RECORDANDO A MARGARITA

Este 30 de marzo se cumplen 100 años del nacimiento de la poeta Margarita Paz Paredes, y casi un semestre del fallecimiento de su hija Yamilé, también poeta. Así que la celebración del aniversario de mi madre es también un año de duelo por la partida de mi hermana. Espero que en otra dimensión, en alguna constelación del universo de la poesía, ellas vuelvan a encontrarse.

Margarita nació en 1922, con el nombre de Margarita de la Luz, en San Felipe Torres Mochas, estado de Guanajuato.

Nací en San Felipe Torres Mochas– escribió ella en una breve autobiografía-. Dicen que hace mucho tiempo las torres de la parroquia se quedaron a medio construir por falta de dinero. Claro que yo las conocí ya completitas; pero desde entonces los sanfelipenses no aceptan para el pueblo otro nombre que San Felipe “Torres Mochas”. Allí cursé la primaria en una escuelita de monjas. Allí supe que por el puente del Río Cocinero, que atravesaba a diario para ir al colegio, se aparecía “La Llorona”, como a las seis de la tarde. Y de verdad, juro que muchas veces oí su llanto amargo y terrible, por sus hijos perdidos. Allí también empecé a soñar y amar la poesía.

Margarita empezó a escribir cuando apenas era una adolescente, su primer libro titulado Sonaja, se publicó en 1942, y el último Memorias de hospital y Presagio, salió a la luz en 1983, tres años después de su partida final.

A lo largo de su vida publicó 30 libros de versos y tres antologías donde reunió los poemas que más le gustaban, con el título de Litoral del tiempo; los dos primeros Litorales fueron publicados por el gobierno de Guanajuato y de Campeche en 1978, el tercero en la Colección de Lecturas Mexicanas de la SEP en 1986. Ya en el nuevo milenio, en 2006, el Instituto Estatal de Cultura de Guanajuato editó una cuarta antología, y en 2022, se publicó una quinta reedición de ésta, quizá festejando este aniversario.

De su prolífica trayectoria poética, ella misma escribió:

Mis 30 libros de versos son como un itinerario sorpresivo en la búsqueda de la poesía, la más huidiza de las maravillas. Sigo empeñada en seguir tras sus huellas luminosas, durante el resto del tiempo que me permita vislumbrarla.

En un retrato que le hicimos sus hijas e hijo como despedida y homenaje, decíamos que nació con el extraño don de encontrar la belleza y la armonía, trasvasarlas a la palabra escrita y comunicarlas a los demás. El don de la poesía. Y es que los poetas no son ni mejores ni peores que los demás seres humanos, simplemente hacen poesía.

El poeta -decía ella- es un ser igual que los demás pero que lleva una lumbre ardiente en su corazón… De la poesía sólo sabemos que es tan antigua como la historia, que es la primera señal o comunicación con el alma del mundo, con el espíritu del ser humano… Enriquece a todos, y siembra de misterio y maravilla la cotidiana realidad de la vida.

En todo lo demás -escribimos- los poetas son como nosotras, nosotros. Aunque tienen una característica peculiar. Nosotros desaparecemos para ‘encontrar una mañana quieta nuestra barca amarrada a otra ribera’, en el sentido en que entendemos la muerte como una falta de continuidad en la presencia cotidiana. En cambio ellas, ellos, poetas, carecen de esa virtud. No tienen más remedio que continuar entre nosotros y más allá de nosotras. Se quedan para siempre entre quienes están y entre quienes vendrán mañana. Por eso Margarita, hace algunos poemas escribió: “no moriremos nunca”.

***

Ella vivió una infancia feliz en paisajes rurales que fueron constante fuente de su inspiración poética, a pesar de que desde los once años salió de su pueblo rumbo a la ciudad de México con sus padres y sus seis hermanos.

De San Felipe -escribe Margarita- todavía recuerdo sus huertas, sus pájaros, su tierra. Toda esta naturaleza, entre fértil y árida, me habla con sus voces. Aquí, en estas callejuelas, en estos vericuetos de la montaña, pasé mi niñez. Era la época en que yo no sabía distinguir lo que era sueño y lo que era vigilia. La realidad se confundía con los fantasmas y las hadas que creaba mi imaginación.

