LOS AMOS INVISIBLES. LA 4T Y LAS MENTALIDADES

Visto como un movimiento cultural que cuenta con una expresión electoral y un estado de ánimo -el obradorismo-, la 4T es el inicio de un cambio de mentalidad. Las forma en que se dirige la imaginación política y las formas en que nos pensamos dentro de una nación desigual han hecho aflorar formas censuradas de la enunciación de los conflictos. A eso, los medios de comunicación y los “think tanks” incrustados en el Estado le han llamado “polarización”. Primero, por supuesto, una idea del futuro social muy distinta al éxito personal. Esta apertura hacia el futuro como una construcción de lo político, ha vuelto conflictiva su convivencia con el discurso neoliberal del éxito medido en dinero, el mérito como puro esfuerzo individual, y la realidad como algo inevitablemente traspasado por varias formas de desigualdad. Este surgimiento de nuevas mentalidades va, por supuesto, en contra de la cultura del neoliberalismo. 

I

Desde su inicio, con Hayek, el neoliberalismo le tenía pavor a que alguien decidiera los objetivos sociales. Es un pensamiento del miedo a la política y al Estado. Por eso optó por elevar a deidad al mercado como un mecanismo que supuestamente se autoregulaba y cuyo desenlace era incierto. La libertad consistía en ignorar el futuro. Más tarde, la escuela de Chicago postuló que lo que debería tener autoridad sobre el resto de la sociedad era, no ya el mercado, sino su teoría económica. Esa teoría impulsó la competencia como deidad, por lo que importaba más la eficacia de resultados en las ganancias que su efecto en las sociedades. Así, ganar por ganar era la prueba del éxito social. Todo valía, hasta la ignorancia estratégica, nombre que se le da a todos los que dicen “no saber”, no haberse enterado de corruptelas, sobornos, daños ambientales, despojos, muertes, detrás de la acumulación de ganancias. La competencia es una forma de normalizar la desigualdad porque espera un resultado que divide a todos en ganadores y perdedores. El competidor está obligado a perseguir la inequidad, tiene prohibido cualquier cooperación o consideración moral. Además del acto de ganar, carece de cualquier idea de porvenir. Para los neoliberales, esa competitividad ya no reside en el mercado sino en la personalidad individual del “emprendedor” (ese término inventado por Joseph Schumpeter, quien no creía en la igualdad entre los seres humanos) y es una situación permanente, eterna, sin relación con la justicia ni con la preocupación moral o social por la crueldad que deja a su paso. Por eso, además de carecer de proyecto colectivo, confía mucho en la amnesia, en descartar el pasado, como si en cada ronda del juego, se olvidara lo que provocó en las pasadas. Cada competencia empieza de cero y no se piensa en las condiciones desiguales en la que están los que no tienen el poder para competir, los perdedores. Por eso, un reclamo de la oposición a la 4T es que “todo lo justifican con el pasado”, es decir con la corrupción. El futuro tampoco existe. Si acaso, es el índice de competitividad, es decir, la potencialidad de algún día ser un ganador.      

