A Juan Valdés Paz.
Presente
Las dos primeras décadas del siglo XXI de intensos procesos políticos con intenciones transformadoras han desencadenado oscilaciones entre entusiasmo y decepción. Los estados de ánimo pesan bastante en el modo de ver “la realidad” y lo que se ve de ella, y suelen prefigurar las respuestas a las preguntas que se hacen.
El gran entusiasmo inicial sobre varios triunfos electorales nacionales de fuerzas de izquierda y de centroizquierda llevó a algunos a caracterizarlo como un “cambio de época” y a otros como “el ciclo progresista”. El nuevo escenario político regional llegó a ser impactante, pero pensar desde “el ciclo” produjo equívocos. Se toma como elemento explicativo central las condiciones sistémicas compartidas que desencadenaron luchas y resistencias que en varios países cristalizaron en triunfos electorales, pero esto fue asumido como si se tratara de una corriente que esparce su influencia; no obstante que la decisión de los votantes en cada país no estuviera influida por lo que pasaba en los otros, aunque sí sobre sus intelectuales (en sentido lato).
Y por ello, del entusiasmo se pasó a la decepción tras algunas derrotas electorales donde se gobernaba, y entonces se habla del “fin del ciclo progresista”. No obstante las diferentes características de esas derrotas electorales, y que al mismo tiempo tienen lugar otros triunfos electorales. Otros análisis, también marcados por la decepción, se centran en el alcance limitado de los cambios ejecutados por algunos gobiernos. Otros más expresan pesimismo, centrándose en los riesgos de que movimientos sociales organizados, o conglomerados sociales que logran hacer converger sus demandas parciales en inesperadas acciones comunes de protesta y que coyunturalmente producen una fuerza de interpelación al orden dominante, caigan en las trampas de la institucionalidad que limiten su condición independiente. Siendo la independencia una condición necesaria, se le llega a asumir como condición suficiente, sin considerar si esas fuerzas convergentes logran pensar la dirección del cambio que se busca y las mediaciones a construir para llevarlo a cabo; de lo que depende, en buena medida, la independencia misma y que las convergencias coyunturales puedan articularse permanentemente. No parece ajeno a la decepción y el pesimismo que en tiempos recientes proliferen en nuestra región opiniones de rechazo a que las búsquedas de cambio tengan contacto alguno con el Estado.
Poner a discusión al Estado desde el horizonte de las transformaciones es indudablemente pertinente y necesario. Es una discusión planteada desde hace 150 años, desde 1871 tras la Comuna de París, y que sigue vigente. Lo que corresponde someter a discusión es la necesaria complejidad con que debe abordarse. Requisito que no es sólo de carácter teorético (la lógica interna de las teorías), lo que suele predominar en el debate académico, sino principalmente por sus efectos prácticos, políticos.
Quizá sería mejor plantearlo cambiando la pregunta: ¿es posible llevar a cabo transformaciones sin cambiar los contenidos y cometidos del Estado? Más, aún, del Estado máximo al servicio del gran capital con que se ejecuta la reestructuración neoliberal del capitalismo en América Latina, que lo usa intensamente también para legitimarla no obstante que pone en peligro a la humanidad y su hogar vital. Los inmensos desafíos que conlleva cambiar los contenidos y cometidos del Estado no eximen de tener que enfrentar esta necesidad o exigencia.
Lo cierto es que la complejidad de esta exigencia es mayor de lo que se había pensado. Los procesos políticos en nuestra región, con todos sus avatares, exhibieron insuficiencias en la teorización previa. La experiencia que iba viviéndose, o que iba creándose con la acción, en cada momento planteó problemas nuevos o no contemplados previamente. Hubo desparejos esfuerzos de teorización, como desigual fue su asimilación.
Pero el devenir de los procesos no depende exclusivamente de la claridad teórica para interpretarlos adecuadamente, necesario para orientar la acción. Ni exclusivamente de lo que un actor se propone ser o hacer. Sino también de las vicisitudes en las relaciones de fuerzas: de lo que los otros actores lo condicionen a ser o hacer, porque no se actúa solo. Es decir, de la política como fenómeno relacional: en el que cada actor busca acrecentar la fuerza propia y disminuir la del contrincante. Con las ideas como un componente de la gestación de fuerza.
El Estado es, desde luego, uno de los actores importantes en ese sistema de fuerzas en disputa, de ese sistema político. Son actores políticos en ese sistema de fuerzas quienes controlan las condiciones materiales de reproducción de la vida, dentro y desde fuera de nuestros países, en negocios legales e ilegales. Son actores políticos los productores de sentido común, como intelectuales, medios de comunicación, iglesias. Son actores políticos los dominados y explotados que crean una fuerza capaz de hacer retroceder la fuerza que tienen quienes los dominan y explotan, o que en sentido contrario pueden llegar a reforzarla, actuando contra sí mismos. Relaciones de fuerza que se dan en el ámbito institucional y fuera de él, que condicionan a cada actor. Y a su influencia sobre el Estado, sobre el régimen político por el que las fuerzas en pugna acceden al funcionamiento y control de la institucionalidad, sobre la orientación de sus cometidos, de sus potestades coercitivas (legales, administrativas, armadas) y las de su legitimación.
Interrogarse sobre el papel jugado por el Estado para objetivos de transformación nos remite necesariamente a considerar todo ese sistema de fuerzas con sus personificaciones o actores, y a la resultante de esa relación de fuerzas en todas sus dimensiones. Es decir, nos remite a análisis concretos, entendiendo por tales a los que den cuenta de esta totalidad, en su momento y en su devenir histórico. Análisis concretos de los cuales se puedan extraer enseñanzas con cierto valor explicativo (teórico) general.
