1. ¿Es posible un Monsiváis desconocido?
Acostumbrados a conocer a Monsiváis a través de su trayectoria como cronista y crítico de la cultura, es común que se pierda de vista el valor y la excepcionalidad de su pensamiento específicamente político. Menos difundida y estudiada aún es la memoria de su determinante paso por la política mexicana. Con ello, me refiero a la praxis y la intervención de Monsiváis en casi todas las esferas políticas del tiempo que le tocó vivir: la transformación social y la lucha por la democracia, el poder y sus decisiones, la comunicación de masas y la prensa, la configuración de la izquierda (posturas, debates, resistencias y movimientos incluidos), la batalla por las libertades ciudadanas y la escena electoral.
Carlos Monsiváis recorrió esos caminos usando, a un tiempo, la heterodoxia del conocimiento sin límites y un riguroso catálogo de principios éticos e intelectuales: reconocer la realidad una y otra vez, conocer objetivamente el lugar dónde se vive y a quién se tiene al lado; identificar los complejos entramados de la memoria colectiva que han llevado a la existencia de esa realidad para luego (contradicciones incluidas) entendernos como la suma de los otros y advertir así las posibilidades del futuro. Hoy, a diez años de su muerte, es más que pertinente la relectura de esa mirada del mundo desplegada por el escritor en una infinita obra compuesta por más de 50 libros y miles de crónicas, críticas, artículos, conferencias, entrevistas y ensayos.
Sabemos que en esa obra existe (expresa o tangencialmente) un prisma político, una toma de postura, un marco referencial que solía ser político. Es también sabido que Monsiváis hacía política. Sin embargo, en términos de debate público, hemos reflexionado poco sobre las formas y las dimensiones, las circunstancias y coyunturas, la politización colectiva, las improntas y las influencias producidas por la intensa participación de Monsiváis en los procesos políticos ocurridos en México entre 1950 y 2010. A lo largo de su vida, el gran intelectual fue el más tenaz y terrenal impulsor de una aspiración aparentemente inasible: la necesidad de construir una nueva cultura política, ahí donde las formas, las costumbres, la doble moral, las taras y las atrocidades de la tradición política mexicana se convirtieron en determinantes de la condición autoritaria y la corrupción como sistema, de la persecución de las ideas críticas, de la desigualdad y la discriminación.
Aventuro una hipótesis: durante casi sesenta años –por medio de la reflexión y la búsqueda cultural permanentes, de su incansable ser inconforme, de su crítica concienzuda e insistente- , Carlos Monsiváis fue construyendo una definición, un modelo ideal, una carta de principios o, si se quiere, una utopía y más aún, una teoría: una amplia noción política que para ser efectiva debía ser, en primer lugar, de izquierda, y luego: laica, democrática, radical (en el sentido filosófico más amplio del término), liberal, local y global, social, igualitaria, comprometida con la legalidad y sus reformas cuando el espíritu de las leyes era vulnerado por los intereses del poder; ajena siempre a cualquier concepción autoritaria o imposición moral, fundada en la movilización pacífica de masas como herramienta y -siempre- en la cultura como escenario.
2. Buscando a Monsi por las calles y a través de las esferas
A contrapelo de la imagen del intelectual público de naturaleza elitista, que vive encerrado en una esfera que lo separa de la barbarie, que sólo interactúa con algunos de sus pares, y que desde ahí busca influir con arrogancia (esquema que resulta cómodo y servil para el poder político), Monsiváis sale a la calle todos los días y se funde en todos los sectores del pueblo. Así, constituye una mirada poco posible en otros intelectuales y que a otros intelectuales cuesta entender: la combinación de la erudición multidimensional, la literatura, la poesía y la filosofía con los saberes, las batallas, las celebraciones, las tristezas y los sentires de la gente común. Así también construye una forma muy específica de desplegar ideas, lecturas, aspiraciones y preocupaciones. Concibe para su propósito una matriz doble: la necesidad de conocer y defender la memoria colectiva (que es cultura), y el apremio por transformar aquello que está en crisis: lo que oprime al pueblo, lo que es injusto, lo que destruye las posibilidades de la creatividad y la solidaridad sociales que observa en movimiento.
