Una recurrente tendencia a la numerología suele provocarnos hablar durante los centenarios: Mariátegui escribió “El centenario de León Tolstoi”, Gramsci hizo lo suyo sobre los 100 años del natalicio de Marx, el gobierno mexicano ha declarado a este 2022 como el año de Ricardo Flores Magón para conmemorar su aniversario luctuoso, y así muchas veces, ya sea en solemne homenaje o en modesto comentario, utilizamos esa cifra para discurrir alrededor del, siempre en disputa, pasado.
Pier Paolo Pasolini nació en Bolonia hace 100 años (1922); año singular para la poesía: se publica Trilce, Andamios Interiores, The Waste Land y suceden muchos fenómenos culturales que podemos englobar dentro del contexto de las vanguardias, movimientos que ampliaron las posibilidades estéticas y que transformaron para siempre la creación artística. Pasolini creció en una Italia donde el fascismo no sólo consiguió el poder político sino que montó una narrativa cultural que tardaría décadas en perder fuerza, aunque en la cabeza de Pasolini estaría muy presente. De hecho, en su última película, Saló o los 120 días de Sodoma (1975) -estrenada apenas semanas después de su asesinato-, se refiere a la República de Saló, Estado italiano dirigido por el fascista Musolini donde Pasolini pasa parte de su juventud. El fascismo también es la ideología de su padre, un oficial del ejército italiano con el que, según sus declaraciones, no la llevó nada bien.
Es basto el neorrealismo que, tanto en la literatura como en el cine, nos ha narrado esa Italia derrotada de la posguerra que se reconstruye bajo un orden burgués. Un verso de Pasolini, de “El apenino”, ese poema que en mucho se parece al Canto General de Neruda, dice: “A Italia le queda su marmórea muerte, su yerma e interrumpida juventud…”
No son pocas las películas italianas en las que la periferia de la ciudad es el escenario principal; escenas que retratan una vida en el limbo de la modernidad, donde vemos en los planos generales los nuevos edificios que se construyen; al mismo tiempo que la vida de los algo olvidados sucede en el borde de un mundo que deja de ser rural y que encarna las problemáticas de integración a la ciudad moderna. En un poema titulado “El llanto de una excavadora” Pasolini da cuenta de ese ambiente:
Pobre como un gato del Coliseo
yo vivía en un barrio todo cal
y polvareda, lejos de la ciudad
y del campo, hacinado día tras día
en un autobús acezante
y cada ida, cada regreso
era un calvario de sudor y de ansias.
Algo de ese mundo aún queda en Las Noches de Cabiria (1957), película dirigida por Federico Fellini, en la que Pasolini participa como guionista, apenas dos años antes de que se estrene como director con su primera película: Accattone (1961), la cual temáticamente está muy ligada con la de Fellini (una manera posible de pensar el cine de Pasolini, es viendo cómo se va distanciando del cine neorrealista y de Fellini, al mismo tiempo que en su obra permanecen algunos elementos). El mundo de Accattone -como también lo sería su película al año siguiente Mamma Roma (1962)- es el mundo de las prostitutas, lo mismo que en Las Noches de Cabiria, pero si la temática de la periferia emparenta a las películas, en el estilo se distancian. La prostituta Cabiria de Fellini es un personaje encantador de ánimos variantes y orgullosa de su independencia, que sale de las desgracias bailando; un melodrama elaborado para conmover, un cine profesional endulzado ya sin el verismo neorrealista. Por su parte, las palizas que le dan a las prostitutas en el filme de Pasolini están construidas desde la crudeza, la música acentúa la tragedia y los personajes no salen bailoteando como si el mundo fuera una fiesta. En Accattone el mundo del trabajo se cuenta como un duro pesar que consume a las personas; la actividad que evita hacer el grupo de vividores, más preocupados por beber y sacar de alguna manera algo para comer (un poco como los personajes de la primera novela de Pasolini, Chavales del Arroyo (1955)), pero también como la forma en que uno de ellos, el proxeneta Accattone, utiliza para sobrevivir a costa de las prostitutas. Ni endulza la realidad ni idealiza al lumpen como quizás hubiera hecho décadas atrás el realismo social.
