¿SER COMUNISTA DEVINIENDO OTRO?

Hace algo más de diez años que el filósofo francés Alain Badiou reavivó el debate sobre la cuestión del “comunismo”, al proponer la discusión sobre lo que llamó la “hipótesis comunista” y luego, de forma explícitamente platónica, “la idea comunista”. Como un caballero que arroja un guante a la arena, proclamó contra todas las modas, los desánimos, las desilusiones, que el proyecto de una alternativa revolucionaria al capitalismo no había perdido nada de su valor y podía siempre inspirar las luchas. ¡Corre, camarada, el viejo mundo está detrás de ti!

No sólo no tengo nada en contra de esta “hipótesis”, sino que la idea que he sostenido de la entrada en una fase de “capitalismo absoluto” que se caracterizaría tanto por una extrema violencia como por una extrema inestabilidad, llama a alternativas radicales a las cuales el nombre “comunismo” le va mejor que el de “socialismo”. Como muchos de nosotros, sin embargo, soy consciente del hecho de que el uso de estos términos se ha vuelto problemático en razón de dos “catástrofes”, de las que actualmente, no podemos desentendernos, a pesar de la gran diferencia en su significación: la catástrofe de lo que Rita di Leo a propósito de la revolución soviética ha llamado “la experiencia profana”, y la catástrofe ambiental iniciada por el calentamiento global. Tomadas en conjunto, señalan algo así como un “fin de la historia” en el sentido moderno que articuló la idea de progreso con la idea de una “política de masas”, y cuya “forma partido” había propuesto la encarnación más “consciente” y más “organizada”. La pregunta que plantea Badiou se vuelve entonces: ¿en qué medida, bajo qué forma, una nueva explicitación de la “idea comunista” podría ayudarnos a imaginar la política más allá de estas dos “catástrofes”?

En lugar de intentar responder a esta pregunta inmediatamente, quisiera detenerme en las incertidumbres que surgen cuando, como lo propone Badiou, a quien sigo de buena gana en este punto, nos decidimos a definir (o redefinir) el comunismo esencialmente como una “subjetividad”. Esto vuelve a hacer del comunismo esencialmente un problema de articulación de la política y la ética. Pero la cuestión está doblemente determinada. Por una parte, implica una reciprocidad con la política, que podría esquematizarse en la figura del “quiasma”, porque los compromisos éticos de una práctica comunista están determinados por el proyecto de “cambiar el mundo”, lo que quiere decir transformar las relaciones sociales dominantes de forma revolucionaria; pero inversamente, este objetivo político, que va de la mano con las estrategias y programas institucionales, no tiene otro sentido profundo que el de lograr “cambiar la vida”. Lo que equivale a imaginar el surgimiento de un “hombre nuevo” o un nuevo tipo de humanidad. Una idea de la que algún día deberíamos tener tiempo de hacer la genealogía completa, desde sus orígenes mesiánicos y gnósticos hasta sus bifurcaciones dentro de la filosofía moderna, entre el “superhombre” nietzscheano y el “hombre total” marxiano… Por otra parte, –segunda determinación fundamental– “ética” y “política” constituyen, sin embargo, dos tipos muy diferentes de discurso, o, para decirlo en la terminología de Jean-François Lyotard, se expresan mediante regímenes de “frases” heterogéneas. La frase ética es fundamentalmente enunciada en primera persona: es necesario decir “yo” o decir “nosotros” para expresar compromisos, pero también para denotar la reflexividad del sujeto, su capacidad de decidir y su encuentro con las decisiones de otros. La frase política, sin duda, emplea también el “nosotros” cuando quiere identificar un colectivo: pueblo, nación, clase o partido, para convertirlo en agente de una transformación o en objeto de una constitución. Pero este “nosotros” no es el correlato de un “yo”, sino que tiende más bien a proyectarse hacia el exterior en oposición a “ellos”, es decir un otro designado como adversario. Pero los dos regímenes de frases no pueden separarsecompletamente uno de otro, por causa de la relación quiasmática existente entre la ética y la política. Sería un ejercicio apasionante, desde este punto de vista, releer un texto como el Manifiesto Comunista de Marx y Engels para ubicar los lugares donde el “Ellos” de la tercera persona se desliza de la identificación de una clase o de un tipo social (“los burgueses”, “los proletarios”) a la constitución performativa de una fuerza o de un sujeto que recubre de hecho un “nosotros” (“nosotros los comunistas, hacemos de la abolición de la propiedad privada la llave de la emancipación de la sociedad de todas las formas de explotación”). Y ese “nosotros” tiene por sujeto de enunciación latente una multiplicidad de “yoes” no identificados como personas jurídicas, sino como “voces” unidas en la enunciación misma. Sin embargo, la forma en la cual el sujeto revolucionario se identifica colectivamente como “partido” contribuye también a borrar la dimensión ética del “sujeto”, al vincularlo más bien a la figura especulativa de un “sujeto-objeto de la historia”, como dirá Lukacs  –cuyas diferentes subjetividades vividas no son sino el material humano. Serán necesarias las catástrofes que evoqué hace un momento, en particular la catástrofe de las revoluciones “fallidas” o más bien “convertidas en su contrario”, para que las implicaciones subjetivas del comunismo tomen la forma de dilemas éticos referentes a responsabilidades, opciones entre varias “líneas”, orientaciones y “desviaciones”, que ya no pueden ser ignoradas ni reprimidas.

