CAZANDO CONTRADICCIONES

Decir que la vida importa es un evidente lugar común. Deja de serlo si aclaramos que se habla de la vida particular de una persona. Inmediatamente preguntaremos de qué persona estamos hablando y empezará la evaluación acerca de la relevancia o irrelevancia de su biografía. Hace ya muchos años Enrique Krauze apuntó que en México ese género, la biografía, había sido poco trabajado. Enrique Serna atacó ese vacío con El Seductor de la Patria en 1999 –pero hacía trampa. Biografiar a Santa Anna no era nuevo. Rafael F. Muñoz había hecho su retrato resplandeciente en 1936 y Zamora Plowes nos entregó una magnífica versión costumbrista del quinceuñas en 1945. En El vendedor de Silencio (2019), Serna nos presenta un espécimen distinto. No el héroe (o anti-héroe) que busca ser retratado en bronce (o cuyos bronces son tumbados por el Pueblo enardecido); sino el operador en la sombra. Carlos Denegri (1910-1970), influyente comentarista y reportero de Excélsior, era al tiempo el mejor en su oficio y el más vil. En ambas obras el aporte de Serna es mostrar las contradicciones de la personalidad humana. Las del biografiado, las de quienes le rodeaban y las nuestras. Leyendo a su Santa Anna joven, el lector entiende por qué sus contemporáneos se fascinaban con el joven criollo jarocho. Del enamoramiento pasará al disgusto y al fin, al asco. Seducido por don Antonio, el lector se vuelve parte de la Patria engañada. Con Denegri no hay enamoramiento, pero sí fascinación. Aparte, hay un descubrimiento. Se revela la importancia de la gente de letras para la política. Aprendemos que su papel es esencial no sólo como críticos desde afuera –el lugar desde donde Octavio Paz decía hablar. La интеллигенция (intelligentsia) también es requerida para proveer gestores de intereses. Y a veces, como Adela Cedillo ha sugerido en redes sociales, para producir Intelligence (colección ordenada de información acerca de  amigos y enemigos), como fue el caso de Jorge Joseph Piedra en la Secretaría de Gobernación diazordacista. Avanzados ya en la tarea biográfica, ahora requerimos fundar, como hizo Adam Michnik en su adolescencia, un Klub Poszukiwaczy Sprzeczności, un club de buscadores de contradicciones. Esa tertulia tendría un trabajo amplísimo: no sólo biografiar, sino hacer historia de las ideas, ubicar generaciones y discernir cómo (y para qué) se ha construido hegemonía cultural en México. Para empezar, propongo centrar nuestra atención en uno de los grandes capitanes de la intelectualidad mexicana contemporánea, Héctor Aguilar Camín. Me interesa saber si este ciudadano se ha ajustado al ideal de Paz (distanciamiento del Poder) o si gravitó hacia el “lugar Denegri” (pragmatismo interesado frío y duro).