Aunque ironice en torno a sus sombras y soberbias, Monsiváis no niega a las diversas elites culturales de su tiempo. Al contrario, sabe que lo escuchan y las reconoce aún en la discrepancia, las conoce y entra en ellas; habla e incide, parece divertirse al hacerlo y construye ahí amistades sinceras. A diferencia de muchos, no requiere trabar complicidades en materia de intereses personales para tener un pasaporte que le dé entrada a esas esferas. Entra y sale de ellas indemne, con la libertad que le dan la ética, el sentido humano y el del humor, la anti solemnidad. En esos ámbitos cerrados, además hace política y comienza a poner “lo marginal en el centro”, convicción y concepto que –cual modo vital- estará presente en toda su obra. Portavoz de “causas perdidas”, Monsiváis rompe de esta manera los muros y los circuitos tradicionales del poder y sus monopolios (ya sea primero sólo en el ámbito cultural) para postular que la política y el debate de las ideas deben estar siempre abiertos, si de cambiar el estado de las cosas se trata.
Lo hace desde niño, cuando camina por las calles de la Colonia Portales y cuando vuelve a los barrios del Centro Histórico que lo vieron nacer. En la adolescencia, todos los días toma el tranvía para ir a San Ildefonso. La otredad (comenzando por la suya propia) no le atormenta, más aún le apasiona y lo mueve. Según relata él mismo en su célebre Autobiografía precoz (1966) y en posteriores textos, a principios de los años 50, con apenas trece años de edad comienza a militar y participar políticamente: ya en la oposición henriquista al naciente autoritarismo priísta, ya en los movimientos contra el imperialismo estadounidense. Lee la obra de Upton Sinclair sobre la República y la Guerra Civil españolas (¡No pasarán!), la literatura militante de John Steinbeck y Los diez días que conmovieron al mundo de John Reed. Se une a la Juventud Comunista en 1953. En ese periodo su militancia crece y se expande cotidianamente: pertenece a varias células y comités estudiantiles; redacta, imprime y reparte volantes, pega carteles y hace pintas por las noches.
En 1957 conoce a José Revueltas durante una reunión de universitarios comunistas. Es un encuentro que lo marca y forma: Revueltas, su heterodoxia y su “actitud límite” lo deslumbran; Revueltas, genio literario en permanente tensión con la obstinación revolucionaria, estará presente en Monsiváis para siempre. En 1958, ya entonces acompañado por Sergio Pitol (cómplice, amigo, espejo eterno que estará a su lado siempre), se suma a la huelga estudiantil contra el alza en las tarifas del transporte. En 1959 se adhiere a la solidaridad con el movimiento ferrocarrilero, lucha por la libertad de sus líderes presos Demetrio Vallejo y Valentín Campa, y descubre que para él “la política oposicionista se convirtió en obsesión, sentido vital, perspectiva única”. Ese mismo año conoce a Othón Salazar y al movimiento magisterial, a los que acompañará y cuya crónica escribirá por varias décadas en el futuro.
Al iniciar los años 60 Monsi tiene ya 21 años, es crítico de los discursos militantes en uso y discrepa junto con Revueltas ante la rigidez y “el inmovilismo” que acusan en la dirección del Partido Comunista. En 1962, el mismo Revueltas lo anima a sumarse a una huelga de hambre (“en apoyo de otra llevada a cabo en Lecumberri por los presos políticos”) que tiene como sede la Academia de San Carlos. En la protesta participan los jóvenes Pitol, José Emilio Pacheco, Eduardo Lizalde, Enrique González Rojo, Jaime Labastida y la pintora Leticia Tarragó, entre otras y otros activistas. Leen en voz alta, cantan, se ríen de todo. La huelga no dura más de dos noches y tres días, pero significa para el muchacho Monsiváis un importante episodio autobiográfico, dada la fraternidad generacional que se forja.
Desde que ingresa a la licenciatura, y la UNAM se muda a la Ciudad Universitaria (estudia paralelamente en Economía y en Filosofía), Monsiváis emprende una travesía que lo inclina a dedicar más tiempo a la literatura. Por supuesto, el activismo seguirá presente, en sus días y sus noches. Es un activo opositor a la política represiva del gobierno de López Mateos. Se indigna por el asesinato del líder campesino Rubén Jaramillo y en 1963 lidera proyectos para denunciarlo, ahora a través de la escritura y producción de un corto de cine documental. Vendría el asalto guerrillero al Cuartel de Madera en 1965. Ante el cúmulo autoritario, la ausencia de perspectivas de cambio, el desgaste que la constante derrota libertaria produce y el sinfín de atropellos a las garantías consignadas en la Constitución a manos del gobierno de su propio país, Monsiváis se ve por primera vez abrumado.
