El golpe de Estado en Bolivia planteó interrogantes. ¿Cómo la derecha pudo emprender acciones tan violentas y antidemocráticas? ¿Cuáles fueron los límites y debilidades del gobierno progresista de Evo Morales que le permitieron aprovecharse a los sectores conservadores? ¿Cómo pueden las izquierdas progresistas disputarle el poder, el gobierno y el Estado al neoliberalismo y las nuevas formas de neofascismo? Álvaro García Linera pretende dar algunas respuestas breves, pero potentes en su último libro La política como disputa de las esperanzas. A lo largo de estos breves ensayos reflexivos, García Linera nos recuerda la importancia de militar a la vez que teorizamos en torno a acontecimientos actuales en la realidad política global. Esta obra refleja el compromiso del pensamiento crítico con la producción de nuevos paradigmas que supongan mejores escenarios futuros para quienes más sufren las negatividades del sistema neoliberal que enfrentamos.
A la vez que escribe, el autor se enfrenta a la realidad política de Bolivia y el sur global, comprendiendo cabalmente los nuevos retos en el escenario político para las izquierdas no sólo latinoamericanas, sino con un horizonte colectivo que represente globalmente una esperanza para las sociedades más pobres y necesitadas. Al haber formado parte de estructuras políticas en períodos de transformación, el boliviano visibiliza con ejemplos concretos que las estructuras neoliberales solo pueden caer por la acción organizada de los pueblos e invita a la ciudadanía y principalmente a las generaciones jóvenes a participar de estos procesos de transformación, a formar nuevas generaciones de actores políticos que entiendan el quehacer político como una acción colectiva en beneficio de la comunidad, teniendo como fundamento la justicia e igualdad social.
Tras la experiencia de los actos motivados por el odio que sufrió cuando en 2019 se vio obligado a renunciar al cargo de vicepresidente y abandonar su país, García Linera apuesta en estas reflexiones a la construcción desde la esperanza, el amor a la vida y la voluntad de vivir bien de la comunidad. Las implicaciones de la decisión tomada entonces, y de lo que como consecuencia propone, son fundamentales para comprender su pensamiento: la asunción de un cargo o toma de poder no puede priorizarse ante la vida de la comunidad, como lo ejemplificó la dimisión de Evo Morales. Es decir, la política sirve para hacer vivir, mantener con vida y satisfacer las necesidades de la comunidad. Hay entre estas líneas una nueva manera de entender al Estado que se opone al crimen neoliberal.
Lo sucedido en Bolivia demostró que el liberalismo tiene una cara más cínica. Cuando el margen de acción del Estado y las subjetividades neoliberales llegan a su límite y las contradicciones del sistema se evidencian de modo inevitable, el odio por la Otredad se manifiesta: para las derechas latinoamericanas que ven las promesas del neoliberalismo frustradas, ese Otro pobre que era motivo de caridad se convierte en amenaza. El autor evidencia que en la práctica los privilegios se reservan para un sector poblacional y, frente al colapso de un orden mundial y modo de vida insostenibles, al pobre se le declara como enemigo. Así ha sido en Bolivia y en otros países de América Latina donde el péndulo político pasó a la derecha, pero afortunadamente está volviendo a la izquierda.
La primera oleada progresista, acontecida entre 2000 y 2015, logró posicionar 70 millones de personas pobres en la clase media; produjo una revolución material de las condiciones. Pero como todo proceso, a partir del 2015 llegó a su agotamiento. En este escenario, la derecha ha demostrado que puede recuperar el poder no sólo por vías policíaco-militares, sino también por golpes de Estado judicial o por medio de agresiones mediáticas. Despliega estrategias más sutiles, ocupa las calles y moviliza narrativas de odio, a la par que capitaliza las debilidades de los progresismos, producto de la separación entre organizaciones sociales populares y las élites de los gobiernos.
En la región la derecha ahora expresa resentimiento contra los pobres, migrantes y tiene melancolía por los viejos tiempos de gloria, cuando no había una mínima justicia e igualdad, aunque son incapaces de brindar un proyecto a largo plazo. Las circunstancias cambiaron: las crisis ambiental, médica y económica urgen nuevas reformas y no resulta claro quién puede presentar un proyecto a la altura del reto. García Linera diagnostica nuestro tiempo como un tiempo liminal, un tiempo suspendido. Al ser imposible prever imaginariamente el futuro y, por consecuencia, mantenerse en la incertidumbre, el tiempo se ha detenido.
