MÉXICO 2018: LOS SIGNOS DEL CAMBIO

A poco más de un mes del triunfo de Andrés Manuel López Obrador para la Presidencia de la República y, en general, de Movimiento Regeneración Nacional (Morena) como incuestionable fuerza política mayoritaria en los principales órganos de representación del país, hay signos importantes que merecen ser valorados en función de ponderar el significado político de este proceso.

Lo primero es reparar en las cifras que acreditan el triunfo, pues no son insignificantes y, por el contrario, resultan ilustrativas de la magnitud alcanzada: el presidente electo llega al cargo con 53.1 por ciento de la votación y con el respaldo de más de 30 millones de mexicanos; Morena arrasa en el Senado y en la Cámara de Diputados, con 54 y 60 por ciento, respectivamente, gracias a lo cual se coloca como primera fuerza política; lo mismo sucede en el nuevo Congreso de la Ciudad de México, donde consigue más de 50 por ciento de las diputaciones; logra 5 gubernaturas y presidirá el gobierno en 13 ciudades capitales estatales, incluida la federal; y se coloca al frente en 314 ayuntamientos en todo el país y 11 alcaldías de la Ciudad de México.

Los números son reveladores: se trata no de un triunfo somero y “suficiente” sino de una avalancha que legitima con solvencia la fuerza ganadora y genera un gran efecto en el mapa de las fuerzas partidarias y los equilibrios hasta hoy sostenidos. De la mano con el triunfo de Morena se atestigua el derrumbe de los dos principales partidos históricos: el PRI desciende hasta el tercer lugar y alcanza únicamente 16.4 por ciento de la votación, lo que significa la peor derrota en toda su historia; mientras, el PAN se queda con el segundo sitio, con 22.2 por ciento de la votación, con lo cual desciende también en sus preferencias respecto a la elección anterior. A ello se suma la auténtica debacle del PRD, relegado a un lejano cuarto lugar en la votación nacional, además de perder la jefatura del gobierno de la capital del país y quedar reducido a su mínima expresión en los órganos de representación, incluido el Congreso de la Ciudad de México.

¿Qué significa esto y adónde conduce? Mucho se ha dicho ya sobre que “la gente votó por el cambio” y, en efecto, en muchos sentidos éste es el principal signo del proceso vivido en el México poselectoral de 2018. El cambio en diversos sentidos y dimensiones ha estado a la vista desde el momento mismo en que una amplia mayoría de la población (más de 60 por ciento), primero, acudió a las urnas para hacer valer su voto (esto no se veía desde la elección del general Cárdenas, en la década de 1930); y, segundo, la mayor proporción de ella lo hizo, por primera vez en muchas décadas, por voluntad propia: ajena a las prácticas del acarreo y la compra de votos.

Éste es un cambio más que relevante, novedoso en el escenario electoral nacional del último medio siglo, pues condensa slogans propios del discurso democrático que esta vez dejaron de ser retórica para convertirse en prácticas tangibles con nuevo significado: la recuperación de la confianza en el sistema electoral (sumamente desprestigiado), la validación de los derechos políticos (siempre etéreos y ajenos para las mayorías), la apropiación del voto como herramienta efectiva para hacer valer la voluntad popular y la legitimidad del mandato de las urnas. No en vano el desbordante festejo popular la noche misma de la jornada electoral y la emoción de “esperanza” que permea el ánimo de buena parte de la población. A ello se añade un potente plus de carácter simbólico para la ciudadanía, al romper con el fatalismo del perdedor, históricamente presente en estas contiendas, y experimentar como nunca antes el “dulce sabor del triunfo”, la sensación de saberse al fin ganadores. El cambio en el sentir y vivir de la ciudadanía no es menor en la vida pública del país; confiere al ciudadano de a pie, los grupos organizados y los actores políticos y sociales un nuevo posicionamiento ante la vida política de su país.

Con este cambio en el escenario inmediato como precedente han soplado otros vientos de transformación durante las últimas semanas, los cuales avanzan en distintas direcciones y anuncian procesos de gran envergadura que hacen abrigar fuertes expectativas. Un nuevo proyecto de país, la reconstrucción nacional, la reconciliación y la pacificación son enunciados como los ejes de lo que está por venir y en torno a lo cual se han esbozado ya políticas y líneas estratégicas que prometen viabilizar el anunciado cambio; el marco rector de tales promesas se finca en valores que recuperan credibilidad: “lo nacional”, “lo público”, “la equidad” y “la honestidad”.

Claramente, se trata hasta ahora de formulaciones y proyectos en proceso, que distan mucho aún de lograr terrenalidad. Se ha dicho más de los qués que de los cómos, y los esbozos de las políticas y líneas estratégicas están en ciernes, lo cual corresponde a un periodo de transición como el que se vive más que a un ejercicio de gobierno semejante al que está por venir. Sin embargo, se advierten algunos signos de ese cambio, sin duda indicativos de la pretensión, del camino y de su magnitud. Entre éstos apunto algunos que considero relevantes y que dejan ver el horizonte donde se inscribe la llamada cuarta transformación:

1. La reconciliación por delante, como punto de partida para hacer frente a los desafíos actuales de la nación; mitigar el encono para sortear la fractura y la polarización. Se trata hoy de enaltecer la reconciliación como principio y punto de partida de una política de “nuevo tipo” para rehacer la sociedad y el Estado, rehabilitar los vínculos y generar compromisos compartidos. Para avanzar: perdón sin olvido y, sobre todo, perdón con justicia.

2. Construir la paz, sobre la base de combatir los agravios históricos que han herido a la nación: despojos, corrupción, violencia, impunidad, la grosera desigualdad y los grotescos privilegios.