Desde luego que la condición dependiente de América Latina en el sistema mundial es un componente de la totalidad concreta del sistema de fuerzas en confrontación en cada país, porque condiciona rasgos y límites estructurales. Si bien son rasgos y límites estructurales comunes a todos los países, no son idénticos. Y si bien la dependencia históricamente condicionó formas de dominación tendencialmente comunes, corriendo el siglo XX fueron diferenciándose en los distintos derroteros de la confrontación entre dominantes y dominados, que establecen especificidades sociopolíticas. Especificidades que pesan más en la configuración social y política de los dominados, que en la de los dominantes. Éstos comparten los mismos objetivos de ganancias capitalistas en su inserción al sistema mundial, y se parecen en sus prácticas y en las ideas con que las justifican y promueven. Pero no son idénticos sus efectos, pues tienen que ver con las diferentes configuraciones sociales y políticas de los dominados en cada país.
Las dificultades para extraer de cada totalidad concreta enseñanzas con cierto valor explicativo general es una de las tensiones permanentes en los análisis sobre América Latina, en la dificultad por integrar en lo común las especificidades y diferencias.
Esta tensión ha estado presente, en estas décadas, en el análisis regional sobre los procesos en los que fuerzas políticas con voluntad de cambio ocupan espacios institucionales, en particular el gobierno. Entre otras dificultades, por ejemplo, se han hecho comparaciones sin considerar las especificidades sociohistóricas. O, también, que a la importancia de ciertos cambios emprendidos o retos enfrentados en las coyunturas se le dio una comprensible centralidad en los análisis, pero dejando de considerar otros aspectos que tenían incidencia en el devenir de los procesos, llegando a asumirse esos aspectos parciales, aunque importantes, como el todo. Y desde allí se hicieron clasificaciones de las experiencias de gobierno, que explicaron muy poco su devenir.
Para evitar incurrir en estos u otros errores, en este breve espacio me propongo un objetivo más modesto. Me parece que puede ser interesante presentar tan sólo algunos ejemplos de cómo ciertos retos que se enfrentaron en distintas coyunturas fueron colocando problemas y reflexiones que no se tenían contemplados previamente, o modificaron las visiones que se tenían, lo que podría aportar a enriquecer la mirada sobre las problemáticas de hoy.
Nuestro tiempo largo
No debe pasarse por alto que en nuestra América Latina ya tenemos un tiempo largo de experiencia en gobiernos de izquierda y centroizquierda.
Ahora suele tenerse como horizonte temporal estas dos primeras décadas del siglo XXI en las que, por elecciones, se conquistan gobiernos nacionales. Pero muchos de los desafíos prácticos y teóricos actuales estuvieron presentes bastantes años antes.
Ya hace más de 30 años que, por elecciones, desde 1988 se conquistaron varios gobiernos en capitales nacionales, en capitales de estados federados y en municipios, que colocaron desafíos que no habían sido pensados previamente. Por elecciones, en 1970 la Unidad Popular conquistó el gobierno nacional en Chile; durante sus poco más de mil días fue una rica cantera de enseñanzas sobre los retos en el ejercicio de gobierno, que por largo tiempo no fueron recogidas como tales, tanto porque no habían sido discutidos en esos momentos, como por el peso que tuvo en la subjetividad la derrota con el golpe de estado en 1973. Gobierno nacional hay en Cuba desde hace 63 años, que no se ha dejado derrotar pese al bloqueo de Estados Unidos durante 60 años y las inmensas dificultades por las que atraviesa; habitualmente no se lo incluía en los análisis regionales porque se le consideraba una excepcionalidad por ser el único caso que por una revolución armada accedió a tener el control no sólo del gobierno sino también del Estado; fue mediante una revolución política que emprendió una revolución social y cambio cultural profundos; sin embargo, muchos de sus desafíos son comunes a las otras experiencias.
También debe considerarse que la mayor parte de estas experiencias se ubica en el tiempo largo –medio siglo– de la contrarrevolución capitalista con que se emprende la reestructuración neoliberal en América Latina, con el fortalecimiento económico, político y cultural de las clases propietarias y sectores dominantes. Es ya más prolongado que los “treinta años gloriosos” de la posguerra, que fue contexto de muchas teorizaciones de izquierda sobre el Estado.
Las miradas mecanicistas no permiten captar las peculiaridades de América Latina. Pese a todas las condiciones adversas que debilitan estructural, social e ideológicamente a los explotados y dominados, emerge una y otra vez su voluntad de lucha porque va en ello la sobrevivencia. Cuando, persistentemente, las luchas sociales no logran modificar esas adversas relaciones de fuerza, esto explica, en parte, que aparezca como esperanza el entregar su apoyo electoral a fuerzas de izquierda y centroizquierda para que desde el gobierno se impulsen los cambios. No siempre son apoyos por definiciones ideológicas o políticas; también son votos dados en préstamo en la medida en que se cumpla, en lo inmediato, la expectativa de resolver necesidades, es decir, que pueden ser voluntades manipulables.
Porque es el tiempo largo en el que los dominantes han aprendido en la confrontación. Jamás renuncian al ejercicio directo de la fuerza. Pero, también, con creatividad han cambiado tácticas políticas y discursos, apropiándose del lenguaje con que se expresan las demandas populares para neutralizar su potencia disruptiva. Son décadas en las que han emprendido reconfiguraciones en la reproducción del capitalismo para asegurarla y para estabilizar la dominación. Utilizan las crisis como “oportunidad” para ejecutarlas, lo que una y otra vez pone en predicamento las ilusiones “catastrofistas”. Acciones de reconfiguración capitalista que incluso algunos intelectuales sistémicos han llegado a presentar como “alternativas” al neoliberalismo[1].
Un tiempo largo con escenarios mucho más complejos de lo que se había pensado previamente para emprender proyectos con horizonte de transformación. Pero la necesidad de sobrevivencia es terca, y las búsquedas de cambio emergen una y otra vez, aunque tiene que avanzarse las más de las veces con luchas defensivas. Se enfrentan a circunstancias nuevas, pero también a los mismos retos de experiencias anteriores, cuyas enseñanzas podrían ayudar a superarlos de mejor manera.
