La visita del presidente López Obrador a Estados Unidos a la mitad de la pandemia del Covid-19 generó una avalancha de críticas de derecha a izquierda en México y en lo que pasa por izquierda sin serlo en Estados Unidos. Se entiende también, desde un contexto estadounidense, que la respuesta esperada por el ala activista del liberalismo norteamericano haya sido la de no reunirse con el presidente Trump y de cierta manera negarle legitimidad. Aun así, el regaño suena vacío frente a las razones de un interés nacional que obligan al presidente de México a buscar un entendimiento con quien dirija a su poderoso vecino. Al leer los amargos reproches de parte de la diáspora el corazón se rompe, pero como muchas cosas que pasan, la verdad es que el sentido real del mensaje se pierde en la traducción.
Es en ese contexto que las izquierdas mexicanas se enfrentan a la penosa necesidad de tratar de entender que la política estadounidense no se ajusta a nuestros parámetros ideológicos. Sobre todo, porque de otra manera no entenderíamos la fuerte simpatía de nuestras derechas al “liberalismo” norteamericano, incluyendo su aparente ceguera frente a su defensa de la agenda de derechos que tanto ruido les hace en México. Acaso el gran error de un sector del “progresismo” mexicano es no entender que el ala derecha y el centro del partido Demócrata no son los “amigos” de la izquierda mexicana por más que su agenda social corresponda al horizonte de sus aspiraciones. No es lo mismo ser fan de un equipo que jugar en él.
Nadie puede llamarse a engaño con la política reciente del partido Republicano, aunque hasta el segundo Bush siempre hubo la presencia de un pequeño sector “hispano” en sus filas. Está de más decir que los agravios y recelos son fundados, pero a diferencia de lidiar con los halcones liberales, los conservadores norteamericanos contemporáneos están concentrados en sus asuntos internos. Para el interés nacional lo más conveniente es que nos dejen solos. Incluso es una mejora lidiar con la amenaza directa de afectar los intereses comerciales mexicanos que hacer frente a los medios de presión suave ejercidos a través de los fondos a ONGs del Departamento de Estado, como en las administraciones Demócratas. Se agradece que la relación sea clara en vez de ocultarla con palabras dulces.
Al final del día, la solución de los problemas generados por nuestros vecinos pasa porque el propio pueblo estadounidense los arregle. Podemos mirar con admiración y esperanza la movilización por la justicia racial y la constante lucha de su pueblo por hacer realidad los principios democráticos que inspiran su constitución, pero hasta ahora, lo que sucede en las calles sólo tiene un pálido reflejo en las urnas. Para nuestra desgracia, poco podemos esperar de ellos, después de todo en la boleta tendremos a Biden y no a Sanders. En esas condiciones, la política exterior debe mantenerse igual: a una prudente distancia frente a un vecino que no será amistoso.
Si en un ataque de furia justiciera leemos a León Krauze como un moderno Zola es que aún tenemos corazón para oír a las comunidades que se han visto afectadas por el recrudecimiento de las políticas migratorias y el embate a los derechos reproductivos. Y sin embargo, eso nos llevaría a olvidar que fue con Obama, y su vicepresidente Biden, que las deportaciones masivas comenzaron. Eso sin tomar en cuenta que en los Estados Unidos lo que sucede en México tiene menos peso en el imaginario político y en las decisiones de los votantes reales que los eventos en Inglaterra, China o el Medio Oriente. No es coincidencia que para encontrar una nota con más de dos párrafos sobre la visita haya que escarbar el final de la sección de política en los portales de noticias norteamericanos. Esos portales que sólo una minúscula fracción de la población lee.
Ahora que los intereses económicos y políticos de las elites binacionales se ven afectados por el resurgimiento del nacionalismo económico es que por fin vemos a ese sector “ilustrado” defender la preservación del medio ambiente y los derechos de los migrantes. El problema no está en que esas loables causas no merezcan a tan notables aliados, sino que las categorías generales ocultan una defensa de clase donde hay siempre unos más iguales que otros. No es lo mismo quejarse por la odiosa política que convierte a México en muro para los centroamericanos que levantar la voz ante nuevas restricciones a las visas para altos ejecutivos y estudiantes de escuelas de elite. De ahí que sea poco creíble la apasionada defensa de la “dignidad” nacional para rechazar los nuevos mecanismos de defensa a la libertad sindical que impone el T-MEC. Sobre todo, si esas reacciones vienen de los mismos que se niegan a pagar impuestos, o a las primeras de cambio cancelan la inscripción de sus trabajadores al Seguro Social. Gritar tres vivas a México en la Casa Blanca es una pequeña satisfacción simbólica que significa algo al sur del río Bravo, pero que ningún medio masivo reportó en Estados Unidos. Pensar que habrá un uso instrumental de la visita es no entender al votante norteamericano y mucho menos comprender el grado de desconexión de la mayoría de nuestra diáspora con la política mexicana y eso si no caemos en el error de pensar en la existencia de un voto “latino” homogéneo. Esos son el tipo de errores recurrentes de las elites liberales con acceso a medios en ambos lados de la frontera, pero que las izquierdas mexicanas no pueden darse el lujo de cometer.