UNA MIRADA A LA CRISIS UNIVERSITARIA DESDE LA FILOSOFÍA Y LA PRÁCTICA DOCENTE
No es sorpresa para nadie que el sistema educativo nacional se encuentra inmerso en una crisis de décadas. En los últimos tiempos hemos sido testigos del debate, repleto de sesgos y prejuicios, sobre la educación básica y la propuesta de una transformación radical –en el sentido de cambio de fondo– del modelo pedagógico de educación preescolar, primaria y secundaria. Con frecuencia son expertas y expertos universitarios quienes, prestos, comparten su opinión informada en espacios periodísticos y medios de comunicación, confiando en la libertad de cátedra y la apertura propias de los recintos universitarios. Sin embargo, para estudiantes, profesores, trabajadores administrativos y de base, así como para la sociedad en general, es claro que la propia universidad atraviesa también una crisis profunda.
Salarios tremendamente desiguales, profesores de asignatura (u hora/semana/mes) en una situación de precarización alarmante; corrupción en el gasto público y en los sindicatos; mafias poderosas que se reparten los puestos de representación; facultades y escuelas saturadas al mismo tiempo que una enorme cantidad de aspirantes rechazados, así como la deserción de buena parte de la comunidad universitaria son algunos de los elementos de esta crisis. Hablar de todos ellos es importante. No obstante, en este texto me gustaría ahondar en otro elemento crítico: la práctica docente y la figura con la que más se relaciona a las profesoras y los profesores universitarios, aquella a la que un viejo profesor francés le dio el nombre de maestro explicador.
En lo personal, considero relevante explorar este asunto pues, a lo largo de mis años de experiencia docente, tanto en educación informal como formal, con estudiantes de nivel básico, medio superior y superior, he observado que el vínculo entre profesores y estudiantes es uno de los elementos más importantes de espacios y procesos educativos. Así pues, meparece imprescindible poner bajo el microscopio el lugar en el que quienes fungen como docentes se posicionan respecto a las y los estudiantes.
Para reflexionar sobre esto, tomaré como base la figura del maestro ignorante, recuperada a finales del siglo xx por Jacques Rancière en su ensayo sobre Joseph Jacotot, un singular maestro francés que, a principios del siglo xix, se enfrentó con una situación inesperada: la necesidad de enseñar algo sobre lo que lo ignoraba todo. Para poner en contexto mi reflexión, comenzaré explorando el contraste entre Sócrates, el más grande de los maestros y de los filósofos, en opinión de Platón, y quienes en esa misma época iban de ciudad en ciudad fungiendo como preceptores a cambio de un pago: los sofistas. Luego hablaré de la experiencia de Jacotot, así como su descubrimiento fortuito de un método de enseñanza completamente otro, y lo compararé, siguiendo a Rancière, con el quehacer socrático tal como fue descrito por su discípulo en algunos diálogos. Por último, intentaré pensar al maestro ignorante como imagen de una forma distinta de ejercer la docencia, en cualquier nivel educativo, pero particularmente en el universitario.
Comencemos diciendo que la educación ha sido uno de los temas que más ha interesado a algunos filósofos a lo largo del tiempo. Ejemplo de ello es el esfuerzo de Platón en la República para imaginar su Estado ideal —aquel gobernado por filósofos— organizado en tres estratos sociales diferentes, cada uno sometido a una educación particular encargada de desarrollar las características necesarias para cumplir con su función.
A juicio de Platón, los filósofos –encargados de llevar las riendas del Estado– han de formarse en la reflexión y el pensamiento, en la preocupación por el bien común y el dominio de sí mismos (Platón, 2010d, libro III y Jaeger, 2008, p. 630). Los guardianes, en cambio, requieren adiestrar el cuerpo, para hacerse fuertes y combativos, lo mismo que el espíritu, para fortalecer la valentía. Por su parte, afirma Platón, los artesanos necesitan solamente aquellos conocimientos que les permitan realizar su arte, su técnica, y cumplir con su deber sin necesidad de dedicarse a pensar.