Esto debe llevarnos a intentar una genealogía crítica de los usos del nombre “comunismo” que sea capaz de articular sus “tiempos” sucesivos, o más bien concurrentes. La consecuencia de los desarrollos que se produjeron en el siglo XX ha sido crear una formación discursiva compleja, cuyas consecuencias aún experimentamos. Incluso si la idea comunista no ha sido jamás reducible a su interpretación marxista, el hecho es que el “nombre” de comunismo no puede disociarse del discurso de Marx. Le es necesario entonces, ser el objeto de una adopción o de un rechazo que se construya con Marx o contra Marx, a menos que exista una tercera vía oblicua, que sería la de la transformación de Marx, partiendo de los “puntos de herejía” existentes en su pensamiento, incluso de una inversión de sus proposiciones en su contrario. La inversión forma siempre parte de las posibilidades abiertas por los pensamientos fuertes. Pero todas estas limitaciones y posibilidades están sobredeterminadas por el hecho de que las ideas y formulaciones marxianas han sido puestas en marcha -incluso a costa de distorsiones e incomprensiones fundamentales- en la historia de las revoluciones que desembocaron en “transiciones a la inversa” (Rita di Leo), no del capitalismo al socialismo, sino del socialismo al capitalismo y al nacionalismo. Trágica “astucia de la razón”. Sin embargo, una consecuencia muy remarcable de esta tragedia ha sido la completa rehabilitación y el retorno en el discurso emancipatorio, por parte de los militantes de hoy, de las utopías comunistas llamadas “premarxistas” o “precientíficas”. Un buen ejemplo nos es proporcionado por la manera en la que el discurso contemporáneo de la defensa o de la restauración de los “comunes” puede alimentarse a la vez de anticipaciones futuristas a propósito de la economía del conocimiento y de una resurrección de la temática del usus pauper [uso parco y moderado de los bienes] franciscano o de la resistencia a los enclosures [cercamientos] que habían marcado la fase denominada por Marx “acumulación primitiva” del capital. Otra consecuencia: la tendencia a invertir la idea “ortodoxa” de la “transición” que debería llevar del capitalismo al socialismo y, de ahí, al surgimiento de una “sociedad comunista” apoyada en sus propios cimientos. Los marxistas o posmarxistas (entre los que me incluyo) piensan hoy que “comunismo” no nombra una sociedad, sino un movimiento, más precisamente un devenir otro del cambio y del devenir él mismo, que marca una interrupción o una bifurcación del movimiento de la historia. En otros términos, hay muchas “insurrecciones comunistas”, fuera de las cuales ninguna transformación social radical que cuestione la lógica del sistema es impensable. Pero no hay una “ley tendencial”. Si reintroducimos entonces la vieja categoría de “socialismo”, como hice al final de una obra titulada Historia interminable, ya no diremos que el socialismo prepara el advenimiento del comunismo en el futuro, sino que, en el presenteel comunismo bajo múltiples formas constituye la condición de posibilidad “subjetiva” de una política socialista. Volvemos aquí a la articulación de la ética y la política, porque una “insurrección” es siempre el efecto combinado de factores objetivos que corresponden a las contradicciones y los conflictos entre fuerzas sociales, y a capacidades subjetivas que inspiran deseos y esfuerzos individuales y colectivos de “cambiar el mundo” y de “cambiar la vida”. El comunismo en este sentido es un conatus, no un modo de producción o un modelo social.

