Partidos, fiscales y lucha de poderes
Palabras iniciales
El lawfare se ha usado en América Latina y el Caribe contra los liderazgos de los gobiernos de izquierda, principalmente, contra los ex presidentes Lula da Silva (Brasil), Cristina Fernández de Kirchner (Argentina), Rafael Correa (Ecuador). Se ha buscado su inhabilitación judicial y política por parte de las fuerzas políticas opositoras a sus respectivas gestiones con un amplio apoyo de poderes fácticos económicos y mediáticos. Es un veto político usando los mecanismos de la justicia que opera, aparentemente, con neutralidad, pero orientando sus investigaciones, con apoyo mediático, a sancionar arbitrariamente o instalar en el imaginario ciudadano, la culpabilidad del político acusado.
En el Perú, el lawfare no sigue el mismo mecanismo ni se ha usado recientemente, contra políticos de izquierda o progresistas. No ha sido necesario, pues la corrupción de actores de este color político se integra a un diseño muy amplio, donde el intercambio de favores y transacciones se regula a través de complicidades institucionales y alianzas de coyuntura que se ubican en la periferia de la llamada “Gobernabilidad Democrática”.
Y ello en la medida que la izquierda, aunque haya cuestionado el modelo neoliberal, cuando ejerce funciones públicas en espacios subnacionales, como son los Gobiernos Municipales o Regionales, se pragmatiza y juega con las reglas del modelo, sobre todo en lo referido a la gestión pública. No hay un “riesgo visible” de ruptura de esas reglas que nacen de la constitución neoliberal radical de 1993.
Los liderazgos de la izquierda emergentes que no se prestan a estos mecanismos, son satanizados con discursos y narrativas típicas de la guerra fría donde “el comunismo” es reemplazado por “el chavismo”. Es un macartismo local ampliamente usado por los medios de comunicación, periodistas y columnistas de opinión.
No se puede afirmar que los casos judiciales contra ex presidentes, que involucró su procesamiento y prisión preventiva o en su caso liderazgos fuertes como la de Keiko Fujimori, se relacionen al lawfare, pues son casos donde los fiscales anticorrupción acumularon pruebas y evidencias suficientes para iniciar procedimientos penales que contaron con un amplio apoyo social. Los procesos siguen su marcha, aunque lentamente por las circunstancias de emergencia nacional provocadas por la pandemia, no lográndose inhabilitar políticamente a los involucrados. No ha sido una tarea fácil, ha generado presiones sobre todo mediáticas y de la clase política.
El artículo, por tanto, no trata sobre el lawfare en el Perú, sino de la corrupción como un mecanismo integrado a la gobernabilidad del modelo neoliberal que se impuso a partir de 1990.
Un intento fallido de LawFare en los años noventa
Al concluir su mandato como presidente de la República (1985-1990), Alan García, como senador vitalicio debió enfrentar comisiones de investigación parlamentaria sobre su gestión, denuncias judiciales y un acoso sistemático de los poderes mediáticos y sus enemigos de la derecha neoliberal. El origen político era el fallido intento de nacionalización de la banca efectuado en 1987, la crisis económica que derivó en un proceso de hiperinflación y sobre todo el apoyo que dio García para la elección presidencial de Alberto Fujimori frente al escritor Vargas Llosa en 1990.
La frustración de los partidos que lanzaron la candidatura presidencial de Vargas Llosa, y la posibilidad que Alan García pudiera ser nuevamente candidato presidencial los orilló a una judicialización del ex presidente. Los cargos eran confusos, aunque existían evidencias de anormalidades en varios temas, como los dólares MUC (subsidiados), la compra de aviones Mirage a Francia, depósitos trasladados del Banco Central de Reserva a un banco árabe, e incluso delitos de lesa humanidad como las órdenes de debelación de un motín de miembros de Sendero Luminoso, en varias cárceles de Lima, que fueron salvajemente reprimidos.
A la derecha política y económica le interesaron todos los cargos menos el tema de los penales. Se buscaba el desafuero, la inhabilitación, la sanción y ajuste de cuentas político. Sin embargo, ya sea por debilidad en las pruebas o por alianzas políticas, la sanción parlamentaria no prosperó y solo quedó el recurso penal judicial.