En Paideia: los ideales de la cultura griega, Werner Jaeger plantea que la preocupación más profunda de Platón en aquel diálogo es justamente establecer el orden de cosas propicio para la construcción teórica de una sociedad que cumpla a pie juntillas con lo que imagina. Se trata, pues, de establecer un sistema que le de a cada cual lo que requiere para ejercer su rol en sociedad, sin tomar en cuenta aquello que el individuo pueda desear. Y es que lo importante, desde el punto de vista platónico, es el interés común; el buen funcionamiento de la república, y no tanto el bienestar individual de quienes la integran. Para consolidar aquel proyecto, aquel Estado vislumbrado como ideal, se requiere de un sistema educativo que fomente el aprendizaje con base en estructuras y objetivos claros. Por eso, sostiene Jaeger, la República, además de ser un diálogo sobre lo político, es también un tratado pedagógico (Jaeger, 2008, p. 591), pues allí se piensan a profundidad la educación y el papel que desempeña la filosofía en la conformación de una sociedad que funcione según los principios de la razón.
Las preocupaciones de Platón en torno a lo educativo, lo mismo que su modelo republicano, derivan del juicio y la condena a los que Sócrates fue sometido en su amada Atenas, a consecuencia, según sus acusadores, del quehacer que llevaba a cabo entre las juventudes de aquel tiempo: “Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros” (Platón, 2010a, 19 b). Aunque su tarea consistía en contribuir al parto del pensamiento en la mente de sus interlocutores, la sociedad ateniense lo acusó de “pervertir a los jóvenes” con ideas que ponían en duda el orden mitológico del mundo, pues partían de interrogantes que cuestionaban los saberes tradicionales y las estructuras bien establecidas por entonces.
De igual forma, aquellas preocupaciones platónicas derivan del contraste entre el método socrático y la propuesta de sofistas y retóricos en la Atenas de la misma era. Mientras que Sócrates partía del diálogo, del dar y pedir razones, de la escucha y la formulación de preguntas para interpelar lo que a ojos de otros se consideraba cierto, los sofistas les enseñaban a sus discípulos a convencer a sus oyentes mediante argumentos cargados de lenguaje retórico y otros elementos expresivos. Uno ponía en práctica la mayéutica, fomentando, cual su madre partera, el nacimiento de conceptos verdaderos; los otros, en cambio, moldeaban las palabras cual discursos convincentes que, aunque llamativos, no resultaban necesariamente ciertos.
Tanto el Protágoras como el Gorgias, interesantes diálogos sobre el conocimiento y la justicia, son ejemplo claro de este contraste, pues el Sócrates de Platón se enfrenta allí, respectivamente, al más reconocido representante de los sofistas y al más importante de los retóricos. A ambos les cuestiona la naturaleza de sus enseñanzas, así como las consecuencias que esas prácticas educativas tienen entre los jóvenes y en la sociedad ateniense entera. A uno, aunque altamente admirado por él mismo, Sócrates le reclama su uso de largos discursos, poesía y música para la enseñanza, en lugar de formular preguntas y dar razones que sustentaran aquello que dice enseñar (Platón, 2010b). Al otro, le cuestiona su arte (la retórica), el cual consiste en pronunciar hermosos discursos que buscan producir agrado sin importar si se trata de verdades o falsedades (Platón, 2010c).
El contraste que entre estos maestros ofrece Platón es importante porque nos muestra dos maneras de concebir el conocimiento y la filosofía, en tanto amor por la sabiduría y ejercicio de la reflexión crítica y razonada, así como la labor de quien asume como tarea propia compartir amor y saberes entre quienes se presten a escuchar.
Sócrates ha pasado a la historia como el maestro de filosofía más grande e interesado en combatir la ignorancia –en su opinión, origen de todo vicio y maldad–. Se ha vuelto el modelo a seguir, en buena medida, de quienes se dedican al estudio y la enseñanza de la filosofía, particularmente en los recintos universitarios. No obstante, Jacques Rancière, pensador francés contemporáneo, explora la figura y el método socráticos desde otra perspectiva. En El maestro ignoranteafirma que, aunque aquel renombrado filósofo griego —que marcó un antes y un después en la historia de nuestra disciplina— haya sido un buen maestro, no deja de ser uno que, en lugar de emancipar a sus discípulos, los embrutecía. “El socratismo —escribe Rancière— es una forma perfeccionada del embrutecimiento. Como todo maestro sabio, Sócrates interroga para instruir” (Rancière, 2007, p. 47). Y es que, explica el francés, ese “es el secreto de los buenosmaestros: a través de sus preguntas guían discretamente la inteligencia del alumno, muy discretamente, como para hacerla trabajar, pero no al punto de dejarla librada a sí misma” (Rancière, 2007, p. 46). Sócrates es, pues, a la luz de este análisis, un maestro que se encuentra en el polo opuesto del ignorante, un nuevo tipo de maestro que, a diferencia de su contraparte, tiene por único objetivo la emancipación.
