DESTERRADAS DE SUS PROPIOS CUERPOS: MUJERES Y VIOLENCIA OBSTÉTRICA

En los últimos años el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), ha registrado en nuestro país más de dos millones de nacimientos al año[1], esto quiere decir que miles de mujeres han utilizado algún tipo de servicio de salud, público o privado, para su atención durante el periodo de embarazo, parto y posparto. Lo que las expone a sufrir un tipo específico de violencia que vulnera su cuerpo física y psicológicamente, que violenta sus derechos humanos y reproductivos. Nos referimos a la violencia obstétrica.

Para dar claridad al tema, resulta importante mencionar que el término de violencia obstétrica ha sido usado recientemente para visibilizar y nombrar, toda conducta, acción u omisión, por parte del personal del servicio de salud (médicos/as, enfermeras/os, trabajadores/as sociales, psicólogos/as, camilleros/as, personal administrativo, personal de limpieza, etcétera) hacia las mujeres durante el embarazo, parto y posparto. De acuerdo a Luis Alberto Villanueva-Egan, en su estudio sobre el maltrato de las mujeres en las salas de parto, la violencia obstétrica incluye “desde regaños, burlas, ironías, insultos, amenazas, humillaciones, manipulación de la información, negación al tratamiento, no recibir asistencia oportuna, aplazamiento de la atención médica urgente, indiferencia frente a sus solicitudes o reclamos, no consultarlas o informarlas sobre las decisiones que se van tomando en el curso del trabajo de parto, utilizarlas como recurso didáctico sin ningún  respeto a su dignidad humana, el manejo del dolor durante el trabajo de parto como castigo, la coacción para obtener su consentimiento, hasta formas en las que es posible constatar que se ha causado daño deliberado a la salud de la afectada, o bien que se ha incurrido en una violación aún más grave de sus derechos” (Villanueva, 2010: 148).

¿Cuántas de estas conductas, acciones u omisiones hemos escuchado en voz de mujeres, madres, hermanas, esposas, amigas, al narrar su experiencia en el embarazo, parto y posparto? Seguramente varias. Debido a la naturaleza en que opera la violencia obstétrica, la mayoría de las mujeres no saben que lo que han experimentado es un tipo específico de violencia, que viola sus derechos humanos y reproductivos. De ahí la importancia de utilizar el término correcto para visibilizar la problemática.

En México, el estado de Veracruz es el primero en definir e incluir el término de violencia obstétrica en su Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LAVLV).  En dicha Ley se define a la violencia obstétrica como la “apropiación del cuerpo y procesos reproductivos de las mujeres por personal de salud, que se expresa en un trato deshumanizador, en un abuso de medicalización y patologización de los procesos naturales, trayendo consigo pérdida de autonomía y capacidad de decidir libremente sobre sus cuerpos y sexualidad, impactando negativamente en la calidad de vida de las mujeres. Es importante señalar que esta definición incorpora, de manera muy acertada, la noción de cuerpo, lo que lo posiciona en el centro de la problemática, ya que es mediante el cual y sobre el cual se ejerce la violencia obstétrica. No concibiendo al cuerpo como un objeto o simple materia, sino el cuerpo que se construye, que se representa y resignifica. Por lo tanto, más allá de hablar del marco jurídico-normativo, que sin duda es un tema que necesariamente se tiene que analizar, es interesante hablar sobre los elementos socio-culturales que originan y reproducen el ejercicio de la violencia obstétrica, en donde la construcción social de la idea del cuerpo de la mujer en una cultura occidental-patriarcal, es esencial para la comprensión del tema. 

Control y apropiación del cuerpo femenino

Históricamente el cuerpo de la mujer ha estado bajo el control de una sociedad patriarcal que ha determinado las formas de ser y estar en el mundo de la mayoría de las mujeres en occidente.  Un periodo histórico que pone de manifiesto el control y apropiación que se ejerce sobre el cuerpo femenino, fue durante la transición del feudalismo al capitalismo; mismo que significó un cambio de sistema económico y social, en el que las mujeres desempeñaban un papel central en el proceso de acumulación capitalista como productoras y reproductoras de la mercancía más importante: la fuerza de trabajo. 