Según Max Weber, el desencanto de la modernidad habita en la ciencia positivista y en la burocratización; la forma en que la cultura pierde sus valores, creencias e ideales cuando son reducidos a un tipo de cálculo que proviene de la economía, el famoso costo-beneficio. Nos hemos habituado a que las cantidades, lo medible en números, dominen los argumentos sobre qué debemos hacer como sociedades, individuos, instituciones. Vemos como normal comparar números entre países para evaluar nuestra propia realidad. Todos los días dejamos que el número de vacunados, contagios, o índices de inversiones o del Producto Interno Bruto, guíen el orgullo o la vergüenza nacionales. El número ha terminado por sustituir el juicio sobre qué es lo que se mide y por qué. Como si no existieran esferas separadas de lo económico, todo se evalúa como si fuera un intercambio, todo es costo-beneficio, hasta la muerte. “El daño colateral” fue la expresión máxima de esta despreocupación contable que el sexenio de Calderón y su guerra tuvieron con las víctimas. La tendencia de crecimiento económico no mide la felicidad ni el número de muertos por la pandemia la enfermedad crónica de los países obesos, diabéticos, hipertensos. Pero la oposición sigue confiando en las cifras como las veían sus abuelos positivistas, como neutrales y frías representantes de lo real. Sin ser recíprocos por el afecto que les tienen los medios y los analistas, los números no han sido sus mejores aliados. Hasta la fecha nadie puede explicar racionalmente cómo es que las calificadoras no pudieron advertir que a los fondos de inversión que honraban en el 2008 con una estrellita de buena conducta, eran la basura financiera que estalló en una crisis global. En México, las evaluaciones del éxito empresarial jamás contabilizaban que los contribuyentes les pagábamos a las grandes corporaciones los impuestos, las instalaciones, y hasta la luz. El costo social de tener millonarios en las listas de Forbes se convirtió en algo inconmensurable. Ante la inmensidad de lo que nos costó a todos la corrupción a gran escala, la oposición nos quiso hacer creer que la compra de un avión presidencial equivalía a la mordida de un conductor a un policía. Ahí dejaban de importar las cuantificaciones. Pero quizás lo que más les molesta son “los otros datos”, es decir, no sólo los que no pudo sumar la Auditoría Superior en el caso del vano aeropuerto de Texcoco, sino en las áreas en que usar las mediciones propias de la economía no sirven: valores, creencias, ideales. Eso que a la oposición le suena a metafísica y que, en efecto, lo es.

El proyecto de sustituir a la política por la administración experta y a los juicios por los números fracasó cuando el Estado volvió a hablar de interés nacional y prioridades para compensar la peligrosa desigualdad. Cuando estuvo en el poder como “modernización” o como Pacto por México, habían creado una simbiosis funcional: el Presidente debía comportarse como CEO de una corporación llamada, por mercadotecnia, “México”, y los CEO´s se dedicaban a la planeación de una economía que era sólo para unas cuantas familias. El discurso neoliberal no tuvo para la mayoría de la población una experiencia positiva. El “derrame” económico nunca ocurrió y los salarios bajos se presentaban como la única forma de competir; nuestra “ventaja comparativa” era el empobrecimiento. El cambio de coordenadas que significó la victoria electoral del lopezobradorismo hizo que los convidados de piedra hicieran su entrada en la política. La oposición vio en ello algo llamado “polarización”, es decir, lo que, en cualquier democracia, es que los conflictos se expresen de una forma pública, que haya más de una sola voz expresando lo que se entiende por el país. Ellos, que desde hacía tres décadas, decían cómo debían ser los negocios, se toparon con algo desconocido: la política. Y se han tardado en entender que lo contrario a ésta, no es la economía y sus mediciones, sino lo eterno. 

II

Estamos parados en un punto de inflexión de la cultura en el que se vislumbra el debilitamiento del individualismo y un cierto auge del interés por lo político. Este arco que va del “yo” al “nosotros” amplía la visión que nos dejó el neoliberalismo con el dogma de que éramos competidores solitarios, es decir, “animales económicos”. Hay muchas áreas de nuestra cultura que no se pueden simplificar al costo-beneficio y eso es lo que parece que empieza a iluminarse. Sin duda, lo político no resuelve nuestra conflictividad pero sí la hace comunicable, a diferencia de lo económico en donde la competencia es sorda. Para competir, hay que ser amoral y ocultar tus ventajas.