Empero la situación política peruana comenzó a polarizarse. Entre el ejecutivo y el legislativo, se dio una lucha de poderes puesto que el fujimorismo gobernante no tenía mayoría y dependía de alianzas cruzadas. El gobierno mostraba una tendencia a la acumulación de poder con el pretexto del conflicto interno principalmente con Sendero Luminoso, la organización maoísta que tras diez años de “guerra popular” buscaba el “equilibrio estratégico” con el estado. El MRTA, una guerrilla de perfil guevarista, ya para ese momento estaba muy debilitada y sus principales líderes detenidos.
El juicio parlamentario a García y su exoneración en votaciones por mayoría generó un desánimo muy marcado en la opinión pública, la cual fue bombardeada mediáticamente, con el argumento que García era responsable de varios delitos y actos de corrupción. El ex presidente fue condenado mediáticamente y un amplio sector de la población, lo asumió de esa forma, por lo tanto, la exoneración en el congreso protagonizada por una alianza entre parte del fujimorismo y el APRA y otros grupos menores, fue percibido como un triunfo de la impunidad. Eso coadyuvó a la deslegitimación del congreso en un contexto de fuerte polarización con el gobierno. La aprobación de una ley de control sobre el ejecutivo terminó de quebrar los equilibrios institucionales.
A comienzos de abril de 1992, la esposa del presidente Fujimori, Doña Susana Higuchi, denunció públicamente que la ayuda japonesa al Perú, era objeto de una gestión oscura y desordenada, insinuando corrupción. Las hermanas de Fujimori, gestionaban dicha ayuda. Ello provocó un mayúsculo escandalo y el congreso anunció una investigación a la familia presidencial. El 5 de abril, el presidente de la República, en mensaje nacional, anunció el cierre del congreso y militarizó las principales ciudades.
Todo indica que existía un plan que comenzó a pergeñarse desde las semanas siguientes del triunfo de Fujimori en 1990. Y sobre todo después del plan de ajuste económico de agosto de 1990 que abrió la posibilidad de una estabilización financiera que sumada a las privatizaciones daría origen a nuevos grupos económicos alineados con el fujimorismo.
La noche del cierre del congreso Alan García se salvó de ser detenido y se asiló en la embajada de Colombia. Sin embargo, el nuevo régimen autoritario organizó un sistema de control político, mediático, social en alianza con los militares y la derecha empresarial económica. No solo la lucha contra sendero dio cohesión a este régimen, sobre todo las acciones penales contra Alan García, luego de una poda del poder judicial, que usaría García posteriormente para justificar no someterse a derecho y ser declarado reo contumaz.
Valorándolo en perspectiva, podemos decir que sí hubo un intento pionero de lawfare en un contexto de gobernabilidad autoritaria -como fue el régimen fujimorista-, para anular políticamente a Alan García en los años noventa, cuando América Latina giraba al neoliberalismo. García personificaba el populismo hiperinflacionista. Era la negación del nuevo modelo.
El ex presidente nunca se sometió a la justicia por los cargos y acusaciones presentados en su contra, pese a los testigos y evidencias. Solo fueron sancionados funcionarios de segundo nivel. García supo utilizar la persecución en su contra como una prueba de sanción política que imposibilitaba su procesamiento ante una justicia sometida al régimen. Ofreció hacerlo, tan pronto el régimen cambiara, pero ello nunca ocurrió. Solo se acogió, sorprendentemente, a la prescripción de los delitos por los cuales se le acusó ante el poder judicial. Ello se produjo en el contexto de la caída del régimen fujimorista y el retorno de García de su exilio, para inmediatamente ser candidato. El régimen fujimorista pasó a ser el “mal mayor” ante la opinión pública y eso lo aprovechó Alan García para acogerse a la prescripción.