Sobre el tema, en su libro Calibán y la bruja, Silvia Federici expone el destierro que sufrieron las mujeres de esa época de sus propios cuerpos, apropiados y controlados por distintos modelos patriarcales impuestos, que a lo largo de los años contribuiría a la construcción y reproducción de una feminidad que terminaría por encarcelar y desvalorizar el cuerpo de la mujer, reduciendo su existencia a fines reproductivos y sexuales. En una sociedad capitalista donde el cuerpo de las mujeres es el principal terreno de su explotación y resistencia, un cuerpo que es forzado a funcionar como un medio para la reproducción y la acumulación de trabajo (Federici, 2010: 29-30).

Durante esa época, la mujer, entre otras limitantes, no podía tomar decisiones sobre su vida sexual, su maternidad o el matrimonio, sencillamente su cuerpo no le pertenecía. Existen dos imperativos sociales que las mujeres, desde ese entonces, debían cumplir de forma categórica; casarse y tener hijos, funciones que constreñían su sexualidad, sobre todo en cuanto a la función reproductiva se refiere. 

La Iglesia, mediante una legislación represiva que normaba las prácticas sexuales (sobre todo la de las mujeres), se encargaría de convertir la sexualidad en una cuestión de Estado. Una especie de catecismo sexual, que prescribía detalladamente las posiciones permitidas durante el acto sexual, los días en los que se podía practicar el sexo, con quién estaba permitido y con quién no, lo que Federici llamó politización de la sexualidad. Estas formas de legislar los cuerpos y la sexualidad, entre otras prohibiciones, propiciaron que las mujeres se organizaran y se unieran a sectas herejes[2]. En estos grupos las mujeres eran consideradas como iguales y disfrutaban de los mismos derechos que los hombres, lo que les permitió (de manera clandestina) apropiarse de sus cuerpos, ya que tuvieron oportunidad de controlar su función reproductiva mediante el aborto y el uso de métodos anticonceptivos.

De esta manera, la mujer comenzó a ser vista como figura de lo hereje, aquí la imagen de la bruja es la que mejor la representaría, convirtiéndose en el principal objetivo en la persecución de herejes.  Esta persecución se intensificó cuando el control de las mujeres sobre la reproducción comenzó a ser percibido como una amenaza a la estabilidad económica y social provocada por el azote de la peste negra, que condujo al continente entero a una crisis del trabajo. Las muertes por esta enfermedad llevaron a la escasez de mano de obra, entonces, el crecimiento de la población se convirtió en un problema fundamental. Así que los aspectos sexuales que defendía la herejía, relacionados con la reproducción y la vida sexual cotidiana de los herejes, constituían una amenaza a la ortodoxia y adquirieron mayor importancia en su persecución. Con ello, es posible percatarse que detrás de los códigos sexuales impuestos también estaba la intención de controlar la natalidad, lo que implicó la apropiación y manipulación de los cuerpos femeninos.

Las leyes que se impusieron para el control de la natalidad iban más allá de los códigos matrimoniales y regulación de la vida sexual. A finales del siglo XV las autoridades políticas promovieron crímenes sexuales en contra de las mujeres, tal es el caso de la legalización de la violación de mujeres proletarias para controlar el número creciente de matrimonios debido a las condiciones económicas de la época. Ante esto Federici menciona que la “legalización de la violación creó un clima intensamente misógino que degradó a todas las mujeres en general, y que como efecto insensibilizó a la población frente a la violencia contra las mujeres, preparando el terreno para la caza de brujas que comenzaría en ese mismo periodo” (Federici, 2010: 79).

A diferencia de la herejía, la brujería era considerada un crimen femenino. Federici señala que más del 80% de las personas que fueron juzgadas y ejecutadas en Europa durante los siglos XVI y XVII por el crimen de brujería (Federici, 2010: 246). Representantes de la Iglesia Católica de la época, aseguraban que estos delitos estaban relacionados con la anticoncepción y el aborto. Bajo estas ideas, los crímenes reproductivos durante este periodo, pasaron a ocupar un lugar sobresaliente en los juicios, en donde las comadronas, las curanderas locales o cualquier mujer que recurriera al uso de la herbolaria, era asociada directamente con la brujería. 

La cacería de brujas infundió un miedo generalizado en las mujeres, lo que coadyuvó al encarcelamiento de la sexualidad femenina y el control sobre sus propios cuerpos, ya que cualquier acto que tuviera que ver con su sexualidad o reproducción, podría ser visto como un hecho criminal y satánico. Además de que la bruja no sólo era la partera, la curandera, la mujer que abortaba; también lo era la mujer promiscua, la mujer rebelde que no se quedaba callada, que discutía, que insultaba y no lloraba bajo tortura.