Propongo que empecemos nuestra cacería de contradicciones con una pieza en la que Aguilar Camín mostraba una fascinación análoga a la que nos produce el Denegri de Serna. En 1977 escribió “Martín Luis Guzmán: El mandarín y la epopeya”. Es, en apariencia, una brillante filípica contra Guzmán; elaborada a partir de una intuición que Adolfo Gilly había presentado en La Revolución Interrumpida (1971) cuando analiza la descripción que Guzmán hizo de los zapatistas en Palacio nacional. Guzmán veía con asco la contradicción entre el escenario natural del poder y esos campesinos sucios e iletrados. En “El mandarín y la epopeya”, Guzmán es retratado como “un señorito talentoso, absorto defensor de una identidad personal maltrecha en el vértigo atroz de una revolución”. Guzmán nunca dejó de ser un universitario tradicional; miembro de una élite que se sentía entitled a todas las prerrogativas de los dominadores. El ensayo correctamente describe cómo la situación de clase de Guzmán le impedía reconocer un sentido social complejo al movimiento armado. Para el universitario, era sólo una fiesta de las balas y todo se reducía al azar. En su descripción de Guzmán, Aguilar Camín es durísimo, burlón incluso. Su Guzmán “sube al púlpito a repetir en voz alta sus clases de civismo y su memorización del Manual de Carreño: ¡Uy, tienen ambiciones personales! ¡Uy, roban! ¡Uy, fusilan sin juicio! ¡Uy, no saben leer! ¡Uy, beben mezcal en el mismo vaso pegajoso! ¡Uy, la revolución ya no es señorita!” Es sabido que Guzmán, luego de sus grandes obras, publicadas hacia 1930, pasó medio siglo buscando retornar al sitial que le había prometido la sociedad porfiriana y los campesinos revolucionarios le habían birlado. Aguilar Camín termina su ensayo con una posdata. En un acto de campaña de López Portillo, el Senador de la República Guzmán, de 88 años en 1975, “trepa… a su silla para poner la mano en el nido de brazos, empujones, caídas y violencias que acudían como peces al sitio donde el candidato pasaba. La ambición juvenil y el entusiasmo ritual del acto me fascinaron. … Acaso había encontrado en la Revolución Institucionalizada –con reglas más o menos fijas, modales y corbatas– el ámbito adecuado para desahogar, en persona, la irracionalidad que tanto aborreció en la Revolución Armada”. 

Medio siglo más tarde, el crítico del mandarín Guzmán añora él mismo las reglas más o menos fijas, los modales y las corbatas. A finales de Mayo de 2020, en una reunión zoom con sus compañeros de generación del jesuita Instituto Patria, explicó que el gobierno de López Obrador perdería el apoyo que actualmente tiene, porque la insatisfacción con sus decisiones iría permeando de arriba hacia abajo. Puso el ejemplo de la debacle de los expresidentes Calderón y Peña: “Primero fueron las críticas en el círculo rojo y luego eso se volvió un lugar común para todo mundo. Eso va a suceder aquí también, porque ha sucedido sistemáticamente. Esto que estamos nosotros pensando y viendo, esto que está pensando y viendo Reforma, esto que está pensando y viendo la gente pensante del país, las calificadoras, los analistas económicos, los diarios internacionales, esto se va a volver parte de la visión común de los mexicanos”. El mandarín aclara que hay un nosotros pensante y una masa no-pensante. El mandarín dicta que lo que la élite pensante ve hoy, mañana será lo que verá la masa no-pensante. Pontifica que esto es necesario e inevitable; que así lo proclaman ciencia económica y medios internacionales. La fascinación del biógrafo lo ha convertido en su biografiado. Héctor Aguilar Camín es el nuevo Martín Luis Guzmán.

Puesto un ejemplo de la actitud, veamos algo de las ideas. En 1979, Aguilar Camín escribió una introducción al tomito titulado Interpretaciones de la Revolución Mexicana que recogía reflexiones de una mesa formada por Adolfo Gilly, Arnaldo Córdova, Armando Bartra, Manuel Aguilar Mora y Enrique Semo. Esa apertura tiene un título claridoso: “Ovación, denostación y prólogo”. En sus 19 páginas ya hay mucho del intelectual que conocemos en 2020. Para él, la revolución mexicana (así, con minúsculas) es solamente “la mayor hazaña ideológica de la historia de México” y está “montada en el bastidor decimonónico de la construcción de la Nación liberal”. Tal hazaña se logró por “haber venido al mundo por la vía de una catárquica guerra civil”. Todo esto, apenas en los primeros cinco renglones. Y sigue: nos dice que la “larga historiografía” del evento está acompañada de “… un prolijo arsenal de discursos, alucinaciones cívicas, compromisos y luchas, idearios, certidumbres ontológicas, una industria de la conciencia, otra del turismo, las sucesivas reivindicaciones y enardecimientos de un país nacionalista que no parecen dar sino al umbral de las reiteradas claudicaciones y fracasos de un país dependiente.”

