A 100 años de distancia, no deja de asombrarnos la perseverancia, el empeño, la determinación con que quienes se agruparon el 24 de noviembre de 1919 en el Partido Comunista Mexicano (PCM) intentaban entender la realidad que pretendían transformar y configurar un programa que los guiara en ese arduo proyecto en un país que sale exhausto de la contienda revolucionaria de principios de siglo.
La historia de los comunistas mexicanos es por momentos dramática y muchas veces heroica, acompañada de episodios chuscos, dramáticos y hasta vergonzosos. Es una fuerza política que actuó siempre a contrapelo de la situación nacional; por fuera de ese poderoso torrente estatal que buscaba controlar todo, dirigir, engullir a la sociedad posrevolucionaria entera. Así, el PCM fue permanentemente declarado ilegal, lo que servía de parapeto para perseguir y reprimir a sus integrantes, acusados de rojos, bolcheviques, agentes rusos, entre otros epítetos que los hacían aparecer, en momentos de fiebre nacionalista, como extraños al país y subordinados a una potencia extranjera.
Ese poderoso Leviatán que los pretendía condenar a ser extranjeros en su propia tierra no dejaba de mostrar la debilidad de su autoritarismo, y tratándose de denostar a los comunistas, gustoso hacía mancuerna con un ignorante empresariado nacional que también los perseguía con buena dosis de histeria: expulsando del trabajo, boletinando en las fábricas a cualquier sospechoso de ser comunista y llegando al asesinato de lideres sindicales y, con toda saña, de los dirigentes campesinos. En esas condiciones, la historia comunista en México tiene muchos sobresaltos y dificultades que no le permiten una línea de continuidad llana. En no pocos momentos, el PCM quedó reducido a una pequeña fuerza marginal que sobrevivía con muchos apremios. En otras situaciones, en cambio, pudo sobresalir y convertirse en la principal fuerza de las izquierdas, hasta llegar a tener la capacidad de proponer el proyecto más audaz de su recorrido: fusionarse con otras organizaciones y desaparecer como tal partido comunista para abrir cauce a un proceso que llevó a grandes sectores de la sociedad y otras fuerzas políticas a la ruptura con el régimen, largo camino que hoy se expresa en los cambios que vive México con un gobierno que hereda aquel esfuerzo.
Aquí se desea resaltar un aspecto no siempre visible pero sí dificultoso de ese camino. La lucha política opositora al régimen, la que, más allá de cambios de personas o de reformas inmediatas, busca profundas transformaciones sociales, es necesariamente comprensión de la realidad que se quiere cambiar, un saber construido de modo colectivo al calor de batallas de muy diverso tipo, conocimiento que se nutre de investigación y lecturas, debates y análisis de la experiencia vivida, y que va acumulándose en esos espacios orgánicos, como fueron los partidos comunistas en cierto momento.
Buscamos, aunque sea brevemente, seguir en sus rasgos más generales ese debate comunista1 para dar cuenta de un aporte que está aún por rescatarse, traer a la memoria esa elaboración que luego se tradujo en resoluciones políticas, en directrices para la acción del partido, en convicciones que se trasmitían por muy diversos medios a otros y otras.
En los amplios periodos en que hemos dividido la historia del PCM2 identificamos algunos hilos conductores que fueron materia de debate continuo y varios otros a cuyo alrededor la postura de los comunistas fue la mayor parte del tiempo errática o confusa. La búsqueda de respuestas a las condiciones de subalternidad en que quedaron sometidos los trabajadores de la ciudad y el campo, y el carácter de un Estado que desplegó políticas sociales y comandó la economía aun a costa de enfrentarse a una clase dominante incapaz también de entender el país, junto a la marginalidad política a que se les confinó por momentos nada breves, fueron los ejes del difícil trabajo de comprensión de la compleja realidad mexicana.