Para comprender tal afirmación, polémica sin duda a ojos de Platón y muchos estudiantes y estudiosos de la filosofía, debemos detenernos un momento en algunos de los conceptos que Rancière pone sobre la mesa. Nos referimos sobre todo al contraste entre embrutecimiento y emancipación, entre maestro explicador y maestro ignorante. De lo contrario, corremos el riesgo de tomar por certera, bajo la influencia del glosario socrático, la dicotomía maestro-ignorante, en lugar de sumergirnos en el vocabulario del francés para comprender a cabalidad su argumento. Con el afán de clarificar estos términos, narraré brevemente lo que le ocurrió a Joseph Jacotot cuando se vio envuelto en una circunstancia inédita en su carrera docente, justamente la experiencia que lo hizo descubrir al maestro ignorante.
Jacotot era un profesor francés que, en 1818, se encontraba al frente de una clase de literatura francesa en un salón de la Universidad de Lovaina (ubicada en Países Bajos) lleno de hablantes de holandés, lengua que desconocía. Maestro de diversas disciplinas teóricas, artísticas y prácticas desde su participación en la Revolución Francesa, Jacotot se preguntaba,como Sócrates lo hizo con Protágoras y Gorgias, cómo podría enseñar algo que desconocía. Aunque poseía amplios conocimientos sobre su lengua y la literatura francesa, su ignorancia de la lengua y la cultura holandesas convertían la enseñanza en algo, si no imposible, al menos sí impensable.
Tras explorar algunas opciones, Jacotot llegó a la conclusión de que tenía que enseñar alguna cosa, aunque no sabía bien qué. Para hacerlo, buscó un objeto común, algo que pudiera erigirse como un puente entre el maestro y sus estudiantes. Ese puente sería, en el caso del francés, Las aventuras de Telémaco, obra de François Fénelon publicada en aquel tiempo en una edición bilingüe en Bruselas. Con el libro en mano y apoyándose en un intérprete, Jacotot les asignó entonces una tarea a sus estudiantes: leer la primera mitad de la obra, siguiendo puntualmente el texto en francés y la traducción al holandés, fijándose en el lenguaje, las palabras, la forma y la posición de las letras, la construcción de las oraciones y tratando de memorizar lo más posible. Luego habrían de terminar la lectura de la segunda parte, pero someramente, tan sólo para saber cómo concluía la historia. Una vez terminada la lectura, Jacotot les impuso un nuevo reto: escribir en francés una reseña con su opinión personal de la obra, usando las palabras que aparecían en el libro-puente.
Aunque Jacotot esperaba recibir trabajos llenos de errores, se sorprendió al darse cuenta de que los estudiantes no sólo habían comprendido el libro, sino que habían logrado expresarse por escrito en un francés legible, comprensible e incluso correcto: “Esperaba barbarismos espantosos, tal vez una absoluta imposibilidad. […] Cuál no fue su sorpresa al descubrir que sus alumnos, librados a sí mismos, habían salido del mal paso igual de bien que muchos franceses” (F. y V. Rancier citados en Rancière, 2007, p. 16). Así pues, los estudiantes habían aprendido sin explicación mediante, sin acompañamiento del maestro en cuanto divulgador de conocimientos, aunque sí bajo su consigna, habiendo encontrado solos la salida del laberinto en el que el maestro los había ubicado: “Jacotot era el maestro por el mandato que había encerrado a sus alumnos en un círculo del cual sólo ellos podían salir; había retirado su inteligencia del juego, permitiendo que la inteligencia de sus alumnos se enfrentara con el libro” (Rancière, 2007, p. 28). Y fue así como comprendió que quien ignora algo puede fungir como maestro. Es más, que en la experiencia educativa es el maestro ignorante el único que puede emancipar a las personas, porque las deja libres, a expensas de sus inteligencias, sus saberes y sus voluntades, con los cuales habrán de resolver la tarea.