Discursos y alucinaciones. Idearios y enardecimientos. Es decir, humo vano. Lo que importa, al final de todo, es imposible un país nacionalista y México está atado ineluctablemente a la condición de país dependiente. Este intelectual realista y pragmático es el mismo que luego veremos en 1994 preguntarse, con mapas de Chiapas desplegados sobre su escritorio, cómo meter tanques en la selva. Es el publicista que, desde 1994 y hasta la fecha, pretende demostrar la futilidad de la guerrilla neozapatista y la inevitable victoria del “orden establecido”. Es el historiador que en 2010 señaló a nuestros embajadores y cónsules en su reunión oficial anual, que México nunca ha sido realmente violento y que las batallas de la Revolución Mexicana (yo prefiero las mayúsculas) no son nada si las comparamos con los combates en la Gran Guerra europea. Y esto ¡enmedio de la guerra calderonista contra el narco! Si en 1975 Guzmán había extendido la mano en el nido de brazos que acudían como peces al sitio donde el candidato priísta pasaba, en 2010 Aguilar Camín es parte del coro oficial que repetía lo que el Señorpresidente panista deseaba. A nosotros también podría fascinarnos la “ambición juvenil y el entusiasmo ritual” de este Aguilar convertido en Guzmán. Pero debemos contenernos. No sea que nos convirtamos en los Guzmanes y Aguilares del futuro.

Pasemos a la cuestión de la ideología. Al reseñar en 1985 el tomito de Interpretaciones, Laura Elena Dávila Díaz de León, de El Colegio de Michoacán, calificaba a los autores como marxistas (Relaciones, VI, 22). Esto es claro para todos los otros autores, pero, ¿qué hay realmente de marxista en el prólogo de Aguilar Camín? Poco, más allá de ciertos giros del lenguaje. Le llama fetiche a la Revolución y dice que ese fetiche fue capaz de construir interminables versiones de sí mismo en la conciencia del país. Es decir, es una especie de “humo mágico” capaz de inspirar ideas en la mente de quienes le observan. Sin embargo, anuncia al lector que los autores de los ensayos han escrito en una situación que les permite escapar del fetiche. Porque (a) ya existía una acumulación de datos historiográficos duros, precisos; (b) una nueva generación de pensadores tenía “preguntas inteligentes y certeras”; y  –acaso lo más importante según él– (c) los nuevos autores tenían frente a la Revolución “una distancia sentimental en la que la frialdad crítica suple con ventaja el compromiso directo con el objeto estudiado”. Gracias a este tipo de “perspectiva crítica” los ojos de los nuevos investigadores podrían “saltarse las versiones autogeneradas por el fetiche”. El prologuista era sincero: explicaba que la guía que permite a los estudiosos tener claridad crítica es que conocemos el resultado. La sociedad mexicana de 1977 era capitalista.

Aguilar Camín criticaba a Gilly, Bartra, Semo y Aguilar Mora por perderse en la búsqueda de un proletariado que “no se comportó” como la teoría marxista en boga en los 1970s indicaba (como clase dirigente del cambio revolucionario) y concluía: “No es, desde luego, definiendo cómo no fue o qué no hizo la clase obrera como podemos entender cómo sí esqué sí ha hecho en los cuarenta años de hegemonía de Fidel Velázquez”. Más o menos el mismo tratamiento le propina a Córdova, pues éste no explica la política concreta y práctica a través de la cual el Estado mexicano generó su política de masas. Al prologuista le interesaba descubrir el modo en que los triunfadores de cada etapa política habían vencido a sus contrincantes –no el estudio serio de las alternativas sociales que representaban los vencidos. Le interesaba, a la manera del mandarín Guzmán, descubrir cómo es que los vencedores habían madrugado a los vencidos. Eso, precisamente, es lo que él había estado haciendo en esos años: una historia política de las élites vencedoras, empezando por los sonorenses (La Frontera Nómada, 1977). Eso es lo que hizo a través de sus dos novelas más conocidas, Morir en el Golfo (1986) yLa Guerra de Galio (1991).  

