HAITÍ DE LA REVOLUCIÓN DE 1804 A LA CRISIS ACTUAL

Una revolución breve y una contrarrevolución interminable

Difícilmente podemos comprender la formación social haitiana y la crisis profunda del modelo neocolonial, neoliberal y postestatal que la estructura sin situarnos en el punto exacto de una larga parábola de recolonización del país, en lo que constituye la más extensa contrarrevolución de nuestra historia continental.i Haití, en ese momento Saint-Domingue, era una colonia francesa situada al oeste de la isla La Española, la segunda por extensión de las Antillas. Y supo desarrollar entre 1791 y 1804 la primera revolución social exitosa del hemisferio. La primera, dado que la de las Trece Colonias estadounidenses, aunque previa, revistió un mucho más acotado carácter político. Por primera vez en la historia de la humanidad, una rebelión esclava conquistaba un resonante triunfo político y militar, nada menos que en pugna con las mayores potencias militares de la época, en ese Caribe que el dominicano Juan Bosch caracterizó como una verdadera “frontera imperial” (2012). De la mano de Jean-Jacques Dessalines,ii considerado de forma unánime como el padre de la nación pese al escamoteo o a la demonización occidental de su figura, Haití se bautizaría a sí misma recuperando un viejo vocablo indígenaiii y fundaría la primera república negra del mundo, rubricada con la Constitución más avanzada de su tiempo.iv Si la figura masculina de Dessalines no ha pasado la trilla de las operaciones coloniales, qué decir de las mujeres que han quedado relegadas en la propia historiografía nacional patriarcal (ni mencionar la occidental), sobrecentrada en próceres y “prohombres”. Nos referimos a las mujeres que más allá de los roles auxiliares que les son atribuidos, han ocupado puestos capitales en el proceso revolucionario, sea en funciones civiles o militares: Suzanne “Sanite” Belair, Claire Heureuse, Catherine Flon, Marie Jeanne Lamartinière, Victoria Montou y tantas otras.

Esta revolución, la “más compleja y completa” de la historia moderna, de vuelta en términos de Bosch,v conjugó gran cantidad de aristas y dimensiones que comenzaron a ser dilucidadas con la obra precursora del trinitense C. R. L. James (2013). Ésta fue una revolución antiesclavista exitosa que abolió la esclavitud 59 años antes que Estados Unidos y 88 años antes que la Ley Áurea en Brasil.vi Fue una revolución social que movilizó a las masas esclavas contra la oligarquía propietaria y que, en algunas de sus tendencias, expresó también reivindicaciones antiplantacionistas y, por ende, anticapitalistas. Fue una revolución descolonizadora que se valió de los elementos fundamentales de la entonces germinal cultura nacional haitiana, como la lengua creol, el vudú y la práctica del cimarronaje. Fue una guerra racial y antiracista que enfrentó, en coaliciones diversas y fluctuantes, a negros esclavos y libertos, mulatos y blancos. Fue un levantamiento que, en la citada Constitución de 1805, consagró derechos de avanzada para las mujeres, como el divorcio vincular. Fue una guerra internacional con fases defensivas y ofensivas que involucró al propio Haití con su proyecto de decretar la libertad al otro lado de una isla considerada entonces “una e indivisible” por Toussaint Louverture,vii a las tentativas restauradoras de la metrópolis francesa, y a los intereses geopolíticos cruzados de España e Inglaterra. Y fue, finalmente, una revolución nacional y de independencia que aseguró la soberanía popular de la isla y la desgajó del imperio colonial francés en el Caribe.

Sin embargo, esta gesta humana resulta hoy casi tan desconocida como hace dos siglos. Baste mencionar que Eric Hobsbawm, un escritor canónico de la izquierda académica, fue capaz de escribir un libro como La era de la revolución, 1789-1848, en el que la revolución haitiana es relegada a dos menciones presurosas y una nota al pie, como lo recuerda el historiador haitiano Michel-Rolph Trouillot (2017). Ni mencionar lo acontecido en la historiografía francesa tras la derrota colonial del ejército mejor armado y más experimentado del mundo, consumada la pérdida irremediable de una colonia fabulosamente rica que era a la vez el centro de experimentación de un modelo de producción no clásico de “capitalismo de esclavitud”, como se desprende del estudio precursor de Eric Williams (2011). Allí, la reacción intempestiva ordenada por Napoleón fue la virtual prohibición de mencionar a Haití en la literatura, la historiografía y los demás soportes de la memoria nacional-estatal. Recuérdese, por caso, que deberían pasar 206 años desde la gesta revolucionaria para que un presidente de la ex metrópoli visitase Haití, y no sin mediar la presión generada por el devastador terremoto que sacudió a la isla en enero de 2010. En marzo, el ex presidente Jacques Chirac declaraba: “Haití no ha sido, propiamente hablando, una colonia francesa”.viii

