El porqué de valientes
“Tierra querían; denles tierra hasta que se harten”, dijo el general Praxedis Durán ante los cadáveres de los guerrilleros que atacaron el cuartel Madera, en Chihuahua, el 23 de septiembre de 1965. Ese militar era un ejemplo de los que en muy diversas regiones del país se convirtieron en caciques latifundistas contrarios al sentido del movimiento armado (1970-1917) en que participaron.
La lucha de los campesinos mexicanos por la tierra había intentado, antes de pasar a las acciones armadas, que sus justas reivindicaciones se cumplieran apelando a la legalidad. Pero ésta nunca fue tomada en cuenta por el Estado, que es no sólo el gobierno sino el hemisferio que lo complementa, donde se integran terratenientes, industriales, comerciantes, agricultores, mineros y demás individuos comprendidos en la categoría de empresarios. La burguesía en activo. A tales reivindicaciones se vino oponiendo el gobierno en nombre de ambos hemisferios.
La discusión en torno de la guerrilla se avivó a partir de las declaraciones del historiador Pedro Salmerón sobre la condición del comando que pretendió secuestrar al industrial Eugenio Garza Sada. A sus integrantes los llamó valientes. Y lo eran, no porque lo acribillaron sino desde el momento en que tomaron las armas, en lo cual pusieron su vida –cual supone quien parte a una acción bélica–, como de hecho la entregaron en numerosos casos. En el operativo resultaron muertos ese líder empresarial, que, lo mismo estaba en su derecho de portar un arma y accionarla al verse objeto de un ataque, como sus dos guardaespaldas y dos de los guerrilleros participantes en el frustrado intento.
Si no se entienden las causas de la guerrilla, una sola expresión puede causar una reacción ululante de capitalistas dueños de diversos medios y giros de producción, entre ellos grandes empresas de comunicación masiva, y de todos los que sólo por hallarse en su radio de gravitación ideológica los siguen en actitud gregaria y pueden llegar al extremo de linchar mediáticamente a quien formuló un juicio de valor en su calidad de funcionario sin la menor reflexión. No sólo eso: también pedir la muerte para uno de los guerrilleros amnistiados. Quienes piden la muerte ¿se han ocupado alguna vez de defender la vida?, ¿de cambiar un estado de cosas donde no se respetaban la protesta pacífica ni la vida misma?, ¿en qué país han vivido?
La necesaria mirada histórica
La historia puede acudir en favor de los argumentos y de la ubicación sobre quienes reclaman la paz y, al mismo tiempo, promueven la violencia. Violencia fue volcarse contra la candidatura pacífica de Francisco I. Madero a quien ahora, sin rubor, se exalta como paladín de la democracia. Del mismo grupo que provienen se apostó por el golpe de Estado y el sacrificio de Madero, Pino Suárez, Belisario Domínguez y tantos otros.
Los industriales de Monterrey colaboraron con las fuerzas represoras de la dictadura porfiriana para cortar en seco el recorrido electoral de Madero y para que en la propia capital de Nuevo León fuese hecho presa y ser así excluida de la campaña comicial, perdida como la veían los círculos porfirianos y su mancuerna empresarial.
Esa arbitrariedad fue la gota que derramó el sentir de los mexicanos: en ella vieron un agravio más contra un cambio político buscado por la mayoría con un mínimo de politización. Las revoluciones que han implicado el recurso de las armas para realizar transformaciones necesarias sólo se explican por la feroz resistencia de quienes detentan el poder político y económico –vale decir, el Estado– para dar paso a cambios de posible mejora política y social.
Ya como presidente de la República, Madero volvió a ser el blanco de las antiguas fuerzas políticas y económicas del antiguo régimen. Protagonizaron y respaldaran de diversas maneras el golpe militar de Huerta, Félix Díaz, et al, para derrocar a Madero. Los industriales de Monterrey condenaron la violencia que supuso la confiscación de la Cervecería Cuauhtémoc y la ruda actitud de Francisco Villa al exigirles la aportación de 1 millón de pesos para la causa revolucionaria. ¿Por qué los revolucionarios tomaban tales medidas? ¿No como pago a su apoyo al golpe de Estado? Enrique Gorostieta González, uno de los hombres de esos industriales (era cuñado de Luis G. Sada), ocupó las Secretarías de Justicia, y de Hacienda en el gabinete de Victoriano Huerta.
