CHILE ANTE EL DESAFÍO DE UNA NUEVA CONSTITUCIÓN

Desde que Alonso de Ercilla lo descubriera al mundo a través de los poderosos endecasílabos que constituyen La araucana, Chile ha sido considerado históricamente un Estado consolidado respecto a sus pares del subcontinente. Primero lo haría Simón Bolívar en su famosa Carta de Jamaica de 1815, luego el nacional Francisco Antonio Pinto en carta de 1845 al general José de San Martín, para refrendar dicha premisa el más cualificado analista del poder alemán, Karl Haushofer, hacia 1920, cuando a quienes desde Múnich miraban hacia América Latina apuntaba y singularizaba a Chile porque, en sus términos, era “un Estado fuerte y seguro de sí”.

Esa noción, sin embargo, choca en lo interno con la concepción de Estado-nación con que Chile surgió desde la vida independiente, y que se había profundizado desde el triunfo pelucón de 1827 y el texto constitucional de 1833. Desde entonces, el país había asumido la matriz de un Estado conservador, unificador en vez de integrador, y basado en el ejercicio “ciudadano” sólo por las élites, ya fueran éstas más reaccionarias o liberales. La imposición del naciente Estado chileno respondía así al estado liberal de derecho que, si bien surgido desde la concepción de consolidación de la Francia revolucionaria de 1789, dejando atrás el Estado absolutista, tenía como esencia resaltar el ejercicio de diversas libertades que aseguraran la propiedad privada, dejando al poder público sólo como árbitro, sin mayor injerencia entre particulares.

Aun cuando el siglo XX fue testigo de la incorporación de diversas medidas que empezaron a romper el cerco conservador y ampliar los espacios sociales a través de las reformas de la Constitución Política de 1925 hacia un estado social de derecho (que asume como desafíos la resolución de los problemas sociales por el aparato Estatal-público), proceso culminado en el gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular (1970-1973), tales avances resultan absolutamente frustrados con la imposición –manu militari– de un nuevo ordenamiento constitucional a partir del 11 de septiembre de 1973. Ello no sólo implicó un fortísimo retroceso en la ilación histórica desarrollada por el país sobre todo en el periodo 1925-1973, sino que también llevó a inocular en el imaginario colectivo nacional la noción de que el elemento legalidad-seguridad jurídica es el tótem de estabilidad nacional de corte fatal, más allá de si dicho ordenamiento actúa o no de forma inicua en el corpus ciudadano. Así, volvimos a un punto muy comparable con el del 25 de mayo de 183365, borrando de un plumazo gran parte de las conquistas civiles y sociales de nuestra breve historia republicana.

El periodo de la tiranía cívico-militar de 1973-1990 implicó para la sociedad chilena la imposición –a sangre y fuego– no sólo de una represión brutal (quizá la mayor en toda la historia del país) sino, también, de un modelo de colectividad desde la implantación del neoliberalismo, en cuanto modelo que pretende generar mayor riqueza y concentración de ésta en manos de unos pocos, con el evidente resultado de ampliar la pobreza y desigualdad.

Dicho modelo fue consolidado a partir de una serie de reformas jurídicas suscitadas con las “siete modernizaciones” a partir de 1975 (disciplina fiscal, recortes del gasto público, reforma tributaria, liberalización financiera, fijación de un tipo de cambio competitivo, liberalización del comercio, inversión extranjera directa, privatización de las empresas estatales, desregulación y protección de los derechos de propiedad) y, en especial, con las de “segunda generación”, sobre todo en las relacionadas con la reforma del conjunto de los servicios sociales (salud, educación, previsión social) y su privatización total; o bien, su carácter de ámbito parcialmente subsidiario y la desregulación del trabajo y la modificación de sus formas organizativas.

Lo anterior tuvo su colofón con la aprobación en 1980 del decreto ley –mal avenido en norma constitucional–, texto nacido en condiciones poco afortunadas: rompimiento del ordenamiento constitucional (y, por ende, del principio de supremacía de la Carta Magna), establecimiento de una permanente situación de excepción constitucional (con la consecuente, y ya sabida, violación masiva de los derechos humanos, en su amplio catálogo), inexistencia de órganos de control constitucional y minimización de los partidos y grupos políticos de oposición. Agréguese a ello la política de terror aplicada por el Estado en ese periodo (a través del binomio Dirección de Inteligencia Nacional-Central Nacional de Informaciones), y se entenderá la trama.

Como resultado, el eje identificador de la institucionalidad surgida tuvo como paradigma la consolidación del Estado subsidiario (es decir, dejar de lado cualquier obligación relacionada con algún derecho social), lo que convirtió al poder institucionalizado en vertical, con el rompimiento de todo vínculo de participación popular en el proceso democrático real, a través de un hiperpresidencialismo (modelo perfectamente funcional para un Ejecutivo autoritario) y con las fuerzas armadas y de orden y seguridad pública con un papel reforzado en cuanto a “custodios” de dicha institucionalidad.

Aunque remozado en 2005, sobre todo en la parte orgánica, el actual texto (malhadado por “constitucional”) guarda y conserva de manera profunda en su esencia conceptos ampliamente         antidemocráticos y lesivos para los derechos humanos. No cabe pensar que con la eliminación de los senadores vitalicios y designados, la reposición de la facultad presidencial de disponer de los cargos de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad Pública o la ampliación de facultades del tribunal constitucional (convertido en un órgano de control concentrado) se pase a un estado social (ni menos democrático) de derecho por el mero cambio de firma del tirano al ex presidente Lagos y las palabras engañosas de este último. Sigue teniendo la esencia dictatorial, como un “modelo consolidado”, imposible de superar, que se asume como “nudo gordiano”.

