TRES DIRIGENTES

En toda su historia, el Partido Comunista Mexicano (PCM) contó con líderes provenientes del pueblo trabajador, de las más profundas raíces de la nación proletaria y campesina. Es el caso de Arnoldo Martínez Verdugo, Valentín Campa y Othón Salazar.

Arnoldo Martínez Verdugo nació el 12 de enero de 1925 en Pericos, Mocorito, Sinaloa, en una familia modesta de trabajadores. Fue obrero en Sonora y luego en la Ciudad de México en una fábrica del papel. Estudiante de la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, se sumó a los 21 años a las filas del PCM. Othón Salazar nació en 1924 en Alcozauca, Guerrero, hijo de una familia indígena muy pobre. Sobre su niñez, recuerda que en la primaria todos sus condiscípulos eran pobres, pero al menos tenían huaraches; él ni a eso llegaba. “La escuela socialista en que me eduqué –recordaba–, donde se nos hablaba del proletariado, de la triste vida del indio, de la triste vida de los pobres, y esa influencia yo la traía y me ayudó mucho que nunca tuve ambición por el dinero, nunca; por eso, la pobreza me golpeaba, pero no me doblegaba, y seguía adelante. Mi maestro, al saber que faltaban ocho días para que yo viajara a Chilapa, me preguntó si era cierto que ingresaría en el seminario. Le dije: ‘Sí’. Se lo dije sin esperar ninguna reacción de mi maestro, pero inmediatamente me dijo: ‘Creo que no. ¿No te gustaría mejor ser licenciado, como don Benito Juárez?’ Y como yo dominaba la biografía de don Benito Juárez, eso me convenció de que no debía ingresar en el seminario sino seguir el camino en busca de una carrera liberal”.

Valentín Campa Salazar pertenece a otra generación. Nació antes del inicio de la Revolución Mexicana, en 1904, en Monterrey, Nuevo León, en la familia de un pequeño comerciante que por las vicisitudes de su negocio se trasladó a Durango y Tampico. En 1916, Valentín intentó enrolarse en el Ejército Mexicano para luchar contra la expedición punitiva de John J. Pershing contra Pancho Villa, pero no fue aceptado por la edad. A los 16 años entró a trabajar como obrero en La Corona, subsidiaria de la Royal Dutch Company, a escondidas de su padre, quien le insistía en que debía mantenerse “libre” y evitar laborar para otros. En 1927, a los 23 años, se sumó al PCM, cuando era ya dirigente sindical.

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Arnoldo Martínez Verdugo asistió como oyente a la Mesa Redonda de los Marxistas, en 1947, convocada por Vicente Lombardo Toledano, para debatir sobre los problemas de la izquierda. Ahí tuvo su primer contacto con los pensamientos de la izquierda mexicana. Junto a eso, la causa principal de su ingreso en el PCM fue la lucha heroica y la victoria del pueblo soviético sobre el fascismo y la Alemania nazi. Más tarde saludó junto a todo el partido el triunfo de la Revolución Cubana, en 1958, que entusiasmó a toda Latinoamérica. Pese a que sus formas de lucha no coincidían con los manuales redactados en Moscú, la revolución socialista era posible a 90 kilómetros de las costas estadounidenses y planteaban en forma totalmente nueva los problemas de la revolución en Latinoamérica. También contra la dirección encabezada por Encina supo apreciar en toda su importancia las grandes luchas sindicales de profesores, ferrocarrileros, minero-metalúrgicos, petroleros, telegrafistas y otros sindicatos menores que, entre 1956 y 1960, sacudieron el país por su carácter simultáneo de demandas económicas y políticas que cimbraron hasta sus raíces la estructura corporativista-charrista del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el gobierno de México.