El primer momento de la elaboración de los comunistas son los años inmediatamente posteriores a la Revolución de 1910-17, en los que la unificación de los socialistas y la creación de su partido (que pronto adoptó el nombre de comunista) fueron el marco para la discusión sobre la caracterización del régimen que está emergiendo, las posibilidades o no de continuación de la revolución misma, por un lado, y por otro las posturas ante las corrientes confrontadas en el seno de la clase trabajadora, tanto en la ciudad como en el campo, proceso en el que se irán decantando las diferencias entre el anarquismo y el comunismo. El segundo momento es el que provocan las reformas cardenistas de la década de 1930, cuando los grandes temas nacionales vuelven a estar candentes y adquiere nueva dimensión el antimperialismo. En particular, producto de la división y debilidad en que, paradójicamente, quedan las diversas corrientes de izquierda tras las grandes movilizaciones del periodo 1934-40, acontece un singular encuentro de los marxistas que muestra, en general, los grandes límites a que llega esa corriente en aquel tiempo, dominada entonces por el dogmatismo del llamado marxismo-leninismo. Y, finalmente el momento que se abre en el decenio de 1960 con el cambio de dirección política de los comunistas y, poco después, con el movimiento estudiantil de 1968, que renuevan el pensamiento de los comunistas y en el que un marxismo renovado adquiere influencia notable.
1919-1925. Nace una corriente autónoma
Esas cenizas de las fuerzas populares más radicales, siguiendo el tenue espectro del socialismo decimonónico mexicano que mezcló algo de liberalismo y anarquismo, dan lugar a una nueva corriente en el entrecruce del efecto producido por dos revoluciones: la propia y la rusa. La obra de esta última resonó en las convulsionadas tierras mexicanas y, sobre todo, en la corriente más radical dirigida por el Votan del Sur, quien pensó que los frutos de una y otra eran naturalmente convergentes.3
Esa condición nacional-popular radical que tuvo en parte el hecho revolucionario mexicano enfrenta las izquierdas a un escenario en el que su programa y sus acciones tiene estrecho campo de influencia, pues a menudo quienes en sangrienta lucha fratricida levantan el nuevo poder estatal disputan con decisión el control de los trabajadores de la ciudad y el campo. Además de la construcción de un aparato corporativo que impide la acción libre y autónoma de esos sectores y la persecución sin tregua de toda clase de disidencias, el nuevo poder despliega gran capacidad reformadora (aunque las demandas principales de las masas revolucionarias hayan quedado siempre en el terreno de las promesas por cumplir), acompañada de un discurso nacionalista y progresista que continuamente pisa los talones al pensamiento socialista que intenta mostrar, no sin desatinos y contradicciones, los límites del nuevo poder y empujar para lograr las demandas más sentidas, en particular la de la tierra.
Esas izquierdas ponen en la discusión el tema de la tierra en las nuevas condiciones, dando continuidad a la lucha campesina y, en esa medida, preservando la fuerte memoria del zapatismo que existe en el país. Vale aquí recordar la avanzada concepción que logró ser plasmada en la Constitución de la República de 1917 con relación al tema de la propiedad de la tierra, a partir de la cual en México se estableció que toda la tierra es propiedad de la nación (que no del Estado), la cual la otorga en términos comunales, ejidales o privados, de acuerdo con el interés nacional.4 Conforme a este precepto, no sólo se desplegó la lucha agraria por hacerlo valer sino que también, como producto del empuje y la tenaz lucha de los trabajadores, se generó la fuerza política que llevó a las grandes nacionalizaciones decretadas por los gobiernos posrevolucionarios.
La izquierda anarco-sindicalista y la comunista, que durante cierto lapso actuaron conjuntamente, dando por resultado la organización de la Central General de Trabajadores, formaron un dique contra las políticas entreguistas de un sindicalismo venal representado por la CROM y su líder, Luis N. Morones.5 Ese esfuerzo quedó reflejado en el primer llamamiento de la Internacional Comunista referente a América Latina,6 en cuya elaboración seguramente participaron el estadounidense Richard Phillip y el indio Manabendra Nath Roy, ambos refugiados en México y partícipes aquí de la creación del primer partido comunista de América Latina. Roy y Phillip, como poco después el suizo Edgard Woog, viajaron a Moscú en representación de los comunistas mexicanos, y allá se quedaron, participando de diversas maneras en la construcción de esa organización mundial.