El proceso de recolonización comandado por las oligarquías regionales y nacionales de América Latina y el Caribe, plantacionistas o hacendatarias, tuvo la finalidad de asegurar la continuidad, en sus trazos fundamentales, de una estructura de clases racializadas. De desmovilizar a las masas indígenas, negras, mestizas o campesinas que habían formado los ejércitos de liberación e impuesto algunos de los puntos programáticos más avanzados. Y de sostener, ahora bajo élites de recambio blanco-criollas, un régimen de acumulación  y una modalidad de inserción dependiente y extrovertida en el mercado capitalista. En Haití, por la profundidad, complejidad y completitud de la Revolución, el proceso recolonizador debió abocarse también a desmontar una serie de conquistas legadas por el propio ciclo revolucionario, de una radicalidad que ningún proceso político moderno volvería a conocer.

Si en otras latitudes la coyuntura posrevolucionaria fue ante todo un freno de mano, en Haití implicó un gran salto hacia atrás contra diversos avances: la reforma agraria de Dessalines y la prohibición de la titularidad extranjera de la tierra; la destrucción física de la antigua clase propietaria sea como causa de la guerra socio-racial, el exilio a otras colonias o la lisa y llana eliminación física de los colonos propietarios blancos; la abolición de los fundamentos racistas de la ciudadanía política; el empoderamiento fáctico de mujeres que asumieron roles militares con comando de tropa; la destrucción, en algunas regiones, de la propia infraestructura económica plantacionista, quemada en la política de tierra arrasada de la llamada “armada indígena”; la radical y pionera abolición de la esclavitud, obtenida ya no como concesión precaria sino manu militari; la consolidación de ciertos elementos centrales de la cultura nacional-popular haitiana como el vudú, que rápidamente quedó excluido como culto formal y empezaría a ser perseguido por el Estado hasta llegar a la firma del Concordato con la Iglesia Católica en 1860;ix y por último, la sedimentación y consolidación de una memoria política cimarrona e insurreccional, operante hasta estos días. Nuestros estudios y aproximaciones a procesos revolucionarios como el cubano, el haitiano o el granadino nos conducen a una hipótesis: todo proceso revolucionario, parcialmente retrotraíble en sus alcances, sedimenta sin embargo conquistas irreversibles, sea en la memoria oral, la subjetividad nacional o las prácticas políticas y organizativas de las clases populares. Sólo así es posible comprender la imposibilidad histórica de estabilizar los regímenes de dominación en Haití y la proclividad de las clases populares a la insurrección permanente. La historia larga del país hasta nuestros días implica siempre un intento de reactualizar o recuperar el legado trunco de la revolución, en torno de aspectos como la soberanía y la autodeterminación nacional, el modelo económico y de desarrollo, la política agraria, la cultura y la religiosidad popular.

Neoliberalismo, neocolonialismo y postestatalidad: una formación social más allá del umbral

En la actualidad, caracterizamos a la formación social haitiana como neoliberal, neocolonial y posparaestatal. Respecto a su carácter neoliberal no nos extenderemos demasiado, en tanto el neoliberalismo ha sido profusamente estudiado en nuestro continente en las últimas décadas. Tan sólo señalaremos que la implantación del neoliberalismo en Haití, comenzada durante los últimos años de la dictadura de Jean-Claude Duvalier (Baby Doc), implicó aquí no sólo un proceso de privatización de empresas públicas, liberalización comercial y financiera y desindustrialización. El papel asignado a Haití en la división internacional del trabajo fue perfecto y trágicamente sintetizado por un inefable “amigo de Haití”, el ex presidente estadounidense William Clinton: se trataba de hacer del país el Taiwán del Caribe. Más allá de la explotación de minerales como la plata, el cobre, el oro y la bauxita por transnacionales canadienses y estadounidenses, y más allá de la presencia de economías ilícitas como el narcotráfico que utilizan el país y sus islas adyacentes como estación de paso hacia el mercado estadounidense, el principal recurso de exportación de Haití, su auténtica commoditie, es hoy por hoy la miseria. La pauperización general de la población, la ruina agrícola y el éxodo campesino, la destrucción ya no sólo de iniciativas industrializadoras sino incluso de la más elemental agroindustria, la heteronomía alimentaria inducida en asociación con el complejo agroexportador dominicano y estadounidense, la devaluación de la moneda nacional, el desempleo masivo, el hambre y la inseguridad alimentaria, entre otros fenómenos, depreciaron los salarios hasta hacer de la fuerza laboral haitiana una de las más baratas y superexplotadas del hemisferio.