En general, el neoliberalismo desconfía de la política porque cree en un mecanismo “invisible” llamado mercado. Es un lugar mágico donde confluye todo mundo en igualdad de circunstancias, desde cero, armado tan sólo de su propio interés. Una vez ahí, el resultado es una auto-regulación, no sólo de los recursos, sino de los fines de éstos. Así, los compradores dejan de comprar lo que no les satisface y los vendedores se adaptan. La idea del mercado feliz marcó a la política neoliberal: los ciudadanos eran consumidores y tenían empleados, no representantes. Lo político se malentendió como un mercado más y, para competir, se usaron todas las inmoralidades para ganar. Así como la competencia, la obligación de ganar, y la eficacia para lograr utilidades cada vez mayores, acabó en el desastre económico del 2008, la política vista como mercado terminó concentrando el poder en dos partidos —ahora aliados—, anverso de las corporaciones dominantes. Y le otorgó el mismo peso a los ciudadanos que a los compradores: consumir la nueva mercancía, la mejor publicitada, o dejar de hacerlo si no te gustaba. La cultura del “like-unlike” se hizo hegemónica. Pero la institución del conflicto, la representación política, la soberanía o la legitimidad, nada tienen que ver con ello.

Si hay leyes del mercado, no hay gobiernos soberanos, porque sólo pueden adaptarse a sus dictados. Así, para el neoliberalismo radical, el de von Mises —ni siquiera Hayek y por supuesto Karl Popper fueron tan extremos— sólo hay democracia en el intercambio de mercancías. Es un pensamiento desencantado. Los humanos tenemos capacidades muy limitadas para entendernos en algo que no sea un precio y, además, somos presas de nuestro propio interés. Esto explica por qué la insistencia antidemocrática de la actual oposición en México. La instauración del neoliberalismo comienza con Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, cuyo poder no tiene una legitimidad democrática. Ahora que el Presidente López Obrador, es electo y apoyado por amplia mayoría, se insiste en que es un “dictador”. Esto viene de su lectura dogmática de los pensadores neoliberales, de los “dueños del universo”, según la novela de Tom Wolfe. Para Hayek, “no era la fuente del poder, sino la limitación del poder lo que evita que sea arbitrario”. Por lo tanto, el mero control democrático general, como con Mises, no evitaría el abuso del poder coercitivo. Pero fueron más allá: no sólo el mercado económico era lo único democrático sino que era un foro de la libertad. De ahí, no sorprende que, en 1976, la Suprema Corte de Estados Unidos haya considerado al financiamiento privado de las campañas electorales como “libertad de expresión”. El dinero como comunicación, la libre manifestación de las corporaciones, desdibujó la idea de que los neoliberales defendían la democracia. De hecho, en su teoría no existe —como célebremente dijo Margaret Thatcher— algo llamado “comunidad”, sólo y, si acaso, parientes y algunos vecinos. Por eso, también la oposición mexicana que reedita ahora el Pacto por México no puede hablar desde el “interés general” sin referirlo a una experiencia individual. Se toma un caso particular, un detalle, una anécdota personal para desacreditar todo un proceso. Una jeringa no vaciada desautoriza toda la campaña de vacunación contra el Covid; un puro costoso en las manos de un delincuente recién salido de la cárcel, la lucha contra la corrupción; un logotipo, a un nuevo aeropuerto en construcción. El “no me gusta” se disfraza de opinión política y hasta de análisis. La oposición no puede pensar más allá de su fuero interno, sus apetitos, sus aspiraciones personales: “¿y yo?”

El individuo del neoliberalismo es solitario: está obligado a elegir con base en una racionalidad que es su propio interés y esperar a salir beneficiado de un intercambio. No conoce los dolores de los otros; le está vedada la compasión, algo que el fundador del liberalismo, Adam Smith, hubiera echado de menos en una persona decente. El lenguaje de la ganancia, la eficiencia y el consumo reemplazó al de la ciudadanía, la solidaridad y el servicio público. El votante de esta posición neoliberal se extravía en el misterioso espacio político donde todo es conflicto. Quisiera “que todos se pongan a trabajar”, es decir, que lo dejen en paz para cumplir con lo que se espera de él o ella: trabajar duro y aplicar el talento para lograr el éxito. Aunque abajo esté lo informal y arriba las corporaciones que siempre ganan.