Así como algunos empiezan a vivir cuando llegan a la edad de la razón, yo empecé a escribir a la edad del sentimiento. Al principio hacía yo versos que no pasaban de mi cabeza y de mi voz. Estos primeros pasos de la poesía se hacen como entre sueños; hasta que un día, nadie sabe cómo, ni una misma, los empezamos a escribir. Creo que mis primeros versos los publiqué cuando era ya adolescente como de doce o trece años.

Margarita vivió en una provincia velardiana de pan bendito, ‘donde las niñas se asoman por la reja, con la blusa corrida hasta la oreja y la falda bajada hasta el huesito’. Su padre fue Alberto Andrés Camacho Garduño: “ojos azules, alma inocente –evoca Margarita– caballero de la bondad” y su madre Josefina Longina Nicandra Catarina de la Soledad Baquedano, “fina madona, en cuya alma romántica y armoniosa –decía– bebí el agua clara de la poesía y me envolvió el aire misterioso de los sueños”. Ella le escribía y le hablaba en poesía, por ser la única hija mujer, y bajo el seudónimo de Violeta publicaba sus versos en un libelo del pueblo. Buscando entre sus papeles encontré una foto de mi abuela y un verso dedicado a su amado, mi abuelo:

Oh como surges lleno de galas
dulce recuerdo del día nupcial
cual mariposa de lindas alas
mágico heraldo primaveral
En esa forma tan caprichosa
vuela hacia el alma del que amo yo
y liba en ella como en la rosa
el suave néctar del casto amor.

Cuando Margarita se fue de San Felipe siendo una niña, escribiría poco después con la emoción de quién viaja hacia nuevos horizontes:

Nunca fui tan feliz como esa tarde
‘Empaca tus muñecas y tus cuentos
(con su voz musical dijo mi madre)
Que mañana nos vamos para México….

Y recordaría esa tarde, a su entrañable amiga Celia Cerrillo, mirándola partir, con la mano al viento de los adioses, clavada en el ayer…

Tembló su voz como paloma herida
y sus pupilas rientes y expresivas
se velaron de llanto
en el silencio de la despedida.

Ya el tren en fuga, yo miré su mano
agitarse en la noche
como una luminosa serpentina,
y fulgurar sus lágrimas
como extraños relámpagos
sobre el claro cristal de mi alegría.

La emoción de partir, no borró nunca el pueblo de su infancia. San Felipe quedaría para siempre en su palabra. En su libro Voz de la tierra (1946) Margarita escribió:

Tierra blanca del alma:
a los diez años te amé por tus duraznos,
por tus nopales frutecidos, por tu argentina música
y por tus lluvias de granizo.

O en el verso Canto de amanecida, del mismo libro:

¡Pueblo mío San Felipe!
Quiero cantarte con mi voz primera
la de canario implume
que en ti encontró el alpiste y la lechuga
quiero extraer del fondo de mi alma
la párvula canción de mis diez años
y el espejo del alba
que retuvo la imagen de tus prados.

Y también evoca su terruño en algunas estrofas del poema Los aguadores:

¡Ay¡ pueblo, pueblo mío.
Desde lunes a sábado
mi amor era muy tibio.
todos los días la escuela y el rosario.
Pero te amaba tanto los domingos…
aguamiel y duraznos
y un rumor de almidón en los vestidos,
y sobre todo,
me hacían tan feliz los aguadores
llenando hasta los bordes
la humilde fuente de mi casa.

Ya en México, por decisión de sus padres ingresó a la Escuela Comercial Lerdo de Tejada en 1930, donde estudió taquigrafía y mecanografía en pleno centro de la ciudad. Cuando años después fue reportera para El Popular y El Nacional, se le admiró no tanto por su talento periodístico, sino por su velocidad de taquígrafa, no se le escapaba ni un suspiro de sus entrevistados.

En esa época la párvula Margarita iba a la escuela custodiada por sus hermanos, que como buenos chaperones no la dejaban ni a sol ni a sombra, aunque a veces ella se escapaba con las amigas y alguno que otro novio platónico. Entonces le propinaron un apodo: ‘la pequeña Zancarúz’, que en italiano calabrés significa ‘charco’, refiriéndose a alguien de piernas largas que brinca fácilmente los charcos. A partir de ese momento y durante el resto de su vida, en su entorno cercano y familiar se le llamaría cariñosamente Zancarúz.