Gobernabilidad autoritaria y corrupción institucionalizada
Durante los años noventa se impone en el Perú, partir de abril de 1992 un régimen autoritario con apoyo de masas. El paso de actitudes democráticas y participativas populares que caracterizó al régimen político desde 1980, hasta las nuevas actitudes autoritarias populares tuvo su base en la combinación de una violencia ascendente (senderización y militarización), con una hiperinflación inédita que polvorizó la economía familiar y posteriormente un plan de ajuste neoliberal que expulsó a dos millones de peruanos hacia el exterior. La institucionalidad se deslegitimó con los procesos fallidos contra Alan García y la progresiva sustitución de gobiernos civiles en las regiones con gobiernos cívico militares en la lucha del estado contra Sendero Luminoso.
Realmente la organización senderista no era muy grande, se calcula que en su mejor momento sus miembros no superaron los 5,000 miembros y estaban mal armados. Cualquier guerrilla colombiana estaba mejor preparada y con armamento eficiente. Lo que generó la crisis del estado y la institucionalidad fue la imposibilidad de detener a Sendero con sus acciones de sabotaje y terrorismo urbano y su enorme capacidad para crear un estado de stress social prolongado que exhibió las carencias institucionales para garantizar seguridad y paz a la población.
Fujimori orientó la crisis y sus costos contra el régimen democrático que funcionaba con la constitución de 1979, y con un carisma situacional (como lo define Norbert Lechner) que logró consolidar una adhesión popular inédita bajo los principios de reorganización institucional, reforma económica, ofrecimientos de acabar con la violencia y lucha contra la corrupción, pero sobre todo Fujimori cultivó la antipolítica para cohesionar su régimen autoritario.
Posteriormente, la presión internacional lo obligó a ofrecer un proceso constituyente. La realidad sin embargo era otra. Se había constituido una alianza del poder basada en la convergencia de la cúpula militar, el empresariado nuevo que emergió con las privatizaciones, una red política de apoyo formado por movimientos políticos fujimoristas en el ámbito nacional y el capital financiero transnacional. Todo coordinado por los servicios de inteligencia y su principal asesor. Esta alianza del poder, se consolidó cuando en septiembre de 1992 la cúpula de Sendero Luminoso es detenida. A partir de ese momento se impone una hegemonía autoritaria que legaliza sus acciones con convocatorias electorales manteniendo una mayoría política y social, con un proyecto de gobierno de largo plazo.
La alianza del poder buscó legitimarse -y en buena media lo consiguió- con la antipolitica, la persecución a políticos opositores, la pacificación, la desarticulación de sendero luminoso y la recuperación del crecimiento económico. Pero, existió otro mecanismo que daba estabilidad al régimen, y era la corrupción institucionalizada, la cual fue organizada por el super asesor Vladimiro Montesinos usando dinero de las privatizaciones, fondos especiales y también del narcotráfico. Desde las oficinas del Servicio de Inteligencia, el super asesor -en el cual Fujimori delegó la gestión interna de la Gobernabilidad autoritaria-, grababa en video las entregas de dinero a empresarios, banqueros, dueños de televisión, de periódicos, de radioemisoras, de políticos, de artistas de TV. Los militares cobraban comisiones por la adquisición de armamento.
En la práctica era un gobierno paralelo que aseguraba el respaldo de la alianza del poder al régimen y al presidente. No existe en la historia política peruana un sistema parecido de corrupción institucional sistémica, que además contara con un relativo apoyo social, porque esa fue otra de las características del fujimorismo, la implementación de un sistema de clientelismo y reparto de dinero en los sectores populares y en los municipios más poblados. Dinero que personalmente asignaba Fujimori durante sus visitas.
No se puede desligar entonces la implementación del neoliberalismo en el Perú, del régimen político autoritario (para algunos una dictadura cívico-militar-empresarial). La democracia fue desvirtuada, la separación de poderes distorsionada por la concentración de las decisiones de estado, el poder judicial controlado e integrado a la red de corrupción, las FFAA sometidas casi como un partido político del régimen. El modelo funcionó, mientras se mantuvo articulado el sistema de corrupción, al hacerse públicos videos sobre sobornos donde Montesinos compraba lealtades, el sistema comenzó a desmoronarse. Semanas antes, la CIA filtró una operación de venta de armas a las FARC por parte del super asesor que al igual que el Presidente, dieron una conferencia de prensa, donde supuestamente desmontaban esa operación ilegal. Fue un montaje, denunciado por el Presidente Pastrana de Colombia.
