INTERSECCIONALIDAD ANTES DE LA INTERSECCIONALIDAD

ACTIVISMOS AFROAMERICANOS, MARXISMOS FEMINISTAS, LUCHAS ANTICOLONIALES Y OTROS FRENTES ANTICIPATORIOS

Lo nuevo y lo viejo

La interseccionalidad constituyó una innovación incontestable cuando Kimberle Crenshaw la introdujo en 1989 en el ámbito jurídico estadounidense. En este contexto, la “experiencia interseccional” de la mujer afrodescendiente, su discriminación “mayor que la suma de racismo y sexismo”, había sido siempre ignorada por un aparato de justicia que se representaba la raza y el género como “categorías mutuamente excluyentes” (Crenshaw, 1989, pp. 139-140, 149). Al no atenderse más que a las víctimas de actos ya sea racistas o sexistas, las afroamericanas quedaban en un vacío legal que sólo podía superarse al plantearse la intersección en lugar de la mutua exclusión entre el racismo y el sexismo.

Desbordando el ámbito jurídico, la interseccionalidad fue llevada por Crenshaw (1990) al terreno político, donde le sirvió para designar diversas interacciones entre la raza y el género, así como “la posición de las mujeres de color en sistemas superpuestos de subordinación y en los márgenes del feminismo y el antirracismo” (p. 1265). El alcance de lo interseccional continuó expandiéndose hasta remitir, para Patricia Hill Collins y Sirma Bilge (2016), a una comprensión de la vida humana, la dominación y la desigualdad como determinadas, “no por un único eje de la división social, sea éste la raza, el género o la clase, sino por muchos ejes que actúan de manera conjunta y se influyen entre sí” (pp. 13-14). Este sentido tan amplio es correlativo del gran éxito de la interseccionalidad en el mundo académico: se ha difundido en muchos campos del saber en los que se usa de formas cada vez más diversas. El concepto se diluye y pierde su estricta significación original para terminar significando simplemente la intersección, ya sea entendida como agregación o como articulación, de múltiples opresiones diferentes en la experiencia de un mismo sujeto.

Con su actual amplitud semántica, la interseccionalidad no es una idea nueva, sino una palabra nueva para designar una vieja idea que ya existía mucho tiempo antes de 1989.  Esto ha sido notado por Lise Vogel (2018), quien recuerda que las feministas marxistas y socialistas de los años 1960 y 1970, entre las que se cuenta ella misma, “siempre” consideraron la clase además del género y también “usualmente” la raza, convirtiendo la fórmula raza-clase-género en una suerte de “mantra” (p. 277). La diferencia entre aquella fórmula y la actual interseccionalidad, como lo sugiere Vogel, es una oposición quizás entre lo tosco y lo matizado, entre lo explícito y lo implícito, pero también entre lo claro y lo oscurecido, entre lo militante y lo académico, entre lo radical y lo accesible, entre lo subversivo y lo recuperado, entre lo revolucionario y lo conservador.  

Marxismo feminista negro estadounidense

En su reconstrucción de la historia de la fórmula raza-clase-género, Vogel se remonta hasta sus orígenes en la reflexión de afroamericanas como las abolicionistas Sojourner Truth y Maria Miller Stewart en el siglo XIX, la panafricanista Anna Julia Cooper entre los siglos XIX y XX, y la activista por los derechos civiles y femeninos Pauli Murray en el siglo XX. Estas luchadoras, considerando la intersección entre género y raza, prepararon el camino para incorporar la clase en publicaciones comunistas de los años 1930 y 1940 que denunciaban la “triple carga” o “triple opresión” de mujeres trabajadoras negras (Vogel, 2018, p. 280). Posteriormente, ya bien entrado el siglo XX, se llegó a la máxima elaboración conceptual de la trilogía raza-clase-género en las propuestas marxistas feministas negras de Claudia Jones, Frances M. Beal, Angela Davis y las integrantes del Combahee River Collective, entre ellas en especial Audre Lorde.

Claudia Jones (1949) ya reconocía la triple opresión de las afroamericanas “como trabajadoras, como negras y como mujeres” (pp. 4-5). Veinte años después, Fran Beal (1969) pensaba en términos de articulación además de agregación de opresiones cuando concebía a la mujer trabajadora negra, no sólo como el más explotado engrane humano del sistema capitalista, sino como “esclava del esclavo” y como “chivo expiatorio de los males que este horrendo sistema ha perpetrado contra los hombres negros” (pp. 112-115). El combate contra el capitalismo, el racismo y el machismo se radicalizó y se volvió también contra el heterosexismo cuando las integrantes del Combahee River Collective (1977) se comprometieron a “luchar contra la opresión racial, sexual, heterosexual y de clase,” a partir del reconocimiento de que “los principales sistemas de opresión están entrelazados” (p. 210). El entrelazamiento incluye también el “edadismo” y el “elitismo” en Audre Lorde (1980, pp. 514-517). Finalmente, con Angela Davis (1981), tenemos una reescritura de la historia combativa de las afroamericanas en la que apreciamos la continuidad y la unidad interna entre luchas como las antiesclavistas, las antirracistas, las comunistas y las feministas.