El documento mencionado, aún muy lejos del dogmatismo estalinista, es en especial interesante, pues da cuenta de varias de las líneas generales de acción en la región que fueron relevantes, como la lucha contra el sometimiento de América Latina a los intereses estadounidenses. Otro aspecto señalado se refiere a la acción conjunta de los obreros y los campesinos: “La experiencia de México –leemos– es simultáneamente característica y trágica. Los obreros agrícolas se rebelan y hacen revoluciones para verse después despojados de los frutos de su victoria por los capitalistas, los explotadores, los aventureros políticos y los charlatanes socialistas”. A partir de esa experiencia, la joven IC planteaba la necesidad de conjuntar en nuestros países la revolución proletaria con la agraria. Respecto a la lucha sindical, el llamamiento señala por su nombre a Luis N. Morones como expresión de los líderes que traicionan la lucha sindical y “explotan a los trabajadores y utilizan las organizaciones para su beneficio personal”. El documento termina con una reflexión sobre lo que llama la “revolución americana”; es decir, la conjunción de la lucha en los países latinoamericanos con la de los trabajadores en Estados Unidos: “‘La revolución en nuestro país, combinada con la revolución proletaria en Estados Unidos’, tal es la consigna del proletariado revolucionario y del campesinado pobre de América del Sur”.7
Ciertamente, tanto la condición de vecino subordinado de Estados Unidos, junto a las peculiaridades del capitalismo en México, como el carácter del régimen producto de la revolución ocuparon la mayor parte de las reflexiones y los debates de los jóvenes comunistas durante la década de 1920. En un intento por disputar el sentido de la lucha revolucionaria ocurrida, rescatando el aporte en ella de los trabajadores frente a una historia oficial en ciernes, en algunos documentos políticos de la época se esboza un balbuceante marxismo crítico, enfrentado a una especie de marxismo legalista instalado en algunas organizaciones socialistas y del que hacían uso hasta algunos personajes gubernamentales.8
Los intelectuales y los artistas, particularmente Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Javier Guerrero, se incorporaron de manera destacada a la formación de organizaciones obreras y campesinas, como la Central Sindical Unitaria de México, que tuvo como presidente honorario al recién asesinado Julio Antonio Mella, quien sin duda contribuyó mucho a su formación, lo mismo que la Liga Nacional Campesina, de la que Diego fue dirigente, junto al líder agrarista Úrsulo Galván.
Sintiéndose aún la influencia anarquista y dado el carácter despótico del régimen político mexicano, unos de los asuntos políticos que definieron los primeros momentos del PCM fueron el antiparlamentarismo y la negativa a participar en los procesos electorales. Dicho debate atravesó buena parte de la historia de las izquierdas y es aún tema político de definición en algunos agrupamientos, lo cual se explica por la existencia de un régimen despótico con capacidad de renovación sexenal a partir de una estructura electoral controlada y fraudulenta.
Los comunistas, con la mira puesta en generar condiciones para una nueva revolución, ampliaron el debate sobre la democracia y las posibilidades de conquistar la libertad política en México y lo llevaron hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, un debate –a diferencia de otras izquierdas– que en sus últimos años ensanchó el camino de su plena independencia política y le abrió camino para su despliegue como fuerza opositora al régimen político.
Pero en el decenio de 1940 y buena parte del de 1950, conforme el estalinismo se imponía en el movimiento comunista, la imposibilidad de considerar en forma crítica y autónoma esos temas va a adquirir tintes dramáticos, pues entonces, en medio de una profunda división y pérdida de influencia entre los trabajadores de la ciudad y el campo, la izquierda marxista mexicana se adentraba en sus más oscuros tiempos y parecía dejarse engullir por el régimen priista.
La revolución institucionalizada y el marxismo dogmático
La historia tumultuosa y prometedora que llevó a México en la década de 1930 a un segundo impulso reformador bajo el gobierno del general Cárdenas fue el resultado de la irrupción de grandes y decididas masas de trabajadores de la ciudad y el campo, que empujan por la realización de importantes transformaciones sociales, como el reparto agrario y la nacionalización de empresas estratégicas. La contracara de aquello, como se sabe, fue el fortalecimiento de un régimen corporativo y autoritario, que hizo del Estado el demiurgo de la política, el rector de la economía y la camisa de fuerza de las clases sociales en el país.
De tal forma, el momento desarrollista de México se produjo de manera extraordinariamente vertical y represiva por lo que, durante los decenios de 1940 y 1950, las izquierdas y los sectores de trabajadores en lucha sufrieron continua persecución y cárcel, condiciones que limitaron cualquier despliegue y crecimiento de su influencia.