Por supuesto, en aquéllos días Aguilar Camín no rompió con sus compañeros marxistas de mesa de Interpretaciones. En México nadie rompe con nadie definitivamente, no vaya a ser que sea conveniente abrazarse en el futuro. Así de sencillo es el falso pragmatismo de los actuales Denegris. Como prologuista retomó sus planteamientos y propuso convertirlos en un programa de investigación histórica. Incluso dijo que podría construirse una “historia marxista rigurosa, imaginativa, estimulante –y políticamente útil– de la revolución mexicana”. ¿Cómo explicarnos esta concesión final a una historia marxista que podría ser útil? Porque en esos días eso era oportuno y conveniente. Era 1979. Recapitulemos qué ocurría en el mundo en ese momento: en 1975 la epopeya vietnamita había concluido con el triunfo del pueblo organizado y en 1976 la revolución popular avanzaba en el África subsahariana. En 1979 ocurrieron el Triunfo Sandinista y la Revolución popular islámica de Irán. Durante la década siguiente los movimientos de Izquierda revolucionaria seguirían avanzando. En 1988 las fuerzas cubanas en Angola y Namibia triunfarían contra los opresores sudafricanos en Cuito Cuanavale. Los racistas debieron reconocer el gobierno popular de Angola, aceptar la independencia de Namibia y pactar el fin del Apartheid. En El Salvador y Guatemala los avances de la Revolución también llenaban de esperanza a los observadores progresistas. 

Por cierto, que ese contexto nos explica la razón práctica (otra pragmática) por la que Gilly, Bartra, Aguilar Mora, Córdova y Semo usaban categorías de su presente para comprender la antigua Revolución mexicana. En aquéllos años, era lugar común imaginar si no sería posible lograr en México el milagro de reencarnar los ideales de la vieja saga en las luchas sociales presentes. En el Comitán de 1983, por ejemplo, un amigo mío de la preparatoria marista en el DF, apenas salido de la adolescencia y maestro-misionero en una ranchería tojolabal, se preguntaba si en Chiapas no podría existir un Frente Zapatista de Liberación Nacional. ¿No habían hecho así los guerrilleros nicaragüenses con el recuerdo de su Sandino? Ni él ni yo sabíamos que mientras él preguntaba eso en la cocina de la Misión de Guadalupe en Comitán, 150 Km al Este, en las inmediaciones de San Quintín, estaban empezando su trabajo de inserción las Fuerzas de Liberación Nacional. ¿Qué nos habría dicho Aguilar Camín? Podemos imaginarlo: que estábamos dejándonos engañar por el fetiche de la Revolución Mexicana. Y acaso habría procurado convencernos de estudiar mejor y más sistemáticamente la historia mexicana para aprender que no había triunfo posible de los ideales revolucionarios. Porque de todos era conocido el resultado: el triunfo del capitalismo dependiente en México.

Sugiero esa respuesta a quienes veíamos admirados el trabajo de la Iglesia popular de jTatic Samuel en Chiapas porque muchos años más tarde, al describir en 2018 cómo le había tocado a él vivir el mítico 1968, Aguilar Camín escribió lo que sigue:

“El 68 aceleró en mí la tentación guerrillera, hasta entonces sólo una moda de mi cabeza: una hipótesis, una coquetería. La tentación estaba en el aire, como parte de los fastos de Cuba y el Che, pero a mí me asaltó aquellos meses con el apremio de una iluminación. De pronto me pareció evidente que el movimiento estudiantil iba a dar paso a la revolución, a incendiar México y a resolver mi vida. El corolario de esta certidumbre, mezclado con la ira contra el gobierno, era que había que contestar a la violencia del Estado con nuestra violencia, la violencia popular. Había que armar a los piquetes de huelga estudiantiles, dispararle a los soldados, matar policías.