Es menester destacar que valiosas reflexiones colectivas sobre las experiencias de gobiernos de izquierda fueron realizadas, hace ya décadas en este tiempo largo, por intelectuales/académicos con participación directa en las gestiones de gobierno o en las fuerzas políticas que les dieron origen: la primera de su tipo en abril de 1998[2] (cuando sólo en Cuba había un gobierno nacional), y la segunda en febrero de 2007[3] cuando se habían conquistado varios gobiernos nacionales y otros más subnacionales, que se plasmaron en los dos libros referidos. Pasados los años, siguen mostrando su vitalidad heurística. De la que he seguido abrevando, madurando mis miradas con el devenir de esas y otras experiencias posteriores.
Primeros desafíos
Desde finales de la década de 1980, fuerzas de izquierda disímiles (por sus historias, las posturas ideológicas en su seno, su organicidad, sus elaboraciones programáticas) ganan elecciones subnacionales y comienzan a gobernar por primera vez. Con la “década perdida” a cuestas de los pueblos, en países con las instituciones estatales en crisis o en restauración bajo control nacional de la derecha. Son actores políticos fundamentales en las luchas que cambiaron los escenarios políticos. En Brasil se ganan elecciones en 1988 (Partido de los Trabajadores) y en Uruguay en 1989 (Frente Amplio), tres y cuatro años después de que se había transitado de las dictaduras militares (cívico-militares, en rigor) a regímenes representativos. En Venezuela en 1989 (La Causa R, que después se divide creando el partido Patria para Todos), pocos meses después del Caracazo. En El Salvador en 1994 (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional), dos años después de las negociaciones de paz para poner fin a la guerra de once años[4]. No debe olvidarse que en México, en 1988 el Frente Democrático Nacional ganó la elección presidencial pero un fraude le impidió gobernar; en rigor, fue el primer triunfo nacional en esa coyuntura.
Son experiencias de gobierno local distintas por el peso poblacional y político de esas entidades urbanas en cada país; por las características sociales de cada una; distintas son las facultades legales y administrativas de cada entidad, así como la distribución de ingresos fiscales entre gobierno nacional y los subnacionales.
En la izquierda había teorizaciones (disímiles) sobre el Estado, pero no sobre el gobierno y mucho menos sobre el ejercicio de gobernar. En todas esas experiencias se plantearon dos propósitos fundamentales: mejorar las condiciones de vida populares y democratizar la toma de decisiones.
El primer propósito fue objeto de debates ideológicos. Algunos defendían que debía ser sólo el “gobierno para los trabajadores”. Otros, que se debía “gobernar para todos”, que el espacio público urbano es patrimonio de todos y que también debía atenderse a la clase media y a las clases altas, pero que “las prioridades debían estar al servicio de las mayorías populares” para construir mayor igualdad.
Para el cumplimiento de este objetivo, que implicaba atender tanto la desigualdad en la infraestructura urbana (agua potable, saneamiento, alumbrado, pavimentación, etc.) como mejorar las condiciones de transporte, vivienda, alimentación, salud, empleo, cultura, etc., en todos los casos se enfrentaba la carencia de recursos. Cuando se planteó la necesidad de reformas tributarias locales progresivas, para las que se requería mayoría de representantes en los órganos legislativos locales, no se contaba con ella en todos los casos (por haber triunfado con mayoría relativa o por los métodos electorales de asignación de cargos). No bastaba con la voluntad del gobierno.
Se presentaron desafíos no pensados anteriormente: la complejidad de la gestión de gobierno. Por un lado, de su capacidad para ejecutar las políticas en forma de que llegaran a la gente para resolver sus necesidades (eficacia social); que era su propósito programático, pero también condición para su legitimidad política: porque ésta no se conquista sólo por plantear objetivos justos, hay que llevarlos a la práctica de manera efectiva. Y hacerlo de la mejor manera (eficiencia), que exigía “hacer más con menos” por ética en el manejo de los recursos públicos y por necesidad práctica. Por otro lado, desde entonces se presentó el problema difícil de resolver –mucho más visible en los gobiernos nacionales– de la relación entre cuadro político y cuadro funcionario: de un dirigente social o político que no puede traducir las ideas en políticas operativas; o un funcionario con experiencia de gestión que no visualiza las condiciones políticas de la transformación y cae en el burocratismo, que la obstruye.
Además, la izquierda se hacía cargo de una institución estatal subnacional que históricamente la derecha había utilizado para asegurar su base electoral mediante relaciones clientelistas, solapadas en las marañas del burocratismo y la corrupción. La reforma administrativa se llevó a cabo trabajosamente. Pero más difícil fue enfrentar, y sobre todo asimilar, que esas prácticas estaban arraigadas también en los trabajadores, muchos de ellos pertenecientes a sindicatos con los que la izquierda tenía afinidad ideológica. Esos trabajadores que tenían necesidades similares a las mayorías populares a quienes estaban destinadas las políticas gubernamentales, con sus inercias obstaculizaban su ejecución. Aun donde se había aumentado salarios y mejorado prestaciones, cuando se buscó modificar esas prácticas en el trabajo, muchas veces derivó en conflictos (protestas, paros) contra el que se consideraba “su gobierno”. En su manejo se osciló entre las miradas del político y del administrador. Esos conflictos que paralizaban servicios fueron utilizados por la derecha para reforzar su prédica contra toda organización sindical, en eso consistía su diatriba contra el “corporativismo”; tras sus aprendizajes, la derecha pasó a respaldarlos para erosionar políticamente a la izquierda. Esos conflictos también generaron posturas encontradas entre los distintos grupos de izquierda; algunos centraron su discurso y acción en contra “del gobierno”, así, en general; lo que en ocasiones condujo a que en sectores de la población no se distinguiera entre los gobiernos de signo distinto que “cohabitaban” en el escenario político.