Pido perdón por estos largos preliminares. Lo necesitaba para explicar el hecho de que ahora, una vez más, procederé a la exégesis esquemática de algunos lugares comunes de la teoría marxista. Lo que busco identificar son “núcleos” de pensamiento que, en Marx, incluyen una referencia a la idea de que la transformación de las relaciones sociales implica y presupone algo así como una “transformación de la naturaleza humana”. Nuestra experiencia actual, si bien justifica una tendencia o incluso una esperanza fundamental alojada en el corazón del comunismo de Marx, nos exige, sin embargo, reconocer los límites del pensamiento dialéctico marxiano. Esos límites no corresponden simplemente a insuficiencias o lagunas que podrían eliminarse completando la teoría. Sino que se refieren a verdaderas antinomias, provenientes en particular del hecho de que Marx estaba mucho más atento a los elementos de unidadidentidad y homogeneidad que a los elementos de alteridadmultiplicidad y heterogeneidad que caracterizan las figuras capitalistas de explotación y alienación para las cuales él proponía la crítica. Esto no es ajeno al hecho de que él estaba ligado a una figura que llamaré “comunitaria” del comunismo, imaginada como un retorno a la comunidad por oposición a las formas extremas de individualismo que el capitalismo engendra. De ahí la necesidad, si queremos poner en juego a “Marx contra Marx”, de ir tras el aspecto “comunitario” del comunismo de Marx y sus discípulos, y deconstruirlo radicalmente. Esta es una de las significaciones fundamentales que atribuyo a la expresión “devenir otro”.

Encontramos ciertamente en Marx varias “cuasi-definiciones” del comunismo, algunas de las cuales son más sistemáticas que otras: particularmente aquella que el Manifiesto Comunista intentó a la vez concentrar en unas pocas consignas y desplegar a escala de una interpretación de la historia universal. Combina tres “componentes”, que son como los círculos de un “nudo borromeo”, donde cada componente “tiene” o “mantiene” juntos a los otros dos. Estos son, en primer lugar, la abolición de la propiedad privada de los medios de producción; en segundo lugar, el carácter internacional de las luchas por el comunismo, emanadas del hecho de que el proletariado es una clase “universal”, libre de nacionalidad y de nacionalismo; finalmente, en tercer lugar, el carácter “no político” de los objetivos comunistas, provenientes del hecho de que la “asociación” (término tomado de los fourieristas y los saint-simonianos) se opone al Estado, incluso bajo sus formas liberales y democráticas , que implican siempre una división entre “gobernantes” y “gobernados”. Estos tres componentes son tan decisivos unos como otros: tan pronto como falte uno de ellos, ya no tendremos que ver con el “comunismo”. En el texto de Marx (coescrito con Engels), esto se traduce sin embargo en una secuencia de argumentos bastante compleja, que hacen emerger disimetrías y que la “mundialización real” del capitalismo no ha cesado de complicar y profundizar desde entonces. La célebre fórmula de “la expropiación de los expropiadores”, que sirvió a Marx para situar los análisis de la “ley de acumulación” y de la “ley de población” lanzados por la crítica de la economía política en el horizonte escatológico trazado por el Manifiesto, constituye tanto el síntoma como la sublimación de las contradicciones resultantes. Me tomaré la libertad de saltarme aquí la larga discusión que debería emprenderse sobre este punto para volver a la alteridad y a la relación que tiene con los límites de la tradición comunista dominante.