Como vemos, las feministas marxistas negras estadounidenses actuaban y reflexionaban de modo interseccional muchos años antes de la introducción del concepto de “interseccionalidad” en 1989. El concepto de Crenshaw, de hecho, muestra su verdadero valor y su carácter innovador al situarse en esa genealogía y al entenderse en su acepción original como la forma en que esas acciones y reflexiones políticas radicales consiguieron irrumpir dentro de un refractario ámbito jurídico-legal tradicionalmente cómplice de los componentes estructurales racista, clasista y sexista de la sociedad estadounidense. La triste paradoja es que esas mismas acciones y reflexiones tienden a olvidarse y desaparecer tras la actual concepción difusa de lo interseccional que domina en el mundo académico.

Olvido y pérdida

Lo que hoy llamamos “interseccionalidad” es también el nombre de un olvido. Este olvido, a su vez, como lo ha lamentado Vogel (2018), implica una “pérdida” (p. 281). Lo que se pierde es una herencia histórica de lucha, de radicalidad política, de militancia negra y comunista, antirracista y anticapitalista, anticolonial y antiimperialista. Esta pérdida posibilita la edulcoración de lo interseccional, su recuperación académica, su domesticación institucional, su desvinculación de la práctica militante, su despolitización típicamente posmoderna, su disolución en lo cultural-identitario, su conversión en un sinónimo de la diversidad, su asimilación a la retórica demagógica de lo inclusivo y lo que Sara Salem (2018) ha descrito como su “blanqueamiento” acompañado por el “socavamiento de su potencial crítico” y su “cooptación por la academia neoliberal” (pp. 404-406). 

Considerando los efectos de la amnesia histórica en el triste destino de la interseccionalidad, comprendemos a Vogel (2018), a Bohrer (2018) y a otras autoras cuando intentan refrescarnos la memoria y nos recuerdan lo interseccional de las acciones y reflexiones del marxismo feminista negro estadounidense. El recordatorio es indudablemente necesario y quizás también suficiente para su propósito, pero no supera del todo la amnesia histórica, que se ha reproducido bajo la forma de una ceguera cultural hacia lo que ocurre más allá del horizonte cerrado por las fronteras de Estados Unidos. Lo cierto es que rastrear la interseccionalidad antes de la interseccionalidad nos llevaría necesariamente a tiempos anteriores y espacios exteriores a los alcanzados por la visión de Vogel y Bohrer.

Intersección como agregación

Aunque no tengamos aquí ni espacio ni capacidad para ofrecer un rastreo exhaustivo de las anticipaciones de la sensibilidad interseccional, conviene rememorar algunas de ellas, algunas con las que tropezamos al mirar hacia atrás desde nuestro singular punto de vista situado en México y en la convergencia entre el marxismo y el psicoanálisis. Nuestra mirada retrospectiva discierne primeramente múltiples concepciones de la intersección entendida como simple agregación. Evoquemos cuatro en las que sólo se agregan las dos opresiones patriarcal y capitalista. 

En tiempos de Lázaro Cárdenas, la cantante, activista y marxista mexicana Concha Michel (1938) reconoció las “dos formas de aplastamiento”, de género y de clase, padecidas por “la mujer sin capital” (p. 26). Poco antes, en Francia, el freudomarxista surrealista homosexual René Crevel (1933) deploraba el “doble proletariado de las mujeres del pueblo, porque mujeres, porque del pueblo” (p. 172). Esta doble condición había sido identificada por la comunista alemana Clara Zetkin (1922) al referirse al “doble yugo del hombre y del capital” contra el que se revelaban trabajadoras asiáticas (p. 211). La misma doble condición había sido ya vislumbrada e internamente diferenciada en México por el anarquista Ricardo Flores Magón (1910) cuando veía cómo la obrera estaba “subordinada al hombre por la tradición” al mismo tiempo que era la más explotada por la “rapacidad del capital”. Tenía menores ingresos que el hombre “aun trabajando más” que él (p. 236). Tenemos entonces un excedente de explotación de clase que viene a sumarse a la subordinación del género femenino. 

Intersección como articulación 

En Flores Magón, la mujer es más pobre por ser mujer. El género está en la base y determina en cierta medida la posición económica, la cual, en una inversión de la tradicional causalidad marxista, reaparece en el nivel superestructural. Tenemos una inversión análoga en la genial reinvención fanoniana del marxismo y del psicoanálisis. Para Frantz Fanon (1961), “la infraestructura económica es igualmente una superestructura” en las colonias africanas, donde la negrura empobrece y la pobreza ennegrece, así como “se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico” (p. 43). La intersección ya no es aquí una simple agregación entre las condiciones racial y económica, sino una articulación en la que vemos cómo se determinan y refuerzan recíprocamente ambas condiciones.