El propósito de la democratización también se enfrentó a retos no previstos. Se pensaba que la descentralización institucional para la toma de decisiones sobre los asuntos públicos era condición suficiente para desencadenar la participación de la población. Diversa fue la comprensión de que “participación” (ser parte) no es sinónimo de “decidir”. En algunos casos sólo se crearon instancias deliberativas en el territorio; en otros casos se modificó la institucionalidad de gobierno creando organismos (sub)territoriales o comunales permanentes constituidos mediante elección. El involucramiento de la población comprendida fue muy desigual. Las diferentes configuraciones de las ciudades generaban distintos grados de relacionamiento con el territorio. Pesaba la cultura política. Sectores de la población que habían sido excluidos históricamente de incidir en las decisiones seguían esperando que fuera “el gobierno” el que “resolviera”. Aun los sectores populares y de clase media que tenían experiencia de participación en organizaciones sociales (sindicatos, gremios estudiantiles, movimientos feministas, ambientalistas, de artistas, etc.) tenían diferente relación con el territorio; y concebían la participación de manera diferente a la de sus vecinos que no tenían esas experiencias participativas. Incluso donde había vida comunitaria en torno a tradiciones culturales, no necesariamente se trasladaba a la práctica ciudadana respecto a esos organismos de decisión local, reproduciendo la lógica delegativa a la que estaban acostumbrados por el sistema representativo imperante. Pasó tiempo hasta que en la izquierda hubo quienes reconocieron que no se conocía a cabalidad la subjetividad social.
De gran dificultad fue también articular las diversas demandas y las crecientes expectativas creadas con el gobierno de izquierda. Aunque todas fueran demandas legítimas, podían ser contradictorias entre sí, sobre todo al tratarse de obras implantadas sobre el territorio (esto se potencia en el medio rural). Difícil ha sido decidir en las instancias colectivas la priorización de las acciones según los recursos disponibles (“presupuesto participativo”)[5], lo que dependía de la comprensión y solidaridad de unos sectores de la ciudadanía para postergar temporalmente sus justas demandas respecto a las de otros más necesitados.
Estas primeras experiencias a nivel subnacional hicieron visible que en los cometidos y funcionamiento del gobierno –importante parcela de poder del Estado– para impulsar transformaciones están implicadas varias dimensiones de la relación entre lo social-cultural y lo político. Exhibieron las constricciones económicas para alcanzar los objetivos que se propusieron, que hacían necesarios cambios de carácter nacional. En los casos en que hubo buen desempeño en la gestión de gobierno, esos partidos de izquierda ganaron legitimidad política y mayor apoyo electoral. La derecha ajustó los mecanismos de dominación.
El Estado máximo neoliberal
La década de 1990 es sumamente compleja por las modificaciones tácticas y discursivas implementadas por la derecha. Si en la década anterior lo electoral le fue útil para transitar sin rupturas entre regímenes políticos, con la potencialidad electoral de la izquierda era riesgoso cuando se estaba acelerando la reestructuración neoliberal. Se despliega la compleja estrategia política, ideológica, social e institucional para impermeabilizar a la economía (el capital) de las presiones políticas en y fuera de las instituciones, para asegurar estabilidad (gobernabilidad) cuando se están dando los mayores ataques a las condiciones de vida populares. De distintas maneras, la derecha buscó bloquear que la izquierda representara en el parlamento las demandas sociales; con chantajes y hasta sanciones institucionales (desafueros, expulsiones) para que cediera a integrarse como élite política. Se persiguió la conflictividad social por “poner en peligro la democracia”. Se promovió la “desafección política”.
En la estrategia dominante, “lo local” cobró centralidad, disputando el sentido que le atribuía la izquierda. Para la liquidación de los cometidos sociales del Estado, para eliminarle presiones y favorecer la estabilidad política, el ámbito local era funcional absorbiendo algunas demandas inmediatas. Además de las privatizaciones, se reformó al Estado con la descentralización de funciones; que cuando se trataba de gobiernos locales de izquierda fue sólo desconcentración (sin su financiamiento). Para la ofensiva del capital transnacional, el ámbito local era el de menor resistencia, y le dieron vuelo al tema de “lo glocal”. Algunos intelectuales de la izquierda que gobernaba sucumbieron a la ofensiva ideológica de que la globalización era inevitable, un nuevo signo de los tiempos, al que había que integrarse porque necesitaban inversiones extranjeras para concretar acciones productivas que generaran empleo, haciendo de la necesidad virtud y lubricó que la profecía se cumpliera.
Lo local fue espacio para apuntalar una reconfiguración social de disgregación y control. Como locus de políticas focalizadas a la extrema pobreza, se mantienen a muy bajo costo formas controladas de clientelismo político. En su ejecución, al tiempo que se debilitan las organizaciones de trabajadores, se promueven constelaciones de organizaciones de objetivos particularistas, “no gubernamentales” (que involucran a sectores de clase media), con el objetivo de crear una “sociedad civil” sin referentes clasistas y con fragmentada capacidad de presión. A esa gestión social con políticas públicas aportan doctrina y financiamiento los neoinstitucionalistas del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, entre otros (que tanta mella hicieron en sectores de la academia crítica del neoliberalismo)[6].
Eran precisamente esos años de disolución de la Unión Soviética y del socialismo centroeuropeo que remecieron a la izquierda en su mirada sobre el futuro. Sectores de izquierda desencantada que identificaban anti-estalinismo sólo con anti-estatismo, y que en el debilitamiento de los explotados por la ofensiva del capital veían el fin de las clases y de la lucha de clases, también concebían lo local como el ámbito de florecimiento de la sociedad civil, de la microorganización territorial de los nuevos movimientos sociales. Lo positivo de identificar las múltiples formas de dominación a enfrentar, resultó en ocasiones en una concepción que excluía el enfrentamiento directo al capital.
