La lucha feminista en América Latina ha sumado victorias sin precedentes en los últimos años, entre las que destaca la despenalización del aborto a nivel federal o local en diversos países del continente. Esto tiene un significado mayúsculo porque representa la conquista de una mayor autodeterminación y democracia para las mujeres latinoamericanas, y especialmente para sus sectores populares.
No obstante, algo que ha fragmentado severamente al movimiento es el debate en torno a la prostitución y los derechos de las trabajadoras sexuales[1], que en términos de estrategia suele reducirse a la discusión regulacionismo vs abolicionismo. Lejos estamos de llegar a los mismos consensos en el tema del trabajo sexual que hemos logrado alcanzar con el aborto. Y aunque ambas cuestiones se vinculan con la sexualidad y la lucha por la autodeterminación de nuestros cuerpos, para muchos sectores del feminismo las trabajadoras sexuales no tienen derecho a decir “mi cuerpo es mío, yo decido”. Más aún: algunas feministas, especialmente algunas ramas de las denominadas “abolicionistas”, consideran a las trabajadoras sexuales unas “proxenetas” (Galindo y Sánchez, 2007). Suman así, como señala Paula Sánchez, una capa más a la estigmatización de estas trabajadoras, ya de por sí consideras unas “viciosas, pecadoras, delincuentes o víctimas” (2019), lo que ocasiona su marginación sistemática de espacios de lucha.
Frente a ello, putas feministas como las organizadas en la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina[2](AMMAR) responden: “Somos putas. Putas por elección” (Morcillo y Felitti, 2017). ¿Y por qué no podrían serlo?
El abolicionismo tiene sin duda muchas vertientes. Existen, incluso, quienes ya se denominan “abolicionistas disidentes”[3], sea lo que sea que eso signifique. Pero una vena común que parece unir a todas estas posturas, también emparentadas con el “prohibicionismo”, es que su análisis de las relaciones entre hombres y mujeres parte de dicotomías como la de libertad/cautiverio (Lagarde, 2005) que conducen a un callejón sin salida. Desde enfoques como éste, generalmente de cuño estructuralista o psicoanalítico, la prostitución representa el grado máximo de dominación y “apropiación” sobre los cuerpos de las mujeres. Las trabajadoras sexuales son las más cautivas: aquellas que, aunque consientan tener relaciones sexuales por dinero, en realidad son reiteradamente violadas; esto según la teoría “política” de Lagarde (Lamas, 2016). En el colmo del paroxismo, las trabajadoras sexuales feministas son, así, consideradas víctimas y victimarias: violadas y proxenetas. Todo al mismo tiempo.
Tal reduccionismo es inaceptable, pues deja de lado la agencia de las mujeres y hace parecer a las muchas formas de subordinación que vivimos como un destino fatal (y eso por más que estas teorías aseguren distanciarse del esencialismo). No sorprende que su única salida, como la de muchas feministas y sectores ultras de izquierda que suscriben este tipo de análisis, sea la abolición del trabajo sexual, pues la cuestión se reduce a “liberar” a los cuerpos de un “cautiverio patriarcal” en las que el “Estado-patriarca” mantiene a las mujeres. Porque, siguiendo a Lagarde, “las mujeres están prisioneras en el Estado” (2005: 157). Cosa que se parece mucho a los análisis chatos de la ultra izquierda sobre el problema del Estado, casi siempre abordado como instrumento o “junta de administración” de la burguesía.
Es curioso. La consigna “mi cuerpo es mío” usada en este sentido no soporta la prueba de la realidad concreta. Se vuelve paradójica pues, ¿acaso la libertad no requeriría renunciar a ese cuerpo que ha interiorizado la represión en lugar de reclamarlo? Lo bueno que Marx no aplicó el mismo criterio con respecto a los trabajadores asalariados, porque entonces habría abogado por la inmolación de los obreros y no por su organización.
