LA REFORMA POLÍTICA Y LA PROFUNDIZACIÓN DE LA DEMOCRACIA

La oleada popular-ciudadana que se hizo presente en 2018 dejó fuera de sitio las formas de ejercer el gobierno y la autoridad que el país vive desde la década de 1980. Con ello, el régimen político heredado se encuentra en estado crítico, a punto de fenecer. Lo que está en crisis, para decirlo con precisión, es la forma neoliberal de la democratización y cuyo mayor triunfo fue el régimen político de la “transición”. Ante esto, sus defensores proponen un deformado relato de esta épica democrática a través de los principales medios de comunicación, columnas de opinión y otros espacios universitarios. Lo que omiten los medios y estos opinadores es que esta forma de “transición” se fundó en un ataque a la politización de la ciudadanía por medio de movimientos sociales, el fomento expansivo de una clase política que desmanteló las formas de protección del Estado para con la sociedad, y creó un régimen de exclusión sostenido por el poder del dinero. Ello dejó un cuadro general de una sociedad atomizada y un Estado precarizado en sus funciones. 

Los defensores de esta democracia neoliberal quieren  la preservación irrestricta del Instituto Nacional Electoral, asumen que este organismo es el resultado de la participación de clases medias que obligaron a acuerdos entre las élites. (Ejemplo es el texto de Rolando Cordera el 11 de septiembre de este año en La Jornada). El día de hoy, despojados de los soportes que le daban sentido, nos encontramos ante la posibilidad de avanzar hacia un nuevo régimen político. La reforma política que se ha planteado desde la presidencia, más allá las múltiples dificultades de su realización en el mediano plazo, coloca los focos en elementos centrales de la vida política, siendo quizá el principal 

Pero ¿cuál es el régimen de la “transición” que hoy está derrumbándose estrepitosamente? Es aquel acuerdo político que aprovechó el descontento de la sociedad, avanzó en el acuerdo de élites que controlaban la gestión del poder y el cual, en lugar de abrir el espacio para la actividad de las mayorías de la sociedad se encerró en la discusión de la “ingeniería institucional”. Nacieron con esto dos de sus componentes esenciales: altos recursos públicos para separar a la clase política del contacto con los ciudadanos, y una alianza con los medios masivos de comunicación, conformándose un gobierno mediático de la vida pública. Se gestarón paralelamente los órganos autónomos que socavaron la capacidad del Estado bajo el mandato de que los especialistas y técnicos garantizarían la democracia. El actual INE es sólo el más visible de los resultados de dicho acuerdo político, pero de ninguna manera el único. Dicho acuerdo incluyó cuantiosos recursos, el monopolio del reparto de las asignaciones de dirección y una larga lista de cuadros “técnicos”, al servicio de sus intereses y en contubernio con las élites de los partidos. Aunque onerosa, esta burocracia electoral no despejó las dudas en las elecciones de 2006 y permitió la manipulación de voto en 2012. 

Así, un gran desorden de esa forma de gobernabilidad se instaló cuando el intento bi-partidista y fue sacado del poder en 2018. PRI y PAN sufrieron una estrepitosa derrota. De este modo, aunque el PRI sufriera una una transformación abrupta en su fachada, no detuvo su acelerado desgajamiento; el PAN en cambio mantiene una base fiel que ronda entre el 15 y 20 % del electorado. El añadido del PRD a la alianza opositora, muestra que en la aritmética política los números no cuentan igual y aun sumando una sigla más, no se hizo sino disminuir su capacidad de atracción a la sociedad. La descomposición del régimen de partidos es clara y se ha venido profundizando con las elecciones intermedias y sus secuelas, conformándose una oposición capitaneada por empresarios y ya no por supuestos políticos. No sorprende que en 2022 asistimos a una de las primeras propuestas de reforma política como el acto de un gobierno que avanza y no como un recurso para negociar. 