En aquel momento de división y aislamiento, los más representativos marxistas abrieron un proceso de discusión que, encabezado por Vicente Lombardo Toledano,9 no pudo ir muy lejos mas dejó, no obstante, algunas enseñanzas. En realidad, con el propósito de reunir fuerza y legitimidad para formar lo que sería el Partido Popular, Vicente Lombardo Toledano lanzó la iniciativa de un debate que reuniese a quienes consideraba entonces representantes destacados de la izquierda marxista. Con el tema “Objetivos y táctica del proletariado y del sector revolucionario de México en la actual etapa de la evolución histórica del país”, la que se conoció como Mesa redonda de los marxistas mexicanos se reunió durante una semana en enero de 1947, en el salón de conferencias del Palacio de Bellas Artes, lo cual le dio gran realce y resonancia.10 La mayoría de los participantes pertenecía a cuatro organizaciones: por una parte, el llamado Grupo Marxista de la Universidad Obrera, de Lombardo Toledano y sus colaboradores; y, por otra, además del Partido Comunista de México, dos agrupamientos que reunían a los comunistas excluidos, dada la política estalinista instalada en sus filas: el grupo marxista El Insurgente, de José Revueltas y Leopoldo Méndez, entre otros; y Acción Socialista Unificada, encabezada por Hernán Laborde, Valentín Campa y Miguel Ángel Velasco. Entre quienes fueron invitados en el plano personal estuvieron Narciso Bassols y José Iturriaga. David Alfaro Siqueiros participó en nombre de la sociedad Francisco Javier Mina.
Desde 1940, con la expulsión de los principales dirigentes comunistas, acusados de trotskistas,11 realizada en el octavo congreso extraordinario de marzo de aquel año, el PCM había quedado en manos de algunos de los más dogmáticos y cerrados líderes, fáciles de someterse a los dictados del partido soviético que, tras el momento más sórdido del estalinismo, había desplegado una actividad intervencionista abierta en los partidos comunistas de América Latina, principalmente a través de los dirigentes del Partido Comunista de Estados Unidos y de los del Partido Popular de Cuba.
En aquellas circunstancias, el PCM fue incapaz, durante los difíciles años que siguieron al cardenismo, de remontar su exclusión de las filas del sindicalismo obrero e impedir la desarticulación de las organizaciones independientes de los trabajadores de la ciudad y el campo, varias de las cuales se mantenían bajo su dirección o influencia.
Años después, Valentín Campa rememoraba su participación en la Mesa de los Marxistas:
… la política de unidad a toda costa prevaleciente desde mediados de 1937 omitió toda perspectiva de una nueva revolución. Esto conducía a encajonarnos, todos los de izquierda, en el impulso a la revolución mexicana, aunque algunos destacáramos los procesos de desarrollo capitalista, la acumulación de capitales por los gobernantes y habláramos de una revolución dentro de la revolución mexicana. Esa deplorable situación teórica y política la revisamos hasta fines de los años cincuenta; aunque varios contribuimos a las elaboraciones, el que más aportó y estudió fue el compañero Arnoldo Martínez Verdugo…12
En efecto, el gran límite epistémico que significó la revolución mexicana institucionalizada en manos del priismo impidió el despliegue de un conocimiento que, sin embargo, subsistía entre las masas que lograron los grandes cambios de ese periodo; pero entre los dirigentes políticos, ese horizonte dio siempre mucho espacio para la demagogia y el oportunismo.
La lucha contra el dogmatismo y el proceso de relevo en el PCM
Hacia finales de la década de 1950, con la reaparición de importantes movimientos de los trabajadores, y de manera relevante la huelga de los ferrocarrileros en 1959 y de los profesores en rechazo al control corporativo y las dirigencias gangsteriles de los sindicatos, junto al cisma que habían significado las revelaciones del vigésimo congreso del PCUS, que sacudieron a todo el mundo comunista, en el PCM se crea un ambiente propicio para la emergencia de una nueva generación que despliega una importante lucha interna contra la vieja y anquilosada dirección de ese partido, que implica un impuso a una elaboración propia de gran relevancia.