Pero si el abolicionismo no es la solución tampoco lo es el regulacionismo. Si bien sus consecuencias no son ni de cerca tan nocivas como el abolicionismo, e incluso puede arrancarle al Estado algunas medidas que logran contener en algún grado la violencia que viven las trabajadoras sexuales, el regulacionismo no es una solución integral. Existe un sector mayoritario, que es el de las trabajadoras migrantes, que siempre queda fuera de los derechos que conquistan estos feminismos. Además, en algunos casos, suelen recrudecer formas de control sobre el cuerpo de las mujeres (volveremos sobre esto). Ello sin contar que, desde las teorías casi siempre liberales de estos sectores del feminismo, las mujeres que lo defienden suelen caer en equívocos lamentables. Por ejemplo, afirmar que no hay dilema ético en el comercio sexual.
Al respecto no diré sino una cosa: y es que no hay que olvidar que toda forma de producción, intercambio o consumo que involucre la forma dinero en el circuito del capital no puede ser, en última instancia, ética, pues conlleva la explotación. No por nada el dinero era para Marx el proxeneta por excelencia[4]. Justo por eso es que para Alexandra Kollontai (1921) no podía existir verdadera igualdad ni solidaridad entre hombres y mujeres en tanto existiera la prostitución. Y claro, aunque las soluciones que propuso la revolucionaria rusa al problema del trabajo sexual hoy resultan insuficientes, por no decir anacrónicas, el núcleo de su idea (la producción de nuevas relaciones ético-políticas entre hombres y mujeres), mantiene su vigencia frente al pragmatismo del regulacionismo.
Por todo lo anterior creo es necesario indagar en las relaciones hombre-mujer[5] desde una perspectiva relacionista del poder. Porque no podemos perder de vista que el problema en torno al trabajo sexual reside en las relaciones sociales de dominación/subordinación y de explotación entre hombres y mujeres que sustentan la existencia de la prostitución como una institución[6], misma que constituye un campo de poder. Un campo de poder que involucra a la sexualidad, al cuerpo, al tiempo y al espacio de las trabajadoras sexuales, pero que también involucra a todas las mujeres, por ser el “estigma de la puta” (Pheterson, 1996) la ideología dominante que consagra y legitima los poderes masculinos en todos esos ámbitos. Un campo, por ello, en disputa.
La prostitución es por ello una institución que no desaparecerá por decreto. Pero que, por su naturaleza en las relaciones de sexo y clase, tampoco podría mantenerse en una sociedad donde el dinero no sea el mediador por excelencia de las relaciones humanas. Así, estamos sin duda ante un problema real y de muy difícil solución. Pero el debate regulacionismo vs abolicionismo jamás otorgará las soluciones que éste reclama.
RELACIONES DE PODER Y TRABAJO SEXUAL
Diez años antes de que Gayle Rubin escribiera su ensayo autocrítico intitulado Reflexionando sobre el sexo (1989), Nicos Poulantzas ya había planteado el carácter político de los cuerpos. En su último libro, Estado, poder y socialismo (en adelante EPS), el teórico greco-francés apuntaba que “[…] el cuerpo no es una simple naturalidad biológica sino una institución política: las relaciones del Estado-poder con el cuerpo son mucho más complicadas y extensas que las de la represión” (2014: 28). El cuerpo, desde esta perspectiva, no es ningún “cautiverio”, sino que es producto de relaciones “complicadas y extensas” de dominación/subordinación que son elaboradas, inculcadas y reproducidas por el Estado (Poulantzas, 2014). Sin embargo, el Estado desde la teoría relacionista del poder, no puede ser abordado como un “Estado-patriarca” ni un “Estado-proxeneta” externo a las luchas e impermeable a ellas. Es un Estado-relación o, más precisamente, la “condensación material y específica de una relación de fuerza entre clases y fracciones de clase” (155: 2014).
