Hace treinta años la clase política en México adoptó como ideología un pensamiento unidimensional, según el cual la única posible salida a la crisis que enfrentaba el modelo de sustitución de importaciones era el economicismo neoliberal. Este último proyecto —que es la expresión intelectual de los intereses del capital financiero internacional— tuvo sus primeras expresiones en el gobierno de Miguel de la Madrid con la venta y privatización de cientos de empresas estatales consideradas no estratégicas. A partir de 1988 el gobierno de Salinas de Gortari profundizó los postulados de esta “nueva” política gubernamental y la robusteció en la práctica a partir de significativas y radicales reformas a la Constitución (la del art. 27, para abrir el mercado de la tierra fue emblemática), a la legislación secundaria (ley de aguas, ley de minas, ley de inversión extranjera, etc.) y con la firma de tratados de libre comercio.
Desde ese periodo —y hasta la fecha— todos los gobiernos subsecuentes han avanzado por la misma ruta abriendo nuevos nichos para el libre mercado, la especulación y la acumulación de capital. Durante el gobierno de Zedillo se modificó el artículo 28 constitucional para permitir la participación del sector privado en la comunicación satelital y los ferrocarriles y se instrumentaron argucias legales para que empresas transnacionales de energía eléctrica comenzaran a producirla a pesar de las disposiciones constitucionales en contra. Vicente Fox buscó —sin lograrlo— privatizar la educación superior e inició una paulatina privatización del sector salud que fue retomada por su sucesor. Bajo esa dinámica es que Felipe Calderón modificó la Ley del ISSSTE —afectando gravemente los derechos de los trabajadores del Estado— y entre muchas otras transformaciones normativas (108 reformas constitucionales), rompió el candado legal establecido en la Ley de Bioseguridad que impedía la entrada de las multinacionales de las semillas; con ello allanó el camino para que hoy estén a un paso de apropiarse del maíz a través de los transgénicos. Aún así, ninguno de los anteriores gobiernos se compara con el actual, el cual en dos años ya ha modificado en 21 ocasiones la Constitución para impulsar 11 reformas estructurales a través de las cuales se flexibilizó el mercado laboral, se abrió el mercado de los hidrocarburos, el de la electricidad, el de las telecomunicaciones y en el momento en el que se escribe este texto, están a punto de legalizarse distintas vías para privatizar el agua.
Visto lo anterior, es difícil identificar algún otro país en el que hayan irrumpido con tanta beligerancia poderes constituyentes capaces de trastocar de forma tan radical el orden constitucional y legal. Lo anterior resulta tan avasallante que no puede seguir siendo explicado y legitimado desde el campo del derecho público como un conjunto de reformas constitucionales impulsadas para adecuar el marco legal a las transformaciones sociales. Es necesario que esa cantidad desorbitada de modificaciones sea denunciada como un proceso violento de ruptura constitucional, de matriz oligárquica, que implica una quiebra total de la Constitución de 1917, cuyos objetivos estratégicos son instalar la primacía de lo privado sobre lo público, sustituir la noción de bien común por el de competencia y sobreponer los intereses del capital sobre los presupuestos del Estado social. Se trata de una ruptura constitucional desde arriba, escasamente democrática, impulsada por poderes fácticos que puede calificarse como un proceso deconstituyente para la acumulación. A todo esto se suma el contexto de violencia extrema que se extiende por todo el país como producto del crecimiento de los mercados de la droga (cuya expansión no puede separase de la contracción estatal), así como de la respuesta militarizada que está dando lugar en muchos sitios a un estado de excepción no declarado. En muchas localidades las fuerzas policiacas y militares, en contubernio con el narcotráfico y el paramilitarismo, operan como freno a las resistencias de los diversos movimientos sociales que luchan contra el despojo de sus bienes comunes y por su hacer libertario. Sin embargo, la violencia como parte estructural del sistema también se expresa en los feminicidios que hoy siguen ocurriendo no sólo en Ciudad Juárez sino en el Estado de México, Querétaro y otras regiones del país, o bien en esos 53.3 millones de mexicanos y mexicanas que se encuentran en situación de pobreza por precariedad laboral, informalidad o desempleo que les obliga a migrar de manera forzada por razones socioeconómicas.
Ante este panorama y en plena coyuntura electoral, las izquierdas en México se debaten entre varias propuestas: el boicot electoral, el llamado a no votar (voto nulo) o el llamado a votar de manera consciente. De esos tres planteamientos derivan consecuencias distintas que conviene apuntar. El primero implica que se lleven a cabo estrategias de lucha discursiva o de acción directa para que no se celebren elecciones, lo que exige una fuerza social organizada capaz que generar en un corto plazo acciones colectivas coordinadas difíciles de implementar. Por lo que se refiere a la propuesta del no voto (o voto nulo) es importante recordar que el diseño electoral en México permite que lleguen al gobierno, o a los espacios de representación, aquellos candidatos que obtengan la mayoría así sea con un solo voto de diferencia. En este sentido, con el voto duro de los partidos dominantes y en turno podrían salir elegidos todos sus candidatos sin la menor resistencia. El tercer escenario es el del voto consciente, es decir, no dejar el campo de lucha electoral a pesar de la crisis que atraviesa el sistema representativo basado en partidos políticos, lo que supone otorgar un cheque en blanco, sin controles populares, a quienes han venido demostrando cada vez mayor lealtad a los poderes privados, legales e ilegales.
Frente a todo este contexto incierto, caracterizado por la violencia así como a la pérdida de legitimidad de los espacios institucionales de la política, que evidencian la crisis institucional mexicana, ha surgido otra opción, de más largo aliento, planteada desde articulaciones populares. Se trata de la convocatoria a un proceso constituyente desde abajo, capaz de contrarrestar la ofensiva neoliberal, la violencia estructural y que a la vez sirva como faro para orientar los esfuerzos de transformación institucional que requieren las mayorías desposeídas en el país.
