el ejercicio de la libertad, la pluralidad, la razón individual y colectiva: principios horizontales del presente y el futuro que los jóvenes urbanos imaginaban como necesariamente igualitarios y democráticos. Así, el 68 ensanchó el influjo moderno para construir una tensión transformadora que—es importante reivindicarlo—sigue presente en nuestros días.
Por tanto, el 68 cambió, en primer lugar, las relaciones sociales, espaciales, políticas y culturales de los territorios urbanos antes autoritariamente fragmentados. Luego, como fruto de esa ruptura, posibilitó la disputa de las hegemonías económicas y morales de las últimas cinco décadas en los terrenos nacionales y mundiales. Hoy, a pesar del espejismo posmoderno, la contienda sigue librándose en el infinito firmamento global de la comunicación en red. El 68 es parte motora de la memoria viva y actuante de la subalternidad, y la diversidad cultural: la confirmación misma de la vigencia de nuestra modernidad inconclusa y en disputa.
En la Ciudad de México —por las heridas abiertas que dejaron las balas, por el talante libertario y rebelde que se afianzó en su reinventada conciencia democrática—el 68 logró que la sociedad cambiara para siempre y que se convirtiera en el motor transformador del país entero. Las lides callejeras, las asambleas, las manifestaciones artísticas, la semilla de una nueva cultura política, las consignas, la incursión sin permiso en el debate público, la vasta experiencia política transgeneracional que los jóvenes de hace 50 años sembraron, han evolucionado desde entonces hasta convertirse en un árbol: aquel que nació desde un resquicio ubicado en el oscuro sótano de la rígida estructura del poder occidental y que entrañaba un polifónico sinfín de nuevos códigos y ecuaciones para entender al mundo. Un prisma que contenía “todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”, como el Aleph de Borges.
II. Otro Mundo. Entre Aristóteles y Revueltas. De Maquiavelo a Praga y Tlatelolco
¿Existe una impronta tangible de los movimientos de 1968 en la geopolítica global contemporánea? ¿En la cultura, en las formas y el discurso políticos? ¿La estela del 68 ha influido en el diseño y las características de nuestras formas de convivencia y comunicación? ¿En las maneras de resolver nuestros conflictos? ¿En las formas de lucha, crítica y movilización de la sociedad? Para dibujar algunas respuestas a estas interrogantes, primero valdría recordar que el 68 ocurrió en 65 países casi al mismo tiempo. Un tiempo en el que, por cierto, no existían las extensas vías de interactividad global que produjo la revolución de las tecnologías de la información al finalizar el siglo XX. La globalización de los mercados financieros, Internet y las redes sociales; nada de eso estaba ahí. Es justo en este punto dónde podemos empezar a dilucidar la magnitud de las razones, el contexto y las causas de las rebeliones urbanas de 1968. También el calado de sus efectos posteriores en la cultura política mundial.
Hacia la segunda mitad de la década de los 60 del siglo XX, el relativo y disfuncional equilibrio planetario producido tras la Segunda Guerra Mundial mostraba sus primeras fisuras. En Occidente, el modelo de producción económica determinado por el auge industrial y sostenido por el Estado de bienestar entraba en una fase de sobrecalentamiento. El sistema comenzaba a volverse incapaz de satisfacer las exigencias de libertad política y movilidad social de la clase media urbana, de sostener el salario y las prestaciones sociales de la clase obrera y de ofrecer cauces democráticos a la pluralidad y la discrepancia. Las revueltas de París ilustran el momento. El 68 representó una crisis que demostró la insuficiencia y fragilidad de los sistemas políticos tradicionales, incluso aquellos que se pensaban cabalmente democráticos.
El anverso autoritario e imperialista del capitalismo industrial quedaba cada vez más expuesto ante una sociedad crecientemente crítica, consciente e informada. De ello dio cuenta la lucha en las ciudades de Estados Unidos y en otras urbes del planeta contra la guerra en Vietnam o contra el racismo. En el Tercer Mundo estas contradicciones se agravaban en el marco de la dependencia económica y la persistencia de la exclusión y la miseria para millones. También por la presencia de regímenes represores, corruptos, verticales y populistas, como el mexicano. Luego, la Guerra Fría como telón de fondo era también cuestionada. Fue cuestionado el discurso de la unidad contra el mal comunista, cuestionado el mundo bipolar que se sostenía entre amenazas de guerra nuclear y cuestionado el carácter igualmente autoritario del bloque soviético, como lo demostró la Primavera de Praga.
El 68 mundial fue una batalla contra el autoritarismo y la violencia de los poderosos: el reverso oculto de la democracia occidental y de los regímenes estalinistas. Una batalla urdida por un actor colectivo inesperado por su magnitud y por el desafío a un conjunto de reglas y nociones que se pretendían inherentes a la sociedad humana, preescritas e inamovibles. Este conjunto de normas se había erigido en una cultura política que, tras de sí, sostenía un entramado hecho de injusticias y restricciones para una mayoría asfixiada por las envejecidas y solemnes élites del poder—las que habían triunfado en la posguerra—que se mostraban incapaces de entender un discurso que no fuera el de la fuerza y el orden para garantizar el estado de las cosas. La razón de Estado, mal heredada y mal sustraída de las reflexiones maquiavélicas, y con ella el uso arbitrario de la violencia por el Estado—esos supuestos fundamentos modernos convertidos en tradición intocable—fueron frontalmente cuestionados, sacados de su órbita por un factor más inesperado aún: un discurso colectivo compuesto de ideas e imaginación, mayoritariamente pacifista, irreverente, ávido de igualdad, libertades y de un futuro diferente.