Entre 1966 y 1967 consigue una beca y viaja a un curso universitario en Boston. Vive en Estados Unidos meses que lo estremecen (a él y a Occidente entero). Participa en las movilizaciones contra la guerra en Vietnam, advierte la existencia de claves modernas que influyen en las formas de ser en libertad. Le llama la atención la vida independiente de los jóvenes y conoce a Norman Mailer. Se sumerge en la música soul, conoce por primera vez aquello llamado contracultura; constata que la diversidad en todos los ámbitos vitales posibilita las opciones: concluye que la pluralidad cultural y la sociedad heterogénea deben estar en el mapa que lleva a la transformación del mundo en el que ha vivido. Años después diría en una entrevista televisiva, a manera de síntesis, que en aquellas vivencias encontró un sentido más preciso sobre la política necesaria: “en el crecimiento de la sociedad civil, en la modernización cultural y en los movimientos de los 60” estaban las señales para luchar por una sociedad antiautoritaria. Principios globales y regionales que estarían presentes en las grandes mareas de 1968…
3. “Habían creado entre ellos mismos ese espacio público donde la libertad puede aparecer”…
Con esta cita de Hannah Arendt, Monsiváis inicia una de las crónicas sobre el movimiento estudiantil y popular de 1968, que se incluyen en su libro Días de guardar, publicado en 1970. El escritor participa en los hechos de aquel año en todas las formas posibles. Forma parte de las movilizaciones y de los debates. Convocado una vez más por Revueltas, coordina junto a Manuel Felguérez y Juan Rulfo la Asamblea de Intelectuales y Artistas de Apoyo al Movimiento Estudiantil. Ocupaba ya un lugar importante en la escena cultural, citadina y nacional, había publicado dos libros, y sus textos aparecen regularmente en el suplemento “La Cultura en México”, dirigido por Fernando Benítez, en la revista Siempre!
Días de guardar es una obra medular y un sólido puente entre el trauma social producido por la matanza en la Plaza de las Tres Culturas y la posibilidad de no naufragar. Junto a La noche Tlatelolco de Elena Poniatowska y algunos libros más, escritos por testigos y protagonistas del 68, resulta seminal en la reivindicación de las causas del movimiento: registro y síntesis de la batalla contra la impunidad de los culpables de la masacre de Tlatelolco, levadura de la memoria que permite el ensanchamiento de los valores y principios que aquella marea sembraría en la conciencia subalterna de la sociedad mexicana, en sus futuros movimientos sociales y en la gesta por la democracia que vendría. Monsiváis hace entonces una aportación a la construcción de una praxis que abreva de lo aprendido en la acción política y engendra nuevas formas que permanecerán y florecerán en la historia de la transformación nacional: dar y ganar los debates, convencer mayorías, sumar voluntades y hacer de la movilización ciudadana pacífica la vía central para tomar la calle y los espacios institucionales; para hacer del país un espacio público.
Los años 70 y la primera mitad de los 80 del siglo XX son, para la izquierda, un campo de tensión y dificultades en el que se avanza como en un pantano minado. Al paisaje lo definen el pasmo producido por las balas, la opción armada adoptada por múltiples grupos de activistas, la cooptación por el régimen a la vuelta de la esquina, la clandestinidad, la represión rampante y la prisión política como riesgo que se cierne ante quien discrepe o haga política más allá de los límites que el mutante nacionalismo revolucionario tardío permite. Son los años de la guerra sucia y un nuevo encumbramiento de la corrupción, pero también los del surgimiento de crecientes cauces y resistencias que dan vida a una amplia disidencia democrática: el feminismo (Marta Lamas ha documentado el importantísimo papel de Monsiváis como promotor, defensor y difusor de la causa), la defensa de los derechos humanos, las primeras salidas a la calle de los colectivos de la diversidad sexual (de los que Monsi es solidario invariablemente desde la crónica, la intercesión política y la defensa tenaz); el nuevo sindicalismo independiente y las viejas luchas obreras, magisteriales y campesinas que se empecinan en resistir, el desafío a la censura en la prensa a través de la fundación de nuevos medios.
Monsiváis releva a Fernando Benítez desde 1972 al frente del suplemento “La Cultura en México”. Esto representa la maduración de una apuesta formal por el periodismo que imbrica, a través de la crítica, lo cultural con lo político, lo nacional con lo internacional; las voces tradicionales de la cultura con una lúcida y nueva generación intelectual que se ubica a la izquierda y que abre, sin duda, espacios de reflexión que nunca habían existido. Monsiváis es también un decidido impulsor de la creación a contracorriente de más medios, convencido de que un nuevo periodismo (concepto que recoge años atrás de la prensa estadounidense comprometida, del periodismo que ve más allá del poder y sus tradiciones para proponerse indagar en los sentires de tradicionales y nuevas clases oprimidas) será fundamental para la transformación democrática y la libertad cultural en México. En esas páginas escriben durante quince años plumas críticas fundamentales (veteranos del 68, antiguos académicos, intelectuales emergentes). En 1976 acompaña a Julio Scherer en la creación de la revista Proceso. En 1977 apoya el surgimiento del periódico Unomásuno, en 1979 es cofundador de la revista Nexos y en 1984 de La Jornada.