Junto con Encarnación Pérez Gaytán, Gerardo Unzueta y Manuel Terrazas, dirigió una tendencia opositora a la dirección de Dionisio Encina. En 1959 viajó a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; representaba la oposición interna, y se ganó el respaldo de los soviéticos. En 1960 presidio el decimotercer congreso del PCM, que destituyó a Encina y resolvió readmitir en la organización a Valentín Campa junto con su corriente en el Partido Obrero-Campesino Mexicano (POCM). A partir de entonces fue el dirigente principal del PCM, y en 1963 lo nombraron secretario general, puesto que mantuvo hasta la disolución del partido, en 1981.

Martínez Verdugo consideraba que lo principal para el partido que salía de una larga crisis política era formar un grupo dirigente a la vez fiel (a la organización, no al caudillo) capaz, experimentado, inteligente y culto –así me lo confesó en un viaje a la imprenta del partido mientras aspiraba profundamente, como de costumbre, su cigarrillo–. Se abocó a constituir ese grupo y formó alrededor de sí a dirigentes destacados, entre los que gozaba de gran simpatía y adhesión. El trato personal con quienes iba formando en la práctica y en la teoría, para las tareas de dirección, estribaba en las atenciones. La constante preocupación por el individuo, su situación y la de sus familias, especialmente los presos, retrata al hombre que nunca esperó, ni quiso, ser un mandarín arbitrario.

A principios del decenio de 1960, el PCM vivía en un ambiente de represión aguda y constante. Aparte de las tareas políticas en el movimiento y la elaboración de los principios de una nueva orientación, debía tomar periódicas medidas de seguridad. Más tarde me contó que durante largos periodos debía dormir fuera de casa, en diversos hoteles, con cambio de estancia cada noche. Arnoldo era continuamente vigilado y hostigado. Y aquí podemos hablar de otra de sus cualidades: una valentía firme, tranquila, casi fría, ajena a toda paranoia o histeria. Quizá su condición de dirigente principal lo salvó de largas prisiones. El costo internacional de tener a la figura principal de un partido comunista en la cárcel frenó los excesos del gobierno mexicano.

Lo conocí a principios de 1962, en el local del PCM, en la calle de Tabasco. Yo tenía 31 años; y él, 38. Gestionaba yo mi ingreso en el partido, junto con mi amigo Iván García Solís, y estaba muy preocupado porque la respuesta tardaba. Tras el encuentro con Arnoldo, se desvanecieron las dudas y reticencias, y entré de lleno en la organización. Rápidamente se trabó, a iniciativa suya, una amistad que me honraba; de inmediato me reclutó para la redacción de la revista Nueva Época, a la cual me integré en 1962, desde el primer número.

¿Pero cómo era personalmente? El individuo debe ser objeto de un libro que honre la complejidad de su carácter y pensamiento, de su modestia rayana en la timidez. Su honestidad existencial, común a muchos otros comunistas, es difícil de entender desde el mirador de la clase política de nuestro tiempo, en la cual las leyes reinantes son la construcción mediática de la imagen personal a toda costa y el famoso “el que no transa no avanza”.

Arnoldo Martínez Verdugo daba por sentado que la causa está por encima del individuo y que las negociaciones con organizaciones de orientación diferente no podían ser materia de intereses personales, sino pura y exclusivamente los del partido. Su integridad personal y política es hoy difícil de encontrar en el país. Era totalmente ajeno a los defectos de simulación, codicia material, afán de poder a toda costa y ambición de notoriedad y fama. No era, claro está, un serafín; y no acostumbro la adulación de los vivos ni de los muertos. Arnoldo era un hombre complejo, modesto y profundamente sobrio. Pero estaba lejos de ser perfecto. Era ligeramente tartamudo, falto de humor y demasiado sensible a las majaderías.