Suele reconocerse a Pasolini como cineasta, más que como novelista, ensayista, poeta o dramaturgo; rara vez se apela a la conexión entre sus medios expresivos. Pero ante todo, el prolífico Pasolini es un poeta: escribe más de 10 libros de poesía, unos en friuliano, el dialecto campesino del pueblo de donde es su familia; es un poeta del cine y que escribe libros, pero sea cual sea su quehacer artístico dos temas fundamentales atraviesan su obra: la lucha de clases y la procacidad de la líbido. Cuando me refiero a que atraviesan su obra, me refiero a que es un tema ineludible, que aparece en tiempos y lugares muy distantes de sus creaciones. Por ejemplo, las referencias a la lucha de clases son claras desde en su poemario Cenizas para Gramsci (1957) hasta su último libro, La Divina Mimesis (1975), publicado apenas semanas antes de que fuera asesinado. Lo interesante de la permanencia de temáticas en su obra no significa monotonía. De hecho, el problema más grande al intentar elaborar algún comentario de su obra es que está hecha con una amplísima gama de recursos técnicos, como si el artista estuviera poseído por una necesidad de variar los elementos formales, sobre todo en cinematografía y poesía, con sus prosa novelística tiene pocos libros en los que busca romper moldes narrativos. Además, lo que hoy nos resulta rarísimo en un cineasta, tiene una inmensa capacidad para discutir teóricamente esos elementos.
Referirnos a Pasolini como un poeta que hace cine no es una ocurrencia. Él mismo en su ensayo “Cine de poesía” trazó algunas diferencias entre el lenguaje cinematográfico y el literario. Ahí considera que el literario es un lenguaje que comunica y que funda sus invenciones poéticas sobre una base institucionalizada: una serie de pautas o diccionarios mediante los cuales las personas pueden entenderse. La labor de un escritor nos dice: “consiste en tomar de ese diccionario (…) y darles un uso particular [a las palabras]: particular respecto al momento histórico de la palabra y al propio. De ahí proviene un aumento de la historicidad de la palabra: es decir, un aumento de significado”. En cambio, el lenguaje del cine no tiene un entramado histórico tan complejo, su historia lleva apenas unos 50 años y las imágenes no poseen un significado tan claro como las palabras. El autor cinematográfico, dice, no posee un diccionario sino una posibilidad infinita. El lenguaje de las imágenes según Pasolini es tosco, casi animal, por lo que el significado no es tan claro y prevalece la mímica y la realidad bruta como los sueños y los mecanismos de la memoria. Por otro lado, reconoce que la mayor parte de los cineastas, con todas sus limitaciones, hacen un cine de prosa. Ese ensayo de 1966 nos ayuda a pensar la siguiente etapa del cine de Pasolini, sobre todo de películas como Uccellacci e Uccellini (1968) o Teorema (1968); etapa en la que cambia las periferias realistas de sus primeras películas, por una apuesta por la lírica de las imágenes y por sus posibilidades de ser más allá del naturalismo dramático.
Algo que prevalece de su anterior película a Uccellacci e Ucellini –el Evangelio Según San Mateo (1964)-, es la permanencia en la trama de un relato mítico. Pero si en San Mateo se focaliza en narrar la vida de Cristo sin salirse de lo que dice el evangelio, en las siguientes historias la alegoría religiosa es un núcleo maleable a su antojo. En Uccellacci la vida de San Francisco de Assis no tiene intenciones realistas. En esa película se desborda de estrategias expresivas donde el humor es algo importante y encuentra un elemento que acompaña la transformación de su cine: la música de Ennio Morricone. Si los elementos sonoros fueron importantes para acompañar efectos dramáticos en sus anteriores películas, a partir de ese momento la música toma protagonismo y aumenta sus posibilidades. Uccelllaci no es un musical pero sí tiene sus momentos particulares, con escenas chaplineascas y otras medio rocanroleras. Con ese nuevo ritmo la película se aleja de la solemnidad y narrativamente diverge en dos diégesis, en una de las cuáles permanece el tema de la lucha de clases, pero transformado. Ahora es literalmente un cuervo parlanchín, un cuervo que habla sobre marxismo el que acompaña a los dos personajes principales por las periferias de Roma. Pero ya no es ni es la Roma empobrecida de la etapa nacional popular de sus primeras novelas (y películas) ni la lucha de clases tiene un tono drástico. Lo mismo pasa con Teorema, se da un giro en la representación y desaparece la periferia, desaparecen los olvidados y como en El Ángel exterminador (1966) de Buñuel, que es de apenas dos años antes, la película tiene como escenario una mansión y los personajes son una familia burguesa y su sirvienta. Al principio de la película, el vocero de un empresario le anuncia a la prensa que el patrón le va a ceder la fábrica a los obreros. Ese gesto bizarro lo podemos leer de muchas maneras, lo cierto es que Pasolini cada vez se alejaba más de creer en la emancipación de la clase obrera; creía en el triunfo de las ideologías pequeñoburguesas sobre la sociedad italiana. Si bien, Pasolini no puede huir de enfocar el tema de clases, en Teorema aparece el tema del sexo. Un irresistible personaje seduce a toda la familia y tiene relaciones con todos.