En efecto, el 68 no triunfó en todas sus aspiraciones, de hecho, sería derrotado en muchos de sus frentes. Sin embargo, la ruptura que produjo hizo más amplias otras fisuras generadas antes, en otros momentos históricos de cambio y por otros influjos colectivos de cambio y resistencia. Abrió así una importante grieta donde lo establecido celebraba un ilusorio triunfo definitivo (ejemplo de ello es la Olimpiada de México, pretendida vitrina de la llegada definitiva de México a la prosperidad civilizatoria, como recientemente ha descrito Ariel Rodríguez Kuri). Como desafiante espejo del agujero producido por la bazucazo militar en San Ildefonso, el 68 descubrió una brecha de dimensiones inéditas por la que desde entonces ha transitado y crecido un caudal que hasta nuestros días no ha cesado de cambiar al mundo. Abundemos entonces en la dimensión histórica de este camino, en sus puntos de partida y derroteros posibles.
Como ha definido Giovanni Sartori «hoy estamos habituados a distinguir entre lo político y lo social, entre el Estado y la sociedad», sin embargo, es importante recordar que esta distinción no siempre estuvo ahí. Dicha frontera es producto de un largo proceso de desarrollo de las relaciones históricas, económicas y de poder en las sociedades humanas, y en el camino, de los conceptos mismos de Estado, sociedad y política. La diferencia entre lo político y lo social o más aún, su contraposición, corresponde a esa visión dominante y vertical de la política en la que el Estado no es visto como una herramienta social y más bien representa una esfera superior, infranqueable y diferenciada del resto de la sociedad, donde esta última adquiere una posición de subordinación. Pero ¿es y ha sido esa la única política posible? Los movimientos estudiantiles de 1968 en todo el mundo dejaron claro que no, pero abrevemos un poco más de la historia.
El aún vigente dominio de la noción vertical de la política—reproducida en sus versiones de derecha e izquierda—contrasta con el concepto de «lo político» surgido inicialmente en la antigüedad clásica. Para los griegos la “política” era todo lo referente a la polis como conjunto (un espacio horizontal del que todos sus miembros participan en términos de igualdad): sus formas de organización, sus mecanismos de decisión, el arte y la ciencia del gobierno. En aquella idea no había distinción entre lo social y lo político. El ser político, el vivir político, no era una parte o una actividad de entre otras en la vida, básicamente porque lo político era en sí mismo el hecho de vivir en sociedad, en la ciudad, en la polis entendida como la entera base fundamental de la vida para los ciudadanos libres (acotando que no para los esclavos o lo extranjeros). Así, al definir al hombre como un zoon politikón (animal político), Aristóteles postuló que la naturaleza racional de los seres humanos era vivir en comunidad.
No obstante, la Edad Media y la hegemonía de la moral judeocristiana nos heredaron después una idea de sociedad en la que los seres humanos no tenían derecho a la felicidad en este mundo. También, la creencia de que todo ocupaba un lugar predeterminado, inamovible, y que las personas estaban condenadas a vivir bajo los designios de los monarcas absolutos, los señores feudales o de Dios. Luego, al finalizar el siglo XV, el Renacimiento y la modernidad dejaron claro que aquello era relativo, que las y los seres humanos también podían aspirar a caminar en sentidos diferentes, imaginar y crear otro mundo a su medida, conocer a la naturaleza y transformarla en su favor. Sin embargo, esto nunca fue suficiente. Una eterna, contradictoria y multidimensional encrucijada nos acompaña hasta nuestros días: las batallas por la hegemonía cultural, la crisis ambiental planetaria, la persistencia de desigualdad, la violencia, son ejemplos de las manifestaciones de una turbulenta navegación que lejos está de terminar.
Pero volvamos al siglo XVI: los pensadores renacentistas fueron capaces de demostrar que la humanidad no estaba condenada a vivir un presente infeliz y temeroso, que la historia no había sido preescrita por nadie y que la conformación del futuro del planeta estaba en manos de sus habitantes. Por aquellos días, Nicolás Maquiavelo imaginó que el devenir humano era un río. Ante su caudal, nos habíamos acostumbrado a morir de miedo; a simplemente esperar el momento en que algún arrebato divino determinara nuestro castigo y el río se desbordara para arrastrarnos violentamente tras la tormenta. El florentino se preguntó entonces si el rumbo de la sociedad podría modificarse de la misma manera en que los ríos son desviados en su favor por aquellos hombres que aprenden a predecir el clima y se deciden a construir diques y represas. A partir de aquel momento –como nos recuerda Luis Villoro en su ensayo El pensamiento moderno “el hombre se realiza a sí mismo, como Dios, creando. No puede menos que hacerlo, pues de lo contrario, no sería el mismo. Sin embargo, en el acto de realizarse a sí mismo, engendra un mundo nuevo: el mundo de la cultura, sobrepuesto a la naturaleza”. La cultura: la vasta dimensión del artificio humano en la que se despliegan y entrelazan el conocimiento, la creación, el arte, lo político, lo simbólico, la tradición y las creencias, el transformador (o conservador) actuar racional individual y colectivo.
