–He tenido una pesadilla horrible: he soñado que no nos faltaban medicamentos, que el refrigerador estaba lleno de comida y que las calles estaban limpias y eran seguras.
–¿Y eso era una pesadilla?
La mujer niega con la cabeza y se estremece.
–He soñado que los comunistas volvían al poder.
“Nada más parecido a un macho de derecha que un macho de izquierda”, es una consigna que puede escucharse en círculos feministas hoy. Sin embargo, el libro de Kristen Ghodsee (E.U., 1970) titulado Por qué las mujeres dusfrutamos más del sexo bajo el socialismo. Y otros argumentos a favor de la independencia económica (España, Capitán Swing, 2019), parece demostrarnos que no es lo mismo un estado neoliberal con machos de derecha, que un estado socialista con “machos” de izquierda. Especialmente cuando hablamos de los derechos de las mujeres, de su emancipación económica y de la transformación de la cultura sexual patriarcal.
Cuando la etnógrafa y profesora de estudios de Rusia y Europa del Este publicó un artículo en el New York Times, en agosto de 2017, titulado “Why Women Had Better Sex Under Socialism”, desató una polémica que la llevó a recibir cientos de respuestas de mujeres que habían vivido bajo el llamado “socialismo real” de las repúblicas de Europa del Este. Estas contestaciones corroboraron la tesis de Ghodsee: las repúblicas del bloque soviético redujeron la dependencia económica de las mujeres respecto de los varones, al hacerlos a ambos beneficiarios de los servicios del Estado socialista, logrando con ello impactar grandemente en cambios culturales positivos que se hicieron sentir en las relaciones entre los sexos y las dinámicas familiares. Respaldada por dos décadas de investigación antropológica, Ghodsee observó que, en los socialismos reales de Europa del Este, donde las mujeres gozaban de fuentes de ingreso propio y una amplia red de seguridad social, no tenían motivos económicos para permanecer atadas a relaciones violentas. En consecuencia, desapareció el matrimonio por dinero y las uniones por conveniencia para garantizar la seguridad económica a costa de la salud mental, integridad física y emocional de las mujeres y sus hijos e hijas. Con ello, se abría la posibilidad de establecer un nuevo pacto social entre mujeres y hombres.
Ghodsee no cae en el error de idealizar a los estados socialistas y no deja de señalar sus límites. La red de derechos y seguridad social no se extendía a las parejas homosexuales; no se consideraba la disconformidad de género; el aborto legal se convirtió en el principal método anticonceptivo y se continuó estimulando la tasa de natalidad; se reprimió la discusión sobre el acoso sexual, la violencia doméstica y la violación; no logró romperse el “techo de cristal” en las esferas de la alta política; y los hombres continuaron oponiendo resistencia al cuestionamiento de sus roles tradicionales de género, a pesar de los esfuerzos del Estado por fomentar la participación masculina en la crianza y el trabajo doméstico, manteniéndose la doble jornada para las mujeres. Y bajo el estalinismo, se reimpusieron las visiones tradicionales de género, se prohibió el aborto, y se obligó a las mujeres a costear gratuitamente el trabajo de gestación y crianza, mientras soportaban las dobles jornadas laborales. Además, el libro deja pendiente el peliagudo tema de la prostitución.
Sin embargo, la misma autora apunta que debemos saber separar “el grano de la paja”, pues aún con los fracasos de los socialismos reales, no se pueden negar sus aciertos. Y cuando se hace la comparación con la vida que llevamos las mujeres bajo el capitalismo, especialmente el desregulado de la era neoliberal, las diferencias son contrastantes y los aciertos se aprecian con mayor claridad. Y, si se piensan críticamente, pueden inspirarnos para repensar políticas que abonen a la despatriarcalización de la sociedad.