Llama la atención que el pensador boliviano apenas detecte ese tiempo liminal, a pesar de que de él ya habían hablado otros autores un par de décadas antes. Las reflexiones del ex vicepresidente de Bolivia recuerdan a los análisis hechos por el historiador François Hartog o el filósofo Hans Ulrich Gumbrecht sobre la experiencia temporal moderna desde la caída del Muro de Berlín. A partir de ese momento se instauró un régimen de historicidad presentista, entendido como un presente omnipresente, a partir del cual pasado y futuro son contemplados y ya ninguno puede ser reservorio de esperanzas; las experiencias sólo son transmisibles o imaginadas como mercancías, culpas o catástrofes. Sin embargo, la reciente toma de consciencia del tiempo liminal, por parte del pensador boliviano, adquiere sentido si pensamos que durante los gobiernos progresistas el tiempo no permanecía suspendido, pues había condiciones para imaginar y construir utopías, a contrapelo del relato del fin de la historia en los países centro y semiperiféricos. No obstante, al llegar a su agotamiento se vieron incapacitados para seguir peleándole el tiempo al neoliberalismo.
Pero con el regreso de las izquierdas progresistas, en medio de este tiempo liminal, hay una “lucha de nuevas ideas-fuerza” (p. 65), entre las derechas que se comprenden a sí misma en una cruzada contra los indianistas, populistas y comunistas, y el progresismo en el que confluyen estos. Ambos sectores por medio de esas ideas-fuerza tratan de destrabar el tiempo; se disputan el futuro. La responsabilidad histórica de la izquierda progresista radica en hacerse de las banderas de la esperanza porque ―y aquí radica lo más importante de las reflexiones del marxista boliviano― “la política es, en esencia, la conducción de las esperanzas colectivas y el Estado, como síntesis jerarquizada de la sociedad, es el monopolio de estas esperanzas […]. Por eso, quien monopoliza o administra los anhelos colectivos, deviene poder de Estado” (p. 66).
De manera sucinta, García Linera arroja un dardo muy potente: lo político es esperanza y la política sería la forma en que se guía y canaliza lo que emana de esa dimensión ontológica; en otras palabras, ya no sólo el antagonismo o el consenso, sino también la esperanza y la utopía son condiciones de posibilidad de toda política. En sintonía con esta reflexión, concibe al Estado no como monopolio de la violencia, en su tradicional definición weberiana, sino como monopolio de las esperanzas. Por eso, administrar, disputar e impulsar las esperanzas sería lo determinante para hacerse gobierno, poder y Estado (p. 88). En este sentido, la tarea del líder social, el dirigente político y el intelectual radica en separar los contenidos esperanzadores de aquellas formas que limitan su potencial explosivo o lo deforma -como sucede en las formas de la derecha- con la intención de articularla con los sectores populares y sus movilizaciones, pues sólo así podrá la izquierda construir hegemonía y hacerse con el aparato del Estado.
Para que la derecha no regrese al poder, la izquierda no puede renunciar a la batalla de ideas, imaginaciones, ideologías y acciones prácticas, y nosotros diríamos que tampoco a las utopías y a disputar el tiempo, el futuro, pues ahí reside el núcleo de lo político. De ahí la importancia de las reformas de segunda generación, pues ellas serían creaciones colectivas capaces de vacunar contra la desesperanza y la parálisis. Así, no serían meramente productos gubernamentales, sino que estarían enraizadas en la sociedad, resultado de sus movilizaciones y reflexiones. El progresismo debe impulsar la reforma tributaria sustantiva, repatriación de fortunas en paraísos fiscales, nacionalización selectiva de grandes empresas, transición energética con industrialización, democratización del nuevo ciclo de alza de los precios de las materias primas, impulso a la economía digital diversificada, reducción de la pobreza y las desigualdades y democratización de la gran propiedad. Los proyectos políticos, las reformas de segunda generación dirigidas al bienestar social, mientras sean cultivadas en el núcleo plebeyo de la sociedad, podrán derrotar a la derecha, pero tienen que ser capaces de generar expectativas en el tiempo liminal.
Recordando a quienes desde la academia se dedican a pensar las izquierdas, así como a quienes militan y ponen el cuerpo en las luchas y movimientos sociales, el ex vicepresidente boliviano retoma al espacio público como el lugar de la acción ostensible de política progresista, de izquierda y revolucionaria. A partir de esta concepción y modo de acción políticos, nos propone comprender los tiempos de incertidumbre como pura apertura. Se trata de una línea política clara, de izquierda, factible y abierta a nuevas posibilidades de desarrollarse, vislumbrando en su horizonte aquello que durante la primera ola de progresismos latinoamericanos de izquierda se planteó más no fue suficiente para hacer frente a los nuevos retos que se presentan. A juicio de García Linera, se avecina una década de construcción de un horizonte, “estamos en pleno laboratorio de la historia” (p. 90). Para definir un horizonte de largo plazo, la izquierda requiere articular más expectativas, administrar la esperanza y construir utopías.
García Linera, Álvaro, La política como disputa de las esperanzas, CLACSO, Buenos Aires, 2022.