Una de las peculiaridades de la lucha política en México de la década de 1950 fue que, pese a la cerrazón y persecución del régimen, un amplio número de artistas y en particular de pintores (seguramente como resultado de la extraordinaria experiencia del Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores, militante iniciativa de quienes impulsaron el movimiento muralista en el decenio de 1920 y, después, en la de 1930 la antifascista Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios) sostenía una actitud comprometida y radical, que los mantenía ligados al Partido Comunista, fueran o no integrantes de la organización.
Sobre el papel de ese sector, en particular de la Esmeralda, de la que él mismo provenía, dice Martínez Verdugo:
… había la idea de que el partido estaba estancado, de que la dirección del partido no estaba al tanto de los grandes movimientos que surgían; por ejemplo, el de los ferrocarrileros, el de los mineros metalúrgicos, que fueron movimientos fuertes. Se mantenía la preocupación de que el partido no jugaba su papel en ese sentido. Y se trataba de hacer un vínculo nuevo del partido con el movimiento social y el movimiento sindical fundamentalmente. Había gente de la escuela misma que se dedicaba al activismo en ese sentido, a apoyar el movimiento de los ferrocarrileros, de los mineros metalúrgicos. Porque en ese tiempo también había la lucha de los mineros, y todo eso influía de muchas maneras en el interior del partido, con la idea de la renovación, del cambio.
A partir de ese trabajo, pronto se crearon las condiciones para que se produjera el desplazamiento de Dionicio Encinas, secretario general del PCM. En 1960 se lleva a cabo el decimotercer congreso del PCM, el cual nombra un secretariado de tres personas, en sustitución del cargo de secretario general, como una manera tersa de dar paso a una nueva dirección. En el siguiente congreso, realizado en 1963, Arnoldo Martínez Verdugo es nombrado nuevo dirigente.
El nuevo grupo dirigente, encabezado por Arnoldo Martínez Verdugo, inició el proceso de reunificación de los comunistas. Los principales dirigentes del PCM expulsados en 1940 habían formado, primero, Acción Socialista Unificada y, en 1951, el Partido Obrero y Campesino de México, al que se fueron sumando otras pequeñas corrientes. En diciembre de 1959, cuenta Valentín Campa, la mayoría de ese partido resolvió ingresar a título personal en el PCM, pasando a reforzar al nuevo grupo dirigente.13
El PCM comenzó lentamente una profunda trasformación que lo llevaría a la búsqueda de nuevas rutas para su acción. Convencido de que la superación de las posiciones más sectarias y dogmáticas obligaba a una incesante búsqueda de las formas y los caminos específicos de lucha, acordes con las condiciones y la historia del país, este partido inicia un largo estudio y análisis que pasó de pensar por fuera de la llamada revolución mexicana a proponerse un nuevo proceso revolucionario que, al cabo del tiempo, le permitirá no sólo incorporar el objetivo de alcanzar la democracia como elemento sustantivo para la transformación del país, sino como la forma misma de la lucha y la organización. A partir de ello, el PCM abandona muchos de los esquemas vanguardistas y sectarios del comunismo e inicia un momento que le posibilita incorporarse de renovada manera a los movimientos sociales producidos a lo largo del decenio de 1960 en México.
En consecuencia, ese partido impulsó continuamente debates sustanciales en las páginas de Historia y Sociedad, Oposición, Socialismo, El Machete y Memoria, revistas todas publicadas por el PCM durante el periodo de AMV como secretario general y algunas de las cuales dirigió personalmente.
Con el mismo propósito se destinaron esfuerzos y recursos del partido a desarrollar la empresa de edición de libros que por años tuvo el PCM, la cual publicó un importante número de libros sobre la realidad social de México, de los trabajadores del campo y la ciudad y el pensamiento marxista en que se buscó la superación de todo marxismo de manual y la publicación de libros de marxistas desconocidos en esa tradición soviética, como –en primer lugar– Antonio Gramsci.
La crítica al llamado socialismo real tuvo como presupuesto el rechazo al marxismo soviético, que en realidad constituyó una representación ideológica de aquel sistema, como instrumento de justificación y legitimación de un poder autoritario y vertical como el que se instituyó desde el decenio de 1930. En las filas del PCM se debatió ampliamente respecto a estos temas, sobre todo a lo largo de la década de 1970. En las publicaciones mencionadas, y en el impulso a la editorial de los comunistas, Martínez Verdugo fue elaborando paulatina y cuidadosamente la posición política que se desprendía de esta convicción y que, a su vez, la alimentaba.
