LAS FALACIAS FUNDACIONALES DE LA ECONOMÍA POSITIVA

Es más que conveniente comenzar por el título.

La economía positiva, endiosada y fetichizada por toda la tradición neoclásica y posteriormente neoliberal de la economía, y sacralizada por el celéberrimo trabajo de Milton Friedman “La metodología de la economía positiva” es aquella que, por estar supuestamente libre de valores, es auténticamente científica por ser objetiva.

A tal economía se le contrapone la “economía normativa” que presupone, utiliza e implica juicios de valor por lo que, se afirma, no es objetiva y, en consecuencia, no es auténticamente científica.

Nuestro propósito es mostrar que tal dicotomía economía positiva-economía normativa haciendo auténticamente científica sólo a la economía positiva está asentada en una serie de falacias; es decir de argumentos incorrectos y, por ende, inaceptables, que lucen como si fueran lógicamente correctos. Esto los hace peligrosos porque nos hace creer que son aceptables, cuando en última instancia no lo son. Los debates políticos, y, por supuesto los económicos, están llenos de tales tipos de argumento que se compran con facilidad y se los asume como fundando supuestos y tesis que se pretenden aceptar o rechazar, según las circunstancias. Por ejemplo, se tiende a aceptar el lamentable argumento siguiente: “Si el comunismo es exitoso, la concepción de Marx de la economía política es correcta. El comunismo no es exitoso. Luego, la economía política de Marx es incorrecta”. Este es un trivial ejemplo de la falacia de la afirmación del antecente: “Si A entonces B, no-A, en consecuencia, no-B”. Pero, un estudiante de lógica elemental sabe (y basta para ello la aplicación de tablas de verdad), que tal argumento es incorrecto (aunque, a primera vista es convincente). Hay casos en que se pseudo-justifican tesis discriminatrorias mediante falacias elementales, como en el siguiente caso: “Los hombres son inventores. Ninguna mujer es un hombre. Por lo tanto, ninguna mujer es inventora”. Este es un caso particular de la falacia de ambiguedad en la que el término “hombre” está usado con distintos significados en la primera y segunda premisa, por lo que si no nos percatamos de ello, creemos erróneamente que hay una conexión férrea entre premisas y conclusión establecida por la presencia del término “hombre”. Una vez que nos percatamos que tal término tiene distintos significados en ambas premisas (“ser humano” en la primera, y “ser humano masculino” en la segunda), tal conexión entre premisas y conclusión desaparece. Ni qué hablar del argumento “América: ámala o déjala. Juan Rodríguez que hace cuarenta y cinco años vive en ella, no la ama. Luego, tiene que dejarla”. Este es un ejemplo de la falacia del falso dilema porque se asume eróneamente en la primera premisa que en realidad hay sólo dos posibilades excluyentes, amar o dejar, para Juan Rodríguez cuando en verdad hay otras como “estar agradecido pero no amarla por no haber nacido en ella”. Cito este tipo de falacia porque es uno de los tipos de falacia dominantes en la aceptación de la dicotomía “economía positiva-economía normativa”.

Además, mostraremos que a todas dichas falacias subyace una dicotomía fundamental imprescindible para la visión empirista, no sólo de la economía sino de toda ciencia, y concluiremos que tal dicotomía ha colapsado, generando el colapso de toda la serie de falacias fundantes de la economía positiva y su supuesta cientificidad. 

I

Todo comienza, como era de esperar, al referirnos a la tradición empirista anglosajona en economía, lamentablemente globalizada en los últimos decenios de siglo XX y legitimada por su supuesta cientificidad, con Adam Smith.

Duncan Foley, en su libro Adam’s Fallacy (2006), afirma la presencia de una falacia que atraviesa la historia del pensamiento económico, y que está claramenrte manifestada, por primera vez, en la obra de Adam Smith.

Creemos que tal falacia tiene diferentes formas. Algunas veces, luce como caso particular del falso dilema, otras como un ejemplo de la falacia naturalista en la cual se confunden términos o afirmaciones éticas como si fueran afirmaciones de ciencia natural, como cuando se iguala el crecimiento económico con lo bueno, o al aumento de la natalidad a nivel mundial con lo malo, etc., especialmente sin discusión detallada y convincente de tal igualación. Repetimos que a todas esas falacias, cualquiera sea su tipo subyace una dicotomía básica que discutiremos en su oportunidad. 