3. Gobernar para todos, pero “primero los pobres”: sentar las bases para combatir la desigualdad, “poner el piso parejo” (en palabras de Alberto Aziz), y para ello: política de austeridad, redistribución de los recursos y centralidad de los derechos sociales y económicos.

4. Combatir las causas de los grandes males de la sociedad: desigualdad, violencia, inseguridad, migraciones y narcotráfico, con políticas sólidas de educación, empleo y creación de oportunidades para las grandes mayorías (capacitación, financiamientos, becas, acceso a nuevas tecnologías, etcétera).

5. Fortalecimiento de la economía nacional: construcción de equilibrios entre el mercado interno y la inserción en la economía global; reposicionar el Estado en el control de los sectores estratégicos: energía, petróleo, electricidad.

6. Restablecer la república: primero, sobre la base de separar con claridad el poder político del económico: equilibrios, reglas claras y colaboración concertada; segundo: poner el centro en la restauración de “lo público”, el “dominio público” sobre el “dominio de lo privado”; el servicio público y el servidor público versus el uso de “lo público” para los intereses privados; ponderar al servidor público sobre las élites y la clase política con privilegios (esto toca los tres poderes). División de poderes y equilibrio entre éstos, quitar sobrepeso al Ejecutivo. Hacia una transición con cambio de régimen, más allá de la alternancia.

7. Rehacer y reposicionar el Estado: vigencia del estado de derecho en entidades, regiones y ciudades donde ha perdido presencia y actualidad (recuperación de regiones tomadas por los poderes fácticos y el crimen organizado); legitimar y limpiar las instituciones, reconectarlas con su función de defensa del interés general y su vínculo con la sociedad; rehabilitar el Estado intervencionista, redistribuidor y garante del “interés general”, con dominio sobre la explotación y distribución de los recursos y bienes públicos. Este proceso privilegia el interés colectivo sobre el privado y trastoca las bases del régimen neoliberal.

8. Gobierno con coalición amplia de poderes y actores sociales: inclusión de la pluralidad social, cultural y política, y amplia concertación para lograr un equilibrio entre las clases sociales y garantizar la gobernabilidad. Refrenar la confrontación de intereses, la primacía de los particularismos y el fortalecimiento de mafias y grupos de interés.

9. Hacia la búsqueda de consensos para decisiones públicas: Formas de consulta y participación ciudadana. Visos de diferenciación y complementariedad entre democracia representativa y democracia participativa.

10. Hacia una nueva narrativa de la nación a través del reconocimiento de un “nosotros”, fincado en la reagrupación de fuerzas y construcción de caminos comunes, a partir de recuperar historia, memoria e identidad, así como los momentos fundantes y los principios y valores emanados de éstos: justicia, libertades democráticas, salvaguarda de la comunidad, defensa de la soberanía, honestidad.

Lo aquí manifiesto ¿qué nos dice de la orientación del cambio y su significación? ¿Estamos ante un proyecto de “izquierda”, progresista o conservador? ¿En qué términos definirlo? La adscripción o filiación del proyecto del nuevo gobierno ha estado a debate, e inquieta a muy diversos grupos de la población que reclaman certeza sobre el rumbo del país. Particularmente, los sectores progresistas e izquierdistas tienen dudas respecto a la consistencia de esta filiación y, en específico, el marco donde se inscribe el cambio anunciado. Algunas consideraciones: a) no ha habido desde la campaña una enunciación clara sobre la filiación de “izquierda” del proyecto de nación propuesto por Morena; la amplia coalición constituida con participación incluso de empresarios y ciertos grupos de poder pone en entredicho uno de los pilares de la identidad histórica de las izquierdas: su carácter “anticapitalista” y, en estos tiempos, su carácter antineoliberal (referido al ámbito del modelo económico); b) las políticas anunciadas en materia económica no reflejan de manera clara esta pretensión y no están explícitamente orientadas a socavar las bases de la sociedad de mercado; c) lo manifiesto es el propósito de avanzar en la doma de los efectos perversos del capitalismo y sus efectos antisociales, así como de los excesos generados por el capital, a partir de políticas orientadas a la redistribución presupuestal y económica, la equidad, la justicia social, la disminución de la desigualdad, la sustentabilidad y conservación de los recursos naturales, la defensa de los derechos económicos, sociales y culturales, la participación ciudadana, el combate de la corrupción y la capacidad regulatoria del Estado; d) entre los ejes del nuevo proyecto, sin embargo, no tienen centralidad otro tipo de derechos, como la igualdad de género, la libre opción sexual, las libertades individuales, los derechos indígenas y de las minorías, los derechos sexuales y los reproductivos; e) de la misma manera, otros temas como el fortalecimiento de la democracia política y de las instituciones aparecen en un plano secundario.

De ese modo, las prioridades establecidas sientan las bases para una primera aproximación hacia una sociedad más justa y socialmente incluyente, que genere contrapesos reales al régimen del capital. También hacia el fortalecimiento de un Estado capaz de conducir el proceso y la conjunción de fuerzas políticas y sociales que asuman compromisos concurrentes, en la perspectiva de construir una nueva hegemonía. Esto, sin duda, representa un cambio sustantivo que, como sea, se inscribe en el horizonte de la izquierda pues pone por delante la justicia social. No obstante, tampoco promete, en efecto, un cambio radical, que supere el régimen del capital y trastoque las relaciones de poder que lo sostienen. Se trata sí de un paso firme para pactar y establecer nuevos términos de negociación en este marco, que permitan rehabilitar la confianza y la capacidad de convivencia en la sociedad desgarrada, reparar los agravios acumulados en tantos años y mantener a raya los abusos del mercado.