Entre 1977 y 1978 mantiene con Octavio Paz un sonado debate. Paz arremete contra las izquierdas conocidas en México (más mesuradamente, también lo hace contra la derecha) y acusa que todas ellas mantienen un talante autoritario, acrítico frente a la deriva de la URSS, el bloque socialista y la opción revolucionaria. Monsiváis responde desde Proceso reconociendo a Paz su enorme valor intelectual y literario, pero desarmando el arrebato: postula entonces la existencia de una izquierda diferente y en formación, en la que (sintetizaría tiempo después), además de la izquierda partidista está “el sector de los lectores, de los partidarios de la democracia representativa, de los que se entusiasman y se decepcionan de la Revolución Cubana y el sandinismo, de los interesados en las libertades personales, de las feministas, de los ecologistas, de las minorías legítimas”. Estos, concluye, “también son izquierda y leen provechosamente a Paz”. De aquel debate (que terminaría a la postre en cierta tregua), diría en 1999: “Paz es exacto en su diagnóstico: ‘La regeneración intelectual de la izquierda sólo será posible si pone entre paréntesis muchas de sus fórmulas y oye con humildad lo que dice realmente México, lo que dicen nuestra historia y nuestro presente. Entonces recobrará la imaginación política’. Sin duda, pero el PRI, el presidencialismo y la derecha eran y son invencibles en materia de sordera institucional y ‘lo que dice realmente México’ no les atañe”.
4. Tomar las plazas, disputar la modernidad
Al iniciar los años 80 del siglo XX, México pasará de la ilusión de la abundancia y la apertura profesadas por el régimen (ilusiones en las que Monsiváis nunca cree), a la crisis terminal del modelo posrevolucionario que había buscado la imposible ecuación de la corrupción autoritaria y una idea viable del Estado de bienestar. El escritor y activista ve, sin embargo, con optimismo crítico la legalización de los partidos de izquierda (es particularmente entusiasta del proceso que encabeza Arnoldo Martínez Verdugo y la formación del Partido Socialista Unificado de México). A la par, imagina ya la unidad de esos partidos, los movimientos sociales y las disidencias culturales. Está próxima la crisis económica y se avizoran las primeras imposiciones del neoliberalismo económico ante un desolador escenario de empobrecimiento, más y más corrupción, desempleo, asfixia cultural, desesperanza, crecimiento urbano disfuncional y una rampante marginación popular de las pocas oportunidades de movilidad social que aún se sostienen.
El terremoto de 1985 en la Ciudad de México es un nuevo y trágico parteaguas que, a su vez, precipitaría los procesos finales del viejo régimen y abriría la puerta de la transición democrática imaginada. La solidaridad ciudadana en las calles para rescatar a los heridos de los escombros y luego reconstruir la ciudad; la inmovilidad criminal del gobierno y la confirmación de la esclerosis del corrompido sistema, dan pie a que en la Ciudad de México se construya desde abajo un nuevo paradigma de la gobernanza: se acabó la Regencia, nos gobernaremos a nosotros mismos; México debe ser un país democrático, no hay más futuro. Monsiváis da vida a la narrativa del 85 y observa que maduran muchos movimientos e identidades en gestación y se dan, en las avenidas de la dolorosa emergencia, confluencias antes impensables: los chavos banda, los inquilinos sin casa, las clases medias, los desempleados y los estudiantes.
En 1986 y 1987 surge el primer movimiento de resistencia al embate primigenio de la política económica neoliberal contra los pilares sociales del México posrevolucionario: el Consejo Estudiantil Universitario que se moviliza y debate con lucidez ante el intento de restringir el carácter público de la Universidad Nacional. Los estudiantes ganan, y Monsiváis los acompaña (y asesora) en los diálogos públicos, los escucha y reseña, les da visibilidad e interactúa con sus formas de ver el mundo. En torno a las luchas venideras del CEU surgirían un par de generaciones de activistas que ven en Monsiváis a uno de sus principales aliados (a lo que él corresponde, a cambio de que aquellos acepten su mordaz y cotidiana crítica). A Monsiváis y a los ceuístas se les vería juntos unos años después en los barrios marginales de la Ciudad de México acompañando a los chavos banda en la creación del Consejo Juvenil Metropolitano, la lucha contra las razzias policiacas y la prohibición del rock callejero. Se les seguirá viendo juntos, en múltiples lides más, hasta el final de los días del escritor.