Fanon omite la opresión de género tal como Flores Magón dejaba de lado la de raza. Las tres opresiones ya intervienen en la articulación interseccional compleja considerada por el psicoanalista mexicano Santiago Ramírez (1953), quien explica la intersección entre el clasismo, el machismo y –especialmente– el racismo en México como una “ecuación inconsciente” subyacente al mestizaje y originada en las violaciones y apropiaciones coloniales masivas de mujeres indígenas por varones europeos. Esta ecuación deja a la mujer “devaluada” por identificarse con lo indígena, mientras que el hombre es “sobrevalorado” por asimilarse al polo “dominante y prevalente” del colonizador (pp. 49-62). Es así como el poder, la dominación y el “predominio social” adquieren una carga masculina, mientras que lo femenino y lo indígena se asocian con la debilidad, el sometimiento y la “devaluación social” (pp. 51-52). El machismo y el racismo no sólo se traducen en el clasismo, en la opresión de clase padecida por mujeres e indígenas en México, sino que se refuerzan recíprocamente, pues los indígenas son feminizados y las mujeres son indigenizadas. 

En Ramírez, al igual que en Fanon, la dominación económica se explica por las dominaciones de raza o de género que intersectan con ella. Esta explicación puede complementarse al estilo fanoniano, más que simplemente contrastarse, con la enfatización marxista canónica de la economía como factor causal básico explicativo, enfatización que da lugar a una articulación interseccional entre clase y género como la propuesta por la comunista soviética Aleksandra Kollontái. Uno de los grandes méritos de Kollontái, uno procedente de su marxismo y compartido con Fanon, es el razonamiento dialéctico por el que logra descubrir en la intersección entre opresiones una oportunidad para la emancipación interseccional de las oprimidas: al contrario de lo que sucede con las mujeres burguesas, la emancipación sexual de las obreras “coincide con los intereses de su clase” (Kollontái, 1918, p. 60) y exige una “transformación fundamental de las relaciones económico-sociales” (p. 68). No es que la cuestión de género esté subordinada a la de clase, es más bien que ambas cuestiones –lejos de separarse– se conciben como inextricablemente unidas, tal como suelen aparecer en la tradición marxista, ya desde sus fundadores.

Marx y Engels

Marx y Engels (1846) descubrieron que la primera propiedad en familias primitivas era que mujeres y niños se constituían como “esclavos del marido” (p.  26). La relación de clase del amo con el esclavo fue así originariamente un vínculo sexual-familiar del hombre con su consorte y con sus hijos. Este vínculo incluía edadismo, sexismo y clasismo. Las tres opresiones podrán luego separarse e intersectar de modo exterior, pero no por ello dejan de estar unidas en su origen y articuladas en su interior (ver Bartra, 2023). Esta articulación es la que se exterioriza y se reactualiza una y otra vez en las posteriores intersecciones entre las opresiones exteriormente separadas.  

Hay quienes imaginan que el marxismo carece de sensibilidad interseccional porque supuestamente reduce la opresión familiar-sexual a la socioeconómica. Lo cierto es que las dos opresiones mantienen aquí su diferencia y no dejan de articularse, y aunque la primera suela ser determinada por la segunda en la estructura, la segunda se ve también estructuralmente sobredeterminada por la primera. De hecho, al contrario de lo que suele creerse, la visión marxiana-engelsiana sitúa la familia y la sexualidad en el origen histórico de todas las relaciones humanas opresivas que se establecen en el ámbito socioeconómico.

Marx (1882) no duda en admitir que “la sociedad moderna descansa sobre la familia monógama”, la cual, reemplazó la “propiedad comunitaria” por la “individual” (p. 100), produce las “clases privilegiadas” y sus expresiones políticas (p. 202). En otras palabras, la monogamia sexual-familiar “contiene en germen” y “encierra en miniatura todos los antagonismos que se desarrollarán más adelante en la sociedad y en el Estado” (Engels, 1884, p. 66). Todos estos antagonismos pueden luego intersectar con el sexual, pero provienen de él, originándose en la “primera opresión de clases, la del sexo femenino por el masculino” (p. 74). El hombre que oprime a la mujer inaugura el relato histórico marxista de las opresiones humanas (Pavón-Cuéllar, 2017). Las más diversas relaciones opresivas, incluyendo las de raza y clase, derivan aquí del patriarcado por el que se instaura la propiedad privada y la sociedad de clases.