Esta superexplotación relativa permitió el desplazamiento de segmentos de las cadenas de valor globales instaladas en el sudeste asiático hacia Haití, que comenzó a desarrollar el modelo de las zonas francas industriales, más conocidas como maquiladoras, donde miles de trabajadores y trabajadoras ensamblan o confeccionan piezas electrónicas o textiles para el cercano mercado estadounidense.x Sin más industria que los enclaves mineros o las propias maquiladoras, sin agroindustria ni cultivos de exportación rentables, y con la tradicional economía campesina arruinada, el país fue condenado a malvivir de las remesas de su nutrida diáspora y de la inyección de recursos de la llamada “cooperación internacional al desarrollo”.xi El resto de la economía, intra y extramuros, se asienta en la pesada labor de mujeres que acumulan jornadas domésticas extenuantes entre el lavado de ropa a mano, la cocina de carbón de leña, la crianza de los niños y el cuidado de los enfermos. Con arduas tareas agrícolas en la roturación de la tierra, la siembra, el riego y la cosecha. Con labores de comercialización que articulan la producción rural con el abastecimiento de Puerto Príncipe y otras ciudades. Y con la venta al menudeo en los populosos mercados callejeros de todo el país. Como las cariátides atenienses, las mujeres haitianas sostienen sobre sí el peso del cotidiano y pagan los costos más onerosos de una formación social llevada hasta el umbral de su propia reproducción.

En síntesis, hoy encontramos la misma reciprocidad coactiva que en los tiempos del monopolio comercial impuesto por la colonia, sólo que bajo otra ecuación. Si antes los flujos eran la exportación de azúcar y otros productos tropicales a cambio de manufacturas de lujo para la ociosa clase dominante, hoy encontramos la exportación de minerales y mano de obra barata (más explotada aún en su feminización e infantilización), y la importación de remesas y dinero de la llamada “ayuda humanitaria”. Este modelo no puede dar lugar más que a clases sociales estructuralmente débiles. Si de un lado encontramos una clase dominante formada por una oligarquía y una burguesía improductivas, rentistas e importadoras, del otro lado encontramos a las inmensas mayorías populares compulsivamente homogeneizadas en su pauperización: precarios, informales, excluidos, campesinos, vendedoras y comercializadoras, pobres urbanos. Entre medio, una pequeña burguesía exigua, hipercolonizada y diaspórica, carece de acceso a empleos de calidad en el ámbito privado o a puestos estatales suficientes en los que reproducirse.

Este esquema, que explica en el país la sobredeterminación política del frente internacional, ha comenzado a colapsar por la maduración de sus contradicciones. El correlato directo de la debilidad estructural de las clases dominantes es su recurrencia a potencias internacionales que puedan arbitrar sus conflictos insolubles. Esto, sumado a la importancia geoestratégica de la región Caribe en general (Ceceña, Barrios, Yedra, Inclán: 2010) y de la isla La Española en particular, explica la subordinación neocolonial de un país que ha sufrido, tan sólo en los últimos años, tres intervenciones internacionales de Estados Unidos, Francia y Canadá, o por la acción conjunta de fuerzas multilaterales. Las presuntas misiones de “estabilización” y “justicia” de Naciones Unidas (las últimas desarrolladas entre 2004 y 2019), el estímulo a grupos delictivos y la infiltración de paramilitares desde Estados Unidos desempeñan el mismo papel que tenían las expediciones punitivas de los comisionados franceses en los tiempos de la revolución: forzar desde el exterior un orden interno que el propio sistema es incapaz de garantizar, en tanto no puede promover el más mínimo consenso en las inmensas mayorías populares. Esto explica también otra singularidad de la sociedad haitiana: la coexistencia, aparentemente contradictoria, de altísimos niveles de conciencia y movilización popular espontánea, con bajos niveles de organización. Esto, debido también a fenómenos como la precariedad material, la heteronomía financiera de los movimientos rurales y urbanos, la migración de los elementos mejor calificados hacia el exterior, los procesos de cooptación por las organizaciones no gubernamentales (ONG) transnacionales, la crisis de representación generalizada que surge del descrédito del sistema electoral y de partidos, la atomización de las fuerzas progresistas y de izquierda, etcétera.