Cómo afectó esta estrategia dominante, reforzada por el desencanto del “socialismo real”, en las concepciones y prácticas de los partidos de izquierda, remite a sus disímiles características que mencioné antes y a las especificidades sociopolíticas en los países. En los casos en que tuvo más éxito, se dio una dualidad, como dos izquierdas: una atrapada en las exigencias para ser considerados como “pares” en el parlamento, y la otra arraigada en las luchas sociales, una y otra permeando de distinta manera a quienes tenían funciones de gobierno.
Fueron años muy duros para los sectores populares, especialmente para los trabajadores urbanos, debilitadas sus organizaciones. Es en las zonas rurales donde resiste la capacidad de organización con importantes movimientos campesinos e indígenas, como los Sin Tierra en Brasil, el Zapatista en Chiapas, en Ecuador, en Bolivia. La segunda mitad de la década comienza con la crisis financiera de 1995, que se potencia con la crisis financiera asiática que estalla en 1998. La terca sobrevivencia reanima las luchas defensivas urbanas, magisteriales, obreras, estudiantiles, que se vinculan a las rurales. Pero topan con la inflexibilidad de los dueños y representantes del capital, lo que intensifica las luchas y las crisis políticas.
Preventivamente, la derecha echa mano de la ingeniería electoral para mantener a la izquierda en los límites de lo institucional (en México, por ejemplo, concediendo financiamiento público a los partidos, que a cambio son sometidos a férreo control estatal, que moldea la crisis del Partido de la Revolución Democrática). Para bloquear triunfos nacionales de la izquierda, se separaron las elecciones subnacionales de la nacional para evitar el arrastre de su legitimidad como gobierno subnacional; y se estableció la segunda vuelta para la elección presidencial (ballotage) en algunos países. Salvador Allende ganó en 1970 con 36 por ciento de los votos porque la derecha votó separada en sus dos partidos. Con segunda vuelta la derecha se une y en la primera asegura la representación de sus distintos partidos. Ingeniería político-electoral con fines bien precisos que se presenta a nombre de “modernizar” los sistemas electorales para “construir mayorías estables”, “eficacia gubernamental”, con el coro de los “expertos” que despolitizan la política.
La abstención electoral (“desafección política”) es inducida con esas configuraciones elitistas del sistema político-electoral para que los sectores populares lo vean ajeno y lejano de sus necesidades. Desde el sistema se estimula la “anti-política”, reduciendo deliberadamente “la política” a lo electoral. En algunos países se elimina el voto obligatorio. La abstención electoral alcanza un promedio latinoamericano del 50 por ciento.
La derecha cuenta con cómodos márgenes para emprender una desenfrenada acción legislativa para asegurar la desregulación del capital, para normar la vía libre, y con financiamiento del Estado al capital (con los impuestos que sólo pagan los asalariados y consumidores pobres).
Vía libre a la que se busca blindar con la creación legislativa de una miríada de organismos autónomos. Decían los neoinstitucionalistas que “los políticos interfieren en el funcionamiento cotidiano de los organismos públicos”, y que para garantizar el “crecimiento” había que “aislar a los organismos de decisión de los grupos de presión para poner las políticas públicas a salvo de los choques populistas”. Que con su autonomía acotarían el poder del Ejecutivo, y que con su “ciudadanización” se completaría la democratización del Estado. En sus consejos “ciudadanizados” están los empresarios de manera directa o con sus intelectuales, que operan por períodos más largos que el Poder Ejecutivo y el Legislativo. Recomendaban, además, que para reducir el “índice de tentación” a la corrupción había que pagar sueldos altos. La autonomía del banco central como bunker de la conducción económica es la primera que se establece en los años noventa, de la larga lista que impulsarán en este siglo. Con el aislamiento de este sistema de autonomías al servicio del capital respecto de las interferencias políticas, la administración de las impugnaciones pasa a la órbita del Poder Judicial, que se convierte en un importante actor político en la confrontación de fuerzas; una función menos espectacular que la de ser factótum de la destitución de presidentes, en la que se concentró la denuncia de la guerra judicial (lawfare) en años recientes, pero que allí está.
Con intenso uso de la institucionalidad se va configurando la neo-oligarquización del Estado, en la que el poder económico ejerce directamente el poder político, usando al Estado como su patrimonio exclusivo (patrimonialismo estatal). ¿Podrían emprenderse transformaciones sin modificar los cometidos y funcionamiento del Estado, sin acceder a las grises y tramposas instituciones para transformarlos?
Nuevo momento, viejos y nuevos desafíos
Los éxitos capitalistas así fraguados multiplican los efectos destructivos de las crisis sobre los sectores populares. La resistencia por la terca sobrevivencia se abre paso por sobre las estrategias de gobernabilidad en el cambio de siglos. Las especificidades sociopolíticas son determinantes en las formas en que ocurre.
En unos países, en la segunda mitad de la década sectores populares se vuelcan en mayor número a votar a la izquierda en lo subnacional. En 1997, Cuauhtémoc Cárdenas es elegido como primer Jefe de Gobierno de la capital nacional mexicana y en 2000 es elegido Andrés Manuel López Obrador. En 1997, el FMLN gana 56 alcaldías, entre ellas la capital, San Salvador. El Partido de los Trabajadores de Brasil gobierna en una decena de importantes ciudades, entre ellas Sao Paulo. El Frente Amplio de Uruguay aumenta el respaldo electoral con el que gobierna la capital, Montevideo (desde 1990 ininterrumpidamente hasta el presente)[7]. En otros países, las intensas movilizaciones producen crisis políticas que llegan a la renuncia de presidentes (Bolivia, Ecuador y Argentina). O a levantamientos de sectores militares (Venezuela), que fracasan en desplazar a las cúpulas neoliberales “por ahora” (Chávez dixit).