A mi modo de ver, no se trata únicamente de reflexionar sobre la coherencia interna de los conceptos, sino también de sacar las consecuencias de la comparación entre la idea que los marxistas se han hecho de las contradicciones del capitalismo de las que resultaría la “necesidad” del comunismo, y las características de un capitalismo reorganizadodespués de las revoluciones socialistas y las reformas del estado de bienestar, así como tras el desmantelamiento de los imperios coloniales. He llamado “capitalismo absoluto” a ese capitalismo postsocialista y postcolonial -una expresión de la que no soy el único usuario. Esta transformación histórica impone reconocer la existencia de tres puntos ciegos, que son también tres elementos de heterogeneidad que han sido reprimidos en la teoría de Marx, y por tanto en su imaginario político: primero, la cuestión de la reproducción de la vida, y en consecuencia la del “trabajo reproductivo” como condición material de la producción ella misma; luego la de la diferencia étnica, y por tanto de raza, como dimensión estructural del capital, que sobredetermina y deforma el antagonismo de clase; finalmente la cuestión de las diferencias antropológicas en general, que introduce una tensión en el seno de todo discurso emancipatorio fundado sobre valores universalistas. El reconocimiento de estos puntos no es de ayer, por el contrario, nunca han dejado de ser debatidos en los movimientos militantes y en el discurso crítico, pero lo que quisiera mostrar aquí esquemáticamente es que podemos articularlos con cada uno de los tres componentes de la definición marxiana de comunismo, lo que conlleva que puedan también servir para metamorfosearse en su “contrario”.

¿Por qué querer articular la cuestión de la reproducción de la vida y de la explotación del “trabajo” femenino con la de la abolición de la propiedad privada? No solamente porque las críticas feministas del marxismo han argumentado durante mucho tiempo que una segunda forma de explotación “patriarcal” operaba en la vida familiar y notablemente en la de los obreros mismos, para que la “fuerza de trabajo” pueda volverse una “mercancía” ofrecida e intercambiada en el mercado como la “propiedad privada” de los trabajadores masculinos, demostración en lo sucesivo irrefutable. Sino porque toda apropiación en las condiciones del capitalismo es al mismo tiempo una expropiación. Ahora bien, es claro que esto va más allá de las propiedades del trabajador y de las capacidades de la clase obrera, pero incluye y de hecho presupone la expropiación de las capacidades reproductivas de las mujeres, es decir de sus cuerpos y de sus afectos. Algo que podríamos llamar no la “propiedad de uno mismo”, sino la “propiedad del otro”. Pero también es claro que el levantamiento del velo de ignorancia que cubre esta expropiación ha hecho surgir una contradicción en el corazón mismo del concepto de “clase” anticapitalista o “proletariado”. No se trata de “fracciones” de clase con “intereses” eventualmente opuestos, o cuya oposición deba ser superada, sino del hecho de que la clase como tal es afectada por un género, esto pone en entredicho su “universalidad”. Es verdad que se puede también asistir a tentativas de transferir esta universalidad al género mismo, que ha aparecido como el reverso de la clase, el proletariado del proletariado.

¿Por qué, entonces, querer articular la cuestión del racismo y las discriminaciones etnoculturales con la del internacionalismo? Parece evidente. El racismo es hoy el obstáculo número uno que se opone a la solidaridad internacional de los trabajadores, impidiendo la constitución de una sola fuerza anticapitalista. Pero el problema no es sólo identificar y combatir un obstáculo, es entender qué nuevo tipo de internacionalismo debe nacer para superarlo. He sugerido en otro lugar dar un rodeo aquí a través de la “ley de población” del capital y sus transformaciones históricas. El colonialismo y el imperialismo instituyeron y sistematizaron la antítesis de dos “fuerzas de trabajo”: una “libre”, en el sentido de los derechos de la persona, la otra “constreñida” bajo diferentes modalidades (incluida la esclavitud), que durante siglos han formado poblaciones separadas, distribuidas entre el “centro” y la “periferia” de la economía-mundo. El capitalismo postcolonial no abolió esta dualidad, sino que modifica considerablemente su distribución, haciendo venir a las poblaciones racializadas a territorios de los que antes estaban excluidas y creando una sobrepoblación flotante de migrantes y refugiados. Un nuevo internacionalismo debe transformar a estos “errantes” en actores políticos, saliendo de la pura condición de víctimas para encontrar las modalidades de “alianza” con otros explotados cuya historia es opuesta a la suya. El multiculturalismo y la igualdad de razas en el seno de la especie humana deben, por tanto, transformarse en un componente integral del comunismo, que por esta razón es también un nuevo cosmopolitismo. Aquí es cada grupo -la “clase”, la “raza”- que debe devenir en otro.