A los 15 años Margarita conoció al poeta hondureño Rafael Paz Paredes, que por aquella época estudiaba Derecho en la UNAM. Un año después, al terminar la carrera, pidió la mano de mi madre, pero los abuelos se negaron pues como cuenta mi hermana Sylvia “él era un ateo de hueso colorado, con pedigrí, es decir desde cinco o seis generaciones anteriores. En cambio ellos eran fanáticos religiosos, don Alberto Camacho nada menos que cristero y Caballero de Colón”. Así las cosas, Rafael aceptó ser catequizado por Doña Josefina, y el día de su boda con Margarita, en octubre de 1935, entró por vez primera a una iglesia, se hincó, se confesó, se persignó, fue bautizado, confirmado e hizo la primera comunión, como Dios manda. El amor pudo más que el ateísmo.

Me casé muy joven-escribe Margarita- aún no cumplía los 16 años… De mi esposo Rafael, recibí además de amor, un gran incentivo para escribir y publicar mis primeros libros… y adopté el nombre de Margarita Paz Paredes porque me pareció eufónico y literario… Tuvimos cuatro hijos: Sigfrido, Yamilé, Sylvia y Lorena.

La joven pareja vivió durante un tiempo en México, y por temporadas en el puerto de Tela, Honduras, pero también viajaron a otros países de Centroamérica, Sudamérica y Europa.

Muchos años después, Margarita se casó con el maestro y escritor yucateco Ermilo Abreu Gómez, “con quién compartí las experiencias de la madurez –diría ella- la comunicación literaria y el cariño más sereno, hasta su muerte en julio de 1971.”

Margarita tuvo una relación literaria muy intensa con poetas y escritores de la época, como Nicolás Guillén, Pablo Neruda y Pedro Garfias, y cultivó amistades entrañables con escritores como Efraín Huerta, que además era su paisano, igual que Manuel Fernández ‘el loco’, con Manuel González Flores, Otto Raúl González, Juan de la Cabada, Juan Rulfo, Rubén Salazar Mallén, Roberto Oropeza, Miguel Guardia, Elías Nandino, entre los más cercanos. Y se abrió paso en el mundo de las letras y del periodismo rompiendo paradigmas femeninos, junto a poetas de la talla de Concha Urquiza, Pita Amor, Margarita Michelena, Rosario Castellanos, Carmen Alardín, Carmen de la Fuente, entre otras valientes.

Margarita como nosotras, luchó largamente por el pan de cada día para él y ella en días gozosos de pareja, para sus hijas e hijo en días difíciles de soledad. Fue reportera en los diarios El Popular y El Nacional, correctora y editora para los Talleres Gráficos de la Nación, secretaria y archivista para el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME). Muy joven estudió periodismo en la Universidad Obrera ‘Vicente Lombardo Toledano’, y tiempo después Letras Españolas en la UNAM. Fue maestra de literatura en la Escuela Normal Superior de México y en la Universidad de Toluca.

***

La poesía de Margarita evoca siempre el amor a la tierra, a los paisajes agrestes y rurales, tiene el sabor de la añoranza provinciana; predomina quizá la lírica amorosa e intimista y los temas del encuentro gozoso, el desamor, la soledad, el desasosiego y la muerte.

En su libro Voz de la tierra (1946), el amor se invoca con metáforas de campo como en el verso Vienes desde la tierra:

¡Así definitivo, así te quiero!
No azul como el crepúsculo
ni errante como el viento…
¡Así definitivo, así te quiero!
Esencial como el agua,
flexible y múltiple, como la espiga,
moreno y duro como la corteza,
hondo y atormentado como el surco,
sediento, amargo, eterno,
universal, como la tierra.
¡Así definitivo, así te quiero!

Y muchos de sus versos son de intenso compromiso social. Margarita dio su palabra poética a los pueblos, amó la justicia, y en forma especial en que las poetas pueden hacerlo cantó a la inmortalidad de los guías de pueblos y a los líderes de luchas justas como Rubén Jaramillo, Genaro Vázquez, el Che Guevara, el Presidente de América Salvador Allende, y al movimiento estudiantil de 1968, sin ningún temor, sin ninguna concesión a los órdenes establecidos y a la injusticia convertida en Estado triunfante.