La Gobernabilidad Democrática: Continuidad y ruptura del modelo autoritario-cleptocrático
La caída del gobierno de Fujimori abrió la posibilidad para revisar el modelo autoritario-cleptocrático. El gobierno de transición liderado por el congresista Valentín Paniagua (2000-2001), se encargó de organizar las nuevas elecciones, mientras continuaban los descubrimientos y denuncias sobre los grandes actores de la cleptocracia fujimorista. Los candidatos presidenciales se presentaron claramente como rupturistas: Alejandro Toledo y Alan García, incluso ofrecieron cambios constitucionales, pero lo real es que ya sea en el gobierno o la oposición parlamentaria, nunca concretaron esos supuestos cambios.
Alejandro Toledo, elegido presidente, suscribió inmediatamente el modelo económico y no tocó la constitución de 1993. Para García era necesario el cambio, pero tan pronto fue elegido presidente en el 2006 renunció a cualquier reforma constitucional. Lo mismo ocurrió con Ollanta Humala durante el periodo 2011-2016. Esta omisión fue la “garantía” exigida por la derecha económica a efectos de mantener las inversiones, sobre todo el título económico y los contratos de estabilidad jurídica que impidieron que el Perú modificara el régimen fiscal, especialmente sobre la minería.
Los cuatro gobiernos siguientes al de Fujimori, no cambiaron las reglas del modelo económico y convivieron con la misma estructura de poder económico/financiero-mediático; los actores y agentes de dicha estructura, fueron los vigilantes del modelo y, sobre todo, los intermediarios para que los grupos políticos de dichos gobiernos se integraran a la gobernabilidad democrática del “alto crecimiento” del PIB. La demanda asiática de recursos naturales y sobre todo mineros, más el ciclo de altos precios de commodities, impulsó el crecimiento del PIB peruano liderando el crecimiento económico en Sudamérica, hasta la crisis del 2008, después de la cual el estado recurrió a políticas anticíclicas para mantener el dinamismo económico, lo que se logró parcialmente en base a inversiones en obras y construcción.
La continuidad del modelo económico fue garantizada por el nuevo consenso bajo un régimen democrático. La disolución de la anterior alianza del poder fujimorista y las acciones penales en contra de los diversos actores del régimen caído dio paso a una nueva relación política entre los actores y agentes económicos surgidos en los años noventa. La nueva relación se basaba en una alianza entre la clase política pos fujimorista y los agentes económicos surgidos al amparo de la constitución de 1993. La solidez de dicha alianza se materializó en los procesos electorales, en el financiamiento de los mismos una vez que se identificaba al enemigo a neutralizar.
En las elecciones del 2001 el enemigo fue Alan García que representaba el “populismo”. En el 2006 fue el “chavismo” representado por Ollanta Humala, en el 2011 hubo una marcada división; por un lado el antifujimorismo (bloque democrático) y por el otro, keiko Fujimori reivindicando la gestión de su padre. Esta división volvió a reproducirse en el 2016, cuando por una diferencia de 41,000 votos, Pedro Pablo Kuczynsky derrotó a la candidata del “narco estado” Keiko Fujimori, la cual no aceptó la derrota y fue el comienzo de varias crisis de gobernabilidad por la confrontación entre fujimorismo y antifujimorismo. El vínculo entre el partido de Keiko y el narcotráfico fue filtrado por la DEA días antes de las elecciones.
Durante el periodo del 2000 al 2019 (disolución constitucional del congreso), la lucha política fue encarnizada pero dentro del modelo de gobernabilidad democrática, integrado principalmente por un sistema de complicidades, intercambio de beneficios y transacciones que garantizaron la alta acumulación y tasa de ganancia del sector empresarial y oligopolios (derecha económica) y los bloques políticos emergentes en cada elección.
El modelo transitó de la cleptocracia institucionalizada y sistémica a pactos renovados en cada elección presidencial. Los sujetos económicos eran los mismos pero el estamento político cambiaba. El fin de un gobierno no significaba, tampoco, el fin de los pactos y compromisos, sino su traslado a otro nivel de relación, basada en la complicidad y la reserva.