En Haití, como en el resto de las formaciones sociales neoliberales “maduras”, la política represiva se vuelve fundamental, sea a través del despliegue de las fuerzas armadas (disueltas en Haití en la década de 1990), los golpes de Estado, los asesinatos y las masacres selectivas, la movilización y el estímulo a grupos paramilitares, el decreto de estados de sitio y excepción, o el control poblacional merced al terror impuesto por el narcotráfico y el crimen políticamente organizado.xii De lo anterior se desprende otra vinculación, dada entre la conquista del cuerpo de las mujeres y el “cuerpo de la nación”. Como sostiene la socióloga y referente feminista haitiana Sabine Lamour, coordinadora general de la organización Sofa, hay una correlación directa entre las políticas de ocupación y control territorial y las violaciones masivas y sistemáticas, al menos desde la ocupación estadounidense de 1915-1934.xiii Esto se ha reeditado en cada coyuntura de injerencia internacional, como demuestra la participación de Cascos Azules en casos de violación sistemáticos y en redes de explotación sexual de niñas, niños y mujeres, así como en las violaciones que acompañan las masacres cometidas contra las poblaciones rurales y urbanas movilizadas contra las políticas del gobierno de Jovenel Moïse. Por eso, la organización Sofa y otras desarrollan un feminismo estrictamente articulado a las demandas soberanistas y antiimperialistas del conjunto del movimiento popular.

Partiendo de lo antedicho hablamos de la post o paraestatalidad en Haití, al menos si nos guiamos por las definiciones clásicas de lo que es o debería ser un Estado-nación moderno. El Estado haitiano, sin haber desaparecido, languidece sin un control efectivo del territorio, sin un monopolio real ni aparente de la fuerza, sin control soberano sobre las pequeñas ínsulas que lo rodean, sin fuerzas productivas propias, con una institucionalidad política fracturada, con servicios sanitarios, educativos y gubernamentales que atraviesan largos periodos de parálisis durante las protestas, y con un país sujeto al artículo VII de la Carta de las Naciones Unidas, y por tanto, bajo la autoridad de su Consejo de Seguridad. Y sin embargo, Haití no es un país anárquico ni en guerra.

Pero entonces, ¿cuáles son las formas de gestión de lo común en Haití? ¿Qué y quiénes garantizan el orden en esta post o paraestatalidad? Aquí encontramos soberanías múltiples, yuxtapuestas y contradictorias. Empresas multinacionales que señorean las regiones mineras, iniciativas turísticas de gran porte que monopolizan las franjas costeras, fuerzas internacionales de ocupación, ONG de alcance transnacional que manejan varias veces más fondos que el Estado nacional, grupos criminales territorializados, e incluso iglesias neopentecostales capilarmente situadas en toda la geografía nacional con un prédica notablemente influyente. Todos estos actores cohabitan, articulan y eventualmente disputan la gestión del territorio. Es decir, más allá del Estado capitalista modélico hay formas post o paraestatales de gestión de lo común y del territorio aún más conflictivas, desiguales y violentas. Y es que aún más dramática, por ejemplo, que la represión a cargo de fuerzas de seguridad legales, visibles y punibles, es la represión fantasmagórica de grupos paramilitares infiltrados, al margen del derecho, invisibles para los medios de comunicación e inmunes a toda forma de control social. Ahora bien, este carácter postestatal (que no niega, sino que se complementa con la estatalidad en su sentido clásico) no nos permite suscribir las tesis en boga de los “Estados fallidos”, “Estados frágiles”, “Estados delicuescentes”, “entidades caóticas ingobernables” o “low income country under stress”.xiv Esta terminología, acuñada por los tanques de pensamiento liberal y occidental, comparte una característica: cifra en causas puramente endógenas el colapso de formaciones nacionales enteras, y soslaya el papel que las guerras imperialistas o las políticas neoliberales han tenido en su regresión infinita. Más que un Estado fallido, el de Haití es un Estado impedido en su formación soberana, que demuestra a la vez cuáles son los últimos umbrales a que pueda ser arrastrada una sociedad por la continuidad ininterrumpida de décadas de políticas neoliberales, imperiales y neocoloniales.