La persecución de las brujas tuvo, entre otras consecuencias para las mujeres, la expropiación de saberes empíricos relacionados con las hierbas y los remedios curativos, con lo que se rompe con un proceso histórico de acumulación y transmisión de saberes heredados. Esta pérdida allanó el camino para lo que Federici denomina “una nueva forma de cercamiento”, que refiere al progreso de la medicina profesional caracterizada por el establecimiento de una frontera que hacía del conocimiento científico algo incuestionable. Un monopolio del conocimiento médico que terminó por excluir a las mujeres de la atención del embarazo, parto y posparto, acontecimientos en los que históricamente las mujeres jugaban un papel primordial, que las dignificaba y posicionaba en un lugar de respeto. Con la institucionalización del parto, se devaluaron los conocimientos empíricos de las parteras y curanderas, además de acrecentar la desconfianza en ellas. 

En este proceso, la medicina académica fue incorporando distintos saberes, conocimientos y teorías bajo postulados filosóficos, biológicos y culturales, que influyeron significativamente en la construcción técnica[3] del cuerpo de la mujer en el campo médico y que sentaron las bases del modelo hegemónico de atención al parto a través de la medicalización e instrumentalización del mismo.

Construcción médica-técnica del cuerpo femenino

Como ya se ha mencionado, la violencia obstétrica es ejercida por personal de la salud en la atención del embarazo, parto y posparto, en el ámbito médico. En su artículo, La centralidad del útero y sus anexos en las representaciones técnicas del cuerpo femenino en la medicina del siglo XIX, Olivia López Sánchez[4], afirma que el desarrollo de la medicina científica no implicó un progreso homogéneo de saberes ni un desarrollo lineal de descubrimientos que se fueran sumando al cuerpo de conocimiento médicos. En este proceso, la medicina académica fue incorporando distintos saberes, conocimientos y teorías bajo postulados filosóficos, biológicos y culturales, que no siempre significaron un avance en cuanto a la concepción del cuerpo femenino y el lugar que ocupa en la sociedad como un ser inminentemente inferior.

En los análisis históricos de la medicina podemos encontrar algunas aproximaciones científicas a la naturaleza del cuerpo humano, las cuales, influenciaron fuertemente el desarrollo de la medicina institucional a lo largo de la edad media y hasta la época moderna. Un ejemplo de ello se halla en el pensamiento de Aristóteles e Hipócrates, quienes veían el cuerpo de la mujer como un elemento pasivo, cuya función principal era producir nuevos seres.

En su obra El segundo sexo, Simone De Beauvoir menciona que Aristóteles imaginaba que el feto era concebido por el encuentro entre el esperma y los menstruos, una simbiosis en la que la mujer proveía solamente una materia pasiva, en cambio, el hombre proporcionaba la fuerza, la actividad, el movimiento y la vida. Asimismo, la doctrina de Hipócrates reconocía dos especies de simientes, una débil o hembra, y una fuerte, el macho (De Beauvoir, 1972:33). La mujer, desde entonces, se concebía como un ser pasivo y débil, un ser, que bajo una estructura patriarcal debía ser protegido dada su fragilidad.

Otro ejemplo lo podemos encontrar en la teoría darwiniana, en la que su autor, Charles Darwin, en El origen de las especies (1871), plantea que las hembras no evolucionaron en la misma proporción que los machos porque el gasto de su potencial en la labor reproductiva limitaba su desarrollo físico o mental y quedaron fijadas a pasiones y emociones, con poca posibilidad para ejercer la justicia y la moralidad. Esta condición biológica, menciona Tuñón (2008) aludía a una capacidad “natural” de las mujeres, basada en su emocionalidad, para cuidar y criar a los hijos. Lo que podría explicar que en el imaginario colectivo el parto y la maternidad hayan sido vistos durante siglos como la tarea principal de las mujeres y el aspecto esencial que define la feminidad. 

Estas ideas se extendieron hacia el campo médico, siendo base importante de las explicaciones fisiológicas y anatómicas del cuerpo de la mujer, que posteriormente, ayudarían a construir una representación técnica del cuerpo femenino. En este sentido, se impone también una lógica sobre el sexo que diferencia los usos del cuerpo para hombres y mujeres, asignando los roles que cada sexo podía desempeñar conforme a los datos aportados por la biología, en este caso se atribuía principalmente a la sexualidad de la mujer fines procreativos.