Foley sostiene que lo que llama “falacia de Adam” está basada en la idea de que es posible separar claramente una esfera de la vida económica del resto del mundo social en la cual la prosecución del auto-interés esta guiado por leyes sociales que conducen a un resultado beneficioso. 

De acuerdo con Smith, esa separación de la esfera económica del resto del dominio político es una condición sine qua non para la posibilidad de la economía como una ciencia con leyes autónomas y objetivas intocadas por valores políticos más amplios. Por esta razón, en su opinión, uno tiene que comenzar por principios económicos puros emergiendo de la interacción de agentes económicos auto-interesados en el contexto de mercados competitivos y con el objetivo de acumular privadamente mercancías y, por lo tanto, ganancias. Esta esfera científico-económica está totalmente separada de las esferas sociales y políticas más amplias. El objetivo de tal separación, según Foley, es hacer que la economía sea valorativamente neutra, y esta es la garantía última, para Smith y sus seguidores a través de los siglos, de la objetividad científica.

Véanse, desde ya, ciertas dicotomías y sus interrelaciones: por una parte, se vinculan fuertemente economía-orbe social, objetivo-subjetivo, valorativamente neutro-valorativamente cargado, científico-no científico, relacionadas por identificación de modo tal que científico-separación del orbe social-valorativamente neutro-objetivo constituyen una unidad cerrada frente a no científico-perteneciente al orbe social-valorativamente cargado-subjetivo.

II

Foley, en oposición  a la tradición que comienza con Adam Smith, piensa que “el modo económico de pensamiento está tan cargado de valores como cualquier otro enfoque o estudio de la sociedad”. Estamos de acuerdo con ello. También coincidimos en que tal dicotomía es la base del falso dilema “o economía aislada del orden social o carácter no científico de la economía”. Se había concluído erróneamente que si la economía pretendía ser una ciencia, entonces debía estar separada de la esfera socio-política.

Como hemos afirmado ya, tal falacia está acompañada por versiones de la falacia naturalista; por ejemplo, Smith, de acuerdo a Foley, sostiene que “por el hecho de ser egoístas y seguir las reglas de las relaciones de propiedad capitalista, nos comportamos bien con otros seres humanos”. Aquí Smith está identificando una propiedad no-ética (seguir las reglas de la propiedad privada) con una propiedad ética (ser bueno con otros seres humanos) sin abrir discusión alguna ulterior acerca de las razones para aceptar dicha identificación cerrando a priori toda discusión posterior acerca de ello. Foley agrega que “ni Smith ni ningún otro ha mostrado cómo el egoísmo privado se tranforma en altruísmo público”. Además, debido a que supuestamente el resultado es el bien público, debemos aceptar sin alternativas el autointerés acumulativo y sus consecuencias incluyendo las desigualdades sociales acompañadas de violencia moral. Debe quedar claro que todo ello queda legitimado por una enorme falacia.

Foley afirma que las actitudes de Robert Malthus y David Ricardo hacia la caridad y la pobreza eran casos extremos de la falacia de Adam. En ambos, la lógica del intercambio de mercancías se opone a la moralidad lógica. Malthus cree que la caridad permite que los desempleados se reproduzcan generando más desempleo: ergo, la disyunción es entre caridad (acompañada por el desempleo y la pobreza) o la disminución de la pobreza. Esto implica, debido a que no podemos aceptar más desempleo que “la realidad del intercambio y sus leyes tienden a derrotar la acción moral”.

Más importante aún es reconocer y enfatizar que la falacia asume que las leyes económicas (en tanto han de ser independientes de todo contexto más amplio) son eternas e inmutables, no sujetas a modificación ulterior. Esto significa la naturalización de la esfera socio-económica, o sea asumir que dicha esfera está regida por leyes de la misma validez que las leyes de la naturaleza, lo cual constituye una forma lamentable de reduccionismo que Marx, por ejemplo, criticó reiteradamente. El materialismo histórico es per definitionem profundamente anti-naturalista acerca de la naturaleza, validez y alcance de las leyes económicas. Es lamentable pues que esta forma de reduccionismo asentado en falacias haya sido adoptado por muchos famosos economistas como garantía de cientificidad, cuando, de hecho, presupone aprioristicamente una confusión ontológica de esferas (la natural y la social) concebidas erróneamente como si fueran regidas por el mismo tipo de leyes.