Las movilizaciones sociales contra el neoliberalismo crean la fuerza política que encuentra su cauce electoralmente. En unos países respaldando a los partidos de izquierda de más larga existencia, en otros a nuevas alianzas políticas y liderazgos emergentes. El escenario de gobiernos nacionales de izquierda y centroizquierda se vive, desde luego, como una corriente que atraviesa el continente: Venezuela (1999), Brasil (2003), Argentina (2003)[8], Uruguay (2005), Bolivia (2006), Honduras (2006), Ecuador (2007), Nicaragua (2007), Paraguay (2008), El Salvador (2009)[9]. En ese contexto Cuba va logrando salir del terrible Período Especial en tiempos de paz tras la disolución del campo socialista. El cambio geopolítico regional es lo más visible. Todos los gobiernos realizan efectivas mejoras en las condiciones de vida populares.
Pero el devenir de esos procesos está signado por importantes diferencias: en el desarrollo y peso de las organizaciones sociales y de izquierda y sus vasos comunicantes; en sus respectivas relaciones con los gobiernos; en la fuerza con que se cuenta en los parlamentos; la influencia política en las regiones; el grado distinto de destrucción y reestructuración institucional de los Estados que se reciben, por las condiciones previas en la confrontación de fuerzas[10] y por el tiempo transcurrido en la ejecución de la estrategia dominante; las características y los tamaños de las economías entre otras diferencias de escalas. De esas especificidades se puede extraer enseñanzas con valor general. Por las limitaciones de espacio sólo comentaré algunas.
Desde la Comuna de París se decía que no basta con ocupar el Estado, que es necesario transformarlo. Gran entusiasmo provocó en la región que en el primer año de gobierno se convocaran e instalaran Asambleas Constituyentes en Venezuela (1999)[11], Bolivia (2006)[12] y Ecuador (2007)[13]: que el poder constituyente decida, por sobre el poder constituido, refundar los cometidos y fundamentos jurídicos del Estado. Se destacaba la vocación refundacional de los nuevos gobiernos, pero en los análisis regionales no se prestó suficiente atención a que dependió de la correlación de fuerzas político-electorales tanto en el poder constituido que se heredaba, como en el poder constituyente que se creaba. Enseñanza que ayudaría a pensar hoy las circunstancias de la creación en Chile de la Convención Constituyente actualmente en funciones, y de las condiciones en que asumirá en marzo de 2022 el gobierno de la alianza Apruebo Dignidad presidido por Gabriel Boric: electo ampliamente en segunda vuelta contra el candidato de la ultraderecha, pero que no tendrá mayoría parlamentaria por la alta abstención electoral en la primera vuelta. Es necesario contemplar, además, que el soberano originario no se reduce al órgano, sino al ejercicio instituyente permanente de la voluntad mayoritaria; y que ésta no necesariamente está a favor de ciertos cambios, que está en disputa. Asimismo, que la puesta en práctica de la refundación del Estado no descansa sólo en las nuevas constituciones –como se pensaba desde un cierto fetichismo jurídico–, sino en la fuerza social y política que se gana en las confrontaciones con los que se oponen a los cambios.
Un ejemplo de ello fue la movilización social que en 48 horas derrota el golpe de Estado en Venezuela (abril 2002) y rescata a Chávez, que produce un cambio en la relación de fuerzas; con la que el gobierno acelera la legislación por cambios más radicales (como la ley de tierras). La derecha responde con el paro-sabotaje petrolero (diciembre 2002-febrero 2003) que impone severas penurias a la población, que al ser resistido, con la fuerza ganada se aprovecha para acelerar la recuperación del control público sobre la empresa petrolera. La confrontación se intensifica, la derecha busca en 2003 activar el referéndum revocatorio para destituir a Chávez, que se realiza en agosto de 2004: la participación electoral aumenta a 69.92% y 59.1% de los votantes ratifican al presidente. En 2006 es reelegido con 62.84% de los votos (con 56.20% en diciembre de 1998). Esa legitimidad tiene que ver con la capacidad del liderazgo de tener una conexión profunda con su pueblo; pero también con hacer efectivos sus anhelos. Sin embargo, la puesta en práctica de los cambios estaba frenada por la ineficacia y la burocratización en la gestión de gobierno. Lo que había llevado a Chávez a crear en 2003 las Misiones sociales por fuera de los ministerios. Y en 2006 a promover la legislación de creación de los Consejos Comunales, independientes de las alcaldías de municipios, con comisiones presidenciales de vínculo y canalización de recursos; no sólo de carácter deliberativo sino también de decisión y ejecución, su funcionamiento se topó con dificultades similares a las primeras experiencias de descentralización democrática, antes comentadas. Con la lección de que no basta con la voluntad política ni con crear canales institucionales para gestar formas de poder popular en el funcionamiento del Estado; el poder popular, que se hace andando, transita por necesarios cambios culturales que toman tiempo.
Así como no basta con gestiones eficaces y eficientes si se desmovilizan las bases sociales y políticas organizadas, pues se debilita su fuerza para hacer avanzar los cambios y defenderlos, y para disputar permanentemente el sentido común a la derecha, cuya capacidad para recomponerlo y reagruparse no debe ser subestimada.
En esta compleja dialéctica, no abundan (o no han trascendido) análisis de las propias organizaciones sociales sobre su papel en los procesos: ser grupos de presión, o ser actores políticos del proceso de cambio sin perder independencia. Es un dilema complejo en forma y contenido: ser sólo demandantes contra el gobierno; o cómo incidir frente a las inercias y omisiones de su gestión que retrasan el cambio buscado, sin perder de vista las circunstancias y dificultades reales para darles satisfacción en lo inmediato; o bien asumir acríticamente las “razones del gobierno” actuando como su “correa de transmisión”[14]. En tanto que son escasas las reflexiones de las organizaciones sobre su papel para crear la fuerza social que respalde pero empuje a los gobiernos, abundan más los análisis sobre la relación que establecen los gobiernos con las organizaciones sociales cuando las deslegitiman o marginan, enajenándose de movimientos sociales que han luchado por la transformación.