Es sabida la paradójica importancia del día en que Maquiavelo distinguió entre la razón de Estado y los intereses de la Iglesia. Desde entonces el florentino puso a la política en manos de los seres humanos. Sin embargo, también describió una idea de la política en la que era posible desprenderse de la moral católica—y de toda moral—en aras de la consecución de los intereses del poder del príncipe. Esta última concepción definiría un nuevo vínculo entre la sociedad y el Estado, pues, en una sociedad jerárquica y estratificada, las relaciones humanas se convertirían entonces en un complejo edificio coronado por esa oscura esfera en la que los gobernantes y los poderosos, se refugiarían para tomar las decisiones en nombre de la eficacia sin lastres morales, construyendo, no obstante, un discurso moral fundado en la dominación y el miedo: quien pretendiera trepar por los muros para acceder a la esfera o ver a través de ella, vería la peor de sus suertes.
De ahí se consolidó el Estado constitucional moderno y, gestadas en su tensión innata, ocurrieron las guerras y las revoluciones más cruentas que jamás hayan sido vistas. La sociedad humana cayó en cuenta de que su intervención en lo político no sólo era posible, si no que, una y otra vez, podría convertirse en un asunto de vida o muerte. Ya lo advertía Max Weber cuando cifra el significado de la política en “la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen”. La esfera seguía en la cima, pero ahora era menos inalcanzable para los desposeídos que podían decidirse a escalar el muro con un martillo en la mano (aunque para hacerlo habría que estar dispuesto a soportar una lluvia de fuego).
Recapitulando: el jerarquizado edificio político y social de estratos pretendidamente eternos ha evolucionado y prevalecido desde Roma hasta nuestro siglo XXI global, abrevando de la noción moderna (la razón de Estado, el principio de autoridad) pero también cimentado en conceptos premodernos (el dominio salvaje de los poderosos sobre los oprimidos). Es aquí donde, en contraparte, no debemos olvidar que a lo largo de la historia, la política en manos de la gente—ese otro fruto de la razón y la modernidad—ha salido al paso para revolucionarlo todo, buscar nuevos equilibrios, poner un freno, proponer nuevos caminos y transformar la realidad; impulsada ya por la inconformidad social organizada que toma las calles, ya por el más elemental espíritu de solidaridad, ya por la fuerza de las ideas o por la convicción de aquellos que decidieron no ser indolentes ante la injusticia.
De las ideas de la Ilustración, el liberalismo democrático y el socialismo surgió la semilla de mil procesos de transformación y resistencia protagonizados por hombres y mujeres que pretendieron y lograron cambiar el rumbo. Los movimientos juveniles del 68 retomarían la estafeta, justo cuando se pensaba que ya no había rumbo que cambiar. En esta renovada contienda, los movimientos estudiantiles habrían de reabrir la disputa por la conducción de los valores primigenios de la cultura moderna y los principios fundadores del cambio social al visualizar que todo puede ser transformado.
A partir del 68, no son pocas las veces en que desde la crítica y la discrepancia el poder ha debido reformarse, cambiar de manos, abrirse o pactar equilibrios. Muchas veces nos hemos equivocado, pero también hemos descubierto e inventado otros mundos. Tras la Revolución Francesa, el artificio racional produjo frutos como la democracia republicana, las ciudades modernas, el principio de las libertades políticas, los derechos sociales y del individuo, la educación y la salud públicas, el derecho internacional, el posterior fin paulatino del colonialismo, el uso y desarrollo de la ciencia y la tecnología en favor del acceso de millones de ciudadanos al bienestar, la conquista de la Luna, una inconmensurable creación artística y bienes culturales públicos. En el anverso, en el 68 y en la actualidad, la mayoría de los seres humanos no ha dejado de vivir un presente de pobreza, guerra y exclusión.
Hasta hace muy poco comenzamos a caer en cuenta de los estragos de nuestro expolio de la naturaleza y ahora no sabemos como mirar atrás (ni adelante) para corregir el desastre. El poder del dinero sin contrapesos ha mostrado su rostro temible en varios episodios de los últimos doscientos años: la acumulación del capital y la lucha descarnada por los bienes materiales ha determinado y determina el rumbo casi siempre. La historia reciente de la cultura occidental—y con ella, la del planeta entero—es la historia de la pugna por la dominación de unos sobre otros y la reproducción infinita de la ganancia a sangre y fuego.
El 68 hizo visible una realidad insostenible y dejó claro que habíamos heredado de la modernidad capitalista una sociedad injusta, donde el progreso técnico económico y las formas de división social del trabajo han dado pie a una estructura vertical crecientemente desigual, como Marcos Kaplan señala. Con cientos de años de funcionamiento, esa sociedad es, en el fondo, la misma que hoy prevalece en el mundo del encumbramiento del capitalismo financiero y la revolución de las tecnologías de la información.