Esta formación social regresiva, resultante de un fenomenal y extenso proceso contrarrevolucionario, ha entrado en crisis hasta un punto que caracterizamos como de “bifurcación y no retorno” (Rivara, 2019). Lamentablemente, el aproximado millón y medio de personas que se movilizaron en julio de 2018 contra las políticas del gobierno y del Fondo Monetario Internacional que buscaban elevar hasta en 51 por ciento el precio de los combustibles (una cifra escalofriante si la extrapolamos a otros países, considerando que éste tiene 11 millones de habitantes), no fueron noticia para la llamada “comunidad internacional” ni, es necesario precisarlo, para buena parte de los partidos de izquierda y los movimientos sociales del continente. De modo paradójico, mientras las fuerzas progresivas del hemisferio teorizaban sobre una segunda oleada insurreccional con la que frenar la ofensiva colonial-imperial y permitir el relanzamiento de los procesos antineoliberales en la región, se desarrollaba una fenomenal insurrección popular de masas que pasaba inadvertida para propios y extraños.

Dimensiones de una crisis

Como vimos, diversas operaciones de silenciamiento y tergiversacion colonial han sido recurrentes en la historia de la nación haitiana, y se repiten de forma incesante. La actual crisis, por ejemplo, sin importar su magnitud, su radicalidad o su carácter precursor de los levantamientos antineoliberales casi generalizados que atravesaron el continente durante 2019, se mantiene en penumbras. En noviembre de 2018, el debut de la primera movilización de algunos miles de ciudadanos parisinos en lo que más tarde formaría el llamado movimiento de los “chalecos amarillos” alcanzaba rápidamente resonancia global, suscitando una cascada de opiniones de apoyo o rechazo, elogios o invectivas. Sin embargo, como se dijo, el millón o millón y medio de personas movilizadas en julio de 2018 en Haití no fueron noticia para la “comunidad internacional”. Desde entonces (y también considerando la larga historia del país), los episodios de crisis y movilización han estado signados aquí por esas tres características: masividad, radicalidad e invisibilidad.

Tras la fallida tentativa de aumentar los hidrocarburos, otros catalizadores han azuzado la movilización. Entre mediados y finales de 2018 se fue volviendo cada vez más evidente la existencia de un desfalco de fondos públicos de proporciones, por el cual la clase política haitiana (a la que ya hemos caracterizado) se apropió de forma ilícita de al menos 2 mil millones de dólares de la plataforma de integración energética Petrocaribe, como fue documentado por sendos informes presentados por el Senado y por el Tribunal Superior de Cuentas. Finalmente, luego de una tregua a comienzos de 2019, los últimos meses del año estarían atravesados por una crisis energética grave que dejó al país sin suministro de hidrocarburos, produciendo el recrudecimiento de la crisis económica, y, en conjunto con las masivas y cotidianas movilizaciones, la práctica paralización de la vida gubernamental y civil.

Por su parte, la dependencia de Haití en todos los niveles, la política neocolonial sostenida por Estados Unidos y otras naciones occidentales, así como el derecho de tutela ejercido por la ONU y otros organismos supranacionales, han predispuesto a una cada vez más decisiva injerencia de los actores externos en la actual crisis interna. Esta injerencia reconoce varias modalidades, desde la presión diplomática y la coacción financiera de los organismos multilaterales de crédito hasta la permanencia de misiones “civiles” en el país y la infiltración permanente de paramilitares extranjeros que aterrorizan a las poblaciones. Estos actores devienen así el último y decisivo sostén del gobierno tras la caída de la última mascarada institucional, haciendo que las opciones de fuerza ganen preponderancia. Sin un primer ministro en funciones, sin presupuesto nacional, con el aplazamiento indefinido de las elecciones parlamentarias, con el mandato de los senadores caduco, y con la asunción del presidente de un gobierno por decreto que contraviene la carta constitucional, Haití ha inaugurado formalmente el último gobierno de facto de América Latina y el Caribe.