Para Poulantzas estas relaciones no se reducen ni a la dominación política ni a la dominación económica. La materialidad institucional del Estado “debe ser buscada, ante todo, en la relación del Estado con las relaciones de producción y la división social del trabajo (53, subrayado nuestro)”. Es decir que el Estado está presente en la constitución y reproducción de esos espacios, tanto como las relaciones de producción y la división social del trabajo están también constitutivamente ligadas al Estado y a las relaciones políticas e ideológicas que las consagran y legitiman.
Este será el basamento de su teoría relacionista del poder, cuya naturaleza indica que el poder no se reduce al Estado, sino que lo desborda: no porque se tratara ya de una relación de exterioridad de los poderes (en plural) respecto al Estado, sino más bien porque las luchas, sean económicas, políticas, ideológicas, tienen el papel primero y fundamental. Así el Estado no es un Estado totalizante, pero tampoco ausente o simple apéndice de relaciones económicas. Mientras que las relaciones de poder no se limitan a ser relaciones por fuera, sino que también constituyen y conforman la materialidad de la arquitectura estatal. Este es el significado preciso de que la lucha de clases sea el motor de la historia. Lo que es cierto, no obstante, sólo a condición de entender que el poder político, aunque esté asentado sobre relaciones de explotación, es primordial “en el sentido de que su transformación condiciona toda modificación esencial de los otros campos de poder” (46-47: 2014, subrayado mío).
Uno de los objetivos principales en EPS es explicar por qué hay relaciones de poder que no se agotan, no recubren exhaustivamente, las relaciones de clase. Mientras va avanzando en sus planteamientos, Poulantzas ahonda en su definición del Estado, que pasa a ser también “la condensación de una relación de fuerzas, precisamente la de las luchas” (183: 2014, subrayado mío), y no sólo de una “relación de clases”. A lo largo de su texto, Poulantzas va descendiendo y exponiendo cómo funciona la condensación en algunos aparatos y dispositivos de poder. Estos aparatos y dispositivos son, por ejemplo, la administración, la fábrica, pero también la escuela, la Iglesia, la familia. Y yo agregaría, como ya dije antes, la prostitución. Se trata de aparatos y dispositivos que condensan una relación específica de fuerzas y que por su encadenamiento complejo con el Estado tienen efectos, aunque sea “a distancia”, sobre él (170: 2014).
Poulantzas no desarrolla, sin embargo, esas otras relaciones de poder a profundidad, ni tampoco sus materialidades o fundamentos. ¿Cómo pensar entonces el lugar hipotético que podría tener la prostitución como dispositivo o institución dentro de su teoría relacionista del poder, así como el lugar de la lucha de las trabajadoras sexuales?
En una obra anterior, Las clases sociales en el capitalismo actual (CSCA), Poulantzas señala que la división en clases tiene por efecto “unas desigualdades sociales específicas y concentradas” sobre las mujeres:
Ello se debe a que, en el caso de las mujeres, no se trata simplemente de efectos sobredeterminados sobre ellas de la división de la sociedad en clases, sino, más precisamente, de una articulación particular, en el seno de la división social del trabajo, de la división en clases y de la división sexual. (p. 20, subrayado por el autor).
¿Cuál es el significado de esta afirmación, a primera vista tan suelta? Veamos.
Desde la perspectiva de Poulantzas, la división social del trabajo reviste la primacía como fundamento del Estado y de las luchas políticas[7]. Pero como no todas las luchas remiten exclusivamente a la clase, se debe buscar su fundamento en otro lado para evitar caer en equívocos economicistas o reduccionismos políticos que, por ejemplo, pueden conducir al error político de “dejar para después” la cuestión de las mujeres. Poulantzas cae en cuenta de esto al ser espectador de la potencia feminista en el marco del estatismo autoritario en la Europa de los 60-70, donde esta “nueva lucha” (en el sentido de su especificidad temporal) demostrará los límites del estado autoritario frente a una reivindicación generalizada de democracia. Por eso en EPS dejará otra indicación que parece dar continuidad a su hipótesis planteada en CSCA:
Las relaciones de poder no recubren exhaustivamente las relaciones de clase y pueden desbordarlas […] su fundamento [de estas luchas] es distinto del de la división social del trabajo en clases, no siendo, por consiguiente, su simple consecuencia, ni tampoco homólogas ni isomorfas respecto de esta división del trabajo: tal es el caso, en particular, de las relaciones hombre-mujer (2014: 45-46, subrayado por el autor).