¿Es ese nuestro contradictorio destino? ¿La globalización de esas condiciones y reglas desde hace algunas décadas es el único porvenir posible? Para respondernos, no perdamos de vista las mareas interminables de la historia. Luego hagamos un repaso por el pensamiento libertario que, a través del tiempo, ha postulado el valor de la crítica, la resistencia ante lo que parece inevitable, la rebeldía emancipadora frente a lo aparentemente inamovible: bien decía Marx que “la sociedad […] no es algo pétreo e inconmovible, sino un organismo susceptible de cambios y sujeto a un proceso constante de transformación”. ¿Valen estas denostadas ideas para nuestro convulso tiempo y nuestros grandes problemas? ¿Cuál es la importancia de los movimientos estudiantiles y populares de 1968 en todo ello? Vamos viendo.
Los grandes movimientos sociales de la posguerra—y de forma notable el 68 mundial—dieron martillazos a los cimientos que entonces sostenían la torre cultural occidental: la familia, el capitalismo, la sexualidad, el machismo (al menos parcialmente), los alcances de la democracia liberal, las guerras de los poderosos. Todo fue puesto en duda, justo cuando el equilibrio planetario y el Estado benefactor surgidos de la Segunda Guerra Mundial pretendían mostrarse como irrefutables.
Los jóvenes de entonces tenían perfectamente claro que la política no era “más que el conjunto de las razones para obedecer y de las razones para sublevarse”, como ha definido Fernando Savater. La generación del 68 se atrevió a imaginar que la sociedad podía ser diferente. ¿Y si en vez de torre la sociedad fuera un barco?: si las visiones verticales del mundo demostraban su insolvencia para hacer de este un lugar más feliz, era posible imaginar alternativas que solo podrían ser ejecutadas por los pasajeros que, a lo largo y ancho de la cubierta del barco, miraban absortos (hasta ese momento) que el anciano capitán se derrumbaba sobre el timón dejando el barco a la deriva.
En 1968 en México—como en París, Washington y Praga—soplaron con fuerza y vitalidad esos nuevos vientos de cambio. Aquel año trajo consigo una voz colectiva y discrepante que, aún tras ser acallada con la fuerza de las balas y seguir proscrita de los libros de texto oficiales en las escuelas mexicanas, resuena hasta nuestros días. Expresa o subrepticiamente, la herencia rebelde de los jóvenes que entonces –con irreverente alegría y reivindicando la fuerza de las ideas- se atrevieron a tomar las calles para pugnar por la toma de conciencia sobre nuestras contradicciones, para proponer una sociedad solidaria y que la imaginación llegara al poder, permanece.
A propósito de la obra de Carlos Fuentes Los 68. París, Praga, México, Selene Aldana hace la siguiente reflexión en torno al mayo del 68 francés…
“Los estudiantes luchaban no con armas ni con violencia, sino con ideas. En el mayo francés quedó claro que las ideas son mucho más poderosas que las armas, porque las ideas son capaces de transformar a grandes conglomerados de personas y porque son rápidamente transmisibles. De ahí la aversión de las autoridades a las ideas. Los estudiantes franceses se plantearon el reto de llevar adelante una revolución exenta de autoritarismo y de coerción de la libertad. La revolución parisina no era solo contra el gobierno francés, sino contra una modernidad pervertida que ha olvidado sus viejas promesas, que ha olvidado que el verdadero sentido de la producción es la calidad de vida y no la ganancia; contra una modernidad que se ha vuelto acrítica e intolerante al cambio, que está sustentada en la abundancia en el primer mundo y el hambre en los países pobres.”
Es importante anotar la contemporaneidad de esta reflexión. No sin antes preguntarnos si hubieran sido posibles sin el 68; el derrumbe del Muro de Berlín; la ruptura con el estalinismo y la apuesta por la democracia de una buena parte las izquierdas mundiales; las transiciones democráticas en México, Sudamérica y España; la igualdad de género; la conciencia ambiental; la emancipación sexual; el rechazo a toda discriminación; la búsqueda cada vez más global, amplia, contundente y consensual de las libertades democráticas y culturales, de los derechos humanos y los derechos de las minorías.
Del 68 aprendimos cuáles son los factores colectivos capaces de revolucionar la realidad: el diálogo y la movilización pacífica de masas; la suma plural de voluntades; el discurso que convoca a las mayorías para transformar las cosas y se manifiesta en la calle, los medios de comunicación, las asambleas, las instituciones, los parlamentos y en todo foro que pueda abrirse; el debate de ideas y propuestas; la fuerza de la razón; la autogestión ciudadana y consciente que va de la plaza pública a la fábrica, que pasa por las escuelas, las posturas políticas y las estrategias de autodeterminación de la sociedad (ideas que como nadie José Revueltas supo dilucidar); el escribir programas de cambio político y luchar por ellos; el volante, el mimeógrafo, el panfleto y la revista teórica; el mítin y la marcha; la poesía, las artes visuales y la música; la resistencia ideológica; la discrepancia; la fiesta sin permiso; la imaginación; el cabal ejercicio individual y colectivo del libre albedrío; la ética de la responsabilidad compartida para cambiar al mundo asaltándolo sin violencia para convencer a otros y otras, horizontalmente, democráticamente, desde abajo.