Esta comprensión crítica y abierta del pensamiento de Marx y la construcción política que dio centralidad a la lucha por la democracia en México permitió tener una visión estratégica de construcción del socialismo no disociada del proyecto político propio de la lucha por transformaciones inmediatas para el país. Al mismo tiempo, en franco rompimiento con el marxismo dogmático, esa postura otorgó a los comunistas mexicanos independencia y autonomía respecto a la Unión Soviética como comando central de esta corriente a escala mundial y una revisión crítica del llamado socialismo real.
Esta construcción democrática impulsó, no sin dificultades, la dirección del partido comunista, la que animó y dio sustento poco después al proceso de unidad de las izquierdas de este país, contribuyendo a la superación de la posición marginal y sectaria que caracterizó muchos años a las izquierdas en general.
Los comunistas se empeñaron en la lucha por abrir cauce en México a la libertad política, y centraron su atención en la exigencia de los derechos que en el país han tenido históricamente conculcados la clase obrera y el conjunto de los trabajadores, como la libertad y la democracia sindicales. De modo simultáneo, la amplia visión de la democracia llevó al PCM a una interesante y colectiva elaboración política que le permitió establecer nexos con los nuevos movimientos que desde la década de 1960 irrumpieron en la escena política. Estudiantes, mujeres, indígenas, artistas vieron en esa política de los comunistas una posibilidad de desarrollo y proyección de sus demandas particulares:
Hoy no existe una situación revolucionaria –escribía AMV en 1977–, aunque sabemos que puede desarrollarse conforme la crisis avanza. Y para ese momento nos preparamos luchando por crear en torno de la clase obrera un gran movimiento de masas y una gran confluencia de fuerzas, que sólo puede materializarse en la lucha práctica por resolver las tareas de hoy, no como fines en sí mismas sino como parte de la transformación revolucionaria que conduce al socialismo.
En esa dirección, que insistía en el vínculo dialéctico entre la lucha democrática y la construcción de un camino al socialismo, Martínez Verdugo se empeñó en convencer, en primer término, a sus compañeros de partido. Desde 1962 el PCM, junto a otras fuerzas de la izquierda, formó el Frente Electoral del Pueblo y lanzó como candidato a la Presidencia de la República a un reconocido líder agrario, Ramón Danzós Palomino. Ese frente, lo mismo que una década después la candidatura independiente de Valentín Campa, carecía de reconocimiento legal, y sus votos no fueron tomados en cuenta, pero representaron una fuerte campaña unitaria que lanzaron los comunistas, exigiendo libertad política y mostrando un programa democrático propio e independiente del resto de fuerzas del régimen, tarea elemental pero que aquí resultó inmensa y sumamente dificultosa.
Durante el movimiento de 1968, el PCM no sólo hace suya la causa estudiantil sino que corre la misma suerte represiva. A partir de esta experiencia, los comunistas redoblaron su convicción democrática, aunque el debate estratégico respecto a los caminos de la transformación fue intenso, sobre todo a partir de la escisión de algunos grupos de la juventud comunista que optaron por la lucha armada. Abrir paso a una política democrática sin condenar la lucha guerrillera fue un difícil arte que supo desplegar el PCM a partir de un debate franco y profundo acerca de las formas de lucha y las estrategias del cambio.
Una vez obtenida su legalización y el registro electoral hacia fines del decenio de 1970, el PCM se adentró, como se señaló, en el más importante de los debates marxistas ocurridos en este país. El encuentro con todas las corrientes progresistas, la síntesis de los diversos movimientos sociales, el momento de expansión del pensamiento marxista en México, quedó plasmado en las Tesis del XIX congreso del PCM. Éstas representan un largo e intenso proceso de discusión colectiva, de un elevado nivel de elaboración al que nunca más han arribado las izquierdas, pese a su despliegue como fuerza poderosa de masas y las grandes transformaciones democráticas conquistadas tras décadas de luchas. Las Tesis plasman un abanico amplio y concreto de planteamientos de las izquierdas que aún hoy tienen enorme significado, sobre temas que adquieren otra proyección entendidos como parte de la lucha por construir una nueva hegemonía.