El golpismo ya estaba presente en el grupo de los empresarios regiomontanos en el apoyo que el grupo contrario al presidente Madero proporcionó al general Bernardo Reyes. El gobernador, cuya memoria no se cansan de exaltar, había regresado de su exilio diplomático para intentar el derrocamiento del futuro mártir de la democracia.
El respeto de la ley y del estado de derecho invocados por ese grupo empresarial resulta un gesto más que pragmatista y de doble moral: hipócrita.
La cristiada como ejemplo
La cristiada, si bien tuvo motivos ideológicos manipulados por la Iglesia católica, encarnó también otras causas relacionadas con el malestar manifestado en la población campesina del país, pese a la revolución y los primeros gobiernos emanados de los círculos militares que la protagonizaron. El código agrario no fue promulgado sino hasta 1934. Y no podría negarse que la guerra de los cristeros, cuya masa la integraban campesinos de diversas partes del país, aunque concentrada sobre todo en la región del Bajío, también provenía de las filas zapatistas y villistas que habían participado en la lucha armada contra la dictadura y entre las propias facciones revolucionarias.
Precisamente el hijo de aquel político apoyado por los industriales de Monterrey dirigiría la guerrilla cristera: el coronel ascendido a general durante el gobierno de Huerta de nombre Enrique Gorostieta Valverde. Durante años, la historia oficial u oficialista lo presentó como un mercenario que accedió a ser el “jefe militar supremo de la insurrección” por la cantidad de 3 mil pesos oro. Jean Meyer, el estudioso especializado en el tema (La Cristiada. Historia de la guerra mexicana por la libertad religiosa), deja en claro el pensamiento estratégico, religioso, ético, político y con luces de estadista que aquí intento resumir:
1. Su evaluación sobre las características de las fuerzas cristeras es la de quien observa detenidamente y sin prejuicios la manera en que se integra y comporta en el campo de batalla y en sus descansos una tropa espontánea y cuyos individuos no todos responden a una creencia honesta. Ello contribuye, según Gorostieta, a la falta de disciplina, la presencia de vicios, el relajamiento y los excesos propios de toda guerra exacerbada por razones ideológicas.
2. El jefe militar está consciente de las condiciones precarias de las fuerzas que comanda, la complicidad de Estados Unidos con quienes llama traidores y que impiden “emprender operaciones militares en gran escala”.
3. A efecto de fortalecer sus acciones militares para defenderse “contra los conculcadores de nuestra libertad”, establece: “La guerra de guerrillas, formidable siempre que un pueblo lucha contra una tiranía organizada, puede dar margen a situaciones más peligrosas que la que trata de corregir, si no se le conduce con mucho tino, y para hacerlo no se usa de una mano de hierro. Nuestra lucha, a pesar de haber sido una verdadera guerra de guerrillas, a pesar de estar extendidas por un vastísimo territorio que dificulta su dirección, tengo orgullo de declararlo, está tan distante de la anarquía y del desorden como nuestros enemigos de la justica y del honor”.
4. Observa igualmente que los jefes de tropa permanecen leales a su cometido, pero que entre ellos hay serias pugnas de poder.
5. El general Gorostieta subraya las medidas organizativas, logísticas y éticas que toma para que las fuerzas bajo su mando subsanen errores y puedan a la vez subsistir con mínimos recursos y “con el menor desgaste posible de la riqueza pública”. Estas medidas se extienden hasta la necesidad de que las relaciones entre los integrantes de las diversas unidades militares cristeras sean “cordiales hasta el límite. Los jefes deben excederse en demostrar su camaradería y hospitalidad con objeto de obtener el cariño y la estimación de compañeros subalternos”.