Se mantuvo la estabilidad del modelo neoliberal criollo gracias a estas relaciones políticas con los partidos y liderazgos de diverso tipo, en su mayoría de derecha y centro derecha u ocasionalmente de izquierda. El sistema político encontró un mecanismo informal que garantizaba la complicidad e intercambio de favores. Fue una combinación de resultados macroeconómicos exitosos y un efecto redistributivo orientado principalmente a las obras de infraestructura. Ese era el núcleo de la corrupción del “alto crecimiento”, no solo altos ingresos asegurando exoneraciones fiscales y blindajes contractuales de tipo jurídico, sino nuevas inversiones públicas y su reparto entre una red de lobbies, grupos y oligopolios negociados por facciones de la clase política, funcionarios estatales y bufetes de abogados.
Las modalidades, van desde las típicas comisiones, integración de grupos empresariales y políticos, lobbismo a favor de concesiones, puertas giratorias sobre todo con la tecnocracia económica, contratos internacionales, mucha publicidad acerca del éxito del modelo y una impunidad garantizada con el control de las instituciones de justicia y de la fiscalía de la nación. El Estado funcionó como una informal junta de accionistas donde había dinero para todos, siempre y cuando no se tocara el modelo económico.
Este entramado se fue haciendo conocido a través de diversos escándalos principalmente los “petroaudios” (comisiones para la asignación de lotes petroleros privatizados); la empresa Odebrecht (comisiones y sobrecostos de contratos que se hicieron conocidos a través del escándalo Lavajato); el “club de la construcción” (oligopolio de empresas constructoras que se repartieron los contratos y licitaciones de obras públicas); el “club de los cuellos blancos” (trama que involucraba a fiscales, jueces y presidentes regionales para asegurar contratos, comisiones e impunidad); la megacomisión investigadora de los narcoindultos bajo el gobierno de Alan García.
Hubo otros escándalos que involucraron tarifas sobre el gas, inversiones en las regiones, gestión de recursos en las alcaldías, gastos de operación en el ejército, narco indultos, lavado de dinero. Una muestra es que hasta 2017 fueron detenidos y juzgados 9 ex Presidentes regionales y algunos en ejercicio, se dieron 3349 investigaciones en los gobiernos regionales ante fundados indicios de delito, y 8994 investigaciones de las alcaldías distritales. Datos hechos públicos por la Procuraduría anti corrupción.
En todos estos casos se demostró que los grupos políticos investigados en las regiones, provenían de movimientos de “independientes” formados coyunturalmente para los procesos electorales. Lo que indica que la participación política no partidista se relacionaba con la “captura de los recursos de la región” ya sea a través el canon (impuesto a la explotación de recursos naturales) o inversiones del gobierno central en obras públicas. Del 2007 al 2017, la inversión en las regiones pasó de 17,000 millones de soles (4,594 millones de dólares) a 36,000 millones (9,729 millones de dólares), sin que se creara un mecanismo eficiente de fiscalización que detectara oportunamente, inversión inflada, defectuosa o compras fantasmas.
Pero también, los grandes partidos institucionales, como el APRA, o Fuerza Popular (fujimorismo) fueron involucrados directamente en corrupción estatal o financiamiento irregular, sobre todo los grupos vinculados directamente a sus lideres nacionales.
Por lo tanto, en el Perú, no solo se da una crisis de representación que provoca la aparición de movimientos independientes, sino que grupos informales organizan la participación con el objetivo estratégico de manejar los presupuestos regionales o las alcaldías. La reinstitucionalización de la política no produce necesariamente, gestión democrática, sino cleptocracia. Al menos con sistemas de partidos formales hay mecanismos de control internos y fiscalización externa. Con los movimientos independientes, si bien es cierto que son una respuesta a la crisis de representación, terminan fusionándose con las administraciones públicas periféricas, borrándose la frontera entre lo público y lo privado. Una vez copadas las administraciones regionales se tiene acceso a recursos e influyentismo.