“Decía esto en todas partes, provocadoramente: en los pasillos de Filosofía y Letras y en el trabajo, en la Villa [Olímpica]. Pronto me di cuenta que aquellas valentonadas eran recibidas con recelo por los estudiantes y en la Villa no hacían mejor efecto. Pero un día me llegó un mensaje sugiriendo que dejara de hablar así porque estaba arriesgando mi seguridad y la de mi familia. … 

“El ambiente exterior hacía verosímil la amenaza, aun si carecía de utilidad o sentido, pues yo no representaba nada, no tenía ningún peso en el movimiento, ni fuera de él. Valió para inducirme a un examen de conciencia, á la jesuita. Fue rápido y neto. Me dije: ‘Estás recomendando una violencia que no estás dispuesto a ejercer. Tu posición no es sensata ni es moral. Tienes que retirarte de ella’. Fue un examen de conciencia oportuno, á la jesuita, porque era vecino de mi temor efectivo a la represalia. …” 

 (“Revolú 68. Una memoria personal”, Nexos, Noviembre de 2018.)

En esa rememoración, nos dice cómo se salió del ambiente cada día más caldeado de la capital federal. Se fue a la aventura con un amigo que quería probar su automóvil nuevo llevándolo hasta Tijuana. De allí pasarían a la California estadounidense. Estaban a mitad del camino cuando el 18 de Septiembre el ejército ocupó las instalaciones de la UNAM y el IPN. Nos cuenta: 

“… vimos en Los Mochis la manifestación de protesta por aquel agravio: 15 muchachos con una banda desafinada caminando por las calles y exigiendo la devolución de las instalaciones universitarias. Entendí que el movimiento que según yo iba a incendiar México no existía más que en la Ciudad de México. Lo que había sacudido en esos días la ciudad de Los Mochis resultó más profético. Poco antes de nuestra llegada un muchacho había matado a tres en la estación de autobuses. Había entrado por el andén, había visto a sus blancos, había hecho tres disparos, había dejado tres muertos y se había ido caminando a paso quedo por las calles.”

Los amigos siguieron hasta las Californias. El narrador rememora que aquélla fue la primera vez que entró a los Estados Unidos de América: 

“En el tramo de la carretera que va de San Isidro a San Diego tuve un shock civilizatorio. … Eran increíbles los trazos diáfanos de la carretera, la calidad de los edificios que la flanqueaban, el tamaño de los centros comerciales que íbamos dejando atrás. También el orden de las señales de tráfico, la limpieza de las cunetas, el brillo de las líneas que separaban los carriles del highway, la variedad y el lujo de los automóviles, salidos todos como del estacionamiento de la Ibero. / Recordé el chiste de los maestros marxistas de la UNAM, que habían ido a Los Ángeles en los años cincuenta y, ante el boom de construcción de la época…, uno le dijo al otro: ‘Mira estos pendejos: construyen y construyen, y no saben que tienen los días contados’. En sus cabezas el capitalismo estaba condenado a desaparecer más temprano que tarde. Y eso es lo que enseñaban a sus alumnos. Algo parecido nos enseñaba el discurso público oficial de México y el no oficial: a los gringos les va a ir mal, México está mejor que los gringos. Yendo por el highway de San Ysidro a Carlsbad entendí que todos los lugares comunes que había en mi cabeza respecto de Estados Unidos eran una tontería. … / La ciudad de Tijuana era básicamente la calle Revolución, con sus puteros y sus cantinas, …”

En 2018, Aguilar Camín nos dice que entonces pensó “esto es distinto”; y en una extrañísima Confessio nos dice cómo, desde entonces, en el momento épico del 68, se separó de las ideas revolucionarias. Cuando se le reclama a nuestro potencial biografiado haber formado en la línea de combate de la Izquierda y ahora militar en la trinchera opuesta parece olvidarse lo que él escribió desde, al menos, 1979. No, en él no ha habido transformación (cambio de forma). Más bien sucede que su ideología personal se ha ido revelando poco a poco –hasta ser evidente para él y para quienes le rodeamos. De esto se trata una transfiguración, del trascender la figura o forma aparente, revelando su propia naturaleza. Aguilar Camín es y fue formado desde adolescente como “jesuita”, tanto en el sentido práctico de la filosofía de Juan de Mariana, SJ (quien aconsejaba al político sopesar utilitariamente cada decisión); como en el sentido en que otras corrientes políticas, más radicales y más comprometidas con el cambio social, han llamado jesuíticos a quienes privilegian sólo la oportunidad y sólo la conveniencia.