Como ya anticipamos, esta naturalización fetichizadora de las leyes económicas fue uno de los objetivos centrales de los ataques de Marx cuando criticó a Smith, Malthus y Ricardo por expresarse como si los principios y leyes económicas fueran “válidas para toda sociedad en todo lugar y tiempo”. Marx denunció también una de las formas de la falacia de Adam mostrando que “actuar de acuerdo al auto interés, aún en el contexto de las relaciones de propiedad privada regidas por leyes, no conduce a la buena vida”. Por el contrario, ellas alienan a los seres humanos y les impiden ver que son esas mismas relaciones las que hacen posible su explotación, a la vez que enmascaran que ello no es el resultado de ley objetiva alguna, sino de relaciones de producción históricamente específicas.

Foley piensa que las versiones neoclásica y marginalista de la falacia de Adam consistieron en buscar un modelo de conocimiento científico en la física matemática -Stanley Jevons, Carl Menger, Leon Walras- o en la biología  -Tolstein Veblen-, totalmente separado de las cuestiones sociales, políticas y económicas. En ambos casos, por una parte, la vida económica se asume regida por leyes objetivas que deben ser seguidas a raja-tabla. Por otra parte, cualquier cuestión moral es eliminada, algo visualizado como beneficioso e inevitable. 

El dilema subyacente a todas estas formas de la falacia toma un giro más radical en los economistas ortodoxos del siglo XX. Foley cree que esto es así porque aparece un problema radicalmente nuevo: ¿cómo vivir con las fuerzas caóticas generadas por el capitalismo a escala global? Sin embargo, ni Keynes, ni Hayek, ni Schumpeter abandonaron la falacia básica de Smith y, en consecuencia, no re-introdujeron la ética dentro del ámbito de la economía, ni rechazaron ciertos aspectos del fetichismo de las leyes económicas.

Todos ellos, especialmente Hayek, exageraron la espontaneidad del mercado. Foley enfatiza acertadamente que la historia del capitalismo muestra, por una parte, que la realidad social es una creación colectiva de la gente; por lo tanto, si la gente cambia, las leyes sociales pueden cambiar. Esto hace imposible la reducción de dichas leyes a las leyes matemáticas, físicas o biológicas. Por otra parte, tal historia pone en evidencia que la empresa privada apela reiteradamente, cuando lo necesita o le conviene, a la acción reguladora del gobierno de turno.

Además, la falacia de Adam, en sus distintas versiones a través de la historia, presupone que el capitalismo es estable y auto-regulado. Sin embargo, es ahora más evidente que nunca que tal supuesto es flagrantemente falso. Su sobrevida depende de la intervención política reguladora. Por si esto fuera poco, dada cualquier decisión acerca de qué hacer, siempre se seguirán algunas consecuencias buenas y otras dañinas. En consecuencia, será siempre necesario tomar en cuenta “la relevancia moral de sopesar en cada caso tales consecuencias beneficiosas y dañinas”.

Aunque Foley no lo menciona, creemos que la falacia de Adam presupone una premisa crucial enunciando la dicotomía más profunda y penetrante, aquella que distingue tajantemente entre juicios de hecho y juicios de valor.

III

Los economistas liberales sacralizaron dicha dicotomía, comenzando por Lionel Robbins en sus muy peculiares y tendenciosos estudios del positivismo lógico en la década de 1930 así como en su interpretación y aplicación de los mismos a su concepción de la economía.

En 1932, es ya evidente la influencia del positivismo lógico en las publicaciones de Robbins. Tal influencia es obvia en su defensa de las dicotomías cruciales propuestas por el positivismo: (1) ética y ciencia, en particular, ética y economía, (2) empíricamente cognitivo y no cognitivo, (3) juicios analíticos y sintétivos, (4) juicios de hecho y juicios de valor y, finalmente, (5) entre economía descriptiva y economía normativa.