Y aun así, Poulantzas se cuida muy bien de recalcar que ese poder no está por ello “menos intervenido, mediatizado y reproducido por el Estado” (2014: 46). Con lo dicho hasta aquí me gustaría elaborar dos hipótesis complementarias:
Hipótesis -1. La división sexual del trabajo es el fundamento de las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Pero al ser éstas intervenidas, mediatizadas y reproducidas por el Estado, estas relaciones no escapan a su significación de clase, por tanto…
Hipótesis -2. Se debe hacer un análisis de cómo estas dos divisiones se articulan, condensando determinadas relaciones de poder en diversos aparatos y consolidando lo que Bob Jessop (2003) llama “selectividades estratégicas de género en el Estado”, mismas que refieren a la manera como el Estado mantiene y reproduce relaciones de poder asimétricas entre hombres y mujeres,[8] las cuales dan pie a determinados “regímenes de género” en periodos específicos que tienden a privilegiar a ciertas identidades, intereses e incluso formas de cuerpo por sobre otras, y que pueden ser transformadas por la acción reflexiva de los agentes.
Lo anterior requiere del desarrollo de un concepto más trabajado de la división sexual del trabajo; pero provisionalmente podríamos definirla como una relación que designa lugares específicos, aunque inestables, contingentes y diferenciados, para las mujeres y los hombres dentro de los aparatos y dispositivos que condensan las relaciones de poder hombre-mujer, lo que incluye una asignación también en la división social del trabajo y en las relaciones sociales de producción. Pero lo importante de diferenciar la división sexual de la división social del trabajo reside, siguiendo a Poulantzas, en la capacidad de distinguir entre diversas condensaciones materiales de los poderes y entender conflictos particulares que no remitan directamente a la clase (o a la relación entre explotados y explotadores). Ello sin olvidar que la división sexual, como la social, también es constituida y reproducida por la ideología dominante que encarnan los aparatos de Estado, a la vez que es reproducida en el Estado.
En ese sentido hay algo crucial que se puede entender de la cuestión de la lucha política de las trabajadoras sexuales. La reproducción de la fuerza de trabajo en razón del sexo es una cuestión estratégica para las clases dominantes que reproduce una división sexual del trabajo en la cual, además, los elementos políticos e ideológicos están constitutivamente presentes. El principal de estos elementos es quizá el mencionado estigma de la puta, mismo que conforma la base de una ideología dominante que elabora e inculca el Estado y que tiene una función eminentemente represora, así como divisionista y desorganizadora, sobre las mujeres y su lucha política. Al tiempo que también está ideología logra engendrar discursos, ideas, principios, valores y prácticas que conducen a una guerra de mujeres contra mujeres (las “santas” contra las “pecadoras”, las “dignas” contra las “indignas”): es decir, en última instancia, sobre el uso legítimo o ilegítimo de los cuerpos de las mujeres. O también que justifican la violencia de género (“la mataron por ir vestida como una puta”). Y eso por pensar sólo en dos de sus consecuencias materiales sobre las relaciones sociales de sexo.
