EL CÁRTEL INMOBILIARIO: UNA MATRIOSKA DE CORRUPCIÓN

El pasado 4 de mayo los presidentes de los tres partidos opositores, el titular de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, el jefe de la alcaldía Benito Juárez y un grupo de diputados y senadores desafectos al gobierno federal convocaron a una conferencia de prensa en un hotel en el Centro Histórico. Los concurrentes usaron el micrófono para arropar a Santiago Taboada, personaje a quien la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México le tiene abierta una investigación por su posible involucramiento en el llamado “cártel inmobiliario”: una asociación delictuosa que comprende sobornos y atropellos en torno a la construcción de conjuntos habitacionales en la referida demarcación capitalina. Esta historia implica a funcionarios y exfuncionarios del pan, uno de los cuales se encontraba prófugo. Se trata de Christian Von Roehrich, a quien sus compañeros también declararon como perseguido político en otra patética conferencia de prensa meses atrás.

La historia del cártel inmobiliario alcanza para un thriller que describa la corrupción institucional como una de las enfermedades crónico-degenerativas de la política mexicana. Por un lado, ciertos segmentos del poder económico se aprovechan de las debilidades institucionales y las prácticas ilegales que las acompañan para aumentar sus ganancias; por el otro sus personeros entre la casta política distorsionan la ley para que aquellos hagan negocios a cambio de jugosas comisiones extralegales. Si bien estos malos hábitos ya tenían lugar desde tiempos del ancien régime priista, paradójicamente, se han multiplicado y descontrolado a pesar de la relativa independencia del poder judicial, del acceso a los sistemas de transparencia y del activo interés de la sociedad civil por denunciar la corrupción. Si nos vamos al resto del país, encontraremos que estas prácticas son mucho más perniciosas, pues tanto ejecutivos estatales como munícipes carecen de contrapesos, son hostiles con la prensa, depredan impunemente el presupuesto y, en los peores casos, se mimetizan con el crimen organizado. 

Según las investigaciones periodísticas que se han ocupado del caso y las denuncias de los vecinos de la Benito Juárez que fueron estafados por las compañías inmobiliarias, las cuales les vendieron un departamento en condiciones físicas y legales desfavorables. Las autoridades locales no sólo estaban enteradas de las irregularidades, sino también sacaron provecho de ellas. Cualquier persona que viva en dicha alcaldía o la visite con frecuencia dará fe de las modificaciones en el paisaje urbano. De una década a la fecha, no hay colonia o incluso manzana que no tenga una edificación reciente. Zonas como Narvarte, del Valle, Santa Cruz Atoyac, Nápoles, Portales Norte o Extremadura, por citar algunos ejemplos, han ido perdiendo su fisonomía original ‒y con ello varios inmuebles de valor arquitectónico‒ para poblarse de enormes bloques habitacionales que en un futuro no tan lejano se las verán negras para dotarse permanentemente de agua.

Los circos mediáticos arriba descritos en los que un sector de la clase política salió a victimizarse y acusar una persecución de Estado contra aquellos que arrastran adeudos con la justicia nos obliga a reflexionar sobre el camino que tomó la transición democrática de los años noventa: 1) pasamos de una elite dirigente que ya era corrupta hasta la médula a otra que parece haber mutado hacia formas sofisticadas de criminalidad organizada; y 2) la falta de un compromiso o acuerdo transexenal para combatir la corrupción convirtió este fenómeno en uno de los motores que estimulan las actividades políticas y económicas. Si hiciéramos una revisión de los escándalos de corrupción más relevantes, veremos que no hay licitación, política pública u obra de infraestructura que no esconda un negociado entre funcionarios y actores privados.

Lustros después de concluidas las transiciones democráticas en Europa del Este y América Latina, Laurence Whitehead hizo un balance sobre las herencias del pasado y los desafíos del presente con los que han tenido que lidiar las noveles democracias representativas (Democratización, México, fce, 2011). Según el aludido politólogo, en aquellas naciones que dejaron atrás alguna tipología de régimen autoritario sobreviven rémoras de este último o bien se desarrollan nuevos problemas que acorralan su institucionalidad democrática. Este análisis ayuda a explicar el caso mexicano. La existencia de poderes fácticos que atentan contra el bien común desinhibe la construcción de una democracia con un Estado de derecho funcional. 