Sin embargo, los cuestionamientos hacia el fondo esencial del modelo neoliberal chileno institucionalizado han creado un cúmulo de luchas de resistencia hacia él, con un carácter paulatino y gradual pero ascendente de movilizaciones sociales y políticas profundamente críticas. Las recientes, numerosas y desafiantes movilizaciones que han marcado a Chile desde octubre de 2019 parecen caracterizar una agenda cuya pretensión es romper en definitiva con el nudo gordiano señalado.

Chile parece transitar al fin hacia un proceso de fractura con la propia historia, a través de reivindicaciones que rescatan nuevos desafíos a escala mundial (derechos de la diversidad sexual, acciones frente al cambio climático, reconocimiento de los derechos de las mujeres) y, también, recobrar viejos derechos conculcados con fuerza en los últimos 46 años, entre los cuales figuran los relacionados con una verdadera seguridad social, consolidación de sistemas de calidad que respondan a la plena exigencia y realización de los derechos de educación, salud, vivienda y trabajo, además del reconocimiento del carácter plurinacional del Estado.

La transformación profunda debería tener expresión y realización a partir de la convocatoria y el funcionamiento de una asamblea constituyente, que tenga legitimidad de origen desde una generación abierta a la comunidad nacional, especialmente de los sectores populares, y que tenga como resultado una nueva Constitución. La organización masiva en diversas ciudades, tras el estallido social del 18 de octubre pasado, de cabildos populares de carácter barrial, y de pláticas realizadas en diversas instituciones implica un proceso interesante de reeducación y reciudadanización de la población, que rompa la inercia de despolitización profundizada por la frustración de las expectativas generadas posplebiscito de 1988 y la adecuación de los gobiernos de centroizquierda al modelo neoliberal, a la institucionalidad heredada de la dictadura cívico-militar.

Los recién señalados son mecanismos que tienen un fuerte componente de legitimación, pues son el resultado de convocatorias de base. Estamos ante un proceso en ciernes, con incertidumbres, que aún se limita bajo el filtro del proceso de “cocina” arreglado el 15 de noviembre de 2019 con el autodenominado “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”, cuyo objetivo claro fue calmar la cancha política al gobierno de Piñera, y que ha venido criminalizando, vía institucional, tanto de hecho con la continua represión policial como de derecho con las erradas decisiones del Legislativo de dejar pasar las iniciativas presentadas por la derecha para criminalizar y castigar las justificadas demandas populares, en lo que destaca la Ley 21.208, conocida como “Ley Antisaqueos”,vigente desde el 30 de enero de 2020 con su publicación en el Diario Oficial, que lleva sanciones de 61 días a 5 años de prisión, según de qué se acuse al manifestante.

No está de más recordar que el plebiscito resultante del señalado “acuerdo” de noviembre último implica no poder elegir una asamblea constituyente (pues no tiene todo el ejercicio del poder constituyente) sino, como mucho, una asamblea constitucional, dadas las condiciones impuestas por el nefasto “acuerdo” y la Ley 21.200 de reforma constitucional de diciembre del año pasado.2 Esta diferencia, aun cuando parezca simple juego de palabras, implica nada menos que la imposibilidad de una futura convención (que, en el mejor de los casos, sería convención constitucional) de hacer otra cosa que no sea la de crear una Carta Magna; por tanto, sigue con vía libre el actual Congreso de legislar según las reglas impuestas por la derecha, la Constitución neoliberal y las demás leyes que le resguardan. También hace falta ver cómo va a terminar la presión para que, en caso de formarse la convención constitucional, ésta revista índole paritaria e incluya a sectores de los movimientos sociales (los grandes impulsores reales de toda esta etapa) y los pueblos originarios.

Queda por saber si los procesos de convulsión social que tuvieron su auge en octubre y noviembre del año pasado vayan a retomar un nuevo y mayor impulso a partir de marzo próximo (teniendo sólo la pausa por las “vacaciones de verano”) y, por tanto, volver a establecer la necesaria presión popular ante lo que parece la estrategia del gobierno y la derecha política y empresarial de, vía más mano dura, desincentivar las manifestaciones masivas. Queda en claro, sobre todo si se considera la indiscriminada represión policial fomentada (por acción y omisión) por el gobierno, que la necesidad de mayor presión popular es la única forma posible de encauzar este proceso a un verdadero cambio, que corte de fondo el modelo estructural neoliberal. De ahí la importancia de la educación popular a través de los cabildos barriales, que dejen en claro a la ciudadanía (como señalamos, cotidianamente desinteresada en la política) la verdadera trascendencia de este movimiento.

El proceso de campaña y participación en el plebiscito es necesario (pues supone el único filtro real y concreto arrancado hasta ahora por la presión popular a la institucionalidad) y debe ser acompañado, indiscutiblemente, de la movilización desde abajo, desde la calle, desde la barricada, desde la primera línea.

Estamos, qué duda cabe, ante el desafío más importante del pueblo en los últimos 47 años. Desde el proceso que llevó al triunfo del proyecto de la Unidad Popular, hace casi 50 años (que cumple el próximo septiembre), no se tenía la posibilidad real de transformación hacia un país cada vez más justo, más solidario, más latinoamericanista, más incluyente; en fin, cada vez más humano. Ésa es la tarea real que nos convoca este momento, y es el deber histórico de todos el hacer nuestro máximo esfuerzo para llevarla a cabo.


Notas

1 Ley número 21.208, que modifica el Código Penal para tipificar acciones que atenten contra la libertad de circulación de las personas en la vía pública a través de medios violentos e intimidatorios, y fija las penas aplicables al saqueo en las circunstancias que indica.

2 Ley 21.200, que modifica el capítulo XV de la Constitución Política de la República.