Ni en el sentido hegemónico ni en el popular, Pasolini no era un gran contador de historias, las tramas de sus películas no suelen ser lo más logrado; su cine de poesía es el polo opuesto a una serie de Netflix. Y cuando no hacía cine de poesía estaba más preocupado por transgredir que por contar algo que no estuviera velado en una alegoría. Difícilmente alguien terminando alguna película o novela de Pasolini diga: “¿No va a haber una secuela?” Es otro el propósito, tampoco es que el italiano haya desdeñado completamente lo narrativo, sólo que la forma en que cuenta tiene más peso que en el cine convencional. Mencioné la música, pero en Teorema el uso de la paleta de colores para transmitir sensaciones va a ser algo más importante incluso que los diálogos. Tal vez que Pasolini no haya sido un gran creador de historias, aunado a su alejamiento del “cine de prosa”, sea la razón por la que la mayor parte de sus películas de su última etapa se montan sobre historias ya hechas: Medea (1969) El Decamerón (1970), Los Cuentos de Canterbury (1972), Las mil y una noches (1974) Saló o los 120 días en Sodoma. Todas parten de libros clásicos, como ya había hecho con el evangelio. Aunque sería una tosquedad reducirlo a eso, si podemos generalizar las preocupaciones de su última etapa, donde va a estar más preocupado por el escándalo y por imponer una visión muy masculina del sexo, abandonando muchas veces el esteticismo. Su película Saló es conocida por los excesos, la escatología, la crueldad. En los últimos años parece haber una ruptura de Pasolini con la sociedad. Su libro La divina mímesis tiene una dedicatoria para “producir malestar a mis “enemigos”; en efecto, les ofrezco una razón para despreciarme”. Su odio a la burguesía encontró en lo grotesco una forma de seguir buscando el escándalo.
Para terminar este texto me hago la pregunta de qué tan bien ha envejecido la obra de Pasolini a 100 años de su nacimiento. Por un lado, con toda franqueza, me respondo: “terrible”. Casi nadie ve sus películas. Se rescata un poco como un ícono por la forma en que murió, una leyenda homosexual. Entre los expertos nadie niega su importancia en la historia del cine. Pero si uno lee algunos textos, por ejemplo, Cartas Luteranas, se da cuenta de lo rápido que envejeció. Compara al aborto con el asesinato, el pelo largo de los jóvenes lo hace desvariar e inventa con mucha seguridad teorías psicológicas para estigmatizar a los usuarios de drogas. O si uno lee su compilación de crítica literaria encontrará comentarios más propios de un snob que de un crítico literario. No recuerdo una lectura más torpe de 100 años de soledad que la de Pasolini: “Se trata de la novela de un costumbrista o de un guionista, escrita con gran vitalidad y derroche del tradicional manierismo barroco latinoamericano, hecha como para los grandes estudios cinematográficos norteamericanos”.
Por otra parte, es innegable que la fuerza vital de Pasolini dejó páginas e imágenes de una genialidad única. Mucha de su poesía sigue teniendo fuerza. Sus etapas más bizarras no son mero capricho: detrás de su hermetismo hay lanzas críticas que apuntan para varios lados. Escribió ensayos complejos que vale la pena revisar y profundizar. Hay todo un camino para parte de su obra a través de Gramsci y lo nacional popular. A 100 años de su nacimiento su irreverencia, su libertad, su ambición artística, siguen siendo un modelo. Mucho se queda en el tintero cuando intentamos hablar de Pasolini.