Monsiváis reúne los relatos de esos cruciales momentos de la Ciudad y del país en su libro Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza. Ahí quedan registradas las asambleas ciudadanas tras el terremoto, la movilización indígena triunfante en Juchitán, la persistencia de la disidencia magisterial, el surgimiento del movimiento urbano popular en el Distrito Federal, y por supuesto el CEU (entre otras escenas de la sociedad civil en erupción). De todo ellos, Monsi dice en Entrada Libre “estas tendencias de masas se alimentan del derrumbe de las certezas que han sostenido la jerarquización brutal, con sus represiones y su perpetuación ritual del poder”. Cuestiona que el neoliberalismo disfrace bajo el discurso de la “modernización” su función precarizadora de las mayorías y enriquecedora de las minorías. Luego discute y sentencia:
“¿cómo ser modernos y para qué? A la pregunta, los movimientos suelen responder con su práctica: para darle al crecimiento proporciones igualitarias, para no concentrar en unos cuantos las claves del conocimiento, para armonizar las contradicciones entre cultura laica y religiosidad popular, entre tolerancia y odio a la heterodoxia, entre el amor a las tradiciones y la imposibilidad de retenerlas”.
Entre 1987 y 1988 Monsiváis ve con simpatía la alianza entre la Corriente Democrática que rompe con el PRI y la izquierda electoral; su influencia es un factor para que muchos movimientos sociales se sumen al frente. Es, naturalmente, un promotor de Cárdenas, y encabeza la denuncia del fraude que lleva a Carlos Salinas de Gortari a la Presidencia. En 1989, participa en la fundación del Partido de la Revolución Democrática (partido que le valdrá mil enojos y a cuyas corrientes volvería blanco constante de sus dardos llenos de escarnio y sarcasmo).
En los años del salinato, Monsi afila su disección de los estragos del neoliberalismo y desde 1994, sigue con vivo interés el surgimiento del EZLN. Es cauteloso en un principio y comparte -él más que nadie- un sentimiento de precaución y distancia frente a la opción armada de los indígenas chiapanecos. La distancia se estrecha en poco tiempo gracias, justamente, a la filosa virtud de la escucha con la que Monsiváis era capaz de interpretar una aparición tan estremecedora en el escenario sociopolítico mexicano. Lo precisa en una entrevista que le haría junto con Hermann Belinghausen al Subcomandante Marcos, publicada en La Jornada en enero de 2001:
“La Primera Declaración de la Selva Lacandona me pareció delirante, en la Segunda Declaración, de la declaración de guerra se pasaba al diálogo con la sociedad, casi sin previo aviso. Y creo que a partir de ese texto y de las actitudes que lo acompañaban, el cese del fuego, por ejemplo, el zapatismo se convirtió en una argumentación política, moral y económica, pero sustentada en lo que ha impedido la posibilidad del arrasamiento militar: su calidad de representantes efectivos (más que simbolizan, representan) de la enorme pobreza y la enorme miseria. Esa marginación cobra de pronto voluntad y decisión argumentativa, y se presenta a exponer sus razones. Esto ha sido importantísimo”.
Esto tendría como consecuencia el hallazgo de una causa más en la que Monsiváis participa utilizando todo su arsenal intelectual, cultural y político: va a la selva una y otra vez, promueve el diálogo para la paz y no descansa. No le es fácil, pero lo hace: camina en el lodo de las cañadas, hace peligrosos viajes de decenas de horas, convive con activistas de todo signo movidos por la convocatoria de los indígenas enmascarados. Defiende y asesora a los zapatistas; desentraña, analiza y critica -por supuesto- su discurso; redacta y firma desplegados, discute con los jóvenes ceuístas el papel de la sociedad civil en la coyuntura; acude a todo debate convocado por el EZLN acompañado en varias ocasiones por José Saramago, Elena Poniatowska, Adolfo Gilly o Eduardo Galeano, entre muchos otros intelectuales. En 2001 se suma a la “Marcha del color de la tierra” y viaja con los zapatistas desde Chiapas hasta el Zócalo. Como relata Luis Hernández Navarro, en los mítines zapatistas del camino la multitud ovaciona a Monsiváis. Éste atestigua y hace la crónica de la llegada de la comandancia zapatista y el discurso de Marcos ante un Zócalo que se desborda en lágrimas y emoción. Desconfía, con razón, de todo triunfalismo, y tras la traición cometida por la clase política y el gobierno que boicotean la inclusión plena en la Constitución de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar (la autonomía indígena en los términos firmados tras varios años de negociaciones de paz), se une a la condena y comparte la decepción.