Investigadores como la misma Ghodsee se encontraron, tras la caída del Muro de Berlín en 1989, con un “laboratorio perfecto” para un experimento sociológico: explorar los efectos del capitalismo en la vida de las mujeres. Es decir, comparar la calidad de vida de las mujeres bajo el socialismo real con su seguridad social y economía planificada, versus las condiciones de vida de las mujeres bajo el capitalismo neoliberal, que privatizó la seguridad social, con la promesa de liberar a las mujeres de la doble jornada al restaurar la “armonía familiar”. Una promesa que nunca se cumplió, pues el neoliberalismo volvió a confinar a las mujeres al hogar y las volvió dependientes económicas de sus maridos, quienes reafirmaron su autoridad masculina al ser, nuevamente, los proveedores del hogar. Ghodsee observa cómo, con el fin de los campos de trabajo forzado y la omnipresencia del Estado, terminaron también las largas filas para comprar papel higiénico y jeans en el mercado negro, pues el libre mercado lo inundó todo: hasta los cuerpos y espíritus de las mujeres, que fueron convertidas en mercancías vendidas al mejor postor en una sociedad repatriarcalizada.
La autora recoge múltiples testimonios, como los de hombres alemanes que se quejaban amargamente de la autoestima sexual e independencia económica de las mujeres de Alemania oriental, donde el dinero no servía para atraer y conservar a una mujer, sino que “¡Había que ser interesante!”, cuestión que los obligaba a convertirse en compañeros sexuales atentos del placer femenino. Uno de ellos confiesa con alegría, que goza de mayor poder como hombre [sic] en la Alemania reunificada y capitalista, que en los días del comunismo. Esto lo corroboró el testimonio de una mujer rusa radicada en Estados Unidos, que le escribió a Ghodsee para decirle que, basada en su experiencia, en el american dream “los hombres usan el dinero para mangonear a las mujeres”. Así lo reflejan también las encuestas, en las que parte importante de la población que ha tenido la oportunidad de vivir en los dos sistemas, considera que el capitalismo es peor que el socialismo “del que con tanta alegría se deshicieron en su momento”. Y que es peor aún, para las mujeres.
El libro de Ghodsee se divide en 6 capítulos que abordan las políticas implementadas en las repúblicas del bloque soviético (Polonia, Bulgaria, Rumania, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia, Alemania oriental, Albania y la propia URSS), en términos de la igualdad salarial, la maternidad, el liderazgo político femenino y la vida sexoafectiva, enfocándose en los impactos que causaron en las vidas de mujeres y los cambios que sufrieron tras la caída del Muro y la embestida neoliberal.
Mientras el capitalismo profundiza la brecha de género con su desigualdad salarial y la división sexual del trabajo, los estados socialistas, con todas las carencias de la economía dirigida, lograron promover una cultura de participación laboral remunerada de las mujeres, quienes pudieron educarse y trabajar. Su generalizado estatus de proveedoras debilitó la opresión que sufrían dentro y fuera de la familia; les otorgó independencia en aspectos vitales de la vida; y atenuó la pobreza femenina, particularmente de las madres y mujeres mayores, que gozaban de salarios y pensión propias. A pesar de que los hombres continuaron monopolizando los empleos mejor pagados que estaban en la industria pesada, el Estado, como el mayor empleador de las mujeres, pudo garantizar su igualdad salarial en la burocracia. Un fenómeno que fue copiado por otros gobiernos fuera del bloque socialista que, hasta el día de hoy, emplean a gran número de mujeres y otras “minorías”, que son marginadas de la empresa privada. Como observa Ghodsee, esto permite entender cómo el neoliberalismo, con su privatización masiva y adelgazamiento del Estado, afectó mayormente a las mujeres, arrojadas a la ley de la selva de la iniciativa privada con su fluctuación en la oferta y demanda. En ese mercado laboral privatizado las mujeres siempre llevan las de perder, pues se les pagan salarios menores con el pretexto de que pueden embarazarse y faltarán al trabajo al ser madres y cuidadoras, especialmente en un Estado donde ya no existe la seguridad social.
Ghodsee relata cómo los estados socialistas implementaron políticas de crianza colectivizada, a través de guarderías, casas de acogida, lavanderías y comedores públicos, impulsadas por las feministas bolcheviques desde la década de 1920. Si bien se toparon con trabas en medio de la guerra civil tras la revolución bolchevique, encontraron terreno fértil en las repúblicas socialistas de Europa del Este tras la segunda Guerra mundial. Estas naciones establecieron la baja por maternidad remunerada con protección al puesto de trabajo (que, a la fecha, no es obligatoria en países como Estados Unidos), la cual también se extendía al padre y a las abuelas y abuelos, quienes podían tomar dicha licencia, mientras las y los graduados universitarios cubrían las horas de trabajo como un servicio social. A su vez, los programas de gobierno estimularon la participación de los hombres en el trabajo doméstico e impulsaron su rol más activo como padres, como parte de un proyecto de “reeducación”. Mientras las organizaciones juveniles alentaban a las y los jóvenes a socializarse como iguales en la construcción de una sociedad socialista. Pero en los hechos, las mujeres siguieron llevando la mayor parte de la carga doméstica y no era inusual la escasez de fondos para guarderías y escuelas infantiles, mostrando los límites de estas experiencias del socialismo real.