¿Qué clase de maestro es, pues, el maestro ignorante? ¿Basta con nombrarlo así para describirlo, para vislumbrarlo? ¿Cuál es su tarea frente a sus educandos? ¿Y cómo es que logra enseñar algo de lo que carece? Y es más, si la filosofía es, como advierte su etimología, amor por la sabiduría, ¿cómo podrían las profesoras y los profesores universitarios, en particular quienes imparten esta disciplina, asumirse como maestros ignorantes?
Para responder estas cuestiones, quizá convenga recordar cómo funciona la educación tradicional, incluída la universitaria, y el papel que los maestros juegan en ella. ¿Qué es, entonces, lo que hace comúnmente un maestro? ¿En qué se basa su éxito docente: que los alumnos aprendan algo de él? Ésta es la pregunta que Jacotot formula apenas después de su experimento, pues no logra explicarse cómo es que sus estudiantes consiguieron aprender algo. Haciendo memoria, analizando sus experiencias docentes previas, la respuesta le resulta clara: un maestro lo que hace es explicar; lo que tiene por principal tarea es compartir su conocimiento a través de explicaciones claras, adecuadas al nivel de los estudiantes frente a quienes se ubica. El objetivo es el mismo: que quienes ignoran algo salgan del salón de clases conociendo algo nuevo. Y es que, escribe Rancière, “es el arte singular del explicador: el arte de la distancia. El secreto del maestro es saber reconocer la distancia entre la materia enseñada y el sujeto que instruir, como así también la distancia entre aprender y comprender. El explicador es quien plantea y da por abolida la distancia, quien la despliega y la reabsorbe en el seno de su palabra” (Rancière, 2007, p. 19).
Esta práctica docente, aunque extendida en tiempo y espacio, tiene, en opinión de Jacotot, un problema clave: que, a pesar de concebir la igualdad como su meta, dotando de conocimientos a quienes los requieren, depende para su subsistencia de una desigualdad originaria, esa que divide a las personas en ilustradas e ignorantes. Aquéllas poseen una inteligencia superior, capaz de comprender por sí misma lo que se le ponga enfrente; éstas, además de carecer de sabiduría, carecen también de la capacidad de pensar por sí mismas, razón por la cual necesitan un maestro ilustrado que les explique paso a paso lo que pretenden aprender, yendo, según la lógica de la explicación, de lo más simple a lo más complejo.
Si esto es así, tal como sostienen los maestros que Rancière, siguiendo a Jacotot, llama explicadores, ¿cómo imaginar siquiera la posibilidad de un maestro ignorante? O bien, tal como lo pregunta Rancière: “¿Cómo admitir que un ignorante pueda ser causa de conocimiento para otro ignorante?” (Rancière, 2007, p. 30).
Jacotot mismo se hizo una y otra vez esa pregunta, y para intentar resolver el misterio creó toda clase de experimentos. Así lo relata Rancière:
Joseph Jacotot se dedicó entonces a variar las experiencias, a repetir según un plan aquello que el azar había producido una vez. Se puso a enseñar dos materias en las que su incompetencia era evidente: pintura y piano. Los estudiantes de derecho habían querido que se le asignara un puesto vacante en su Facultad. Pero la Universidad de Lovaina ya comenzaba a mostrar su inquietud por ese lector extravagante que hacía que los alumnos desertaran de los cursos magistrales y en las noches fueran a amontonarse en una sala muy pequeña, sólo iluminada con el resplandor de dos velas para escucharlo decir: ‘Es necesario que les enseñe que no tengo nada que enseñarles’. (Rancière, 2007, p. 30).
Y es que para él lo importante no era qué aprendían los estudiantes —eso lo decidirían ellos mismos—, sino que reconocieran que detrás de todo acto humano se encuentra la misma inteligencia; que su inteligencia era igual a la de cualquier otra persona y que, por eso, eran capaces de comprender, gracias a su inteligencia y al esfuerzo de su voluntad, lo que cualquier otra persona crea, descubre o inventa. Así lo sintetiza Rancière: “Quien enseña sin emancipar embrutece. Y quien emancipa no tiene que preocuparse por lo que el emancipado debe aprender. Aprenderá lo que quiera, tal vez nada. Él sabrá que puede aprender porque la misma inteligencia está obrando en todas las producciones del arte humano, porque un hombre siempre podrá comprender la palabra de otro hombre” (Rancière, 2007, pp. 33-34).