Desde la perspectiva que hace entender a la historia como un entramado de mareas e influjos de larga duración, podemos ver que, así como permanecen y aumentan muchas de las contradicciones e injusticias contra las que lucharon los estudiantes de entonces, parece claro que el 68 fue el punto de partida de otro proceso que aún no termina: una praxis y una cultura política que–si bien han evolucionado—siguen vigentes. Para probarlo, solo hagamos un esfuerzo por imaginar si las estrategias de cambio del mundo contemporáneo (de Twitter al performance, de Wikileaks y el hashtag que se indigna para llenar la plaza, derrocar gobiernos corruptos o ganar elecciones. De la lucha por la transparencia en el ejercicio gubernamental a las alternativas contra el desastre ambiental) serían concebibles sin el precedente sesentayochero que buscó llevar la imaginación al poder, entender a la sociedad humana como un espacio público y abrir todo horizonte.
III. Saber desobedecer. El 68 mexicano y una ciudad transformadora
En el Antiguo Colegio de San Ildefonso y poco antes de morir, Friederich Katz contrastaba a la Ciudad de México de nuestros días con la ciudad que tomaron Villa y Zapata en 1914. Ante su auditorio, Katz imaginaba la impresión que a los dos caudillos revolucionarios habría provocado la imponente metrópoli de herencia porfiriana, para luego preguntarse cuál habría sido la reacción de las tropas de la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur si esa incursión hubiera ocurrido en el siglo XXI.
La ciudad de aquel noviembre de principios del siglo XX era una ciudad de barrios populares oscuros y miserables, al tiempo de haber sido durante más de tres décadas la sede una régimen fastuoso y dictatorial. Una ciudad desigual. Aquella urbe era también, y en primer lugar, el objeto de las grandes luchas para definir el rumbo del país: el centro del poder político y simbólico de una nación convulsa, y en disputa desde el inicio de la Independencia de México.
Casi cien años después, pensaba y nos decía Katz, esa misma ciudad pasó de ser el blanco de múltiples batallas de bandos en conflicto a convertirse en un intenso sujeto transformador de la historia de México. Así, Villa y Zapata habrían encontrado hoy una urbe donde la desigualdad seguía ahí, pero también un “centro de grandes movimientos sociales, […] dedicada al cambio social, a la transformación cultural, económica y educativa a favor de las clases populares”.
A mediados del siglo XX esta era ya una gran y moderna metrópoli, capital de la República Mexicana. El auge económico producido por la industrialización tras la Segunda Guerra Mundial se construyó sobre la base de un Estado vertical y autoritario. Ello se acompañó de la implementación de una amplia política social, que si bien fue producida por la Revolución y trajo consigo escuelas públicas, hospitales, crédito, seguridad social e instituciones culturales, nunca dejó de obedecer en el fondo al afán de control político clientelar del régimen. A la par, surgió un poderoso corporativismo sindical y apareció la corrupción sistémica de los políticos del partido gobernante.
Nuestro desarrollo urbano, antes de ser planeado con alguna visión de sostenibilidad futura, siempre respondió a los intereses económicos de las elites aliadas al poder. Luego, la clase media creció y se consolidó, se ampliaron las avenidas y por ellas comenzaron a circular millones de automóviles. Todo a ritmo de mambo, rancheras y rock and roll en el radio, el cine y la televisión. Para ese momento, el Valle de México ya había perdido por completo sus lagos y de manera abrupta comenzó a albergar una megaurbe nutrida por la sostenida migración de millones de campesinos y obreros de todo el país. Un nuevo y gigantesco cinturón de barrios precarios y sin servicios crecería sin parar durante varias décadas.
La ciudad moderna y funcional de mediados del siglo XX comenzó a entrar en crisis cuando el rígido y burocrático Estado posrevolucionario dejó de tener la capacidad de dar servicios, bienestar, expectativas e inclusión a la clase media y a los hijos de los trabajadores de la megalópolis para asegurar con ello la “paz social”.
Hacia la segunda mitad de los años 60, una nueva generación de chilangos había crecido y reclamaba espacios, oportunidades, el ejercicio pleno de los derechos consagrados en la Constitución y—sobre todas las cosas—libertades sociales y democráticas. El Movimiento estudiantil y popular de 1968 fue el signo de los nuevos tiempos. Y cuando esa juventud informada y rebelde tomó las calles, un amplio sector de la sociedad la rodeó de solidaridad. El régimen se puso a temblar y en un arrebato recurrió a la represión sangrienta para derrotar al movimiento; sin embargo, un germen democrático había quedado firmemente sembrado, como lo demostraría la historia posterior de México.