III

“Son pobres porque quieren y, si les indignan los super-millonarios, es que les tienen envidia”. La idea de que basta con el esfuerzo y el talento para subir la escalera social se promovió como algo tan evidente que no necesitaba comprobación en la realidad. Fue la única forma que tuvieron las élites para defender la monstruosa concentración de la riqueza en cada vez menos. De ahí se sucedieron ideas cada vez más humillantes: los de arriba merecen su éxito y los de abajo su propio fracaso; el talento es algo innato y merece ser recompensado; las credenciales universitarias, los doctorados en las paredes, son clara evidencia de superioridad sobre los que no las tienen; el valor de una persona, su contribución a la sociedad, se mide por el precio de los bienes o servicios que vende. Durante los años del neoliberalismo, cuando se trató de discutir sobre justicia social, es decir, qué nos debemos unos a otros como ciudadanos, el debate se deslegitimó con dos tipos de desprecio: la justicia social la definen los expertos “neutrales” en asuntos económicos que no entienden los ciudadanos comunes y, por lo tanto, no pueden tener opinión sobre ellos y, segundo, que la eficacia para competir, el logro, el éxito, es una forma de la justicia. Así, hoy tenemos a los menos desfavorecidos creyendo que su posición es producto de su esfuerzo y talento innato, y a los más ignorados pensando que no se han esforzado lo suficiente. Los ricos y pobres pasaron a ser ganadores y perdedores; arrogantes y envidiosos. Confundir la desigualdad con una emoción nos devuelve a la ficción de que el lugar que ocupamos en la sociedad es una responsabilidad individual y no, como la realidad lo grita, de las condiciones y, en buena medida, de la suerte o el infortunio de haber nacido en ese lugar. “Tengo lo que merezco” significa que los millonarios son más esforzados y talentosos que los pobres que son, si acaso, indolentes. Con esa idea se creó una fractura no sólo en cuanto a la riqueza sino en la dignidad del trabajo, el reconocimiento social de la mayoría, lo que evaluamos como valioso en cada uno de los ciudadanos. 

Digo esto porque el discurso ideológico de la derecha tiene como base el infundir el miedo a que unos inmerecedores del privilegio que yo he obtenido con mi esfuerzo y talento, vengan a quitármelo. No importa si ese privilegio es tener lo mínimo indispensable o gozar de las condonaciones a mis impuestos, hay que defenderlo de los envidiosos. En el centro del miedo está la duda impensable para muchos de que el mundo esté organizado con base en la suerte y el azar. Si así fuera, no podría justificar ante nadie que el precio que se paga por mis servicios o bienes no sea mi valor como persona. Supongo que esa duda le asalta al dueño del casino cuando se atreve a comparar sus ganancias con el salario de una enfermera. Pero prefiere no pensarlo y, mejor, atrincherarse en la idea de que él tuvo el talento de ver una oportunidad en el mercado que la enfermera no vio. 

Si mi lugar fuera por el azar del país, la región, la familia, la escuela, y el trabajo, entonces habría que estar agradecido con él, no sentirse arrogante con las cartas que te han tocado. Pero no es así, la cultura neoliberal engendró una ficción sobre la humillación colectiva que pensó a la sociedad como una competencia entre gente que viene de cero, del “piso parejo”, y cuyos destinos sólo pueden ser ganar o perder. Jamás se cuestionó si los talentos que premiaba con comisiones o salarios se correspondían más con la desigualdad previa a la competencia que con los “méritos” individuales o el supuesto esfuerzo recompensado. Haberlo hecho habría significado que los “ganadores” pensaran en qué le debían a los demás, es decir, en alguna idea de justicia, y no en celebrar su eficacia amoral en el mercado. A esto, el filósofo Michael Sandel le llamó “la Providencia sin Dios”, donde uno no sólo siente que sus éxitos son auto-provocados sino que hay una designación divina en ellos. Es decir, que los ricos merecen más que los pobres porque su propia riqueza es signo de ese merecimiento. El discurso del mérito se muerde la cola. La recompensa coincide con el mérito, la salvación es algo que te ganas; la desgracia es falta de esfuerzo, tu destino es fruto de lo que no hiciste bien. Se moralizó el éxito y el fracaso. Todo esto dicho en un contexto donde la única movilidad social era para abajo -sin importar que te esforzaras y jugaras con las reglas-, donde los magnates del lujo exótico se paseaban por los medios exhibiendo sus riquezas al mismo tiempo que confesaban que eran como todos los demás, normales, esforzándose desde un puesto de tacos a fuera de un estadio de futbol que ahora poseen o desde un garaje con computadoras usadas. Sus millones eran por “innovar”, por estar vigilantes a las oportunidades, por ser inclementes con los competidores. Algunos hasta llegaron a inventar una supuesta biología del “gen egoísta”, que hacía de algunos más astutos y al resto nos condenaba a revolcarnos en nuestra falta de innovación. Había que ayudar con filantropía -jamás con programas sociales que universalizan la indolencia- a quienes, siendo pobres, morenos, o mujeres, se ajustaban al criterio del talento. Ese que decide que el dueño del casino gane más que una enfermera.