Posteriormente, el discurso médico promovió la idea del cuerpo femenino “enfermo”, dando centralidad al útero como un órgano del que se derivaban las patologías femeninas. Visto de esa manera, menciona López Sánchez, muchos galenos mexicanos se dedicaron, al igual que sus pares en el mundo occidental, a estudiar la naturaleza enferma de las mujeres “Se pensaba que su fisiología lindaba con la enfermedad, pues a la menor provocación la enfermedad aparecía. En este sentido la menstruación, la gestación, el puerperio y la lactancia eran considerados fisiológicos que fácilmente podrían convertirse en patológicos al recibir cualquier influencia, fuera interna o externa” (López, 2008: 152).

Las manifestaciones físicas y psíquicas del cuerpo en la menstruación, aunadas con las del embarazo y la menopausia, se convirtieron en el fundamento de los médicos para patologizar los procesos naturales de la mujer.

Resulta curioso que al menos en México, la patologización de estos procesos se ve reflejado en los términos coloquiales que utilizamos para referirnos al parto y el posparto. Es común escuchar en nuestra cultura la palabra “aliviarse” para referirse a la acción de parir, lo cual, remite a una condición enferma del embarazo. O bien, la palabra “cuarentena” que normalmente utilizamos para referirnos a la etapa de posparto y que históricamente está asociada con la acción de aislar o apartar a personas o animales durante un período para evitar o limitar el riesgo de que se extienda una determinada enfermedad contagiosa.

La construcción simbólica de los cuerpos femeninos recorre un largo proceso que marcha lentamente a lo largo de los siglos y desempeña un papel importante en las relaciones entre hombres y mujeres. La forma en la que la medicina concibió el cuerpo de la mujer, aunado a la predisposición y prejuicios de género de los profesionales de la salud, adquiridos incluso en su formación académica, han contribuido enormemente al ejercicio de la violencia obstétrica y a su normalización.

Violencia obstétrica en la cultura occidental 

Bajo un sistema patriarcal las mujeres han sido posicionadas en la parte menos visible ante los ojos de la sociedad, sus cuerpos han servido como contenedor de culpas, humillaciones, rechazos e insultos, que muchas veces ha llevado consigo un castigo físico. La mujer ha sido estereotipada con representaciones sociales como la “sacerdotisa del hogar”, el “ángel de la casa”, la “virgen” o la “puta”.  Representaciones que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, han quedado plasmadas en la literatura, el arte, la música, en las obras científicas, y en la medicina. La exaltación de la “naturaleza femenina” ha servido, entre otras cosas, para definir su estatus inferior respecto al hombre.

El peso simbólico dominante que recae sobre la maternidad y feminidad sigue predominando en las sociedades occidentales y patriarcales. En consecuencia, la violencia que domina el cuerpo de la mujer, es vista como algo natural, algo que sufren y padecen todas las mujeres, por lo tanto, la mujer debe acatar órdenes y soportar el dolor como una especie de sacrificio que sacraliza el ideal de “la buena madre” o de la “buena mujer”. De ahí que el manejo del dolor de la mujer durante el parto, sea minimizado, pues se cree que su cuerpo está diseñado para soportarlo sin quejarse.

La violencia obstétrica que se ejerce sobre el cuerpo de la mujer está sustentada bajo los valores patriarcales que imperan y mantienen a las mujeres en una posición subordinada. Este tipo de violencia, en lo que respecta a la teoría foucaltiana, aparece como una forma de poder disciplinario. Se trata de un poder que disciplina, que produce cuerpos sexuados y dóciles que se encuentran sometidos por las instituciones sociales, las normativas y los procesos ligados a la atención médica. 

Durante el embarazo, el parto y posparto, el cuerpo femenino queda completamente bajo el dominio del personal médico, el cual, ha sido formado profesionalmente al interior de una sociedad patriarcal basada en una jerarquía de los sexos. Por lo tanto, el habitus[5] en la práctica médica, está cargado de acciones o conductas que tienden a caer en ideas machistas sobre la mujer y el supuesto rol social que debe desempeñar en la sociedad.