Flora Tristán

La idea marxista del origen patriarcal de todas las opresiones está muy cerca de la tesis de Flora Tristán (1843) sobre la subordinación femenina como fuente de “todas las desgracias del mundo”, como factor que también “oprime a los hombres proletarios” y como impedimento para la “emancipación de los obreros” (pp. 665-669). Aquí la dominación de clase intersecta con la opresión de género porque se reproduce a través de ella. Esta opresión es fundamentalmente ideológica, fundamentándose en una idea falaz de la feminidad, pero no por ello deja de ser determinante para la explotación económica, tal como sucede con las representaciones racistas que también son denunciadas por Tristán.

Al pasar por Cabo Verde, Tristán defiende a un esclavo negro ensangrentado al que se le golpea mientras yace paralizado en el suelo. Su agresor justifica su acción arguyendo que el esclavo es un ladrón, haciendo que Tristán (1838) exclame: “¡Como si el más enorme de los robos no fuese aquel del que es víctima el esclavo!” (p. 148). El fenómeno de la esclavitud, el enorme robo de la existencia misma, desaparece tras el insignificante robo imputado al esclavo, pero la imputación misma podría no ser más que una excusa engañosa.

¿Cómo confiar en quienes dicen tratar a sus esclavos “como es preciso tratar a los negros” al representárselos como intrínsecamente “malos” (Tristán, 1838, p. 146)? De hecho, indignando a Tristán, el hombre francés que expresa tal representación ideológica no puede sino sentirse autorizado a despreciar, engañar e instrumentalizar a su esposa-esclava negra. Esta articulación interseccional entre la denigración racista, la explotación clasista-esclavista y la opresión patriarcal-sexista es magistralmente desplegada por Tristán a través de una trama en la que un sujeto denigra en lo ideológico a otro sujeto para justificarse por oprimirlo en lo sexual y por explotarlo en lo económico.

Entre el colonialismo y el anticolonialismo

La trama desplegada por Tristán, la cual evidencia una estructura general de la interseccionalidad, reaparecerá posteriormente como una fórmula canónica de crítica de la ideología en la historia del marxismo y del feminismo. Esta fórmula, en realidad, ya operaba trescientos años antes en los argumentos con los que Vasco de Quiroga y Bartolomé de las Casas defendían a los pueblos originarios mesoamericanos contra las justificaciones de los abusos de los colonizadores. Por ejemplo, Quiroga (1535) notaba que los colonizadores veían como bestias a los indígenas para “servirse de ellos como de bestias” (p. 122). Era entonces para explotar a los indígenas en la esfera socioeconómica y sexual que se les desacreditaba ideológicamente en el plano racial y cultural. De igual modo, al oponerse a Ginés de Sepúlveda, Las Casas (1551) explicaba las representaciones ideológicas denigrantes de los nativos por la necesidad de “justificar latrocinios y robos y muertes” (p. 114). El colonialismo, con su componente interseccional capitalista-clasista y patriarcal-sexista, debía interceptar igualmente con el racismo para dotarlo de una justificación ideológica.

La intersección de raza, clase y género se observa no sólo en la dominación colonial de América, sino en diversas luchas anticoloniales del continente. María Candelaria de Cancuc debía proceder interseccionalmente al superar su resignado sometimiento sexual y racial para dirigir en 1712 a los indígenas chiapanecos en su revuelta contra la dominación política-económica propia del colonialismo (Rivera Acosta, 2012). Poco después, en el mismo siglo XVIII, las mismas luchas anticoloniales y de clases exigieron de modo aún más patente una subversión interseccional de roles raciales y de género en innumerables combatientes indígenas andinas, entre ellas las famosas lideresas Bartolina Sisa, Gregoria Apaza y Micaela Bastidas (Mendieta, 2005; Ari, 2016). Estas acciones, además de escenificar la interseccionalidad, implicaban cierta reflexividad consciente que permitía pensar lo que sólo puede pensarse al hacerse. El hacer es así una de las dos posibles respuestas interseccionales ante la intersección de opresiones: una es la sólo teórica, la puramente contemplativa, y la otra es la también práctica, la activa y reflexiva. 

La práctica de articulación interseccional, desde el siglo XVIII hasta nuestros días, está en el polo opuesto al de las teorizaciones de la interseccionalidad que dominan actualmente en el mundo académico y que resultan de la despolitización y edulcoración del concepto. Entre los dos polos, tenemos los más diversos anudamientos entre la teoría y la práctica, entre ellos los que encontramos en el trabajo crítico de Crenshaw y de quienes la siguen sin traicionarla, pero también todo lo demás que suele olvidarse y que hemos descrito como la interseccionalidad antes de la interseccionalidad. Encontramos aquí la defensa de los indígenas por Quiroga y Las Casas, el pensamiento de Flora Tristán, el anarquismo, el aporte de Marx y Engels, el marxismo y el psicoanálisis, el freudomarxismo y el marxismo feminista en general.  

Referencias

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