(1) Robbins cree que es imposible en ética toda discusión racional porque los juicios éticos son juicios de valor y, consecuentemente, es imposible basarlos en razones objetivas; tales razones son sólo disponibles para los juicios de hecho. En consecuencia, las cuestiones éticas deben quedar fuera de la ciencia en general, y de la economía en particular.

Esto es porque según (2) y (4), sólo los juicios de hecho son empíricamente significativos, no así los juicios de valor, de acuerdo al criterio empirista del significado (en una de cuyas versiones afirma que un enunciado es empíricamente significativo si es empíricamente confirmable por juicios de observación empírica). Sin embargo, hoy sabemos que los positivistas lógicos jamás lograron una versión aceptable de tal criterio pues, ya sea en sus versiones de verificabilidad, falsabilidad o confirmabilidad, fracasa en hacer de los juicios de la ciencia empíricamente significativos; y a los no científicos en empíricamente no significativos. Por ejemplo, si se elige la verificabilidad haciendo que los enunciados son empíricamente significativos si son empíricamente verificables (o sea que se puede concluir su verdad) entonces, las leyes científicas serían empíricamente no significativas porque, como es sabido, jamás se puede concluir su verdad. Análogamente, puede mostrarse el carácter problemático de las versiones de falsabilidad (los enunciados existenciales quedarían fuera de la ciencia) y de confirmabilidad (porque si X es empíricamente confirmable, X en conjunción con cualquier enunciado, como por ejemplo, “lo Absoluto es perfecto”, también lo sería haciendo a dicha conjunción empíricamente significativa, y por lo tanto aceptable científicamente), algo en total oposición a las intenciones positivistas de dejar fuera de la ciencia (que constituye lo único empíricamente significativo, lo que ya es una exageración rayana con la locura epistemológica) todo enunciado metafísico, ético, poético, etc.

Según Robbins, por herencia del positivismo, todos los enunciados de valor están teñidos de subjetivismo. Por lo tanto, es también imposible toda discusión racional acerca de los fines últimos de toda actividad humana, incluyendo la ciencia. Ello legitima la más que lamentable por limitadora tesis de que no debe haber discusión alguna en economía acerca de la racionalidad de fines y valores, reduciendo así la racionalidad científica, en particular la racionalidad  económica, a una mera racionalidad medios-fines, es decir a una racionalidad meramente instrumental. Pero, ¿puede concederse que los fines u objetivos de una actividad como la científica queden fuera de la discusión racional? Si fuera así, ¿por qué se los adopta? ¿Por gusto, o conveniencia… o por poder? Cualquier respuesta sería lamentable, especialmente científica y éticamente lamentable.

Como consecuencia, Robbins concluye junto a todos los economistas ortodoxos que la economía, para ser científica -léase objetiva- debe ser descriptiva (5), o sea no debe contener, presuponer ni implicar juicios de valor (algo que felizmente, la realidad de la práctica económica refuta a cada instante pese a lo cual los supuestamente científicos economistas ignoran o desconocen o se resisten dogmáticamente a aceptarlo).

Robbins concluye que “no parece lógicamente posible asociar los dos estudios [ética y economía] excepto por juxtaposición. La economía estudia hechos afirmables y decidibles, la ética estudia valuaciones y obligaciones”. No puede ser aquí más explícita la presencia de una forma de la falacia de Adam dicotomizando dos dominios irremediable e irreconciliablemente separados. Robbins concluye de ello que los enunciados científicos, y en consecuencia los enunciados económicos como parte de una ciencia, son o empíricos (en la jerga positivista, sintéticos) o provienen de la lógica y de la matemática (analíticos, de acuerdo al positivismo lógico) en total acuerdo con (3). Cabe señalar que tal dicotomía entre enunciados analíticos y sintéticos como los únicos aceptables para formar parte de la ciencia ha sido sometida a una crítica devastadora por la misma tradición anglosajona, por ejemplo, por filósofos como Willard Van Orman Quine y Hilary Putnam.

Nada pues queda en pie de (1)-(5). Ello quiere decir que la distinción entre economía descriptiva y normativa y la reducción de la economía a economía descriptiva queda críticamente conmovida en sus supuestos básicos, es decir, carece de fundamentos valederos.