¿Y por qué, finalmente, articular la cuestión de las diferencias antropológicas en general con la de la democracia radical o asociativa? Siempre uso el término “diferencia antropológica” en un sentido genérico. Cuando intenté proponer una cartografía de ella, inmediatamente articulé esta cuestión con la de la ciudadanía y lo que podría llamarse su universalidad “intensiva”, es decir, su oposición a las exclusiones internas de la comunidad política. Evidentemente los señalamientos que acabo de hacer a propósito del “trabajo reproductivo” y de la construcción demográfica de la “raza” van en un sentido un poco diferente. Pero podemos reducir la distancia. La diferencia de sexos construida socialmente como “género”, la diferencia étnica y cultural construida como “raza” están entre las principales diferencias antropológicas que he visto, pero hay otras, ninguna de las cuales obedece exactamente a la misma lógica: la diferencia entre “manuales” e “intelectuales”, la diferencia de personalidades “normales” y “patológicas”, la diferencia de “edades” infantil o escolar, adulta o profesional, senil o dependiente… La familiaridad proviene de que tales diferencias tienen una función discriminatoria que siempre resulta profundamente contradictoria: se imponen de manera normativa, incluso coercitiva, aunque sea de hecho imposible procurar definiciones de las mismas que autoricen una repartición “equitativa” o “natural” a ambos lados de una frontera, al menos sin vacilaciones, superposiciones, disconformidades, violencias. Esto quiere decir que “la especie humana” no puede ser considerada ni como un conjunto homogéneo ni como una yuxtaposición de tipos “particulares”, distinguidos por una atribución o sustracción de caracteres. Las situaciones de doble vínculo así mantenidas son cada vez más visibles en el campo político, porque las reivindicaciones de emancipación no pueden ellas mismas surgir ni de la neutralización de las diferencias ni de su transformación en identidades de esencia. El marxismo está muy mal preparado para enfrentar este problema, porque su crítica “comunista” al universalismo “abstracto” no tiene como contraparte más que un ideal de recuperación de la “totalidad” de las potencialidades humanas, que elude la cuestión ético-política de la alteridad y el “gobierno” de las diferencias.

Tratemos pues, en conclusión, de ir más allá del horizonte de una relectura crítica de la construcción marxiana de la idea comunista, para hacer justicia a la alteridad y sobre todo para incorporar el devenir otro: devenir un “otro”, incluso devenir “el otro”. Combinaré dos consideraciones. La primera se refiere a la idea de que el comunismo no es en realidad una descripción de la “sociedad futura”, sino una “agencia” colectiva que pretende transformar a sus propios agentes al mismo tiempo que al mundo o las condiciones que lo constituyen. Esto es perfectamente compatible con la frase célebre contenida en La ideología alemana de 1845: “El comunismo no es ni un estado que deba ser creado, ni un ideal sobre el cual la realidad deba ajustarse. Llamamos comunismo al movimiento que suprime (aufhebt) el estado de cosas existente”, a condición de interpretar la categoría de Aufhebung en términos “subjetivos-objetivos”, como una unidad de contrarios, y como un problema en lugar de una descripción. La ilustración más concreta de esto hoy estaría dada sin duda por la consideración del problema ecológico desde un punto de vista “comunista”. No hay duda de que la catástrofe ambiental generará nuevas formas de vida muy opuestas entre sí, y en consecuencia creará “hombres” nuevos. Pero tampoco cabe duda de que las bifurcaciones a las cuales dará lugar dependerán de los modos de vida que estamos en vías de adoptar, es decir, el otro género de hombres que estamos en vías de devenir. Esto tiene por correlato el hecho de que, si los comunistas en el mundo de hoy no son una “mayoría”, tampoco son, sin embargo, una vanguardia. Serían más bien, sobre todo los “mediadores que desaparecen” de una mutación en curso, de la transformación de una época en otra. De ahí una segunda proposición: el comunismo, aunque sea inseparable de solidaridades colectivas, no es sin embargo un proceso de unificación de los movimientos de emancipación en un sentido institucional o ideológico. Digamos con Deleuze que el comunismo existe bajo la forma de una síntesis disyuntiva. O con Judith Butler, en la forma de una “alianza” de movimientos heterogéneos que se penetran o se “afectan” entre sí, y en consecuencia no permanecen unos con otros sin cambios, pero no son subsumidos bajo una “hegemonía” única. Tal propuesta nos lleva a volver a cuestionar la articulación de la idea de comunismo con los esquemas de devenir comunitario o “devenir común”. La comunidad que los comunistas quieren, o más bien que están construyendo por una agencia que los transforma a ellos mismos, sólo puede ser una “comunidad paradójica”, construida sobre el esquema de la unidad de los contrarios. La fórmula que se había puesto en circulación en el debate de los años 80 lanzada por Jean-Luc Nancy a partir de su lectura de Blanchot: “comunidad sin comunidad”, da un buen impulso al debate pero queda atrapada en las aporías del “pensamiento negativo” . Inversamente, la de Jacques Rancière: “una comunidad de vida que es también una comunidad de lucha”, corre el riesgo de resucitar el imaginario de la fusión o del “entre sí mismos” de las experiencias de la época romántica. Salvo que se trate de hacerla funcionar al revés, de modo que los dos objetivos inmanentes (la “vida”, la “lucha”) abarquen siempre tanto la igualdadcomo la diferencia, o la heterogeneidad, ninguna de las cuales puede en realidad ser restituida bajo la ley de lo mismo.