Analicemos ahora el contexto de este hombre complejo, hombre de influencia, jesuítico. El autor nos dice, en su recuento sobre la Revolú 68 que al año siguiente (1969) se matriculó en El Colegio de México –que en ese año era dirigido por Víctor L. Urquidi. Para el joven “pecador” que había recomendado una violencia que no estaba dispuesto a ejercer, y que se retiró de ella, el Colmex 

“fue una extraordinaria salida para el callejón de mi rabia ultra, mi talante mental de aquellos años, tributario del talante revolú de la comunidad intelectual y universitaria de la Ciudad de México. El estado de excitación ultra tiene una consecuencia intelectual devastadora: mata todo pensamiento original. Nada tiene sentido en el estado anímico ultra fuera de las opciones extremas. El mundo se divide rápidamente en dos, el que lo mira con ojos ultra pierde los matices, la inteligencia, la sensibilidad. Cuando digo ultra me refiero fundamentalmente a lo que seguía andando en mi cabeza entonces: la idea de que la violencia puede cambiar todo de tajo, detonar la revolución y, con la revolución, un nuevo inicio de la historia.”

Del Colmex reporta que “fue [su] primera entrada a un lugar en donde se pensaban las cosas. Había algo ahí más que la pura negación de lo establecido”. El Colmex era un lugar no-ultra. ¿Qué significa esto? Un correligionario, Enrique Krauze, nos aporta elementos. El 26 de Agosto de 2004, EK publicó en Reforma un artículo titulado “Urquidi el visionario”, adonde nos informa que el director se preocupaba por “la desigualdad económica y social de México” pero también por “el irresponsable populismo financiero” que el gobierno mexicano había adoptado entre 1970 y 1976 para combatirla. Consecuente con su posición (en línea con la ortodoxia del desarrollo estabilizador de los 1950s y 1960s), Urquidi “…dio un impulso sin precedente a los estudios económicos, urbanos y demográficos. En tiempos de Urquidi -escribió Luis González y González- el Colegio pasó ‘del saber por el saber al conocimiento útil, pragmático, alimentador de ingenierías económicas, políticas y sociales’.” Una de las victorias de Urquidi fue convencer al gobierno federal de adoptar políticas públicas serias para reducir el crecimiento poblacional, que a principios de la década de los 1970s anunciaba un desastre demográfico. La aportación de la comunidad del Colmex ayudó a promulgar la nueva Ley General de Población y la creación del Consejo Nacional de Población. Notemos que este tema está conectado con una de las preocupaciones más antiguas y permanentes de la revista Nexos que fundaría Aguilar Camín en 1978: la dispersión poblacional y los retos que esta impone a una política razonable de desarrollo social.

La comunidad del Colmex, circa 1970, se nos presenta como sucesora de aquéllas generaciones de intelectuales urbanos que, entre 1914 y 1930, se descubrieron en la Ciudad de México aislados del resto del país y del mundo entero por una revolución campesina triunfante pero incapaz de crear su propio aparato Estatal. Los más viejos (como Guzmán) tuvieron una relación tormentosa con la Revolución pero terminaron integrándose al viejo régimen. Los más jóvenes (como Cosío Villegas) tuvieron menos problema en integrarse. Todos contribuyeron a la etapa constructiva de la Revolución Mexicana. Carlos Monsiváis sospechaba, desde los 1980s, que esos intelectuales y universitarios habían escamoteado de alguna manera el verdadero sentido popular de la Revolución. Es muy probable: su impronta en las instituciones mexicanas aseguró la continuidad civilizatoria entre el Estado destruido por el campesinado en 1914 y el que refundaron los caudillos vencedores a partir de 1920. Cincuenta años luego de que Obregón venció a Carranza, ese nuevo Estado vivía una portentosa crisis de legitimidad. 1968 no es sólo “talante revolú”, es el momento en que el Estado se descubre viejo e incapaz de lidiar con las nuevas clases sociales que su éxito ha creado. Ya hemos revisado la rememoración de Aguilar Camín sobre ese momento. ¿Qué decía de él entonces?