IV

Vayamos más a fondo en nuestro análisis crítico. Para ello hagamos una pregunta importantísima: ¿cuál de tales dicotomías tiene primacía sobre las demás? La respuesta a tal pregunta constituye la crítica basal a las falacias fundacionales de la economía positiva.

Es obvio que todos, desde Adam Smith pasando por los marginalistas, neoclásicos, Robbins, Hayek y Friedman compartieron la creencia sacralizada en la dicotomía hecho-valor que creemos está a la base y es, en última instancia, la responsable de todas las versiones de la falacia de Adam. 

En consecuencia, la superación de tal dicotomía última y fundante involucra la desaparición de la falacia de Adam en sus diversas formas; dicho de otra manera, si no se hubiera asumido a-críticamente la dicotomía hecho-valor, la falacia de Adam, en cualquiera de sus versiones, jamás habría tenido lugar.

¿Por qué la dicotomía hecho-valor, especialmente en su versión juicios de hecho-juicios de valor fue aceptada más allá de toda duda y, por ende, sobrevivió por tanto tiempo?

Por una parte, porque se asumió una concepción errónea tanto de los juicios de hecho como de los de valor. Por otra parte, debido a la creencia rústica de que la presencia de valores en las prácticas científicas atentaría contra la objetividad científica siempre férrea y equivocadamente identificada con la neutralidad valorativa.

Vayamos por partes. En primer lugar la tradición ortodoxa caracterizó a los juicios de hecho como aquellos en los que siempre es posible arribar, tarde o temprano, a un consenso unánime acerca de su aceptación o rechazo, en oposición a los juicios de valor concebidos como siempre teñidos de ingredientes subjetivos que hacen imposible arribar a un consenso unánime y definitivo acerca de ellos. Además, los juicios de hecho son aceptables o abandonables provisionalmente de acuerdo a lo que acaece en el mundo.  Sin embargo, los juicios de valor, aunque nunca son definitivos, son también aceptables o abandonables de acuerdo a lo que sucede en el mundo de los hechos. Así, en un cierto momento de nuestras vidas asumimos ciertos valores que posteriormente, debido a lo que nos sucede al enfrentarnos con las circunstancias del mundo en que vivimos, cambiamos o abandonamos. Finalmente, en la ciencia no sólo abandonamos hipótesis y teorías debido al testeo empírico sino también porque cambiamos o abandonamos nuestros objetivos, junto a los métodos y los valores que ellos involucran. 

Por lo tanto, la distinción entre juicios de hecho y juicios de valor es, al menos, difusa (nunca dicotómica) porque ambos tipos de juicio son, en última instancia, aceptados o rechazados por razones empíricas, teniendo una provisionalidad análoga, en términos del mismo tipo de razones.

Debe enfatizarse una y otra vez la co-presencia de ambos tipos de juicio en las prácticas científicas. Si, por ejemplo, creemos que el objetivo último de la ciencia es alcanzar la verdad, esto involucra valores de acuerdo a los cuales preferimos la verdad por sobre otros objetivos (por ejemplo, la felicidad, el bienestar de la mayoría, etc.). Además, como incluso lo han reconocido algunos empiristas de fuste, por ejemplo Carl Hempel, no buscamos meramente la verdad, sino la verdad relevante. Pero este concepto de relevancia acarrea consigo un amplio rango de intereses y valores, nunca reducible a valores epistémicos exclusivamente (relevante para qué, para quién, cuándo…). Por lo tanto, nuestro conocimiento del mundo (o sea, de verdades relevantes acerca del mismo) presupone valores y, conversamente, aceptamos o rechazamos valores de acuerdo a lo que nos suceda cuando vivimos y operamos en el mundo.

En segundo lugar, nada de lo dicho implica el rechazo de la objetividad científica, si la entendemos como aquel consenso intersubjetivo al que se arriba mediante la interacción-discusión crítica de la comunidad científica, cuanto más amplia mejor. Si los juicios de hecho y de valor están a la par con respecto a su provisionalidad en términos de la investigación empírica, entonces es posible arribar a consenso unánime, aunque nunca definitivo acerca de ambos tipos de juicio.