Hoy sabemos que la ficción de la movilidad social no hizo sino enmascarar las desigualdades. Pensar que somos como sociedad una escalera con peldaños que se suben con ingenio y esfuerzo, significó un engaño individualista que evitó el debate público sobre la justicia social y el interés general. Hay que empezar por la pregunta que Sandel hace a sus alumnos en Harvard: 

-Si antes de nacer no supieras si ibas a crecer en un hogar rico o en uno pobre, ¿qué tipo de sociedad elegirías?

IV

Decir “think tank” lo remite a uno a un tanque de guerra y a un estanque de acuario. Ahí dentro se aíslan del mundo unas cuantas ideas. Separadas del resto, es mucho más lo que ignoran que lo que pueden explicar. En los inicios del neoliberalismo, el estanque fue la organización de Friedrich Hayek, von Mises, y Milton Friedman llamada Sociedad Mont Pelerin que se reunió por primera vez en 1947. En esos días era tan sólo la cristalización de la utopía del libre mercado y la competencia, dos cosas que se regulaban misteriosamente y que requerían la ignorancia de sus partes para actuar. Este primer grupo de economistas, periodistas, y directores de universidades fue financiado, hoy sabemos, por corporativos como General Electric, Du Pont, General Motors, y la cervecera Coors. Con el dinero a la vista, muy pronto las sociedades tipo Mont Pelerin se multiplicaron dentro de las universidades de Inglaterra y Estados Unidos; los acuarios se convirtieron en blindados de combate: se constituyeron en consultoras que se vendían entre los gobiernos que buscaban darle un aire de cientificidad a sus políticas públicas, como por ejemplo, los criterios inamovibles de una economía “sana” o de un índice de “competitividad”. Así, una parte de la academia fue consumida por su propia idea de competir y ganar. Al final, se fosilizaron en dogmas y crearon una red que enlazó a la élite corporativa global con los funcionarios de gobierno, y obtuvieron a cambio dinero e influencia política. Desde la ilusoria neutralidad de la ciencia económica o estadística, forjaron los criterios invariables y eternos que jusfificaron lo ya existente, y lo vendieron como política pública. Nadie los eligió para tal posición y mucho menos se transparentaron sus financiamientos. Todas las ideas que quedaron fuera del “tanque” fueron tachadas de pre-modernas, nacionalistas, totalitarias, no-científicas. Curiosamente, tachadas de ignorantes, cuando lo que permitía el dogma neoliberal era excluir lo que no fuera la justificación, ya no del mercado, sino del éxito medido en dinero, obtenido como fuera.