6. El cuidado que ponía Gorostieta en la organización de su ejército respondía a sentimientos relacionados con el objetivo social que buscaba. “La paz, la anhelada paz, tiene que ser fruto de una labor de amor, sólo de amor, y si nos vimos obligados a ir a la guerra precisamente para poner fin a la política y el reinado del odio y la matanza, de la persecución y el rencor, tenemos la santa obligación de salir de esta dura prueba hermanados indestructiblemente… (cursivas de AN) para poder esperar el triunfo sobre la tiranía, definitivo y salido a nuestra patria devolviéndonos todas nuestras libertades para poder estar a salvo de nuevos directores, para que la sangre que de manera tan generosa ha sido derramada no lo haya sido en vano, necesitamos enfrentarnos de la manera más resuelta con dos problemas de importancia trascendental para el porvenir: acostumbrar a nuestro pueblo a la idea de que tiene obligación de servir a la patria en el ejército sin retribución pecuniaria alguna… acostumbrar a nuestros soldados a respetar y obedecer a la autoridad civil y hacerles entender que el ejército de una nación sirve para defender su soberanía e integridad y dar protección a la población civil: de ninguna manera para abusarla, tiranizarla”.
7. Manda obedecer estrictamente una serie de consignas respecto a la guerra; entre ellas, la destrucción de construcciones y propiedades del enemigo, así como el asalto y las requisiciones para obtener bienes en metálico, a título de préstamos y mediante recibo firmado por el responsable militar, y muchas otras acciones propias de “la guerra de guerrillas que, debilitando al enemigo, lo pondrá a merced nuestra, cuando nos convenga pasar a la guerra en mayor escala”.
Gorostieta, según Meyer, era no sólo un estratega militar sino un estadista que orientaba al movimiento cristero hacia la toma del poder y la conquista de “todas las libertades cívicas” (no nada más las religiosas). Esta idea formó parte del contenido en el pacto, sumamente peligroso para el gobierno posrevolucionario, al que llegó con los rebeldes escobaristas en marzo de 1929.
Meyer pudo valorar al general Gorostieta Velarde en su dimensión militar y política. Cuando salió publicado su libro, en 1972, aún no se publicaban las cartas del militar a su esposa. En el epistolario, Meyer reconoció a posteriori la dimensión humana de Enrique Gorostieta, a quien deformó o calumnió abiertamente la historiografía de los triunfadores.
Como en todas las luchas de una milicia espontánea, imbuida radicalmente de un credo y necesitada de triunfo, pero inexperta en el manejo de las armas y la estrategia militar, en la de los cristeros no se hicieron esperar los errores y excesos. Por más que se empeñaran el militar de mayor jerarquía y otros jefes de su movimiento en que la guerra produjese los menores daños a la población y a los bienes públicos, en diversos momentos no pudieron impedirlos.
Los cristeros no lograban conseguir apoyos considerables para su lucha. Y en su desesperación por hacerse de recursos llegaron a cometer actos letales contra la población civil, como ocurrió tras la derrota sufrida a manos de las tropas federales en San Francisco del Rincón, Guanajuato. Entre los varios clérigos que participaron en el movimiento cristero, uno fue José Reyes Vega, apodado “el Pancho Villa de sotana” por su carácter exaltado, impulsivo y dado a los amoríos, y las ejecuciones sumarísimas ordenadas por él en federales que hacía prisioneros su cuerpo de ejército. Reyes Vega comandó el asalto a un tren que transportaba, además de su pasaje ordinario, un cargamento de dinero. Se suponía que ese efectivo iba a servir para financiar operativos militares y otras acciones relacionadas con el movimiento cristero. El enfrentamiento con los soldados que custodiaban el tren produjo la muerte de varios asaltantes –entre ellos, el hermano de Reyes Vega–. Este eclesiástico procedió entonces a ordenar el incendio de los vagones del convoy. El saldo fue de más de 50 personas, entre soldados y civiles, muertas, y –desde luego– un gran desprestigio para la cristiada.
Episodios como el referido se repitieron en el curso de la guerra. En ellos era recurrente que sufrieran personas no involucradas en el conflicto bélico, como ancianos, mujeres y niños, a quienes las armas cristeras no distinguieron de los enemigos que tenían enfrente.