La reforma política ha comenzado a ser discutida por sectores intelectuales, pero el ruido mediático respecto a otros temas ha impedido una reflexión más amplia de su contenido y efectos. Sin embargo, las disertaciones sobre ella han dejado mucho que desear. Recientemente la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y el INE impulsaron un foro reflexivo con más de 10 ponencias dentro del marco de la Cátedra “Francisco I. Madero”. Más que un debate, fue un intento orquestado por demeritar la propuesta. Al escuchar el cúmulo de presentaciones resalta el tono de aquello que Albert O. Hirschman denominó, en su análisis del pensamiento reaccionario, como la retórica del riesgo y que consiste en negar u obstaculizar las transformaciones en nombre del cuidado de lo ya ganado. Una buena parte de los participantes de la Cátedra Madero, mayoritariamente profesores universitarios y funcionarios, advirtieron que la reforma electoral (sintomático es que se nieguen a llamarle reforma política) era un “riesgo para la democracia”. Bajo los ya repetidos argumentos de la “no politización” del acto electoral o la preminencia de la perspectiva exclusivamente “técnica”. Amparados en un apoliticismo ingenuo, no hacen sino reafirmar una posición política cuyo contenido es la oposición a llevar la política hacia las ciudadanías.

Por tanto, hay que insistir en las novedades y posibilidades que ofrece la proposición de reforma. Una primera es que esta reforma no viene de las organizaciones de la oposición, sino del Ejecutivo Federal que pudo triunfar al captar la demanda ciudadana de una mayor presencia en la vida pública y de barrer con sus trabas, lo cual denota ya un intento de modificar las condiciones y formas de la lucha política hacia adelante. Aunque se denomina reforma electoral, es, con amplitud, una reforma política, pues afecta las formas de distribución del poder y del ejercicio del mismo. 

Los críticos de la reforma, en la ya señalada Cátedra Madero, sólo colocaron énfasis en lo técnico: la propuesta de reducir el aparato burocrático mediante la eliminación de las instancias estatales que comparten actividades con el actual INE, la reducción del número de representantes por cámaras y la disminución del financiamiento a partidos. Estos elementos son importantes, pues, efectivamente, los institutos locales reciben un importante presupuesto, duplicando las funciones del INE. A su vez, reducir el número de representantes se propone en función de la disminución del gasto y es una de las medidas que generan más consenso ante la población. En cambio, la disminución del financiamiento a partidos limitado a épocas electorales representa un problema más complejo, pues afecta a los propios grupos al mando de quien está la posibilidad de avanzar en dicha reforma.

Sin embargo, para discutir la reforma y entender su dimensión propiamente política habría que fijar el mirador en una serie de elementos fundamentales. En primer lugar, esta reforma apuesta por romper el vicioso vínculo entre Estado y partidos que se dio a partir del INE como el fiscalizador,  el intruso que metía sus manos en la vida de las organizaciones. Este es un cambio favorable para acabar con estos remedos de partidos de Estado heredados por la “transición” y abre la puerta a una discusión más importante de la vida democrática de las organizaciones y el papel de sus militantes. El segundo punto clave –y uno de los que genera más rechazo por los defensores del INE– es llevar a votación a las y los aspirantes a la dirección del órgano especializado en la organización de elecciones y consultas. Los críticos rechazan esto, pues acusan que la vida de la institución electoral se “partidizará”, ¡cuando el actual modelo es un fruto de cuotas entre los partidos dominantes! 

Sin embargo, el punto medular se encuentra en la propuesta de la elaboración de listas y la eliminación del principio de mayoría relativa, es decir, que las y los representantes populares no sean elegidos en un formato que los vincule al territorio. Esto despeja uno de los grandes problemas del proceso de democratización: el uso de recursos, dinero y otras formas de presión sobre los votantes de determinados espacios territoriales. La propuesta busca vetar, también, la aparición de intermediarios que se anclen en ciertos espacios. Este es un punto medular, que contribuiría a destrabar un sistema de representación en manos de poderes territoriales, empresariales, de economía criminal y aspira a romper, finalmente, el clientelismo. Una lectura distinta de este elemento de desaparición de la mayoría relativa apunta a que, al ser todos los congresistas electos por un sistema proporcional, se logrará una mejor representación del conjunto de la población, pero, para ello, debería avanzarse a otro tipo de modelo político, como fue la aspiración de la izquierda socialista de presionar en favor del parlamentarismo.Como sea, desatender este hecho expuesto en la reforma y las implicaciones políticas y organizativas –como lo hacen los integrantes universitarios de la Cátedra Madero, sólo mirando los pesos y centavos que se dejarán de recibir– es tapar con el dedo el punto medular y la clave de la forma actual de las relaciones de poder. La reforma política propuesta por el presidente puede ser un punto de inicio –insistimos, a pesar de la dificultad inmediata de su realización y de puntos o detalles que pueden mejorarse o ampliarse– para una democratización que barra, de una vez, con el poder del dinero (y de los poderes de facto) sobre el votante.