Monsiváis afirmaba en todos los foros su identidad política. En 1997, meses antes de que Cuauhtémoc Cárdenas gane las elecciones para la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, dice en entrevista para la televisión de la Universidad de la Ciudad de Nueva York:
“Desde luego, mi voto siempre es para la izquierda. Y creo que la izquierda tiene un lugar importantísimo en la vida mexicana, tanto como tradición como perspectiva y programa. Desdichadamente, la izquierda actual no es la mejor concebible. (En cambio), la derecha sí; es la mejor concebible: es estúpida, arrogante, atrasada y represiva. Entonces es la mejor derecha concebible, porque reúne todos los requisitos del modelo”.
A los pocos meses, sería un cercano acompañante de la conquista del Gobierno del Distrito Federal por la izquierda democrática, así como impulsor de las primeras políticas públicas que en esa administración se construyen.
Al llegar el año 2000 es escéptico de Vicente Fox y, a diferencia de algunos intelectuales progresistas que reivindican el “voto útil” por el candidato derechista para sacar por primera vez al PRI del Gobierno, Monsiváis vota de nuevo por Cuauhtémoc Cárdenas. Celebra, sin embargo, la llegada de la alternancia (sabe y reivindica que ha sido una victoria construida en primer lugar por la izquierda democrática). Y augura que el viejo partido de Estado no podrá cohabitar en la democracia:
“Al PRI lo aturde o anega su historial. ¿Cómo sobrevivir a esta trayectoria de represiones, saqueos y catástrofes de la más pura incompetencia? ¿Cómo sostener lo que ha perdurado en función de la desmemoria nacional? El PRI esquivó su pasado mientras su control era absoluto, y el voto no era instrumento vindicativo o, mejor aún, instrumento de rectificación. Al irse evaporando el poder totalizador, se acaba el autoengaño y se ve al PRI sin contemplaciones. No se le cree sujeto de cambio porque, por demasiadas razones, no se le considera susceptible de enmiendas democráticas”.
Los desatinos y traiciones foxistas sólo afirman en Monsiváis su convicción anti conservadora. Son años en que la política parece ser más elocuente en los párrafos de Por mi madre, bohemios: la vieja columna en la que Monsi se ha burlado de la estulticia y la demagogia de los políticos y que, en lo que parece ser un momento de democratización mediática (que no lo sería al final), obtiene más materia prima que nunca: de los dobleces y renuncias al cambio de Vicente Fox, del ascenso a la escena de una corrupta derecha confesional, de los viejos priístas desconcertados que buscan razones para existir, de una izquierda enredada en sus contradicciones y de todo tipo de actores que conforman el descompuesto cuadro de la transición que no camina (a todos nos toca).
De tiempo atrás, Monsiváis simpatiza con Andrés Manuel López Obrador, a quien ha seguido desde el “Éxodo por la democracia” de 1992 y en quien valora la enorme capacidad de interlocución que tiene con la gente común. A AMLO, Monsiváis lo apoya en las ideas, las decisiones y los enfoques que asume como Jefe de Gobierno de la capital. Cuando Vicente Fox decide impedir que el tabasqueño pueda llegar a la boleta electoral del 2006, Monsiváis sabe que habrá una respuesta de masas. Se asume entonces, con un brío inusitado, de nuevo como activista y militante. Toma el teléfono y llama a todo mundo (cosa que en realidad no ha dejado de hacer por décadas): conspira, articula, lanza iniciativas, propone desplegados (que escribe y corrige), le llama a otros activistas y a políticos de todo signo. Convence, regaña, organiza sin parar. Y sale a la calle.
En su libro Apocalipstick (2009) hace la crónica de los albores, en el año 2005, del movimiento lopezobradorista, en estos términos:
“continúa las tradiciones de la izquierda y se aparta de ellas. No inventa al vuelo el rencor social, no invoca las fórmulas del estalinismo y el castrismo. Es, en todo momento, una defensa de la legalidad que incluye los derechos políticos, es el apoyo a un líder y es, centralmente, la proclamación del derecho de la sociedad a existir, muy por encima de los partidos políticos (todos)”.