Ghodsee recoge un testimonio que muestra la molestia de una mujer que le escribió para relatarle lo difícil que era la vida en la Checoslovaquia soviética, donde ella y su esposo tenían una “cansada rutina”. Debían trabajar para pagar su departamento y su empleador sólo le dio 8 meses de baja de maternidad remunerada. Cuando volvió al trabajo, debía levantarse a las 5:30 para alcanzar a dejar a su hija en la guardería del Estado y regresaba a casa hasta las 5 pm, después de que su marido ya había recogido a su hija del parvulario, hecho las compras y cocinado la cena que la estaba esperando cuando volvía a casa… Esta era la terrible vida de una madre trabajadora en el bloque soviético, vida que se vuelve un verdadero lujo cuando se la compara con las condiciones precarias de cualquier mujer madre que habita en el capitalismo neoliberal. Condiciones que no fueron ni remotamente mejoradas por los liderazgos políticos femeninos en las democracias liberales capitalistas. Si no, recordemos lo que hizo Margaret Thatcher por las mujeres en Gran Bretaña: absolutamente nada.
Sobre los liderazgos políticos, Ghodsee observa que los estados socialistas realizaron importantes esfuerzos para ascender a las mujeres a cargos de mayor nivel. Pero, a pesar de las cuotas de género en los parlamentos, los politburós continuaron siendo abrumadoramente masculinos, aunque algunas mujeres llegaron a tener presencia en la alta política. Pero en otros ámbitos, las mujeres se hicieron de importantes espacios mediante las políticas socialistas: dominaron los campos de la medicina, el derecho, la academia y la banca, y se les alentó a participar en el sector científico-técnico y en las fuerzas armadas. Ejemplos son la paracaidista, piloto e ingeniera soviética Valentina Tereshkova, la primera mujer cosmonauta, y las menos conocidas Nachthexen o“brujas de la noche”, pilotos soviéticas pioneras que realizaron más de 30 mil misiones de combate contra objetivos nazis, además de las muchas mujeres soldados y partisanas que combatieron en la resistencia antifascista.
El centro del libro de Ghodsee son los 2 capítulos dedicados a la vida sexoafectiva de las mujeres en los estados socialistas. La autora observa que, en el capitalismo, al no gozar de independencia económica, las mujeres son obligadas a vender sexo a sus parejas a cambio de seguridad, como cualquier mercancía fluctuante del mercado. Así es como los economistas neoliberales teorizan la “economía sexual”, pero como bien señala Ghodsee, esta no es la única manera de relacionarse sexoafectivamente, pero es la que el capitalismo impone. Los estados socialistas, por otra parte y bien que mal, lograron producir una sociedad más igualitaria, incluso en las relaciones sexoafectivas, pues estas se basaban tanto en la independencia y suficiencia económica de las mujeres, como en el amor y afecto mutuos no mercantilizados.
Con las mujeres emancipadas económicamente, el aborto legalizado y los divorcios permitidos, los matrimonios dejaron de ser una institución de subyugación de las mujeres. El sexo se nutrió de la idea de compañerismo y se convirtió en un medio para demostrar afecto y respeto mutuos. Dejó de ser pensado sólo como un fin biológico para la procreación, un placer meramente individual, o un mero valor de cambio, para transformarse en una actividad compartida de parejas en términos de igualdad. Se cultivó la idea de la sexualidad libre frente a la sexualidad mercantilizada capitalista y esto trajo cambios en la cultura sexual que Ghodsee muestra con la experiencia de la reunificación de Alemania, donde se vivió una “guerra de orgasmos” que ganaban las alemanas del Este, con su autonomía sexual y económica. Pues, como decía la feminista norteamericana Betty Friedan “ninguna mujer tiene un orgasmo limpiando el suelo de la cocina”.