Hay un bonus: estaríamos así en presencia de una objetividad científica más amplia, porque requiere un consenso crítico acerca también de los juicios de valor, haciéndonos tomar  conciencia más amplia de la complejidad de las prácticas científicas y de lo que hay involucrado en ellas, sin desdeñar aprioristica y erroneamente, un tipo importante de juicios que sin duda forman parte de dichas prácticas. Basta por ejemplo recordar que la mayoría de nuestros datos empíricos no los obtenemos por nosotros mismos, sino que recibimos su información a través de reportes, a los cuales aceptamos como confiables en función de distintos valores: quién escribió tal reporte, cuáles fueron sus fuentes, qué prestigio académico o profesional tienen, comparten o no nuestra visión del mundo, etc. Dichos valores son siempre, en última instancia contextuales y van más allá del ámbito científico propiamente dicho. 

En ningún momento se abandona la racionalidad científica sino que, por el contrario, tal como lo enfatizó Otto Neurath ya hace años, resulta enriquecida porque se exigen más razones y de distinto tipo para aceptar una determinada hipótesis o teoría, razones no sólo teóricas sino también razones que tiene que ver con nuestras decisiones en términos de objetivos, intereses y valores.

Más claramente: La actividad científica es racional, primero porque no es enmascaradora, o sea, no oculta lo que siempre existió, la presencia de valores; segundo, porque esos valores son aceptados-rechazados por las mejores razones disponibles, o sea, por un consenso unánime arribado por la interacción crítica de los miembros de la comunidad científica; tercero, porque el valor adscripto a un objetivo puede ser racional -tener buenas razones para tratar de alcanzarlo-, y finalmente, porque dar razones para justificar la aceptación-rechazo de teorías no está reducido a exhibir evidencia empírica, algo que es necesario pero no suficiente tal como los más distinguidos miembros de la tradición empirista, como Rudolf Carnap, Otto Neurath y Carl Hempel, reconocieron. Todos ellos sostuvieron, contra la historia oficial del empirismo perpetrada por los libros de texto y comentadores de dichos autores, que conocer el grado en que la evidencia empírica apoya a una hipótesis no basta para decidir su aceptación-rechazo, sino que siempre debe recurrirse a decisiones involucrando ingredientes de nuestra voluntad (“elementos volicionales” según Carnap y “motivos auxiliares” en la jerga de Neurath). Por ejemplo, ante dos hipótesis validadas por la misma evidencia empírica en el mismo grado se decide entre ellas apelando a valores como simplicidad, coherencia con nuestra concepción del mundo, los valores éticos que consideramos en un momento innegociables, etc. La historia de las ciencias está plagada de tal tipo de situaciones (recuérdese, por ejemplo, la historia que va de Ptolomeo a Copérnico, Tycho Brahe, Kepler, Galileo). Todas ellas involucran la presencia de una dimensión pragmática en nuestra aceptación-rechazo de hipótesis y teorías. 

Todo ello pone de relieve que en las prácticas científicas, una vez que es eliminada la dicotomía hecho-valor, interviene centralmente no sólo una racionalidad meramente teórica sino también práctica -en el sentido filosófico del término- involucrando la presencia de razones en términos de valores del contexto de la práctica científica, incluyendo valores éticos. Esto es aún más obvio en el caso de la economía. Rose Friedman, por ejemplo, afirmó que siempre que abordaba las hipótesis de una teoría económica, descubría una visión política del mundo social subyaciendo a dichas hipótesis. A la vez, no podría negarse que la aceptación-rechazo de hipótesis o teorías económicas está influenciada en un determinado momento por las implicaciones éticas y políticas de las mismas.

Es evidente pues que si se abandona la dicotomía hecho-valor, la falacia de Adam en sus diversas versiones colapsa.

Si, (1) no hay una distinción dictómica entre juicios de hecho y de valor, (2) todos ellos pueden ser objetivos si se los acepta-rechaza mediante la discusión interactiva crítica de la comunidad científica, (3) la distinción entre ciencia y ética, según la cual no podrían existir en las prácticas científicas enunciados de valor, en particular éticos, también se devanece, entonces, (4) la economía como perteneciendo exclusivamente a un orbe separado de lo social-valorativo, colapsa, por lo que, (5) deja de tener sentido la distinción entre ciencia descriptiva y ciencia normativa, porque no hay tal cosa como ciencia sin intervención de valores. En verdad, toda práctica científica en cualquier disciplina no está libre de valores, y ésto no es ya inconveniente alguno para su objetividad. Justamente, tal como Robert Nozick señaló “la ciencia es objetiva por los valores de los que está infusa”.