La Gobernabilidad Democrática permite un debido equilibrio entre demandas y respuestas del sistema político bajo un esquema de reglas consolidadas por la práctica, el consenso, el pluralismo y la participación democrática. La gobernabilidad asegura la estabilidad política del sistema. Sin embargo, ocurre, que, en ciertas circunstancias, como las descritas en este artículo, la estabilidad o sea el consenso y el reconocimiento de las reglas de la política, son adulteradas por mecanismos informales e ilegales donde la estabilidad se produce por complicidad entre grupos privados y públicos que gestionan el estado. De esa forma, la corrupción se convierte en un mecanismo de estabilidad política de grupos hegemónicos. Pero, la legitimidad del sistema político entra en crisis en el largo plazo.
Al concluir, en el 2011, el gobierno de Alan García, la Fiscalía de la nación, mostraba signos evidentes de haber sido cooptada por grupos del Partido Aprista y del Fujimorismo. Asegurar la impunidad es clave en la dinámica de la corrupción como mecanismo de estabilidad política. Lo mismo ocurrió con el Consejo Nacional de la Magistratura, organismo autónomo encargado del nombramiento y evaluación de jueces y fiscales. Incluso el Tribunal Constitucional sometido a la presión de lobbies y bufetes de abogados gestores de intereses privados corporativos en contradicción con el estado.
Sin embargo, después del proceso electoral del 2016, las redes de control y sujeción de los órganos de justicia, de la fiscalía y magistratura, se debilitaron mientras se enconaba la polarización política entre ejecutivo y legislativo. El nuevo gobierno presidido por el economista Pedro Pablo Kuczynski (PPK), tuvo que enfrentar una férrea oposición de la mayoría fujimorista del congreso aliado al grupo parlamentario aprista. La acumulación de denuncias y casos comprobados de corrupción, arrastrados desde los anteriores gobiernos tenía desmoralizada a la opinión pública, y los medios masivos comunicativos de propiedad de los actores y agentes beneficiarios del modelo, administraban interesadamente la información, algo que no podían hacer con las redes sociales de internet.
Un proceso de relevo generacional se fue produciendo en la fiscalía y en algunos juzgados, así como un mayor dinamismo en los órganos de lucha anticorrupción. Finalmente, el financiamiento ilegal del partido fujimorista, Fuerza Popular y las declaraciones de Marcelo Odebrecht que destaparon los sobornos de Odebrecht en América latina y el Caribe, pusieron en marcha investigaciones que rompieron el consenso sobre los mecanismos de funcionamiento informal del modelo político y los fiscales fincaron responsabilidades penales a ex presientes como Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala e incluso contra el propio presidente PPK, así como a altos funcionarios del gobierno, funcionarios elegidos para presidir regiones y alcaldías.
Entre 2016 y 2019 estallaron las redes de complicidad por la acción de los fiscales y jueces. El ex presidente Toledo está en proceso de extradición por haber recibido sobornos de Odebrecht, el ex presidente Alan García se suicidó antes de ser detenido por haber recibido también sobornos de Odebrecht. El ex presidente Ollanta Humala y su esposa fueron consignados con prisión preventiva y no pueden salir del país, por sobornos de Odebrecht. El ex presidente PPK tuvo que renunciar antes de ser vacado por el congreso (destituido, declarando en vacancia el encargo presidencial) y está con detención domiciliaria sin poder salir del país, también por el caso Odebrecht, y por el intento de compra de voto de congresistas para no ser vacado. También hubo cargos que involucran al sector empresarial peruano que están en proceso judicial.
Se llegó incluso a pedir la disolución del partido fujimorista por ser una “organización criminal” lavadora de dinero negro. Y su lideresa purgó prisión preventiva varios meses, hundiendo su liderazgo opositor.
La caída de los ex presidentes, el enjuiciamiento de los lideres empresariales, la neutralización de los grandes jerarcas de la Fiscalía, las prisiones preventivas de altos funcionarios del estado, la exhibición pública de las redes que ataban a la mayoría fujimorista del congreso con jueces y fiscales, y un marcado deterioro de las relaciones entre el poder ejecutivo y legislativo, aceleradas por un referéndum para reformar el sistema político y reorganizar los aparatos de justicia desarticularon los mecanismos institucionales de corrupción que operaron desde el retorno democrático del 2001. Ello sin la acción de fiscales y jueces, no hubiese sido posible.