Los partidos políticos de izquierda en nuestros días discuten poco y han dejado de ser centros de elaboración teórica y de procesamiento de los saberes políticos que emanan de las luchas. En esa medida, han descuidado lo que en su historia supuso fuente cualitativa de su fuerza, dificultosamente adquirida. La complejidad de la tarea de la transformación y la ampliación de su horizonte los hará, con seguridad, volver la vista a esta indispensable tarea.
Notas
1 Recuperamos aquí parte de la investigación que hemos venido desarrollando y algo de lo escrito en el ensayo “Notas sobre los debates teórico-políticos de las izquierdas mexicanas del siglo XX”, resultado de un seminario en La Habana, Cuba, publicado en el libro coordinado por Caridad Massón. Las izquierdas Latinoamericanas. Multiplicidad y experiencias durante el siglo XX, Santiago de Chile: Ariadna, agosto de 2017, ISBN: 978-956-8416-55-3.
2 Véase “Una historia por escribirse”, introducción de Congresos comunistas, México 1919-1981, obra coordinada por Carlos Payán y Elvira Concheiro, México: CEMOS-Secretaría de Cultura, 2014.
3 En carta a su amigo general Francisco Amezcua, Emiliano Zapata escribió sobre los acontecimientos rusos de octubre de 1917: “Mucho ganaríamos, mucho ganaría la humana justicia, si todos los pueblos de nuestra América y todas las naciones de la vieja Europa comprendiesen que la causa del México revolucionario y la causa de la Rusia irredenta son y representan la causa de la humanidad, el interés supremo de todos los pueblos oprimidos.
“Aquí, como allá, hay grandes señores, inhumanos, codiciosos y crueles que de padres a hijos han venido explotando hasta la tortura a grandes masas de campesinos. Y aquí como allá, los hombres esclavizados, los hombres de conciencia dormida empiezan a despertar, a sacudirse, a agitarse, a castigar…”, en Mario Gill. México y la revolución de octubre (1917), México: Ediciones de Cultura Popular, 1975.
4 Véase Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, artículo 27.
5 Luis N. Morones representó la corriente más moderada del sindicalismo de la primera mitad del siglo pasado y su condición entreverada con el poder político. Como líder de la Confederación Regional Obrera de México, fundó el Partido Laborista de México. Fue diputado en varias ocasiones y secretario de Estado por un breve lapso en la presidencia de Calles.
6 Véase Michael Löwy. El marxismo en América Latina, “Sobre la revolución en América Latina”, Santiago de Chile, LOM Ediciones, páginas 81-91.
7 Ibídem, página 85.
8 Véase, entre otros, el “Informe general de la situación y organización del proletariado en México”, presentado en el primer congreso del Partido Comunista Mexicano, realizado en diciembre de 1921. En Elvira Concheiro y Carlos Payán. Los congresos comunistas. México 1919-1981, tomo I, México: CEMOS y Secretaría de Cultura del Distrito Federal, 2014.
9 Vicente Lombardo Toledano fue miembro del Partido Laborista y participó hasta 1932 en la CROM. Durante el cardenismo participó en la transformación del PNR en Partido de la Revolución Mexicana, ambos antecedentes del PRI. Tras la exclusión de los comunistas, fue secretario general de la Confederación de Trabajadores de México en sus años iniciales (1936-1940). Y de la Confederación de Trabajadores de América Latina, así como vicepresidente de la Federación Sindical Mundial. En 1948 fundó el Partido Popular (denominado PPS a partir de 1960). Como otros dirigentes obreros oficialistas, desempeñó numerosos cargos públicos y fue diputado en tres ocasiones.
10 La carta enviada por VLT fue enviada al Partido Comunista Mexicano, Acción Socialista Unificada, El Insurgente, el Grupo Marxista de la Universidad Obrera y a una decena de personas en lo individual.
11 Años después, Valentín Campa contaría que la negativa de Hernán Laborde, entonces secretario general del PC y de él mismo, secretario de Organización, además de un reconocido líder ferrocarrilero, de asesinar a Trotsky enojó a los soviéticos, quienes instigaron a sus incondicionales para que los expulsaran.
12 Véase Varios. La izquierda en los cuarenta, México: Ediciones de Cultura Popular-CEMOS, 1985.
13 Cónfer Campa, Valentín. Mi testimonio. Memorias de un comunista mexicano, Ediciones de Cultura Popular, 1977.