Sus contribuciones al desarrollo del PCM entre 1957 y 1981 y luego del Partido Socialista Unificado de México (PSUM) entre 1981 y 1987 fueron decisivas para el desarrollo del comunismo y la izquierda mexicanos. Atenuó considerablemente el autoritarismo y la intolerancia que regían la vida del partido. Las expulsiones y divisiones siguieron dándose, pero no con la virulencia de años anteriores. Siempre tuvo interés especial en el estudio del marxismo contemporáneo y de las obras de los pensadores mexicanos de izquierda que comentamos a menudo en nuestros encuentros periódicos. Fue traductor de varias obras de historiadores soviéticos sobre la Revolución, y en 1971 había publicado ya en la editorial del PCM su primera aproximación a la historia de éste, Partido Comunista Mexicano: trayectoria y perspectivas. En 1983 fundó el Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista (CEMOS), que presidiría en adelante; y en 1985 publicó una versión más completa sobre el PCM, Historia del comunismo en México, con un par de artículos de su autoría, además de otra media docena debida a otros militantes.

En las elecciones de 1982, el PSUM lo postuló como candidato a presidente de la República, y obtuvo más de 800 mil votos. Dos años después fue designado candidato para diputado federal en la LIII legislatura (1985-1988) y en la LVI (1994-1997). En 1986, al final de la campaña, Martínez Verdugo vivió un momento trágico: el 1 de julio, una semana antes de los comicios, una fuerza paramilitar lo secuestró cuando entraba en la oficina del CEMOS, en la colonia Del Valle. El grupo armado, autodenominado Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo, que un día antes plagió al militante del PSUM Félix Bautista y que se presentaba como heredero del Partido de los Pobres, de Lucio Cabañas, exigía un rescate al PSUM. Tras 17 días de cautiverio en condiciones deplorables, Martínez Verdugo fue liberado con Félix Bautista, mediante el pago de una suma realizado por el gobierno federal a los raptores y cuyo origen nunca se supo.

A mi parecer, las contribuciones principales de Arnoldo Martínez Verdugo y el grupo dirigente que coordinó el desarrollo del comunismo mexicano fueron la educación y formación de cuadros a través de frecuentes reuniones del Comité Central; la búsqueda de la independencia de la Unión Soviética y el PCUS sobre la política de los comunistas mexicanos; la integración del PCM a la legalidad y la vida político-electoral-institucional; la construcción decidida y paciente de la unidad de la izquierda; y la plena inserción del PCM en un periodo de asenso de la democracia en el país.

Han pasado 38 años de la desaparición del PCM. El comunismo que llevó a millones de mujeres y hombres a comprometerse activamente con la política y la lucha contra el capitalismo y el fascismo durante más de 80 años en todo el mundo ha dejado de existir. Pero la cuestión comunista, la utopía de un mundo socialista no ha muerto; sigue siendo tan actual como antes, pues el capitalismo de hoy no ha resuelto nada y propone un mundo peor que el existente en nuestro tiempo. Entonces, pregunto en una conversación imaginaria con Arnoldo, ¿qué es una derrota en la historia de los pueblos y cuán definitiva es la que sufrimos? Una cosa puedo decir con gran satisfacción: he hablado con ex comunistas de muchos países, y especialmente de México –recuerdo las largas conversaciones que tuve con Volodia Teitelboim, secretario general del Partido Comunista Chileno antes de su muerte–. La inmensa mayoría considera que sus años de militancia comunista, pese a todos los sacrificios y errores, fueron los mejores de su vida.

Durante gran parte de su existencia, el PCM fue de cuadros, de militantes semilegales, reducido en su número. Llegó incluso a ser un partido de entre mil o mil 200 miembros. A mi parecer, la razón fundamental era la constante represión violenta, que aumentaba de manera significativa en los periodos de ascenso de los movimientos populares. El PCM tenía muchas simpatías e influía de modo considerable en muchos movimientos sociales, pero sólo un grupo selecto se atrevía a militar en una organización permanentemente perseguida por un Estado que no retrocedía incluso ante el asesinato. Los gobiernos del PRI podaron de forma periódica el PCM, sembrando miedo y un sentido de impotencia.