Los ataques ideológicos de los políticos del régimen arreciaron contra los cristeros cuando empezó a observarse que sus filas se nutrían con antiguos combatientes revolucionarios: eran, al fin, campesinos que no veían que los gobiernos de la revolución cumplieran sus promesas en torno a la tierra y su población. Por ello, el ejército cristero llegó a reunir más efectivos que los que tuvieron las fuerzas de Villa y Zapata juntas. Su origen, aunque heterogéneo, les daba cohesión no sólo en lo que significaba su condición de gens pegada a la tierra, sino por su credo religioso. Escribe Meyer: Sorprende “ver cómo los agraristas (campesinos identificados con el gobierno posrevolucionario) eran tan católicos como los cristeros”. Sólo un porcentaje reducido de ellos, agrega, manifestaba ser contrario al clero, pero ninguno a la religión. “Todos afirman ser católicos y manifiestan su veneración a la virgen de Guadalupe; todos son practicantes y han asistido al catecismo; su práctica religiosa no es diferente de la de los cristeros”. Esto lo sabían los militares devenidos gobernantes que los combatían; de ahí su temor a que creciera su influencia política. Vivían momentos en que el control social podía escapar a su conquista.
Parte del movimiento católico de oposición al gobierno de Plutarco Elías Calles fue el magnicidio de Álvaro Obregón. El sonorense había logrado imponer al Poder Legislativo una traición institucional, pues no otra cosa fue que los parlamentarios aprobaran la reelección del caudillo cuando una de las consignas que dieron origen a la revolución había sido la de la no relección del presidente de la República. León Toral, el católico magnicida, fue paradójicamente el restaurador de ese principio, que no se ha vuelto a tocar desde entonces.
El episodio de la guerra cristera ha sido condenado por políticos del régimen priista, periodistas que lo sirvieron sin mayor nivel de investigación, los medios de comunicación más proclives a él, historiadores y cronistas de semejante jaez. Los cristeros no han sido objeto de crítica por la derecha tradicional, pues en éstos gravita el catolicismo, uno de los ingredientes legitimadores de su argamasa política. Pero nunca, tampoco, esa derecha que ha llegado a mantener varios puntos de intersección con los gobiernos del PRI ha querido verse identificada con ellos, con la oposición del sector más fundamentalista de la Iglesia católica y el magnicidio de Obregón, pese a que reconozca in pectore la validez de esos hechos. Se ha mantenido a una distancia conveniente de ellos y ha preferido no atacar a la guerra cristera como sí ha dirigido su ataque (rabioso) contra la lucha armada de los movimientos guerrilleros animados por una ideología de izquierda.
Después de Meyer, varios los libros y artículos se han escrito sobre la cristiada. Buena parte de sus autores coincide en lo que ha señalado María Hidalgo Casares: “Niños mártires, asaltos de trenes, indómitos guerrilleros, vías férreas pobladas de ahorcados, poderosos masones, brigadas de valientes mujeres con voto de silencio, emboscadas en sierras desérticas, caballeros de Colón antimasónicos, el Ku Klux Klan y grandes traiciones de un gobierno anticlerical… Son protagonistas, hechos y elementos rigurosamente históricos que jalonan la guerra religiosa más dramática, sangrienta y desconocida de la historia de América. Tal tragedia fue prácticamente borrada de los libros de historia, donde los combatientes luchaban al grito de “¡Vivan Cristo Rey y la virgen de Guadalupe!”
Régimen tiránico, guerrilla y venganza de Estado
La extensa referencia a la guerra cristera tiene, para los propósitos de este artículo, un carácter ejemplificativo. Las rebeliones populares son resultado de una situación social en la que un gobierno o régimen son percibidos como una tiranía alejada de su programa, sus promesas y los valores y las acciones declarados en perjuicio de sectores amplios de la población. Los núcleos más radicales (la vanguardia) sienten el atropello y la cerrazón como un agravio intolerable, y deciden combatir con las armas al mal gobierno. En esta interpretación pueden interpretarse todas las luchas libertarias ocurridas en México, antes, en el transcurso y después de su independencia.