Monsi observa y reseña la gran movilización contra el desafuero de López Obrador:
“la derecha y los odiadores de AMLO eligieron su destino: viven pendientes de lo que temen y desprecian… la Marcha no se detiene o no se encapsula en el apoyo al Peje, es muy especialmente la declaración de autonomía respecto a la política al uso, es la voluntad de agregarse a una nación tan reducida que allí nada más caben los latifundios de diversa índole, los señoríos feudales, los supermillonarios, el odio de clase de los polarizadores, y casi nadie más. (…) La Marcha es, sobre todas las cosas, inteligente, (…), sostiene en todo momento (…) un código ético y político, en este caso el derecho a la libre emisión del voto y a la democratización de las oportunidades, más el hartazgo ante la marginalidad política”.
El nuevo fraude electoral, que lleva a Felipe Calderón a la presidencia, juega en Monsi un efecto diverso que va de la tristeza a la indignación. Duda de la posibilidad de ver en vida el triunfo democrático. El 16 de julio de 2006 toma la palabra ante cientos de miles de personas indignadas en el Zócalo (frente a Andrés Manuel, con Sergio Pitol, Elena Poniatowska y Fernando del Paso a los lados) y -aclamado por la multitud- arremete contra el gobierno (reseñan Mónica Mateos y Ericka Montaño en La Jornada): “la violencia ha partido de la derecha. Una violencia ideológica de mentiras, calumnias, difamaciones y fraudes hormiga. No abandonemos nuestros votos en la fosa común de la resignación o la apatía. Voto por voto y casilla por casilla”.
5. Para mayores señales
Dentro de la izquierda, Monsiváis ejerce el papel de constante conciencia crítica a partir de la convicción que ve lo democrático y lo ético como condiciones transversales. Ahí donde advierte tendencias dogmáticas y verticales, las señala con tenacidad: la dirección del PCM que en los años 50 expulsa a eclécticos y discrepantes del canon vertical; los regímenes de Europa del este; las formas que adquiere el gobierno cubano respecto a las libertades políticas y las disidencias (sin dejar de condenar nunca el bloqueo estadounidense o reivindicar el ideal libertario de la Revolución); el CGH de la UNAM en la huelga de 1999-2000. No pocas veces la feroz crítica se traduce en deslinde y más adelante en desencanto o, en el menor de los casos, en prescripciones programáticas.
Es también incisivo y particularmente mordaz contra las vertientes que, dentro de la misma izquierda, permiten el ascenso de la abyección, la demagogia, el clientelismo y la simulación: las burocracias partidistas, el sectarismo, la incultura política, el gatopardismo, las cortesanías y las francas cesiones al régimen en nombre de la moderación acomodaticia que se disfraza de “izquierda moderna”, cosa que advierte en el rumbo que toma el PRD en los años posteriores a la transición democrática (“dadme un movimiento de masas y os devolveré un grupúsculo”, decía para caracterizar a la corriente “Nueva Izquierda”, cuando ésta se hizo de la dirección de ese partido). Para Monsi, sin autocrítica y aprendizaje, sin una cultura política fundada en las lecciones históricas y sociales de las resistencias, en lo que se entiende de las muchas derrotas y del rumbo que pueden tomar las victorias, no hay izquierda viable. Eso le gana recelos, pero también una profunda identificación con el sentir de crecientes mayorías.
El pensamiento político de Monsiváis tiene, como él mismo lo dice, una raíz “socialista y marxista sentimental” (sin olvidar los influjos de su formación familiar protestante, o de su entorno social católico tradicional) que, en el sentido estricto, comienza a tomar forma durante las primeras lides en las que milita y toma postura. Abreva, sin embargo, de un vasto abanico de referencias, autores y aprendizajes que trascienden la formación tradicional de los militantes de izquierda de su generación. La primera fuente es infinita: la literatura mexicana y universal, la poesía, el cine, la historia escrita por unos y otros. La segunda, aquí ya referida, es el conocimiento directo de los testimonios, la vida cotidiana, las formas de pensar, las ideologías, las experiencias vividas por él y por quienes le rodean: compañeros de lucha, comunidades académicas e intelectuales, campesinos, movimientos sociales, comunidades artísticas, estudiantes y activistas, amas de casa, obreros en huelga, trabajadores y parroquianos de la vida nocturna, taxistas, gente que conoce en la calle.