En respuesta, las mayorías populares, con un destacado protagonismo de las juventudes urbanas periféricas, pero cada vez más articuladas también a las zonas rurales y los movimientos campesinos, han creado y actualizado en este tiempo métodos de acción directa como las llamadas operaciones de peyi lock (país bloqueado), tendente a impedir la movilidad de bienes, capitales y personas, incluso de agentes de seguridad, por todo el territorio nacional. Paralelamente a este proceso de insurrección popular permanente, las fuerzas nacionales, progresistas y de izquierda, atomizadas desde la implosión de la coalición Lavalas que llevó a Aristide al poder, comenzaron a reagruparse en diversas plataformas, elaborando diferentes programas de transición y ruptura con el orden establecido.

Tras el previsible y nuevo impasse de fin de año, ya las fuerzas en pugna comienzan a acumular bríos para nuevas coyunturas decisivas. Mientras las clases dominantes locales e imperiales intentarán profundizar las dinámicas caotizantes y represivas de una formación social como la que analizamos, las clases populares comienzan a recuperar las aristas programáticas, los métodos de lucha y la dimensión místico-simbólica de la gesta revolucionaria de 1804. La larga confrontación entre revolución y contrarrevolución, pese a la acumulación de derrotas duras pero provisorias y de victorias breves mas esperanzadoras, no ha dicho su última palabra.


Notas

* Diana Carolina Alfonso es estudiante de Historia de la Universidad Nacional de La Plata, militante de la Cátedra de feminismos populares de América Latina “Martina Chapanay”. Lautaro Rivara es sociólogo, periodista y brigadista internacional en Haití.

i Jean Louis Vastey, canciller y secretario del rey Christophe, advertiría tempranamente sobre los riesgos de la recolonización posrevolucionario en su obra El sistema colonial develado (1814) y otros textos subsiguientes.

ii Un explicable sesgo ha privilegiado en el exterior el culto, por sobre la figura de Dessalines, de aquella otra de Toussaint L’Ouverture, quien pese a sus grandes méritos de estadista y su comando de buena parte del proceso revolucionario, no expresó la línea más avanzada de la Revolución ni logró conducirla hacia la victoria. Obras clásicas como la de Aimé Césaire (1962) o la de C. R. L. James (1938) han contribuido a este sesgo, tal vez influidos por los estereotipos que hicieron de Dessalines una figura bárbara y sanguinaria.

iii “Ayiti”, según su denominación en creol, la lengua nacional y popular de Haití, aunque el Estado persista prácticamente sujeto al monolingüismo en francés.

iv Se trata de la Constitución Imperial de 1805, disponible íntegra en https://decolonialucr.files.wordpress.com/2014/09/constitucion-imperial-de-haiti-1805-bilbioteca-ayacucho.pdf

v Para un excelente análisis de la evolución del análisis de Bosch sobre la Revolución Haitiana, y sus diferentes dimensiones, véase el texto de Zardoya Loureda (2014) o los diversos artículos en Bosch (2017).

vi Nótese que se trató de aboliciones más nominales que efectivas.

vii Véase la reciente e interesante compilación de 101 de sus textos y discursos más diversos de Deive, Carlos Esteban (2019).

viii Para un estudio de las relaciones de Francia con su ex colonia véase Wargny, Christophe (2008).

ix Sobre el Concordato, y en general sobre el amplio y apasionante tema del vudú y su papel en las luchas antiesclavistas y anticoloniales, recomendamos la obra de los intelectuales haitianos Jean Casimir y Laënnec Hurbon.

x Cabe destacar que estas industrias serían inviables de ser producidas según los costos y las leyes laborales vigentes en los países centrales, por lo que el emplazamiento de sus plantas en las periferias y la utilización de mano de obra superexplotada son datos estructurales y no accesorios. Véase por ejemplo el estudio del Instituto Tricontinental sobre la tasa de explotación de los teléfonos iPhone (2019).

xi Recomendamos sobre el tema un artículo de Basile (2018) y el libro de Seitenfuns (2016).

xii Algunas datos respecto a la política represiva de encuentran en los últimos informes de Amnistía Internacional, disponibles en https://www.amnesty.org/es/latest/news/2019/10/haiti-amnesty-verifies-evidence-excessive-force-against-protesters/

xiii Entrevista inédita realizada en Puerto Príncipe en el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.

xiv Algunos de estos conceptos problemáticos son abordados, si bien con un enfoque que no suscribimos, en Corten, André (2013).

Referencias

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