Las deprecaciones por la paz de la derecha nunca se han manifestado ante reclamos pacíficos de carácter popular o las víctimas hechas a grupos de civiles por diversas causas por la policía, el Ejército o bandas paramilitares. Excepción fue, hay que decirlo, la posición del Partido Acción Nacional bajo la dirección de Efraín González Morfín en el transcurso y después del movimiento estudiantil de 1968. No por nada esa corriente panista fue desplazada a iniciativa del grupo empresarial de Monterrey.
El sinarquismo, la corriente política más radical de la derecha política, tampoco pudo contar, como los cristeros, con el apoyo que sí tuvo el Partido Acción Nacional, cuyo principal líder, Manuel Gómez Morín, era un hombre pragmático y encuadrado en un capitalismo que no veía conveniente para su desarrollo la presencia de radicalismo alguno en el ámbito político.
A la guerrilla urbana de los decenios de 1960 y 1970 se le ha querido calumniar y descalificar como quiso hacerse con la guerra cristera que recurrió, como se ha visto, a la vía de la guerrilla contra un régimen autoritario y represivo. Ese régimen provocó cuatro décadas después que un sentimiento multánime de agravio prendiera en diversos grupos de jóvenes confluyentes en 1973 en la Liga Comunista 23 de Septiembre. A tal guerrilla de perfil urbano, pero también a la rural de esos años, pretende vérsele, acaso para justificar la guerra sucia del Estado a efecto de exterminarla, como facinerosa que no merecía siquiera el trato legal establecido en la Constitución. Por el contrario, con sus integrantes sólo procedía perseguirlos “como perros” (la expresión es la del policía motejado “El Negro” Durazo), apresarlos, torturarlos, desaparecerlos o asesinarlos de la manera más cruel y económica posible.
Contra ellos se produjo una vendetta de clase –la del Estado burgués–, incluso acudiendo a métodos simbólicos para que a nadie cupiese duda de cuál era el objetivo. Cerca de la residencia de uno de los familiares de Garza Sada, el industrial muerto en el fallido intento de secuestro, fue arrojado el cadáver de Salvador Corral, uno de los combatientes más reconocidos en los círculos de la guerrilla. Este acto de lesa humanidad fue cometido en cuestión de horas tras la muerte de Garza Sada. Ello resultó muy indicativo, por lo demás, de la capacidad del Estado para perseguir ilícitos cuando le interesa desplegarla; cuando no, como en cientos de casos que hayan podido implicar la participación de ciertos funcionarios, policías, soldados, jefes de variopinta jerarquía y dejar al descubierto sus delitos o los de sus superiores en el aparato gubernamental, a esa capacidad se la ha puesto a hibernar. Un caso reciente, por la magnitud de su significado e implicaciones, es el de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Ahí, el Estado se mostró lerdo, mentiroso, tramposo y probablemente cómplice del terrible crimen colectivo, que no hizo sino dejar una huella más de la guerra sucia que hasta el gobierno de Peña Nieto se continuó luego de surcar varios gobiernos priistas y el panista de Felipe Calderón.
Estado discriminatorio y represivo
En la obligación de perseguir y castigar delitos se hace evidente la discriminación contra los guerrilleros, con quienes los funcionarios no podían lucrar, a diferencia de los narcotraficantes, con quienes sí lo han hecho. A los primeros se les eliminó rápidamente y con voluntad de escarmiento; a los segundos, donde se han encuadrado militares y policías, tras casi cuatro décadas, se les persigue y castiga sólo a manera de chivos expiatorios.
Las dependencias oficiales y las organizaciones civiles donde tienen injerencia los líderes empresariales actúan con un margen de sesgo y ocultamiento de la información sobre las acciones represivas de grupos populares como para justificar delitos entrañados en ellas; o bien, optan por el silencio. Y cuando aparece un fenómeno como la guerrilla, se rasgan las vestiduras y, sin mediar reflexión, señalan a sus protagonistas como delincuentes. Así tildaron a la guerrilla cristera, y de gavilleros no bajaban a los integrantes de las primeras guerrillas de la década de 1960, en el intento de no reconocer que ciertos ciudadanos optaban por la ultima ratio, pues los caminos legales para resolver problemas de un considerable perímetro social el Estado mismo se había encargado de cerrarlos con medidas represivas.