En los últimos años de la dirección de Arnoldo Martínez Verdugo, la situación tuvo un cambio radical. Después de la legalización definitiva, el 7 agosto de 1979, las solicitudes de ingreso se multiplicaron. Enrique Condés Lara cuenta en su notable libro Los últimos años del Partido Comunista Mexicano 1969-1981 que en 1976 había en Puebla 156 militantes en 28 células; y en 1980, 3 mil en 200 células diseminadas en el estado. En el entonces Distrito Federal, tras la legalización, la membresía se duplicó en un año, llegando a contar con 4 mil miembros. Y en el decimonoveno congreso nacional, se reportó que en 4 meses de campaña de afiliación se habían logrado 100 mil solicitudes nuevas. En los primeros comicios en que concurrió con registro, el PCM obtuvo 5.8 por ciento de la votación, 703 mil sufragios. Es obvio que hay una discrepancia entre el número de militantes, simpatizantes y electores explicable sólo por la violencia de Estado permanente en que vivían el partido y el país.

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El 14 de febrero de 1999, Valentín Campa cumplió 95 años de edad; fue el dirigente obrero comunista más importante del país durante 72 años. Protagonista privilegiado del radicalismo mexicano, no es una figura solitaria entre los sindicalistas comunistas. Pertenece a la estirpe de los Hernán Laborde, líder ferrocarrilero como él y secretario general del partido en la década de 1930; Demetrio Vallejo, miembro del POCM y cabeza de la huelga ferrocarrilera de 1958; Miguel Ángel Velasco, panadero, apodado El Ratón por su tamaño y activismo, y quien en 1936 fue candidato a la Secretaría de Organización de la CTM; Cuca García Martínez activista magisterial, feminista y primera mujer formalmente miembro del Comité Central del Partido Comunista en 1925; Estela Carrasco, activista obrera y femenil; Concha Michel, colaboradora del sindicato textil San Bruno y participante de la huelga ferrocarrilera de 1927; Othón Salazar, dirigente magisterial; Iván García Solís, líder magisterial y economista; y Román Guerra Montemayor, líder ferrocarrilero y comunista asesinado en Monterrey en 1959. Y alrededor de ellos, miles de obreros y trabajadores, jóvenes y mujeres de los sindicatos que compartieron sus ideas, cualidades y defectos para dar vida con su entereza a uno de los grandes afluentes que formaron las luchas obreras del caudaloso siglo XX mexicano.

La mayoría de ellos sufrió persecuciones, cárcel y hostigamientos de todo tipo: Campa, dirigente de la huelga ferrocarrilera de 1927, seguida de protestas de solidaridad campesinas, fue golpeado, reducido a prisión y condenado a muerte por el presidente Plutarco Elías Calles, salvado sólo porque el entonces gobernador de Tamaulipas, Emilio Portes Gil, se negó a cumplir la orden. En 1930 fue aprehendido varias veces y se lanzó a una huelga de hambre en la cárcel por reivindicar el derecho de organización autónoma de los comunistas y su partido. En la violenta represión contra los comunistas en los años siguientes, Valentín vivió en la más rigurosa clandestinidad, sin rendirse ni claudicar. Contribuyó a la publicación de El Machete ilegal, impulsando así el derecho de expresión. Ya en 1934 decidió imponer con hechos el derecho a elegir y ser electo para sí y su organización, y fue lanzado por el Bloque Obrero y Campesino como candidato a la gubernatura de Nuevo León. Logró un éxito importante, pero la elección fue declarada nula. Su estancia más prolongada en la cárcel fue de 11 años, entre el 17 de mayo 1960 y el 26 de julio de 1970.

En 1978, Campa publicó Mi testimonio, memorias de un comunista mexicano, con la ayuda de varios compañeros de partido; de ellos, el principal fue Ilán Semo. Algo hay en el Testimonio de Campa que lo diferencia de las memorias publicadas en los últimos años por otros hombres de la izquierda mexicana. Y no es sólo porque Campa haya participado durante medio siglo en todas las grandes luchas obreras del país ni porque haya sabido mantener encendida la llama de la independencia de su clase en los peores vendavales y en las noches más lóbregas. Tampoco es porque su lenguaje sincero y directo, seco y duro, carente de ambigüedades y sutilezas, tan distinto del usado por los bardos de las “clases medias”, recuerde inevitablemente las voces de una asamblea de ferrocarrileros.