A esto, una afrenta o interpelación para quien piensa en términos de aprendizajes esperados y secuenciales, Jacotot lo consideraba una buena nueva; que cualquier persona podía :
todo aquello que puede un hombre. […] Que se puede enseñar lo que se ignora y que un padre de familia pobre e ignorante puede, si está emancipado, encargarse de la educación de sus hijos, sin el auxilio de ningún maestro explicador. Y señaló cuál era el medio para esta enseñanza universal: aprender cualquier cosa y relacionar todo el resto con ella, según este principio: todos los hombres [y las mujeres] tienen la misma inteligencia (Rancière, 2007, p. 34).
Lo importante, pues, desde esta perspectiva, no es tanto el método de enseñanza, o bien las estrategias de las que se eche mano. Lo importante es, en cambio, tener claras dos cosas: “si el mismo acto de recibir la palabra del maestro —la palabra del otro— es un testimonio de igualdad o de desigualdad […] si un sistema de enseñanza tiene por presupuesto una igualdad que ‘reducir’ o una igualdad que verificar” (Rancière, 2007, p. 10).
El maestro ignorante de Jacotot puede ser pensado, a nuestros ojos, como modelo, símbolo o figura de la manera en la que la filosofía podría contribuir a los procesos de enseñanza-aprendizaje, desde el nivel preescolar hasta el universitario. Y es que no hay inteligencias superiores o inferiores, no hay inteligencias más o menos hábiles, no hay lenguas que permitan pensar y otras que lo imposibiliten, como han dicho en ocasiones algunos filósofos. En cambio, siguiendo a Rancière y su lectura de Jacotot, hay una sola inteligencia: aquella capaz de formular preguntas, de experimentar, de reconocerse a sí misma y las consecuencias de ese reconocimiento, de hacerse responsable de sí y de apoyarse en la voluntad para aprender. Hay, en suma, en toda la humanidad una misma inteligencia, capaz de emanciparse y, ya emancipada, de emancipar a otras, dejándolas libres de encontrar la salida del laberinto dibujado por el maestro ignorante.
Esto mismo lo han dicho, con otras palabras, en otros tiempos y lugares, otros filósofos. Uno de ellos fue Immanuel Kant, quien sintetizó la Ilustración entera en una frase: “Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento!” (Kant, 2007, p. 83). Y aunque, por supuesto, Ilustración, entendimiento, inteligencia y razón son en sí mismos conceptos dialécticos que han de ser interrogados en otro espacio y momento, quedémonos por ahora con la buena nueva de Jacotot: todas las personas pueden lo que cualquier otra. Quedémonos, pues, con la buena nueva de la filosofía, al menos desde la perspectiva del maestro ignorante: todas las personas son capaces de hacerse preguntas, de dar razones, de pensar por sí mismas. Esto es, de emanciparse y, en cuanto ellas mismas maestros ignorantes, de impulsar la emancipación de otros.
¿Qué pasaría, entonces, si en los recintos universitarios profesoras y profesores se asumieran como maestros ignorantes? ¿Cambiaría algo en su persona, en sus ideas y prácticas respecto a la enseñanza? ¿Se sentirían más en casa las y los estudiantes, con mayor confianza en sus capacidades y mayor libertad para intervenir en el proceso de enseñanza-aprendizaje? ¿Contribuiría, en fin, a encontrar una vía para salir de la crisis en las que están sumidas las universidades? ¿Sería posible construir, a partir de esta mirada sobre la educación en general y la práctica docente en particular, una sociedad distinta, con relaciones más horizontales? Todo esto y más nos preguntamos a partir de una experiencia tan sugerente como la de Joseph Jacotot, aquel viejo maestro ignorante.
Literatura citada
Jaeger, W. (2008). Paideia: los ideales de la cultura griega. Ciudad de México: FCE.
Kant, Immanuel. (2007). “Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?” en ¿Qué es la Ilustración? (pp. 81-93). Madrid: Alianza.
Platón. (2010a). “Apología de Sócrates” en Platón i (pp. 1-30). Madrid: Gredos.
Platón. (2010b). “Protágoras” en Platón i (pp. 235-300). Madrid: Gredos.
Platón. (2010c). “Gorgias” en Platón i (pp. 301-397). Madrid: Gredos.
Platón. (2010d). “República” en Platón ii (pp. 9-340). Madrid: Gredos.
Rancière, Jacques. (2007) El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Buenos Aires: Libros del Zorzal.