Tras el 68 vendrían tiempos difíciles para la capital de la mano de la crisis mundial del Estado de Bienestar en el mundo entero y de la imposición paulatina del paradigma neoliberal. Al tiempo que la inversión pública y el tamaño del aparato gubernamental fueron disminuyendo, la ciudad siguió creciendo: aumentó la desigualdad, el desempleo y la contaminación ambiental se apropió de nuestros días. El 19 de septiembre de 1985, un terremoto lo cimbró todo, acabó con las casas de 50,000 familias y se llevó la vida de miles de personas; pero la ciudad comenzaría a renacer de sus escombros en poco tiempo cuando sus habitantes salieron a la calle a rescatar a sus heridos, a reconstruir lo posible y a confirmar que la crisis del régimen vertical, autoritario y corrupto tenía como contraparte a una ciudad que sabía organizarse. El 68 pesaba en la memoria.
La Ciudad de México convertida en un renovado sujeto activo sería el origen del relanzamiento de la ardua lucha por las libertades democráticas y los derechos sociales en este país. Con Rockdrigo, El Tri, Botellita de Jerez, The Cure, The Clash, Soda Stereo y luego Maldita Vecindad, Los Caifanes y Santa Sabina como música de fondo, otra nueva generación de jóvenes excluidos e inconformes protagonizaría en pocos años múltiples movimientos callejeros estudiantiles y culturales con un reinventado discurso antiautoritario que exigía democracia plena, nuevos derechos, inclusión y libertades. En aquellas coyunturas, clave principal del inicio contemporáneo de la transición democrática mexicana y de un abanico de resistencias al neoliberalismo y sus efectos destructores del tejido social, estaba presente el 68.
La acción autogestiva ciudadana frente a los terremotos del 85, la irrupción neocardenista de 1988, los movimientos estudiantiles de los años 80 y 90, la solidaridad con la lucha indígena del EZLN en 1994, la democratización de la Ciudad de México en 1997, la caída del PRI en 2000, la batalla democrática encabezada por Andrés Manuel López Obrador en 2006, la resistencia del movimiento #YoSoy132 al regreso del PRI en 2012, el repudio a la clase política y la partidocracia por los hechos de 2014 en Ayotzinapa y la batalla en curso por saber el paradero de los 43 estudiantes ahí desparecidos; la renovada solidaridad ciudadana y la rápida acción horizontal frente al terremoto de septiembre de 2017, el masivo repudio estudiantil al porrismo en la UNAM hace unas semanas, las demás batallas que la sociedad civil sigue dando en el siglo XXI contra la violencia y la injusticia, han dado forma a un amplio y pacífico influjo transformador que—visto en perspectiva y a pesar de todos sus traspiés—no ha dejado de ser decisivo en la consecución de un país menos doloroso.
Sin duda, el triunfo democrático de la izquierda democrática y sus aliados en las elecciones presidenciales de 2018 y los procesos de organización ciudadana que lo hicieron posible representan el arribo histórico a un puerto decisivo para la construcción de un México acorde a las esperanzas de cambio y justicia de las mayorías. Tal vez, nada de ello hubiera sido posible de no ser por la memoria de esos agitados días de 1968 en que, para salir de la noche autoritaria—como alguna vez escribió Carlos Monsiváis—por primera vez en muchísimo tiempo “el país volvió a disponer de ciudadanos”. Parece claro entonces que desde hace algunas décadas esta ciudad ha sido transformada por sus movimientos sociales. Después, esa fuerza urbana de cambio ha comenzado a reformar a la nación.
IV. Un planeta urbano. El 68 y la memoria del futuro
El espejismo funcionalista de la ciudad imaginada tras la Segunda Guerra Mundial por el urbanismo capitalista produjo, en vez de ciudades eficaces y de espacios compartidos, ciudades compartimentadas y disfuncionales. Al finalizar el siglo XX, la desigualdad y la pobreza habían traído consigo ciudades jerarquizadas, estratificadas, violentas y delimitadas por zonas prohibidas a una u otra clase social. Suburbios elegantes vigilados por agentes policíacos privados. Centros comerciales para la clase media que ocuparon el vacío dejado por la plaza pública perdida. Niños solos, encerrados en sus casas viendo la televisión, sin posibilidad de salir a las calles oscuras en las favelas de la clase trabajadora. Ciudades atrapadas por sus muros interiores.
La ciudad impuesta por la lógica solo mercantil abandonó sus jardines públicos y también sus centros históricos al amparo del dogma que los consideró no útiles, prescindibles y simplemente viejos. Más tarde pretendió destruirlos para abrir paso a los automóviles. La ciudad así, se volvió inhumana, irrespirable, excluyente e individualista. También se convirtió en una bomba de tiempo. Hasta el día en que comenzó a explotar.
La clave del estallido se ubicó justo en el punto en que se cruzaron las contradicciones sociales, económicas y políticas que impedían ver que la ciudad siempre había sido un espejo de la comunidad humana, de su historia, su presente y su futuro. La socavación del espacio público había ocurrido al tiempo de la implantación de una concepción vertical, mercantil y excluyente de la política y la vida en sociedad. Luego, muchos cayeron en cuenta de que la ciudad era de los ciudadanos. A partir de 1968 iniciaría una larga y fluctuante travesía hacia una sociedad abierta, de libertades y derechos. No todos vieron que en las calles y las plazas públicas recuperadas para la comunidad por los jóvenes de las urbes occidentales, había sido engendrada la semilla de una nueva manera de entender a la ciudad como un espacio público.