Una consulta epidérmica a la cronología de la represión en México puede dar una noción de la política seguida por el Estado para responder a la solicitud de diversas demandas sociales por la vía legal.
A partir de la crisis de 1940, donde el partido oficial recurrió a la violencia para alterar el resultado de la elección a su favor, con mayor o menor intensidad subsecuentes comicios presidenciales, estatales y municipales hicieron otro tanto. En cada una de esas respuestas violentas a la manifestación de inconformidad ciudadana por las autoridades hablaron las balas de policías y soldados y las cárceles de uso político. Reacciones semejantes tuvieron diversos gremios y contingentes de trabajadores. Tras el pacto obrero-industrial de 1946, la intolerancia y persecución estatales se profundizaron: cuando no fueron el desprecio y la coerción para evitar que una caravana como la de los mineros de Coahuila fuera visualizada por la población de la capital, y de allí su encierro en el deportivo 18 de Marzo, fueron las balas y la cárcel contra petroleros, copreros, maestros, médicos, ferrocarrileros y otros gremios.
Los estudiantes no escaparon a ese tipo de respuesta. A lo largo de la década de 1960, los del Instituto Politécnico Nacional, los de varias normales rurales, los de la Universidad Nicolaíta y, finalmente, los de la Universidad Nacional Autónoma de México y el propio Politécnico fueron objeto de agresiones sangrientas.
Aquí cabe preguntarse ¿contra qué régimen se levantaron los grupos guerrilleros de diversas partes del país? Si hubiera sido el de unas instituciones democráticas, una aceptable distribución de la riqueza y un Estado congruente con sus leyes (la Constitución, sobre todo,) a las guerrillas –la rural y la urbana– tendría que juzgárselas como una patología social. Pero no fue un contexto social ni de lejos democrático ni de una política económica niveladora contra el cual decidieron armarse, sino el que los mexicanos hemos conocido desde hace un siglo, para hablar sólo del marco jurídico y social construido como consecuencia de una costosa guerra civil.
Un juicio arbitrario contra la guerrilla
A los juicios condenatorios vertidos sobre la guerrilla, incluso los que a manera de autoflagelo le han propinado algunos de sus anteriores miembros señalando a la opción de la lucha armada como “enfermedad infantil del izquierdismo”, ha faltado adentramiento en el objeto juzgado y sobrado interés extragnoseológico y hasta mezquindad.
A una fuerza derrotada puede imputarse cualquier cosa sin consecuencia previsible. Pero, veamos, ¿qué hicieron del país los supuestos vencedores de los grupos guerrilleros reducidos y, en buena medida, eliminados físicamente? No un país más democrático y con mejor distribución de la riqueza; al contrario: lo menguaron en sus posibilidades de desarrollo, soberanía y recuperación de los niveles de calidad de vida que uno tras otro sexenio fueron desplomándose.
Ante la pérdida paulatina del PRI en el ámbito electoral, Fidel Velázquez, el longevo líder de la Confederación de Trabajadores de México –encargado de convertir el complejo sindical del país en una miriada inconexa de sindicatos blancos–, provocador como era retó: “A balazos llegamos al poder, y sólo con balazos nos van a sacar; no con votos”. Visto en retrospectiva, el reto lo habían aceptado los guerrilleros, por más equivocados que hayan estado en su estrategia militar y por más errores políticos y humanos que hayan podido cometer en su lucha. Sus causas, empero, quedan en pie. A partir de una concepción socialista, la militancia en esa lucha buscaba, según la argumentación de Raúl Ramos Zavala, uno de los precursores de la guerrilla urbana, impulsar al pueblo a defenderse, tornar a la ofensiva y quitar el poder a un Estado que lesionaba seriamente los intereses populares; entre éstos, la integridad de los jóvenes que antes sólo habían buscado manifestarse de manera pacífica.