Con todos estos factores en juego, está el problema central de la voluntad o capacidad del gobierno para afectar los objetivos del gran capital y su poder para imponerle cometidos al Estado. La ofensiva desde el sistema en el cambio de siglos para presentar como “alternativas al neoliberalismo” o “posneoliberalismo” la reconfiguración de los mecanismos para asegurar y potenciar sus ganancias, presentadas como un “nuevo desarrollo”, ha influido en grados distintos sobre los gobiernos de izquierda y centroizquierda en estas dos décadas, en sus concepciones y ejecuciones[15]. En este breve espacio sólo me es posible anotar que en la discusión crítica sobre las acciones de los gobiernos en el campo económico, no siempre ha sido claro distinguir entre las decisiones que corresponden a una concepción, y las que se toman por las constricciones que acotan las posibilidades de acción.
Constricciones materiales objetivas al recibir Estados altamente endeudados, que fueron despojados o carecen de condiciones de acumulación originaria propia (que deben ser rescatadas o creadas en duras confrontaciones), que dependen grandemente de la inversión privada para la producción y el empleo –sobre lo que el gran capital ejerce todo tipo de chantajes– y que orillan a tomar decisiones, en ciertas circunstancias, inevitables. Porque hay desafíos inmediatos de los que un gobierno no puede desentenderse pues la gente necesita comer hoy mismo. El asunto clave es si estas limitaciones se asumen resignadamente como el único horizonte posible al que hay que adaptarse (con una postura de pasivo fatalismo estructuralista), o si se busca crear las condiciones materiales y políticas para trascenderlas, construyendo los siguientes peldaños aprovechando las potencialidades de cada coyuntura. La íntima relación entre economía y política es condición necesaria para moverse entre limitaciones y poder reducir los obstáculos a las transformaciones. Incluso para encarar el reto de que cuando se carece de suficiente fuerza propia en algún momento sea necesario hacer negociaciones[16].
En los debates aparece, también, la confusión entre la profundidad del cambio y su ritmo. Cuando éste no es todo lo rápido que se quisiera, se descalifica como “reformismo” (en rigor, el reformismo es una ideología del gradualismo sin conflictos, no obstante que cada paso para ir transformando lo existente exige rupturas). Lo que en debates de izquierda no logra despejarse, lo tienen muy claro los intelectuales sistémicos: cómo alcanzar efectivamente el objetivo cambiando el ritmo y la secuencia de las acciones para sortear obstáculos (táctica de sus “reformas de segunda generación”). Explotando esas confusiones es donde los que se proponen sólo administrar lo existente, pero “mejor”, encuentran el modo de encubrir sus objetivos justificándolos como lo eternamente inevitable.
En un balance de estas dos décadas, es indiscutible que los gobiernos de izquierda y centroizquierda mejoraron las condiciones de vida populares y ampliaron derechos sociales. Pero en algunos casos, esas políticas sociales se hicieron sin buscar reducir el poder del gran capital, o incluso lo fortalecieron. Cierto economicismo impidió advertir que las acciones para mejorar los ingresos de los más pobres no producen espontáneamente conciencia política, y que sectores de ellos han sido captados por la derecha. Ante esa limitación en los cambios, hay quienes llegaron a considerar irrelevante quién ocupe el aparato estatal. Y aparece una nueva forma de “anti-política”, que deja vía libre al avance electoral de la derecha, que vuelve a administrar el gobierno con pasión revanchista para destruir lo poco o mucho conquistado.
Entonces…
Cuando no se contemplan las múltiples dimensiones de la confrontación de fuerzas que se condensan en el Estado definiendo sus contenidos y cometidos, ocurre una paradoja: quienes cuestionan todo vínculo con el Estado por ser éste una imposición “desde arriba”, renuncian a ocupar con efectividad “desde abajo” todos los espacios en esa confrontación, imprescindible para avanzar en proyectos de transformación. No es fácil crear la fuerza social y política para hacerlo efectivo, pero es necesario.Ciudad de México, febrero de 2022
La autora es profesora-investigadora del Departamento de Política y Cultura, Área Problemas de América Latina, Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Xochimilco, México.
[1] He analizado esas reconfiguraciones, los cambios tácticos y discursivos en mi libro El misterio del posneoliberalismo. Tomo II: La estrategia para América Latina, Bogotá, Espacio crítico Ediciones, noviembre 2016.
[2] Hugo Zemelman (Chile); José Eduardo Utzig (Brasil); Álvaro Portillo (Uruguay); Margarita López Maya (Venezuela); Nidia Díaz (El Salvador); Telésforo Nava y Emilio Pradilla (México); Armando Fernández Soriano (Cuba). En Beatriz Stolowicz (Coord.) Gobiernos de izquierda en América Latina. El desafío del cambio. México, UAM Xochimilco/Plaza y Valdés, 1999. Prólogo de Sergio Bagú.
[3] Juan Valdés Paz (Cuba); Edgardo Lander (Venezuela); Julio Turra (Brasil); Antonio Elías (Uruguay); Hugo Moldiz (Bolivia); Germán Rodas (Ecuador); Nidia Díaz (El Salvador); Juan Carlos Vargas (México); Jairo Estrada (Colombia); Carlos Ruiz (Chile). En: Beatriz Stolowicz (Coord.), Gobiernos de izquierda en América Latina. Un balance político, Bogotá, Ediciones Aurora, 2007.
[4] En Colombia, en medio de la guerra, la Unión Patriótica ganó, en 1988, 18 alcaldías municipales; en 1990 ganó 13; en 1994, 24; fueron experiencias de corta duración por el exterminio de sus militantes.
[5] La experiencia de “presupuesto participativo” que más trascendió fue la del gobierno del Partido de los Trabajadores de Brasil en la ciudad de Porto Alegre, capital del estado Rio Grande do Sul. Original en su forma porque combinaba asambleas temáticas (por sectores de actividad) con asambleas territoriales, con un consejo resolutivo que las representaba. Pero decidía sólo sobre el 18 por ciento del presupuesto de la ciudad.