Mi poesía social -escribió Margarita- responde a las angustias que he sentido, especialmente en relación a los grandes problemas de México. Me siento solidaria, modestamente solidaria, con los dolores del pueblo mexicano… Siempre he creído que la belleza de la poesía comienza donde principia su responsabilidad humana.

Uno de los poemas más conocidos, difundidos, mudados en poesía coral durante los años 70s del pasado milenio por el grupo Mascarones, y recitados en los homenajes al líder campesino, fue el de Muerte y Resurrección de Jaramillo:

¡Ay, Rubén Jaramillo, padre de las espigas
prometidas al hombre,
no ha de lavar el llanto tu sangre sin reposo
ni han de tañer campanas por tu muerte imposible;
porque hay palomas rojas y sedientas
bebiendo a sorbos ácidos el manantial del pecho
que abrió el sórdido crimen sobre la tierra seca!

O el verso de Los Aguadores, que abrió una conciencia social marcando la poesía del medio siglo XX:

Veinte viajes para llenar mi fuente,
veinte centavos al aguador,
veinte veces bajo el sol inclemente
su silueta de Adán crucificado,
el agua y el sudor…
Hermano, compañero aguador:
perdona mi alegría de diez años,
perdona la fuente de mi casa,
tan profunda y tan amplia,
perdona los domingos
en que eras para mí la mejor fiesta,
con tu calzón almidonado,
y tu rostro impasible,
sin sonrisa y sin llanto.

San Felipe me duele -escribió más tarde- y me seguirá doliendo hasta que yo pueda sentir que las voces de mi infancia, los paisajes de mis días de niña, dejen de estar empapados de lágrimas.

Antes del sombrío 22 de mayo cuando falleció, Margarita escribió el último de sus versos: 

Presagio (diciembre 1979)

¿En dónde estás, poesía?
Sola, a mitad de la noche yo te invoco.
Antes que muera
deja caer en mi silencio
una brizna sonora de tu salterio mágico,
porque será el encuentro
de todo lo anhelado;
el amor y el prodigio,
la Esperanza y el sueño,
y en las manos heladas de la muerte
un incendiado trigo de alegría.

El día que Margarita decidió abandonarnos, –escribimos sus hijas y su hijo– que como simple ser humano ella nos dejó una vida cargada de amorosos recuerdos. Como poeta se quedó para siempre entre nosotras, como madre nos dejó con un beso, una caricia y “se llevó la primavera al cielo”.

Este 2022 que celebramos el centenario de Margarita, es también tiempo de dolor y duelo por la pérdida de mi hermana Yamilé. Tratando de abrir una ventana para que se alcanzaran las dos poetas, encontré un verso que la joven Margarita -quizá a sus 18 años- le escribió a la niña Yamilé; y otro de ésta, desolador, evocándola después de su muerte. Un diálogo entre madre e hija que hoy rompe dimensiones temporales. La joven hablando a la niña, y la mujer en plenitud poética, llamando a su madre ausente.

A Yamilé

Niña del aire, porque el aire es canto
Donde el eco del mundo se transforma
Y no sabremos nunca si es campana
O vuelo alucinado de gaviotas.

Niña del fuego, porque el fuego se nombra
Cálida y encendida en el espíritu
Donde el rencor olvida sus espinas
Y amanece en amor purificado

Niña del agua, porque el agua es rosa
En los labios sedientos y en el sueño
Donde el dolor se nutre y la poesía
Hincha sus velas hacia el mar abierto.

Nocturno del 22 de mayo (Yamilé)

Cavada por la pena
con los ojos truncados
escarbo
en un túnel absurdo tus palabras
Busco ciega
mi origen
de cántaro en la niebla
tu ternura de sal
lamiéndome la arena de la infancia
para que me rescates
de este espejo nocturno
y solitario
en el que lentamente
mi imagen se desangra.

Cierro el futuro
y lloro
Abro el pasado a tientas
y te llamo Margarita de la luz
disuelve
con tu risa labriega
mi noche cataclísmica
consumir
como hoguera implacable
mi lenta pesadilla
Acúname en tu pecho
de tierra alucinada
Siembra en mi piel
simientes prodigiosas
Alimenta con tu canto frutal
mi raíz desolada
Tiende andamios de amor
para que alcance
el Litoral del Alba.