Pasarían algunas décadas y, con ellas, un gran terremoto en la Ciudad de México, la caída del Muro de Berlín y múltiples tomas de conciencia construidas al amparo de la ciudad como lugar de encuentro. Hoy priva la incertidumbre, pero desde hace algunos años y en medio de las crisis cíclicas de los mercados financieros—además de las agendas ciudadanas que proponen alternativas en materia económica, ambiental y política—ha tomado fuerza con claridad el surgimiento de una conciencia sobre ser ciudad. Hay hartazgo, confusión e indignación. Pero también memoria, uso de la información y el conocimiento, madurez cívica. Lo cierto es que cuando la metrópoli se reconoce a sí misma reclama como espacio público la política, el gobierno, la economía, los medios de comunicación y, por supuesto, las plazas, los jardines y las calles.
Un fantasma silencioso parece recorrer el orbe, como si se preparara para anunciar pronto que sí existen alternativas a la violencia, la desigualdad y la destrucción de la naturaleza. Es la ciudad que ha decidido reencontrarse en sus lugares públicos para reconocerse, tomar el sol y olvidar el miedo. En el espacio público no hay guetos, todos somos iguales y, si nos lo proponemos, nos ponemos de acuerdo y podemos actuar. No es tan difícil, pero la agenda pendiente es larga. ¿Hasta dónde podremos llegar? ¿Ilusión o punto de partida? La moneda está en el aire.
Política y ciudad son palabras entrelazadas con viejos y nuevos significados y dimensiones. Hoy vivimos una profunda crisis global y lo urbano se transforma vertiginosamente. Paralelamente este es también el escenario en que la sociedad humana ha iniciado otra transición de gran calado. La noción global implica, más allá de lo financiero, una nueva comprensión del tiempo y el espacio en la que las distancias se estrechan. Las migraciones y las telecomunicaciones han dado lugar a una interactividad cultural urbana sin precedentes que puede entrañar el diálogo colectivo más formidable que hayamos concebido. Como nunca había ocurrido, sectores crecientes de la población mundial pueden contar ahora con la conciencia plena de vivir en el mismo tiempo y en el mismo espacio: posibilitar juntos otra idea de ciudadanía.
Donde los Estados nacionales se han debilitado, también se atisban las señales urbanas que dan cuenta del creciente surgimiento de una sociedad civil global y de nuevas posibilidades para lo colectivo local que mira al mundo. Aparece con fuerza inusitada la capacidad ciudadana de imaginar sin cortapisas ni fronteras un mejor horizonte y proyectar alternativas. En esa potenciada imaginación colectiva es posible dilucidar—entre millones y al mismo tiempo—las injusticias, el buen y el mal gobierno, la corrupción y el autoritarismo, los motivos de la guerra, la exclusión, las soluciones y las propuestas. El imaginar ya no es utópico. Las ideas convergentes y divergentes, los símbolos, millones de imágenes por segundo, el lenguaje y múltiples estrategias de cambio circulan aceleradamente y en tiempo real entre quienes acceden al ciberespacio y las redes sociales desde el espacio local urbano. Esa comprensión de lo otro y de los otros, a semejante escala, deviene entonces en un nuevo y horizontal espacio público para actuar.
Parece claro que es tiempo de ajustar la brújula, escuchar otros vientos y poner manos a la obra. El dilucidarse global de los desposeídos puede traer consigo nuevas aspiraciones comunes, una apuesta transfonteriza por nuevos derechos y por mejorar las condiciones de justicia, equidad, participación democrática e inclusión: ¿de qué tamaño y duración son los roles que protagonizan las ciudades y la política que se construye en ellas? Saskia Sassen teje los hilos de una primera respuesta…
“La gran ciudad de hoy […] es un sitio estratégico para el capital corporativo global. Pero también es uno de los lugares donde la formación de nuevas exigencias por parte de los actores políticos informales […] se materializa y asume formas concretas. La pérdida de poder a nivel nacional trae aparejada la posibilidad de nuevas formas de poder y de política a nivel subnacional.
La red transfronteriza de ciudades globales es el espacio en el que observamos la formación de nuevos tipos de política ‘global’ que se oponen a la globalización corporativa. […] Una política para y de un lugar específico, pero con alcance global. Un tipo de trabajo político profundamente arraigado en las acciones y actividades de la gente.
El espacio de la ciudad es un espacio para la política mucho más concreto que aquel de la nación.”
Por las palabras que lo definen, el espacio público es, en primer término, el lugar que comparten los individuos, aunque eso no signifique que automática y necesariamente en ese lugar las personas además se encuentren, intercambien ideas y miradas o construyan una comunidad. El espacio público tiene múltiples dimensiones y puede ser objeto de distintas interpretaciones. Hay un debate en curso sobre su naturaleza y su futuro. Un debate del cual hay que hacerse cargo.
El espacio público puede ser el terreno de mil disputas: puede servir a la gente, o a un sector de la gente; puede ser utilizado por el poder o secuestrado por los intereses privados, aunque en ese momento pierda, al menos temporalmente, su carácter público; puede servir como arma arrojadiza y también puede ser la plataforma desde la que se emprenden causas colectivas. El espacio público es una construcción social y como tal puede ser y entenderse de muchas maneras.