[6] Varios de los análisis que publiqué en esos años sobre lo que denominé la democracia gobernable están reunidos en el libro A contracorriente de la hegemonía conservadora (Bogotá-México, Espacio crítico Ediciones/UAM-X/ Ítaca, 2012), en los que documento la estrategia, los argumentos y la ejecución.
[7] En Colombia, el Bloque Social Alternativo gana la gobernación del departamento del Cauca (2001-2003), encabezada por el indígena guambiano Floro Tunubalá; pese a ser un gobierno reconocido como honesto no proyecta políticamente al BSA. Ya gobernando Álvaro Uribe, en 2004 el Polo Democrático Independiente gana Bogotá, volviendo a ganar en 2007 la capital y la gobernación de Nariño, proyectando al PDI políticamente.
[8] En Argentina, será el gobierno en ejercicio el que, con sus políticas, estimule la participación electoral. Tras el levantamiento popular de diciembre de 2001 bajo la consigna “Que se vayan todos”, que empuja la renuncia del presidente De la Rúa, al que suceden cinco presidentes interinos, en la elección de 2003 Carlos Menem queda en primer lugar con 24.3% y Néstor Kirchner en segundo lugar con 22.24%. Menem se retira de la segunda vuelta y automáticamente accede Kirchner a la presidencia, que ganará apoyo electoral.
[9] En 2006, en México López Obrador gana la elección presidencial pero otro fraude impide que ocupe el gobierno nacional. En 2006 Michelle Bachelet gana la presidencia, pero su gobierno no modifica el rumbo iniciado en 1990 por la Concertación de Partidos por la Democracia que estabilizó el neoliberalismo en Chile.
[10] En 1992 en Uruguay, el movimiento sindical, organizaciones sociales y el Frente Amplio lograron activar y ganar un referéndum que frenó la privatización por ley de las principales empresas del Estado. Aunque debilitadas, el gobierno nacional del Frente Amplio contó con un soporte institucional y económico para realizar cambios. En otros países, para recuperar su función pública hubo duras confrontaciones, no siempre triunfantes.
[11] En Venezuela, por decreto presidencial (modificado por Corte Suprema de Justicia y Consejo Nacional Electoral) Chávez convoca a una consulta (abril 1999) sobre la convocatoria a la Constituyente en la que participa el 38% del electorado, 84% de los votantes aprueban la convocatoria. En la elección de constituyentes (julio 1999) participa el 46.23% del electorado; por un sistema plurinominal de listas nacionales, con el 65.8% de los votos la alianza del Polo Patriótico obtiene 121 escaños de 128 (95 por ciento) y hay tres escaños indígenas más. La constitución es aprobada en referéndum (diciembre de 1999) por 71.78% de los votos, con participación del 44.38% del electorado. Otra mitad no se involucra o hace el vacío.
[12] En Bolivia, donde el voto es obligatorio y combina sistema uninominal y plurinominal que da sobrerrepresentación a la derecha, el Movimiento al Socialismo tiene 55.3% del Congreso. Es éste, el que por ley (marzo 2006) convoca la Asamblea Constituyente; en la elección de constituyentes (julio 2006) con participación de 84%, el MAS obtiene 137 escaños (53.7%). Tras 16 meses de debate, la Asamblea aprueba la nueva constitución por 64% de constituyentes; la derecha realiza acciones violentas acusando de ilegalidad. Por acuerdo en el Congreso, se convoca el referéndum aprobatorio (enero 2009), que la aprueba con 61.43% de votos, con participación de 90.26% del electorado.
[13] El primer día de gobierno (15 de enero de 2007), Correa emite decreto que llama a consulta para Constituyente; en su campaña electoral contra “la partidocracia” no presentó candidatos al parlamento, sólo tiene representación su aliado el Partido Socialista-Frente Amplio. Estalla una prolongada crisis institucional entre la mayoría de derecha del parlamento, que la rechaza, y el Tribunal Supremo Electoral, con destituciones cruzadas. Tras negociaciones, en abril se realiza la consulta, 81.72% de votantes aprueba la constituyente, con participación de 71.58% del electorado. Se eligen constituyentes (septiembre 2007), Alianza PAIS obtiene el 60%; inician sesiones a fines de noviembre, es disuelto el parlamento y la Constituyente asume funciones legislativas. En julio 2008, 94 constituyentes aprueban el texto; el TSE convoca a referéndum (septiembre 2008) en que se aprueba con casi 64% de los votos; la Constitución mandata elección de todos los cargos en abril 2009: Correa es reelegido en primera vuelta con 51.9% de los votos.
[14] El tema sigue sin discutirse adecuadamente. Con clara vocación de que los intereses de los trabajadores estuvieran representados en el gobierno, Salvador Allende nombró al dirigente de la CUT Luis Figueroa como Ministro de Trabajo; años después se reflexionó sobre las dificultades que engendra el “estar de los dos lados del mostrador”. En la región está pendiente una discusión más profunda sobre la experiencia boliviana de definirse como el gobierno de los movimientos sociales hacia el Estado ampliado. Predominó la crítica a convertirlos en correa de transmisión del gobierno, a su desnaturalización; en ello se centró para atribuir a la desafección política popular el menor apoyo electoral y poner en duda que hubo un golpe de Estado en 2019. Quienes así lo plantearon no han podido explicar las movilizaciones masivas en defensa del gobierno y el apoyo de 55.1% de los votos a Luis Arce en 2020.
[15] Remito a mi libro El misterio del posneoliberalismo en el que documenté esas diferentes influencias.
[16] “Saber encontrar en cada ocasión el punto de equilibrio progresista (en el sentido del programa propio) es el arte del político no del justo medio, sino precisamente del político que tiene una línea muy precisa y de gran perspectiva para el futuro”, decía Antonio Gramsci desde la cárcel en 1933. En Cuadernos de la cárcel vol.5, Edición crítica (1975), México, Ediciones Era/Benemérita Universidad de Puebla, 1999 (primera edición en castellano), p.234.