Lo diferente del libro, lo que lo vuelve único en su género, esa manera tan peculiar, directa y natural que tiene el autor de colocar a la clase obrera en el centro de los acontecimientos y su vida, al comienzo de todo, en el origen del universo contemporáneo. No importa el tema abordado. Cuando Campa habla de independencia nacional, se refiere a partidos (incluso el suyo); al reflexionar sobre los intelectuales, lo hace siempre a partir de las entrañas de la clase obrera.

Campa fue difamado y perseguido infinidad de veces; fue incluso expulsado de su partido y escarnecido por sus correligionarios por una razón única y relativamente simple: nunca pudo quitarse esa extraña costumbre, esa inclinación casi congénita de pensar obrero, sentir obrero, actuar obrero mexicano. Como político de nivel nacional, Campa tuvo encuentros con todos los grandes problemas del país: la lucha contra el imperialismo, la reforma agraria, la democracia. Pero a ellos llega no en nombre de la justicia en abstracto o de los “intereses nacionales” sino en el de una clase, un sector fundamental de la sociedad mexicana. Y eso, sin disimulos ni encubrimientos, convencido de que al final de cuentas lo que es bueno para la clase obrera coincide con los intereses de la mayoría de la nación.

Hemos dicho que el Testimonio de Campa es un jirón de la conciencia de la clase obrera mexicana, mas no su absoluta expresión. Campa no es el único dirigente obrero que se mantuvo independiente durante años. Además, la conciencia proletaria no está presente sólo en la obra de Valentín Campa, pero ninguna otra refleja en forma tan fiel y directa, esencial y sobria el proceso subterráneo, el flujo incesante de más de medio siglo de conciencia obrera.

Varios de esos dirigentes fueron expulsados en algún momento u otro del partido, lo cual supone prueba de uno de los defectos más destructivos de esa organización: la falta de tolerancia para las diferencias de opinión y actuación y la intervención nefasta de la Internacional Comunista y el PCUS en su vida interna. Ello se manifestaba en expulsiones y divisiones frecuentes.

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Toda la vida adolescente y adulta de Othón Salazar estuvo ligada al magisterio, en gran medida los profesores rurales de quienes formaba él parte. ¿Qué representa la figura de aquél en la cultura de la izquierda mexicana contemporánea? Estoy convencido de que ésta es una pregunta necesaria, urgente, definitoria, pues Salazar y sus 60 años de lucha y pensamiento encarnan un símbolo vivo de una época de la historia de la izquierda radical y popular mexicana, y la izquierda es primordialmente una cultura, no sólo una política o un movimiento sino, también, valores, formas de convivencia, sueños, recuerdos, iconos y, sobre todo, esperanzas. Cuando se entra en esa izquierda, uno asume no nada más un programa político: nos sumergimos en una cultura que existe y que se ha ido construyendo desde principios del siglo XX. Esta subcultura, heterogénea, llena de rupturas y reconstrucciones, rica en matices regionales y gremiales, desempeña hasta hoy un papel muy importante en la cultura nacional.

Othón Salazar es por donde uno lo vea un maestro. No solo estudió en las normales rurales de Oaxtepec-Ayotzinapa, y en la normal superior; fue profesor de banquillo muchos años, y vivió y trabajó con docentes siempre. Sus aportes tienen mucho que ver con la manera de ser de esos maestros que han sido desde la Revolución Mexicana un destacamento muy influyente en la izquierda. Siempre cercano a los jóvenes, educador por naturaleza, Othón creía profundamente en la fuerza de las ideas, y en la ética que se expresa en valores y en un modo de vida. Y creo que la vida, la obra, la trayectoria de Othón desempeñará un papel particular en la renovación de esa cultura, precisamente cuando ésta se encuentra en una encrucijada.