En noviembre de 2019, la lucha entre el ejecutivo y el legislativo, devino en una confrontación abierta entre poderes del estado, que concluyó con un discutido e inevitable pedido de confianza del Presidente del Consejo de Ministros, Salvador del Solar, en una accidentada sesión del congreso. Si se denegaba el pedido de confianza, el presidente podía, constitucionalmente, disolver el congreso y convocar nuevas elecciones parlamentarias, lo que finalmente ocurrió, pese a la resistencia de la mayoría aprofujimorista del congreso. En ello contó el amplio apoyo de la opinión publica que manifestaba estar de acuerdo con la disolución de un congreso que se convirtió en obstruccionista, y mantuvo su rol de amparo de la impunidad ante la corrupción. Posteriormente, el Tribunal Constitucional por mayoría validó la decisión del ejecutivo.
Se realizaron nuevas elecciones parlamentarias en enero de 2020 aplicándose parcialmente las nuevas reglas de elección. Surgieron nuevos partidos y bloques políticos, sin embargo, no se pudo restaurar una gobernabilidad democrática, pues las tensiones entre ejecutivo y legislativo se mantuvieron, en base a un progresivo debilitamiento del ejecutivo presidido por el presidente Martín Vizcarra y la radical cuarentena que se impuso al país por la pandemia del coronavirus. El bloque cleptocrático disuelto, siguió acosando a Vizcarra al cual involucraron en varios casos de influyentismo y grabaciones que comprometieron su investidura. El congreso y una mayoría eventual y fortuita decidió vacarlo, fallando en su primer intento y protagonizando un golpe parlamentario en una segunda oportunidad, al usarse arbitrariamente el concepto de “vacancia por incapacidad moral” usando solo testimonios periodísticos de colaboradores eficaces, sin respetar el debido proceso de defensa y solo haciéndose eco de las filtraciones de los medios, cuyos propietarios, en algunos casos, estaban enjuiciados por corrupción.
Vizcarra aceptó la vacancia al carecer de recursos políticos. Y el congreso eligió a su presidente de la mesa directiva, Manuel Merino como Presidente de la República, para que completara el mandato presidencial, pero ello no fue aceptado por los peruanos que desacataron a la nueva autoridad y en medio de la pandemia, iniciaron una revuelta liderada por jóvenes. A los cinco días Merino tuvo que renunciar y el congreso eligió a Francisco Sagasti del partido morado como nuevo presidente de transición. Fue electo impulsado por el bloque que se opuso a la vacancia de Vizcarra en medio de la emergencia nacional por la pandemia. Las elecciones generales de primera vuelta están convocadas para el 11 de abril de 2021.
Para concluir, vemos que la corrupción institucionalizada puede ser asimilada como mecanismo que cohesiona la estabilidad política si usa para su legitimación la eficacia económica, el alto crecimiento o mayor distribución de recursos para obras públicas. Pero en el largo plazo resulta un mecanismo precario que, al debilitarse, genera graves crisis de gobernabilidad, por los intereses públicos y privados mezclados en pactos, acuerdos y componendas.
Solo una refundación del estado y políticas ejemplares de lucha anti corrupción impulsadas por nuevos bloques emergentes pueden re-institucionalizar el proceso democrático sin corrupción o bajo control.
El caso peruano demuestra que este proceso es incierto por las resistencias y la tendencia a la refuncionalización de la corrupción organizada. La consolidación de un estado de derecho legítimo, implica algo más que la legalidad formal. El sistema político no debe estar subordinado a los modelos de acumulación económica, sino ser su mecanismo regulador y fiscalizador.
BIBLIOGRAFIA GENERAL
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De Gregori, Carlos Iván. La década de la antipolitica. Lima: IEP, 2014.
* Profesor, consultor y analista. Sociólogo y Politólogo. Maestría en Estudios del Desarrollo por la Universidad Complutense de Madrid y Estudios de Doctorado en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la UNAM.