Hay, no obstante, una tercera fuente del pensamiento monsivaisiano: la filosofía política acompañada por la antropología y la sociología. Aun cuando reivindica su necesidad universal y la urgencia permanente de su puesta al día (todos los días), la dimensión teórica no es siempre explícita: aflora en los enfoques, entre líneas, y -las menos de las veces- en las citas directas. Monsiváis trasiega, más allá del pensamiento marxista, en la obra de Antonio Gramsci y Walter Benjamin (lo que se refleja en sus concepciones sobre la sociedad civil y el papel de la cultura como escenario, la reivindicación de la historia de los vencidos que subyace en la creatividad y el imaginario popular que desnuda las incongruencias del sistema y determina las resistencias a la historia oficial). Interactúa con las ideas de Henri Lefebvre y el derecho a la ciudad como espacio púbico. Entiende los postulados de José Revueltas sobre la autogestión y los lleva al centro de un aparato crítico que (sin poner de lado la lucha de clases) da valor a la “sociedad que se organiza” como renovado motor de la historia.
Al terminar el siglo XX, dialoga con Marshall Berman: comparte la crítica a la idea dominante de la modernidad, postulando la existencia previa, la necesaria recuperación y la permanente construcción de otra modernidad fundada desde abajo y horizontalmente: desde la razón y el arte en libertad que hacen que todo lo aparentemente sólido (ya no sólo el capitalismo, también las formas y tradiciones culturales hegemónicas en Occidente) se pueda desvanecer en el aire. Monsiváis también lee al final de su vida a Zygmunt Bauman y cita (mucho antes de que Bauman estuviera en boga o fuera publicado en español) sus definiciones sobre la acumulación de la riqueza y la expansión de la pobreza en la era global. Con ambos autores (y, al menos en los conceptos, también con Saskia Sassen) queda unido por las miradas sociológicas y antropológicas que entienden lo político a partir de la cultura: de las resistencias y las ideas, de lo humano en el territorio, de los flujos y los encuentros que las calles de la ciudad y las comunidades producen, y que se convierten, al final, en un factor transformador de la realidad.
6. Una declaración final
En 2010, muy poco antes de morir y visiblemente agobiado por la enfermedad respiratoria que lo aqueja, Monsiváis ofrece a la televisión rusa la que tal vez haya sido su última entrevista. El corresponsal Marcelo Sánchez le pregunta: ¿qué pasará con México en el futuro?
“No tengo idea. Vivimos un momento excepcionalmente duro. (…) Una clase política sumergida en los pantanos del protagonismo, del analfabetismo jurídico, de la corrupción. Y una población todavía sin poderes organizativos suficientes. Hay resistencia, hay una lucha que se intensifica todos los días en muchas partes del país. Y hay represión. Pero, sobre todo, lo que se está viviendo ahora (…) es que lo que pasó después de la transición a la democracia, es la consolidación de la impunidad. De la impunidad de los financieros, de los políticos, de los ecocidas. Es un momento realmente triste. La esperanza está en que la resistencia civil, pacífica, logre unirse, se organice, porque lo que descarto desde luego es la violencia. La violencia revolucionaria de que tanto se habla ahora (…) como fetichismo, me parece por un lado imposible y por otro profundamente indeseable”.
Sánchez va más allá: “¿Como funcionaría una sociedad al estilo Monsiváis?”
“No! A mi estilo sería desorganizada, imprevisible e incapaz de un esfuerzo sostenido importante. (…) Pero yo creo en Juárez porque supo, en su momento, crear los espacios de libertad que eran necesarios. Creo que el juarismo no está para nada liquidado. La prueba es la ofensiva patética de la derecha, especialmente del Partido Acción Nacional, por querer reducir las libertades al mínimo. Toda la criminalización del aborto, que llega en algunos estados a pedir 50 años de cárcel para las mujeres que abortan. Esta homofobia patética contra los matrimonios lésbico-gay. Este rechazo del control de la natalidad. Esta ofensiva -a estas alturas- contra el condón. Esta demonización de la píldora del día siguiente, son, entre otros ejemplos, la visión de que la crisis es tan profunda que es posible hacer retroceder al país hasta el siglo XIX. La crisis es muy profunda, pero la vida laica y la secularización tienen la fuerza suficiente como para que eso no suceda”.
Finalmente, el corresponsal interroga a Carlos sobre la comparación que hace de las calles de la vieja Ciudad de México con el “Aleph” (ese rincón oculto imaginado por Jorge Luis Borges en el que todos los tiempos y los hechos del universo se sintetizan). Monsiváis responde:
“Encontré al Aleph porque vuelvo a él, me concentro, me anego, me entrego a sus potencias, y creo que ahí, en esa fuerza de lo que ahora se llama el imaginario, en esa fuerza del destino como (…) creación cultural, como encuentro de la tradición y la modernidad, en ese Aleph, está desde luego, lo que para mí todavía tiene sentido”.
…¿Será que el país que imaginó Monsiváis está en construcción? Las respuestas las tenemos todas y todos ¿O no?