Su estilo mismo es el de alguien que prefiere convencer a confrontar, reclutar más que obligar, apelar a la solidaridad y el sentido de justicia más que al odio al enemigo y el deseo de vencer a toda costa. ¿Quién de sus correligionarios y amigos no recuerda el “¡Oye, manito!” con que acostumbra iniciar sus conversaciones más cálidas o sus decisiones tácticas más firmes? Ese deseo de convencer, de cambiar la forma de pensar de la gente, de “hacer conciencia” como se decía antes, es la esencia misma de la vida de Othón. En sus incansables giras entre profesores y los pueblos de la sierra guerrerense mantuvo esa actitud de educador y predicador, muy diferente de otros grandes dirigentes de izquierda de su época. Siempre estuvo consciente de que la dimensión del problema de la emancipación del pueblo estriba en la conciencia colectiva; es la dimensión del surgimiento de nuevas actitudes y motivaciones de la gente, de las mayorías. En última instancia, ése es el motor del cambio social.

Líder estudiantil en la Normal de Maestros, destacó como dirigente principal de un histórico movimiento magisterial en la Ciudad de México en el periodo 1956-1958. En diciembre de 1957 formó con otros profesores el Movimiento Revolucionario del Magisterio, que durante años dirigió las luchas del gremio. El 6 de septiembre de 1958 fue encarcelado. Los docentes organizaron un paro y, ante la magnitud de éste, los reos fueron liberados en diciembre del mismo año. En 1963 –un año después de mí–, Othón Salazar ingresó en el Partido Comunista; poco después se integró al Comité Central, donde permaneció hasta su disolución, en 1981. Fue diputado federal plurinominal en la primera bancada comunista electa y primer presidente municipal comunista de la época contemporánea, precisamente en Alcozauca, localidad enclavada en la “montaña roja” de su estado natal. Dirigente de partidos de izquierda como el PSUM, el PMS y el PRD, y precandidato a la Presidencia de la República por el PSUM en 1982, nunca cesó su actividad política. Incansable, a la edad de 78 años, en 2002, decidió encabezar a un grupo de compañeros que trabajaba en la refundación del PCM. En una entrevista que se le hizo expuso: “Me gustaría que me recordaran diciendo: ‘Othón, digan contra él lo que gusten, pero él fue un soldado de nuestro pueblo, un revolucionario comprometido con las tareas de la lucha revolucionaria, no de dientes para afuera. Él fue un agente que venía de los pobres, y murió lealmente del lado de los pobres’”.

Cuando en 1956 se inició el movimiento del magisterio del entonces Distrito Federal, que Othón encabezó al frente de un sólido grupo de compañeros, sus objetivos eran dos: la mejoría económica de los profesores y, sobre todo, la democracia sindical, el derecho a elegir a los dirigentes, el repudio a los líderes impuestos por el gobierno, llamados “charros”. El movimiento fue derrotado, pero produjo un cambio en la forma de pensar y de conducirse de miles de mexicanos. Othón y su vida posterior lo demuestran: no se sintió derrotado porque el movimiento no llegó a conquistar el poder en le Sección IX o en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, pues en el fondo sabía y siempre supo que lo importante radicaba en contribuir a crear motivaciones y actitudes, y que ambas se adquieren a través de las luchas. La Central Nacional de Estudiantes Democráticos de hoy sería imposible sin las derrotas de ayer. La presidencia municipal de Alcozauca tuvo mucho que ver con la posibilidad de los gobiernos progresistas locales posteriores. Comencé a militar en la izquierda en el movimiento que dirigía Othón Salazar; desde el principio trabé con él una sólida amistad, que había de durar hasta su muerte. Comentábamos con frecuencia, taza de café de por medio, la situación del país y las tareas de los comunistas. No siempre coincidíamos, pero invariablemente esas diferencias eran de opinión, no de interés. En eso lo recuerdo como un hombre firme, pero nunca obcecado.

Dos son los méritos indiscutibles del PCM: haberse mantenido independiente de los gobiernos del PRI y tener siempre en sus direcciones nacional y locales hombres como Othón Salazar, Valentín Campa y Arnoldo Martínez Verdugo.