Tomando en cuenta todo lo anterior y recuperando las críticas de quienes consideran que para lanzar una iniciativa de constituyente desde abajo primero es necesario acumular la fuerza social suficiente para garantizar el éxito de dicho proceso, parece conveniente introducir en el debate algunos elementos conceptuales que contribuyan a avanzar en la discusión. Es así que las nociones de proceso constituyente material y formal pueden arrojar alguna luz sobre el problema. En ese sentido, conviene decir que una cosa es pretender refundar o reconstituir una comunidad política, transformando las relaciones sociales, políticas, económicas e incluso culturales que existen entre los poderes fácticos, y otra distinta (aunque conectada con la anterior) es elaborar un documento escrito, denominado Constitución, que sirva como base legal para estructurar, a través del derecho, la organización y distribución del poder en una comunidad. Si bien son cosas distintas, no están del todo separadas y se relacionan de forma compleja. Es verdad que para poder asentar una nueva Constitución escrita capaz de reconocer los derechos de las mayorías excluidas, establecer los mecanismos para hacerlos efectivos y a la vez reconfigurar “la sala de máquinas” para lograr la transformación de las relaciones de poder existentes, es necesario contar con una determinada fuerza social que se articule como un contrapoder popular. Sin embargo, no conviene tirar por la borda los argumentos de quienes consideran que la convocatoria a un proceso formal constituyente, podría forzar la apertura de una gran discusión nacional a través de la cual sería posible escuchar las voces y demandas continuamente acalladas por los poderes instituidos y fácticos, constituyendo un componente que contribuya de forma importante a reunir la fuerza social necesaria para modificar la correlación entre sectores.
No debe pasarse por alto que el largo proceso deconstituyente desde arriba que se ha ido imponiendo durante los últimos treinta años se ha ido traduciendo para las mayorías en una larga cadena de agravios que es insostenible en el largo plazo. Además, si bien es cierto que no se ha logrado una articulación política robusta y con dirección desde abajo, existe en el país una potencia democratizadora latente que si bien se expresa de forma caótica, es permanente y va en ascenso a través de una variedad enorme de movimientos y luchas locales que cada día adquieren mayor protagonismo. Frente a las lógicas restrictivas de la representación partidista, escasamente democráticas, que se encuentran ante una crisis de legitimidad, la convocatoria a un proceso constituyente desde abajo podría convertirse en una vía que potencie la expresión del principio democrático en un sentido más profundo y más robusto. No por nada, la teoría constitucional contemporánea se ha encargado de obviar las discusiones sobre poder constituyente intentado decretar su muerte como si se tratara de un fin de la historia en el campo de la discusión constitucional.
El reto de este proceso es conjuntar las fuerzas sociales, de manera plural, horizontal en tanto democrática, desde la diversidad pero con la mira en algunos de los puntos comunes que padecemos: la insatisfacción de las necesidades, el despojo de la vida en tanto sobrevivencia, y las nulas formas de participación en la toma de decisiones de la política. Partir del principio de que somos diferentes es importante, pero nuclearnos ante la crisis para generar el cambio es vital, dejando de lado las parcialidades egocéntricas y las luchas fragmentarias para asumir el objetivo común de construir otro país para todos y todas.
Por último, conviene destacar que un proceso constituyente en el marco actual de una realidad como la mexicana, es conveniente tener en cuenta dos vertientes de contenido para incluir en el diálogo. En primer lugar un componente defensivo que consiste en generar todos los mecanismos para contrarrestar los procesos de privatización, mercantilización y precarización de la vida a la que el modelo neoliberal nos ha conducido, anteponiendo frenos a todos los tipos de violencia física, económica y estructural. En segundo lugar un componente prospectivo, capaz de abrir perspectivas de futuro, para construir el nuevo marco constitucional que permita priorizar la vida digna de todas las personas, con respeto y plena garantía de todos los derechos humanos y con igualdad dentro de la diversidad. Lo anterior debe ser acompañado con la protección legal y constitucional de otras formas de establecer relaciones socioeconómicas desde lo común y lo cooperativo para lograr una distribución equitativa de la riqueza. Y esto último tampoco puede separarse da la apertura a nuevos espacios de participación a partir de los cuales la política se ejerza de manera directa o representativa con mandatos controlados popularmente, por elección directa y secreta, desde lo comunitario asambleario, con cargos temporales, de funcionamiento colegiado y con mecanismos de control como la rendición de cuentas periódicas, la revocación de mandatos y el establecimiento de poderes negativos con capacidad de vetar las decisiones en determinados niveles y contenidos. Estos principios deberían abarcar todas las esferas de la acción de lo público.
Si miramos alrededor y recordamos todos los procesos a los que estamos siendo sometidos por los poderes oligárquicos: la normalización de la violencia, la subsistencia por la precariedad de la vida, la inercia y la ignorancia política mediante una cultura del quehacer público mediatizado y minusvalorado, y a ello sumamos las divisiones que separan a las fuerzas progresistas así como la dificultad que supone una articulación política local y nacional, el proceso constituyente parecería una utopía, el lugar inalcanzable. Sin embargo, se trata de un reto que no depende de las teorías, ni tiene por qué estar anclado a la historia reciente de algunos países de América Latina —aunque ésta ayude—. El proceso depende de la construcción colectiva que seamos capaces de generar, y debería ser el buen lugar, no hacia dónde ir, sino desde el cual refundar, aunque las condiciones reales sean tan adversas. Queda en las manos de los que resistimos y nos oponemos a tanto desagravio.