Frente a esto creo que un botón de muestra basta para probar la importancia de la lucha de las trabajadoras sexuales: y esta es la batalla propiamente ideológica (pero en el sentido apuntado: una batalla creadora de nuevas prácticas, valores y principios) que implica asumirse como putas feministas y reivindicar el adjetivo “puta” para dotarlo de nuevos significados de raíz popular que sean el germen de otras relaciones sociales. ¿Qué efecto puede tener esto frente a una ideología dominante que hace de la sexualidad de las mujeres el eje rector de su vida en todos los ámbitos?[9] Yo diría que el de una tendencial reorganización de la división sexual del trabajo, pues un basamento de esta división, que la constituye, consagra y legitima, es el estigma de la puta. Si lo disputamos, estamos disputando la sexualidad, el cuerpo, el tiempo y el espacio de todas las mujeres, sobre las cuales pesa este estigma. Y en ese sentido, por ser una disputa no sólo en el seno de la división sexual del trabajo, sino también, y por tanto, en instituciones y dispositivos estatales, se convierte en una disputa política.
Vale la pena recordar en este punto que el Estado capitalista es un campo estratégico, internamente fisurado y contradictorio, atravesado de parte a parte por las luchas y resistencias populares: un Estado en disputa. Por lo mismo, no se puede concebir que sólo prohíba, reprima, mienta o imponga (30: 2014). El Estado asume medidas materiales positivas porque la fracción del bloque en el poder debe establecer un equilibrio inestable para procurar su hegemonía. Por eso la ley no establece sólo un “monopolio de la violencia legítima”, sino que “[…] organiza y consagra también derechos reales de las clases dominadas” y “comporta, inscritos en ella, los compromisos materiales impuestos por las luchas populares a las clases dominantes” (2014: 97, subrayado por el autor).
La lucha de las trabajadoras sexuales ha sido capaz de inscribir determinadas conquistas en el Estado, al que han obligado a emprender medidas materiales en su beneficio: derechos laborales, pero también derechos humanos, a la salud, al libre desarrollo de la personalidad (contra las “buenas costumbres”) y un largo etcétera. Además, su lucha ha estado presente en gran cantidad de otras luchas políticas a través de los siglos y a lo ancho del mundo, razón que les ha merecido ser consideradas las “feministas originarias” (Mac & Smith, 2020: 35).
Pero antes hemos dicho que no basta ninguna forma de regulación (siendo el propio abolicionismo una forma de regulación[10]). ¿Por qué? Porque la lucha política debe ir más allá: debe disputar los poderes que concentra el Estado como campo estratégico, y no sólo a sus instituciones. Sin eso, y como también lo apunta Poulantzas, toda “intervención” del Estado tenderá a encaminarse al control político-policial de las fuerzas sociales y, específicamente, al control de la fuerza de trabajo. Esto encuentra su sentido en la constitución de un estatismo donde la “difusión capilar de los circuitos de control social” (2014: 227) supone nuevas formas de control sobre los cuerpos políticos. Ya no se trata tanto de encerrarlos, sino de vigilarlos, en orden de formar, gestionar y reproducir la fuerza de trabajo bajo las condiciones actuales del proceso de trabajo en el capitalismo neoliberal. Así, si el Estado concede ciertos derechos y no otros a las mujeres es porque hay lucha. Pero también porque hay reorganizaciones en la división sexual en su articulación con la división social del trabajo, lo que ha traído contradicciones explosivas que deben gestionarse. Y es que las mujeres constituyen una porción cada vez más considerable del mercado laboral, incluso en el ámbito obrero (como demuestra la abrumadora mayoría de mano de obra femenina en las maquilas del norte de México); no obstante, la división sexual del trabajo sigue asegurando su rol como cuidadoras en el aparato familiar, aunque eso implique acentuar a extremos inauditos su explotación (este es el tema de las dobles y triples jornadas). Así, todo lo que promueva el Estado y que involucre a las mujeres debe apreciarse en su relación con la división sexual del trabajo, así como en su articulación con la división social del trabajo y las relaciones sociales de producción.