Tras la revolución tecnológica de la información y las comunicaciones, el ciberespacio apareció como la posibilidad de un nuevo e infinito espacio público sin fronteras. Una red universal para la interacción humana y la libre circulación de contenidos, ideas, dilucidaciones, imágenes, códigos y estrategias. Una gran clave compartida sin la interferencia o la prohibición de poder alguno.
Muchos creemos que la red debe ser, en efecto, un pleno y verdadero espacio público. Sin embargo, mientras menos de la mitad seres humanos tenga acceso a Internet esa aspiración será solo eso, una ilusión. Hay un largo camino que recorrer para democratizar la entrada a la carretera de la información. Antes, hay que caer en cuenta de que creer que la red es ya un equivalente de la totalidad del espacio público es relativo y discutible.
Las redes sociales son un instrumento importantísimo de interacción ciudadana, pero es importante no confundirlas con la plaza pública. Una comunidad de Facebook o Twitter, aún con millones de participantes, tiende a reunir a los afines, a quienes comparten aspiraciones, gustos y preocupaciones y eso, en efecto, entraña un potencial transformador tan inusitado como necesario. Pero hay otros que piensan distinto en otras redes y, sobre todo, hay una mayoría compuesta por casi 4 mil millones de habitantes del planeta que aún no están ahí: la exclusión económica y tecnológica tiene todavía un importante espejo en el ciberespacio.
La interacción plural, la convivencia democrática plena, la inclusión social y la equidad, el acceso a todas las formas de pensar, las decisiones mayoritarias que transforman el estado de las cosas transcurren entonces, por lo pronto, en el conjunto de las dimensiones de la comunicación humana que va de las redes cibernéticas a la televisión; de la literatura, el arte y la cultura a la política; de la tradición a las propuestas de cambio; de las pantallas y los módems a las palabras, el diálogo y las calles. La red puede ser, en efecto, un factor que cambie por completo las formas en que nos entendemos dentro de la aldea global. También puede convertirse en un bálsamo individualizante cuando se cree que la realidad virtual puede ocupar el lugar de nuestra cruenta y compleja realidad concreta.
Las oleadas transformadoras de nuestros tiempos han ocurrido hasta el instante en que el hartazgo y los ánimos democráticos—comunicados, explicados, debatidos y multiplicados por la red y otros artificios como el panfleto de papel—han sido capaces de hacerse ver, escuchar y sentir en las calles del espacio público: cuando la ciudad es recuperada por la gente y se derrumban los muros reales, y los imaginarios. Antes no. La ciudad es entonces un punto de partida y no solo una ilusión. En el espacio público urbano, es visible y tangible nuestra diversidad. Cuando el espacio público es democrático aprendemos a convivir con nuestros desacuerdos y de la expresión colectiva y la manifestación cívica pueden surgir los grandes acuerdos que luego marquen las coordenadas para encaminar el barco. Como nos lo enseñó el 68, en el espacio público las libertades se conquistan y se ejercen, los derechos sociales existentes se hacen valer o se construyen nuevos derechos. En el espacio público no estamos solos. Luego son posibles muchas otras cosas.
V. El 68 aún no termina
En 1968, un movimiento estudiantil abrió las puertas para la democratización de México, a pesar de haber sido detenido con la fuerza de las balas. Tras dos décadas de represión, asesinatos y desapariciones ocurridos en la ominosa noche de la guerra sucia del Estado mexicano contra toda oposición organizada, vino un terremoto que todo lo removería. Entre 1986 y el nuevo siglo muchos movimientos estudiantiles defendieron a la universidad pública de múltiples afanes privatizadores, continuaron la tarea democratizadora, detuvieron guerras, arrinconaron al autoritarismo, reformaron varias veces la Constitución y conquistaron importantes espacios de libertad. Los jóvenes de mayo de 2012, del otoño de 2014, de nuestro 2018, lo recuerdan bien. Ellos también son hijos de la crisis y del cambio, pero, tomemos nota, son además hijos de la revolución tecnológica de la información y la globalización: sus posibilidades de interacción son insospechadas y casi infinitas. Ahí se escribe ahora la memoria del provenir.
Por las calles y las plazas en que estos movimientos han sucedido; a lo largo de los muros que hablan y en los auditorios en que sus asambleas han transcurrido; en la memoria de quienes los escuchan, toman conciencia y se les suman, en múltiples rincones, el eco de todas esas voces vivas resuena y se multiplica. Escuchemos y miremos a nuestro alrededor. Ahí están todas y todos. Son las voces y los pasos que dan las y los ciudadanos del 68 y el 71, del 85, del 86, del 88, del 94, del 97, del 2000, del 2006, del 2012, del 2014, del 2018. Son los pasos y las voces del futuro, es la narrativa crítica y actuante de las víctimas y los excluidos, es la construcción de la justicia en el presente.
* Una primera versión de este texto fue publicada en el libro “Otras voces y otros ecos del 68” (FCE, 2013), obra compilada por Salvador Martínez Della Rocca. El autor nos presenta una versión actualizada y revisada de aquel trabajo.
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