La idea del neoliberalismo como “ciencia” engendró varios monstruos. Uno de los más perniciosos fue el que la realidad sólo era lo medible. Las cantidades adquirieron una relevancia cultural sin precedentes como única fuente de verdad y, en su versión más obtusa, de neutralidad. Qué miden y cómo nos representan los modelos y sus mediciones se esconde en la supuesta dureza de las cifras. La econometría y la estadística hicieron de los números una especie de poder soberano incuestionable, mientras, al mismo tiempo, los neoliberales recurrían a razones no-matemáticas para justificar su éxito: la psicología del emprendedor o la “visión” empresarial, el “liderazgo”. Lo que hicieron las teorías neoliberales y las metodologías estadísticas fue crear un mundo compartido sólo para académicos, empresarios, políticos y analistas de la prensa, la radio y la televisión. En ese estanque se entendían y, mientras censuraban el resto de las ideas, aumentaban su ignorancia calculada contra todo lo que no justificara lo ya existente. Un ejemplo de esa ignorancia estratégica fue la “utilidad marginal” que justifica que el 1 % de la élite acumule el 99% de la riqueza, de la misma manera en que los diamantes son más caros que el agua. El especulador financiero contribuye más al valor de la economía que un agricultor. La desigualdad se confirma en el modelo matemático.

Otro monstruo fue el de una idea formalista de la democracia. En muchos países, como México, la idea que se implantó con “tanques”, cursos universitarios, y hasta en los institutos encargados de las elecciones, fue que la democracia no podía ser más que un conjunto de reglas, sin contenido político. Era la visión estrecha de la filosofía del derecho enunciada como mandamiento divino desde la Universidad de Turín. Aterrorizada por las mayorías y la participación ciudadana, la democracia de leyes y reglamentos justificó a su manera lo ya existente: partidos, elecciones periódicas, tipos de representación, resultados. Metió la cabeza en lo jurídico para no ver las desigualdades sociales, las emociones políticas, y los fraudes a la voluntad ciudadana. La democracia de reglamentos es una tecnocracia. La política como indignación moral o esperanza no viene en el manual de procedimientos, por lo que califica de “populismo” la mera enunciación de los conflictos en una sociedad. Decir que hay desigualdad genera “polarización”, según esta visión burda, de la misma forma como decir que existe el racismo es racista. De ahí a la idea de que sólo “los que saben” deberían de poder votar y ser votados hay sólo un inciso. Es tecnocrático el pensar que sólo la élite con credenciales universitarias debería gobernar o que las emociones detrás de todo sufragio están mal porque se debe votar de acuerdo al modelo racional que nos dice cuáles son nuestros verdaderos intereses y deseos. Con un modelo de democracia basado casi exclusivamente en ignorar lo político, es decir, el conflicto manifiesto, los “tanques” se dedican a medir la “eficacia” de las políticas públicas con criterios que ellos mismos diseñaron.

Rara vez la ignorancia de la mayoría es tan perjudicial como la de la élite. Ésta posee miles de canales de distribución cultural, desde los “tanques” hasta los expertos, y es un arma de poder. Lo que no se dice, desdibuja su modelo.

V

Este regreso de lo político y sus conflictos expresados públicamente ha resituado en las mentalidades de la 4T lo que el neoliberalismo desechó como pre-moderno y atrasado: la nación, el interés general y el Estado. Eso reinserta a los individuos en un ámbito colectivo, en una imaginación del arraigo, en una nueva ficción de la pertenencia al país. No es un “nuevo nacionalismo”, como han asegurado sin analizarlo algunos críticos, sobre todo desde las izquierdas comunitarias, por la simple razón de que ahora el arraigo es un procedimiento que pasa por lo político, no por la ausencia de él. En vez de ser la repetición de celebraciones, estatuas y fórmulas retóricas que hizo el viejo régimen, ahora el procedimiento de pertenencia es el reconocimiento social de las desigualdades: el racismo como una estructura invisible de poder sobre la apariencia, la pobreza como abandono de las labores esenciales del Estado, la corrupción como develamiento de la riqueza ilegítima, la historia como un pasado cuyos eventos ameritan pedir perdón. Es cierto que la sola enunciación de los conflictos no los resuelve, sino que le da una nueva dimensión emotiva a lo político como imaginación instituyente y a la política como administración instituida. Esas nuevas mentalidades se ponen en marcha al ser enunciadas y expanden la idea de lo que significa ser mexicanos.