En este sentido se vuelve fundamental que las luchas políticas no pierdan su significación de clase ni viceversa. La de las trabajadoras sexuales es, indudablemente, una de las luchas feministas con mayor conciencia de lo que implica esta articulación. Pero también es cierto que en este contexto hay putas feministas que asumen su lucha desde distintas perspectivas, siendo el sindicalismo y el autonomismo las dos vertientes principales. Ambas comparten, no obstante, tres objetivos: 1) la lucha contra la explotación; 2) la lucha por la democracia y, finalmente, 3) un horizonte de extinción de la prostitución como institución.
Una condición necesaria para llevar a último término todas estas luchas es la extinción del Estado. Porque como decía Poulantzas, hoy nadie escapa al Estado ni al poder, y por eso es menester disputarlo y transformarlo. Pero, así como pasa con la prostitución, esa disputa y su consecuente transformación debe ir siempre orientada a una eventual extinción. Ello reclama una articulación de las izquierdas, incluidas las putas feministas, que pueda asumir las nuevas reivindicaciones populares en una lucha más amplia por la democracia.
Bibliografía
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Tabet, Paola. (2018). Los dedos cortados. Colombia: Editorial Universidad Nacional de Colombia.
Mac, Juno & Smith, Molly. (2020). Putas insolentes. La lucha por los derechos de las trabajadoras sexuales.Madrid: Traficantes de sueños.
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[1] En inglés sex worker. Es un término que acuñó la activista y trabajadora sexual norteamericana Carol Leigh para evitar el estigma que despertaba la palabra «prostituta» en el movimiento feminista de los 70.
[2] Organización fundada en 1994, perteneciente a la Central de Trabajadores de Argentina (CTA) y, desde 1997, integrada a la Red de Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe (RedTraSex).
[3] Entre este amplio abanico de posturas la mayoría de abolicionistas sostienen que cualquier regulación positiva sobre el trabajo sexual implica tres riesgos: 1) naturalizar la prostitución; 2) que aumente su práctica exponencialmente; 3) que aumente el tráfico ilegal de mujeres. No obstante, está comprobado que no hay, por lo menos hasta ahora, correlación entre una cosa y otra. Juno Mac y Molly Smith desmontan magistralmente estos y otros argumentos abolicionistas en su libro Putas insolentes.
[4] En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Marx afirma que el dinero «es la puta universal»; pero inmediatamente añade que es «el universal alcahuete de los hombres y de los pueblos». Una interesante aproximación relacional que casi siempre se olvida en favor de que el dinero sea sólo “la puta”.
[5] Me atengo a esta conceptualización porque me parece que, como en el caso de la burguesía y el proletariado, hombres y mujeres constituyen los polos principales (que no los únicos) de las relaciones sociales de sexo.
[6] La única institución ilegítima de aquellas que reproducen la relación entre los sexos, sostiene Gail Pheterson (1996).
[7] Aunque el Estado “traza a su vez y reproduce en su propio cuerpo la división social del trabajo” (2014: 65).
[8] Insisto aquí en la conceptualización de la relación como de “hombres y mujeres”, aunque Jessop, como puede verse, habla de género, retomando una perspectiva teórica queer de este concepto.
[9] Sería interesante pensar en este contexto en la idea del intercambio económico-sexual que Paola Tabet (2018) piensa como constitutivo no sólo de la prostitución, sino de las relaciones sociales que entablan las mujeres con los hombres (su famoso continuumentre matrimonio y prostitución), en tanto que la sexualidad es recurso femenino esencial. Es otra forma de decir que todas somos putas: sólo que unas ilegítimas y otras legítimas.
[10] A las formas de regulación se añade la despenalización total del trabajo sexual que se ha conquistado en Nueva Zelanda y Nueva Gales del Sur. Es hasta ahora el mejor modelo. No obstante, deja de lado a trabajadoras sexuales migrantes, entre otros problemas (Véase Mac & Smith, 2020).