En un texto publicado con Krauze el 30 de Junio de 1971, ambos estudiantes en el Colmex reportearon su experiencia personal de la masacre del Jueves de Corpus para Siempre!. Allí podemos apreciar que, pese a que Aguilar Camín aseguraba en 2018 que el Colmex “fue un remanso para [su] melancolía ultra: un orden para [su] desorden”, ese joven melancólico aún tenía en 1971 cierto yearning, cierto anhelo suspirante, por la militancia callejera. Los jóvenes intelectuales salieron de su área escolar (la colonia Roma) para llegar al Monumento a la Revolución y luego siguieron en sentido inverso la ruta de la marcha estudiantil hasta encontrarla. Esto ocurrió en San Cosme/Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, cuando la descubierta de la manifestación llegó a Avenida de los Maestros. Allí estuvieron “a punto de dejar[se] llevar y caminar esas dos cuadras e incorporar[se], pero los camiones de granaderos estacionados al principio de la Avenida Instituto Técnico emp[ezaron] a moverse”. Luego encontraron refugio en el departamento de un profesor. Desde la azotea del edificio, en compañía de otros vecinos, vieron lo que ocurría y oyeron la balacera.

Importa recalcar una expresión que usaron en su texto: estuvieron a punto de dejarse llevar e incorporarse a la manifestación que sería reprimida. Eso ocurrió por azar pero también –podemos intuir inteligentemente– porque el Colmex era un “lugar en donde se pensaban las cosas”. Tan pensados estaban los planes de este par de jóvenes estudiantes de Historia para aquélla tarde, que no se concentraron con el resto de los manifestantes, sino que pretendían ver llegar la marcha al Monumento a la Revolución o verla pasar en algún punto de la ruta anunciada. Entre las técnicas de investigación del Colmex aún no estaba la observación participante. Nos queda la tentación de dar un nuevo título a la crónica: “A la búsqueda de la marcha perdida”.

Terminemos estos apuntes con el campo social desde el que ha escrito Aguilar Camín. Él y Krauze volvieron a colaborar en las páginas de Siempre! el 9 de Agosto de 1972. En esa ocasión, el suplemento se titulaba “En torno al liberalismo mexicano de los setentas”. El director Carlos Monsiváis buscaba cuestionar la situación de los intelectuales en el México de Echeverría. No lo que pasaba en la calle, sino lo que ocurría en el gabinete del sabio. Monsi atinó maravillosamente. La quebradura del 68 mexicano tenía que ver con la incapacidad del México postrevolucionario de hacer sentido de su mayor éxito: una pequeña –pero portentosa– juventud educada. Es decir, una potencial nueva intelectualidad. El tema acompañó a Monsi el resto de su vida (he aquí otra biografía para nuestro club de cazadores de contradicciones).

Doce años después, en 1984, en una rueda de prensa en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, Monsiváis se refirió a los estudiantes universitarios. Creía que seguirían la norma social de siempre… que serían más bien egoístas. Pero luego señaló que “ya no es tan excepcional la cantidad de jóvenes que están trabajando en colonias populares, de médicos que están practicando la medicina social, de abogados que están en bufetes jurídicos para la defensa de colonos, etcétera. Creo que el campo de las profesiones, al sufrir un cambio cualitativo la concepción del profesionista en México, se ha democratizado mucho el ejercicio de las profesiones. Y en ese sentido, pienso que ha habido unos avances muy muy positivos. … Estoy muy optimista respecto de una tendencia creciente de considerar el ejercicio profesional también como un ejercicio cívico, social y cultural –que es algo que incrementó el movimiento de 68 y que se ha ido fortaleciendo con o sin radicalizaciones”. Arriba vimos que Aguilar Camín, por esos mismos años, habría recomendado a los exalumnos maristas que trabajaban solidarios en la sierra tojolabal abandonar alucinaciones y enardecimientos. Ahora podemos imaginar que Monsi, en cambio, habría encontrado esperanza en ese tipo de obras y ensueños. En los 1990s las y los profesionistas que habían hecho trabajo de campo “Abajo” (o como decían los viejos de Política Popular, “desde las masas”) ya formaban cuadro en una sociedad civil cada vez más diversa y atrevida.