Los servidores públicos que se mueven con sigilo por fuera de la ley, calculando que sus trapacerías no serán investigadas ni penalizadas, alimentan un círculo vicioso de crimen e impunidad que, de facto, convierte la “democracia” en una teatralización donde los ciudadanos votan libremente pero no deciden a cabalidad sobre su destino ni pueden imponer límites a sus representantes. El empoderamiento de clanes políticos y entes privados que han sorteado la acción de la justicia demuestra la existencia de fueros no escritos que deslegitiman el sentido de un gobierno democrático, por más imperfecto que éste sea. Dicho de otro modo: la ausencia, complicidad o debilidad del poder judicial para llamar a cuentas a quienes han violado deliberadamente la ley no debería ser visto como un hecho marginal sino como un elemento central del sistema. 

El modelo mexicano de negocios es un claro ejemplo de capitalismo prebendario en el que no aplica la sana competencia, el cumplimiento de la ley, el respeto al consumidor, la obtención de licitaciones de acuerdo con las capacidades y la experiencia de los ofertantes o el cuidado del bienestar social y el medio ambiente. Lo que para muchos ideólogos de la “economía libre” era una modernización productiva o reformas estructurales que insertaban al país en la era global, en términos prácticos le daban un marco legal al reparto del pastel. Plutócratas, presidentes, gobernadores, cabilderos y testaferros se ponían de acuerdo para condonar impuestos, asegurarse concesiones, repartirse empresas públicas, saquear recursos, usufructuar bienes de la nación, conseguir subsidios para sus negocios y empujar leyes hechas a la medida de sus necesidades.       

Si adolecemos de instituciones deficientes, de una impunidad estructural que nos ha llevado a vivir en la anomia perenne y de un sistema judicial permeable al poder del dinero, no debería sorprender que el móvil de muchas actividades económicas sea la obtención ilícita de rentabilidades estratosféricas o en su defecto el lavado de activos sin que las consecuencias terminen en la imputación de responsabilidades y la aplicación de la ley. Es decir, el cálculo racional de quienes hacen de la corrupción un mecanismo de ingresos fáciles, rápidos y abundantes contempla las bajas probabilidades de una acción penal eficiente. En el peor de los casos, saben que con buenos abogados y mejores contactos en los tribunales su causa terminará con una reparación económica o una condena que vale la pena pagar a cambio de los réditos obtenidos ilegalmente. Habiendo de por medio protección política y jueces corruptos, todo es posible. El caso del cártel inmobiliario en la alcaldía Benito Juárez se presta para analizar las asociaciones delictivas entre empresarios y políticos. 

Bien dicen que en los negocios y las complicidades no hay ideologías; sólo intereses. El hecho de que los principales referentes de la oposición mostrasen la firme voluntad de protegerse mutuamente y declarar con cinismo que “si tocaban a uno tocaban a todos”, demuestra que no existen diferencias programáticas entre los partidos que forman la alianza “Va por México”. Lejos de mantener divergencias ideológicas, sus miembros comparten privilegios que los distinguen como personajes de la vida pública acostumbrados a parasitar el presupuesto, abusar de sus funciones y hacer negocios oscuros con los bienes del Estado.

Pocos se atreverían a dudar que los ahí presentes ignorasen quién era quién en esa reunión. Nadie en el pan debe desconocer las acusaciones penales que existen contra el presidente del pri, quien se declaró sin rubor alguno como aliado-defensor de Taboada y sus compañeros de partido. Este sujeto de espantosa reputación, no perdamos de vista, está siendo investigado por las autoridades de Campeche a cuenta de la riqueza que amasó cuando fue gobernador de la entidad. Sus ingresos no alcanzaban para adquirir ni la cuarta parte de las casas, terrenos, departamentos de lujo y un auto convertible que la fiscalía estatal ha comprobado que son de su propiedad. 

Fuera de los opositores más furibundos, ¿quién puede creer realmente que las investigaciones del cártel inmobiliario son una persecución del Estado? Si fuera el caso ni siquiera habría necesidad de investigar a los probables responsables de las irregularidades inmobiliarias en la Benito Juárez; simplemente se procedería con arbitrariedad a ejecutar su captura, lo cual no ha tenido lugar. El numerito que protagonizaron junto al presidente del pri confirma que sí existe una elite dirigente que se coaliga para cubrirse las espaldas por tramas de corrupción en las que frecuentemente participan empresarios vinculados al poder. 