La violencia que avasalla a los cuerpos femeninos aparece como una manifestación de relaciones de poder, que no sólo se presenta como violencia psicológica o física, sino que aparece como un fenómeno invisible, como una especie de velo que recubre todo tipo de violencia emitida mediante palabras, mensajes, iconos o signos que transmiten y reproducen relaciones de dominación, desigualdad y discriminación que naturaliza o justifica la subordinación y la violencia hacia las mujeres.

El problema de la violencia obstétrica resulta ser sumamente complejo y difícil de abarcar en todas sus dimensiones, y aunque en la actualidad existen medidas normativas encargadas de minimizarla (en las que existen muchos vacíos), no es suficiente. 

El velo cultural que encubre este tipo de violencia hace que sea muy difícil de identificarla, por ello resulta urgente que el problema se haga visible, principalmente que las mujeres tengan conocimiento de este tipo de violencia y puedan alzar la voz, poner resistencia desde sus propios cuerpos, apropiarse de ellos, y que la violencia no sea aceptada como un destino inamovible. Es necesario reconstruir el orden simbólico y resignificar el cuerpo de las mujeres para devolverles su dignidad, su control y autonomía en un mundo que sigue negándolas.

Referencias

De Beauvoir, Simone. El segundo sexo, Los hechos y los mitos.  Buenos Aires: Siglo XX, 1972. Impreso.

Tuñon, Julia, comp. Enjaular los cuerpos, Normativas decimonónicas y feminidad en México. México: El Colegio de México, 2008. Impreso.

Villanueva Egan, Luis Alberto. “El maltrato en las salas de parto: reflexiones de un gineco obstetra”. Revista Comisión Nacional de Arbitraje Médico 15.3 (2010): 147-151. Web. 03 jun. 2016. [http://www.gob.mx/conamed].

Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia para el estado de Veracruz, página 10, capítulo primero “De los tipos de violencia” Artículo 7. Disponible en: http://www.ivermujeres.gob.mx/files/2014/11/LEY-acceso.pdf.

López Sánchez, Olivia. “La centralidad del útero y sus anexos en las representaciones técnicas del cuerpo femenino en la medicina del siglo XIX”. Enjaular los cuerpos, Normativas decimonónicas y feminidad en México, comp. Julia Tuñon, México: El Colegio de México, 2008. Impreso.


La autora es socióloga egresada de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-X). Se ha desarrollado en el ámbito de la administración pública en áreas de educación, desarrollo rural y género.

[1] Durante los años 2012 a 2014 el INEGI ha registrado 2 498 880, 2 478 889 y 2 463 420 nacimientos respectivamente. Se pueden consultar las estadísticas completas en la página electrónica: http://www3.inegi.org.mx/sistemas/sisept/Default.aspx?t=mdemo23&s=est&c=17526.

[2] Entre algunas sectas herejes de las que se tiene registro están: cátaros, valdenses, los pobres de Lyon, espirituales y apostólicos. Hoy en día se sabe poco de las sectas heréticas, esto se debe fundamentalmente a la ferocidad con la que fueron perseguidas por la Iglesia, que no escatimo esfuerzos por borrar sus doctrinas. Los herejes fueron quemados en la hoguera, y con el fin de erradicar su presencia, el Papa creó una de las instituciones más perversas de la historia: la Santa Inquisición.

[3] Lo técnico, según López Sánchez, debe ser entendido como la mecánica referida al funcionamiento del cuerpo modelo. Las representaciones técnico médicas del cuerpo femenino darán cuenta del funcionamiento considerado ideal.

[4] Especialista en estudios de género en el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer, El Colegio de México. Este artículo se desprende de su tesis doctoral “La profesionalización de la gine-obstetricia en la segunda mitad del siglo XIX en México”.  

[5] Roberto Castro, en su artículo “25 años de investigación sobre violencia obstétrica en México” ha denominado habitus médico, a todas aquellas predisposiciones que los profesionales de la salud adquieren durante sus años de formación en escuelas y facultades, a través de los rígidos sistemas de jerarquías, castigos, conminaciones, recriminaciones y etiquetaciones —entre ellas de clase y de género—, que reciben y que experimentan durante ese tiempo, como parte misma de su educación profesional. Estas predisposiciones se afianzan en los años de especialización y, después, suelen permear en las relaciones con los y las usuarias de los servicios de salud. Por tanto, dentro de los contextos de atención de la salud se construyen relaciones profundamente asimétricas entre el personal médico y las y los usuarios de servicios de salud, en donde los primeros pueden imponer una posición de superioridad sobre los segundos y, por tanto, sus reglas.