Sin embargo, lo que desde Abajo se ha construido, desde Cal y Arena se ha denostado. Como editor, Aguilar Camín ha procurado demostrar la locura de cualquier opción revolucionaria de transformación. En 1995, publicó La Rebelión de las Cañadas, supuestamente de Carlos Tello Dáz, en la que se denunciaba como conspiración alucinada y alucinante el proyecto neozapatista en Chiapas. En 1999, publicó Memoria de Papel de Marco Levario Turcott, un exposédel “sainete” mediático de la rebelión neozapatista. En 2004, publicó Sendero de Tinieblas de Alberto Ulloa Bornemann, exguerrillero y, como Aguilar Camín, exalumno del Instituto Patria. Ulloa se presenta arrepentido de su ingenuidad y regala al lector un retrato de Lucio Cabañas como “un tipo hipersensible, descuidado en aspectos de seguridad, capaz de poner en riesgo su proyecto por ir a visitar a sus novias…” En 2007, desde Nexos el mandarín reiteró la cantinela de que la masacre era culpa del EZLN.

La transfiguración (revelación de su naturaleza propia) de Aguilar Camín ha concluido. Desde 1994, el comentócrata vaticinó cada seis años la derrota de cualquier candidato popular. Cuando un candidato así finalmente ganó en 2018, él asegura como “gente pensante” que es, que ese gobierno será derrotado por sus pésimos resultados. Días más tarde firmó con otros 29 intelectuales un llamado a derrotar al gobierno en las elecciones intermedias de 2021 –pidiendo a “los partidos de oposición”, el PRI y el PAN, unirse en “una amplia alianza ciudadana” que “restablezca el verdadero rostro de la pluralidad”. ¿De qué habla?

La vejez es cosa terrible. Hemos visto cómo el crítico del mandarín Guzmán en 1975, devino él mismo mandarín en 2010, dando argumentos a nuestros diplomáticos para que justificaran la violencia desatada por el panista Calderón. En 2020, departió sin chistar ni meditar en una mesa (Es la Hora de Opinar, 15 de Junio) en la que se calificó de pueblo “horroroso” a una cabecera municipal de Oaxaca –y en la que Jorge G. Castañeda le agradeció su intervención e influencia “con Diódoro” (el gobernador priísta) para sacar a una estudiante de allí, mandándola a hacer su servicio social a otro pueblo, “¡un poquitito menos horroroso!” El tema de esa conversación, por cierto, era el compromiso de las y los profesionistas mexicanos con el trabajo de base (ése que llenaba de esperanza a Monsiváis en 1984).

Cierro con un diálogo en Un extraño enemigo (Gabriel Ripstein, 2018). Fernando Barrientos: “—Ni se te ocurra juzgarme, porque somos exactamente lo mismo”. Elena le contesta: “—Tienes razón, somos lo mismo”. Igual que el Estado postrevolucionario hizo Senador a su crítico Guzmán, el Estado post-1968 absorbió a Aguilar Camín. A cambio del reconocimiento oficial le ha exigido argumentos de impunidad para los fraudes electorales, las masacres de indígenas, el racismo y el clasismo. Y él los ha entregado. Aprendamos de sus contradicciones. México no necesita ni más Guzmanes ni más Denegris.


Federico Anaya Gallardo, abogado defensor de derechos humanos. Ha trabajado en Chiapas, San Luis Potosí y Ciudad de México.