Que todo esto tiene implicaciones tanto éticas como políticas, o nos remite a su articulación quiasmática, me parece que lo confirma una fórmula que utiliza Judith Butler en su libro Notes Towards a Performative Theory of Assembly, cuando discute las implicaciones del encuentro (coming together) de cuerpos y movimientos heterogéneos que reivindican su libertad y su derecho a vivir vidas dignas en público: “I am myself an alliance” “Yo misma soy una alianza”. Encuentro esto sorprendente no solamente porque es una manera de poner en primer plano la agencia subjetiva, el sujeto de la enunciación que no puede permanecer en la forma de una impersonalidad genérica: es necesario que alguien (alguna…) aquí se haga oir, interrumpiendo las frases del discurso institucional. Pero también porque resulta en una manera de repensar el ser en común en términos de relaciones con otros que afectan al yoal sí mismo. Dando al mismo tiempo su sentido a la idea de devenir el otro. Tal sería la ética de la inseguridad o del malestar identitario que, en el comunismo, va unida a la solidaridad.Pero la inseguridad no marca menos el lado político. Cuando fui a participar, en 2011, en la tercera de las conferencias internacionales sobre “la idea del comunismo” inspiradas en la hipótesis de Alain Badiou, planteé la pregunta: “¿Qué hacen los comunistas?”, y creí necesario responder: “desorganizan los movimientos políticos”. Reconozco que es una fórmula cuya interpretación puede prestarse a contrasentidos. No quise decir que los comunistas están tratando de derrotar a estos movimientos privándolos de la capacidad de organizarse en el tiempo. Los movimientos de emancipación que atacan las estructuras de dominación del Leviatán capitalista y se presentan ante su poder como un contrapoder tienen evidentemente necesidad de organizarse. Pero los comunistas practican la unidad de los contrarios. Mientras buscan la “convergencia de las luchas”, trabajan contra la institución de barreras que separan simbólicamente los movimientos de resistencia y las identidades colectivas forjadas en el curso de una lucha determinada. Se esfuerzan, pues, por hacer de las diferencias y de la alteridad el lugar de elaboración de un “hombre nuevo” o de un nuevo sujeto (que muchas veces no es un “hombre” sino una mujer…).

Conferencia (inédita) impartida en inglés en la Universidad de Berkeley en 2019 bajo el título “Being a Communist, Becoming Other”. Adaptada para el coloquio “Centre partout, circonférence nulle part. L’amour courageux des révolutions” [Centro en todas partes, circunferencia en ninguna. El amor valiente de las revoluciones]. Coloquio internacional de filosofía de la Semana de América Latina y los Caribes, miércoles 25 de mayo de 2022. Maison de l’Amérique Latine, Paris. Traducción del francés de Haydeé García Bravo y Silvana Rabinovich.