En el bloque soviético se desarrolló la sexología desde los años 20 y el Estado promovió la educación sexual. Si bien no se logró sortear la moral conservadora de la iglesia ni romper completamente con los roles tradicionales de género, algunos países vivieron una verdadera revolución sexual. En Polonia y Checoslovaquia, la sexología se convirtió en una disciplina holística que consideraba el ejercicio de la sexualidad como una cuestión social, filosófica y antropológica que dio centralidad a la sexualidad de las mujeres. Investigaciones sobre el orgasmo femenino aparecieron desde 1952 bajo esta visión integral y feminista, a diferencia de Estados Unidos, donde sexólogos como Bill Masters y Virginia Johnson publicaron sus estudios hasta los años 60 con una mirada biologicista, instrumental e individualista del sexo. Mientras a Virginia Johnson se le regateó el reconocimiento como investigadora al no contar con un título en Medicina, pues en el american way of life no existía la crianza socializada que le permitiera enviar a sus hijos a la guardería ni la gratuidad en los estudios universitarios, en los estados socialistas las mujeres fueron reconocidas médicas y también sexólogas, como la polaca Michalina Wislocka, gracias a la seguridad social universal.
Una virtud del libro de Ghodsee es que no generaliza las experiencias socialistas; constantemente señala las diferencias, por ejemplo entre Rumania y Albania donde la vida sexual no sufrió grandes cambios, mientras que en Polonia, Alemania oriental y Bulgaria, los gobiernos publicaban y socializaban manuales de sexo para la población que podían encontrarse en todos los hogares. Hasta incluían diagramas anatómicos con la ubicación del clítoris, abonando a convertir la sexualidad en un tema menos tabú, como demuestran los testimonios recogidos por la autora. En estas naciones se encaminaba una revolución sexual, como lo había soñado la feminista bolchevique Alexandra Kollontai, pero la caída del Muro lo cambió todo y puso un abrupto fin a la promesa de la despatriarcalización en frágil construcción.
Además de acompañar cada capítulo con fotografías y pequeñas fichas biográficas de mujeres socialistas, Ghodsee cierra su libro con una reflexión sobre los peligros que asedian a los derechos políticos de las mujeres en una era Trump que ha llegado a su fin. Pero, desde América Latina y bajo los tiempos convulsos en que vivimos, la reflexión nos lleva a preguntarnos cuánto hemos perdido con el neoliberalismo, especialmente nosotras las mujeres. Y de qué manera impactó en la agudización de la violencia de género, visibilizada hoy por los movimientos feministas. En un momento de recomposición social y crisis civilizatoria, la amenaza de mantener el neoliberalismo implica la profundización de la mercantilización y explotación de las mujeres. E incluso con un capitalismo de estado benefactor (con su seguridad social implementada para hacer frente a la “amenaza roja”), tampoco desaparece la explotación ni se garantiza la liberación de las mujeres…
Hoy se ganan votos al colocar la “cuestión de la mujer” en las agendas políticas y mujeres racializadas como Kamala Harris logran alcanzar las más altas esferas del liderazgo político. Pero si no se rompe con las tendencias neoliberales ahora revestidas con maquillaje de “capitalismo ‘progre’”, no se auguran mejores tiempos para las mujeres, y menos para las proletarias asalariadas que habitamos las periferias del capitalismo. Y esta sigue siendo una de las grandes cuentas pendientes de los gobiernos, también de los de corte progresista como México, Bolivia y Argentina, donde este compromiso no está finiquitado. Pero el futuro sigue abierto, y la senda de la despatriarcalización puede reconstruirse y profundizarse si tomamos lo mejor de la experiencia que nos dejaron las mujeres y hombres socialistas. Sus errores no deben ser los nuestros.
NOTAS
- Chiste común que se cuenta en Europa del Este.
2. Véase: https://www.nytimes.com/2017/08/12/opinion/why-women-had-better-sex-under-socialism.html
3. Jenni Murray, “What did Margaret Thatcher do for Women?”, The Guardian, 9/04/2011, https://www.theguardian.com/politics/2013/apr/09/margaret-thatcher-women