Con sus actos y declaraciones están comportándose como miembros de la Camorra, cerrando filas cuando uno de los suyos se encuentra bajo la mira de la justicia. Siendo políticos profesionales que abrevan de una incorregible cultura patrimonialista, quizá admitan en privado ‒o cuando menos intuyan‒ que algo habrá de cierto en las acusaciones de la fiscalía capitalina; por lo tanto, atestiguamos que tienen códigos de conducta similares a las agrupaciones delictivas que operan como criptogobiernos. En ellos aplica la frase que le dijera Michael Corleone a su viejo amigo Don Tommasino en la tercera parte de El Padrino: la política y el crimen son una y la misma cosa (“la politica e i criminali sono la stessa cosa).

El denominado cártel inmobiliario es una réplica microlocal de las corruptelas cometidas por gobernadores y presidentes municipales, las cuales incluyen a particulares que también encuentran beneficios en estos esquemas de ilegalidad planificada. Desde 2012 funcionarios clave de la referida alcaldía utilizaron el cargo para extraer ingresos no fiscalizables del comercio callejero pero también para conceder permisos de construcción a cambio de departamentos de lujo a precio especial. Uno de los supuestos involucrados por la justicia capitalina en esta historia de opacidades es Jorge Romero, actual diputado federal y también exdelegado de la Benito Juárez. 

La mala fama de este individuo en su momento llegó a oídos de Felipe Calderón, con quien aquel mantiene una rivalidad al interior del pan. En su libro Decisiones difíciles el autor de la guerra contra el narcotráfico afirma que Romero “y su grupo” habían encontrado en las asociaciones de ambulantes una fuente de ingresos; de acuerdo con el expresidente, este sector de la economía informal le reportaba en negro 7 millones de pesos mensuales a su compañero de partido. A pesar de recibir información adversa sobre el entonces jefe delegacional, Calderón no indagó más en el asunto y tácitamente actuó como un cómplice de alto nivel.    

Amén de protagonizar una red de sobornos y extorsiones, los presuntos responsables ocasionaron daños en el patrimonio y la tranquilidad jurídica de las personas que con esfuerzo y ahorro adquirieron un departamento. En otras palabras, esta modalidad de corrupción presenta costos directos en la integridad de la población. El sismo de 2017 evidenció que las reglas de construcción fueron obviadas o parcialmente cumplidas; cuando sobrevino aquel siniestro, 228 personas perdieron la vida y miles quedaron sin techo. Hasta la fecha, ningún dueño de una empresa inmobiliaria ha sido llevado a juicio por su responsabilidad en esta desgracia. Cabe recordar que en la Benito Juárez resultaron con daños estructurales edificios construidos apenas un año antes, los cuales fueron catalogados como inhabitables (El Financiero, 26-ix-17). 

Si el objetivo de los implicados era obtener indebidamente bienes que no hubieran podido comprar con su salario, en el camino ocasionaron perjuicios innecesarios. De acuerdo con Rodrigo Muñoz, representante legal de 40 familias estafadas por las constructoras, desde el periodo de Von Roehrich se emitieron licencias para erigir edificios habitacionales con pisos de más que la ley prohíbe, así como otras graves omisiones en materia de protección civil. Afortunadamente, ocho personajes de las administraciones panistas en la delegación Benito Juárez ya fueron aprehendidos por su participación en estos hechos.

Las autoridades, según el letrado, no conformes con hacerse de la vista gorda por los vicios de construcción que afectaban a los inquilinos, algunos de los cuales habían comprado su vivienda en espacios que no están permitidos por los reglamentos de construcción, también aprovecharon para hacerse de un inmueble muy por debajo de su valor comercial. El referido abogado consultó los registros públicos de la propiedad y, con documentos en mano, denunció que funcionarios de esa alcaldía y familiares suyos poseen departamentos en edificios que habían sido levantados por las empresas acusadas de consumar dichas anomalías. Una de esas personas que posee un inmueble que no es precisamente de interés social, vaya casualidad, es el suegro de Romero. La fiscalía capitalina tiene un reto por partida doble. Por un lado debe dar muestras de que la lucha anticorrupción de la 4t, al menos a nivel local, tiene un piso mínimo; si la fiscalía demuestra la voluntad de aplicar sanciones penales sobre funcionarios que ocuparon el cargo para enriquecerse a costa de la integridad jurídica y patrimonial de sus representados será un gran paso para evitar la repetición de estas conductas en otras alcaldías. 


[*] Una primera versión de este artículo fue publicada originalmente en la revista digital Paseo de la Reforma

 Licenciado en Historia por la uia y maestro en Estudios Latinoamericanos por la UNAM.