Debenos enfatizar que es imposible hablar de una economía descriptiva (en el sentido de Smith y Friedman) sin connotación valorativa alguna. En economía hay siempre presentes presuposiciones ontológicas (como por ejemplo en la economía neoliberal, “el mundo social actual es el resultado de un largo proceso de selección mediante la competencia de los agentes individuales”), epistemológicas (como “en dicho mundo los agentes tratan de obtener sus objetivos de acuerdo a los medios que les permiten maximizar la posibilidad de alcanzar dichos objetivos”) y éticas (como tal como afirmó Friedman “si el fin no justifica los medios, ¿qué es lo que los justifica?”). Dichos presupuestos, hacen imposible eliminar la dimensión valorativa y ética de la economía (en oposición a lo sostenido por L. Robbins). 

Por lo tanto, debemos terminar con el distanciamiento de la ética respecto de la economía el cual, de acuerdo con Amartya Sen, ha empobrecido, en la terminología por él empleada, tanto la economía de bienestar como la economía ingenieril-predictiva. En ambos casos, la conducta humana real ha sido sustituída por un fastasma unidimensional, la conducta egoísta. La conducta humana real debe incluir también la simpatía y bonhomía hacia los otros. Sen enfatiza que la economía standard identifica, como vimos, la racionalidad de la acción humana con la maximización del auto-interés. Sin embargo, de acuerdo con él, no hay prueba de que la maximización del auto-interés nos da la mejor aproximación a la conducta humana real, ni de que conduce a condiciones económicas óptimas. La metodología de la economía positiva ha rechazado la dimensión valorativa de la ciencia, ha desechado la presencia de valores éticos y ha ignorado una variedad de cuetiones éticas complejas que afectan la conducta humana real. Por esta razón, Sen sostiene que la economía se ha empobrecido sustancialmente por la creciente distancia entre economía y ética. Nosotros agregamos que el colapso de la dicotomía entre juicios de hecho y de valor ha eliminado la última excusa para negar la re-introducción de la ética en la economía.

Aún menos sobrevive el requisito de que para ser objetiva la economía debe ser valorativamente neutra. Está siempre condicionada por valores de todo tipo que varían de contexto a contexto. Luego, también desaparece la posibilidad de hablar de leyes económicas eternas e inmutables. Como corolario, pierde sentido todo intento de buscar modelos de ciencia (como los buscados por marginalistas y neoclásicos) en la física como en la biología.

Finalmente, también entra en crisis la dicotomía ciencia pura-ciencia aplicada. Estamos de acuerdo con Philip Kitcher (2001) quien sostiene que el concepto mismo de ciencia pura, o sea, de ciencia vaciada de todo valor o interés, deviene vacuo: las preguntas que planteamos, el aparato teórico que proponemos para contestarlas, las categorías que usamos para llevar a cabo nuestra investigación, son lo que son debido a los valores morales, políticos y sociales que nosotros y nuestros predecesores sostienen. En consecuencia, la dicotomía entre economía pura y aplicada también colapsa, y los valores de la polis, o sea,del contexto socio-político, adquieren una prioridad y relevancia no reconocida aún adecuadamente.

El imprescindible reconocimiento de esos valores por todo estudio adecuado de la ciencia renueva su filosofía que no puede ser ya una filosofía de la ciencia “pura” dejando de lado toda relación con intereses, valores y objetivos.

En consecuencia, la filosofía de la ciencia debe ineludiblemente devenir “filosofía política de las ciencias”, una filosofía más abarcadora, compleja y rica que las versiones asépticas de la ciencia reducidas a mera epistemología o neutra metaciencia.

No hay duda, finalmente, que el abandono de las dicotomías involucradas en la falacia de Adam, en sus distintas versiones a lo largo de la historia, y muy especialmente de la dicotomía fundacional entre juicios de hecho y juicios de valor, será un componente innegociable de esa filosofía política de las ciencias.


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* Ricardo J. Gómez. Profesor Emérito de la California State University, Los Angeles.