WENCESLAO ROCES Y LA UNAM

Wenceslao Roces (España 1897-México 1992), destacado comunista que fue Subsecretario de Instrucción Pública durante la República Española y, tras su derrota y breves estancias en Santiago de Chile y La Habana, se refugió en México en 1942. Es reconocido por su gran trabajo de traductor de obras clásicas del marxismo y docente universitario que realizó a lo largo de toda su vida, convencido de la necesaria unión entre teoría y práctica. En la UNAM Roces se incorporó como académico primero en la Facultad de Derecho y después en la Facultad de Filosofía y Letras, donde dejó profunda huella no sólo por formar a muchas generaciones sino también por participar activamente en la institución, como es el caso de la creación del Sindicato del Personal Académico de la UNAM en 1974, el cual tres años después se fusiona con el Sindicato de Trabajadores y Empleados de la UNAM que había sido creado en 1971, dando así origen al Sindicato de Trabajadores de la UNAM. Sin embargo, pocos años después, el STUNAM pierde la titularidad del sector académico al serle otorgada a la Asociación Autónoma del Personal Académico de la UNAM creada en 1979. Más allá de este desenlace, esos años de lucha y huelgas del SPAUNAM marcaron a Roces, para quien la organización sindical independiente de los académicos era un gran logro que auguraba un buen futuro para un movimiento que buscaba impulsar una nueva Universidad que el pueblo y la sociedad tienen derecho a exigir. De esa época, recuperamos algunos pasajes de los artículos que publicó en el periódico nacional El Día así como de una conferencia dictada en 1967 y una ponencia presentada en 1968, en las que también abordó el problema de la Universidad. Todos estos materiales fueron publicados en 1975, con un prólogo del autor, precisamente por Ediciones SPAUNAM bajo el título Los problemas de la Universidad. Artículos y conferencias. A pesar de la distancia que nos separa de esas décadas, la voz de Roces sigue interpelando a las nuevas generaciones porque era un convencido de la necesaria transformación de la Universidad para que, realmente y de manera cabal, cumpla con sus funciones y el compromiso que tiene con el pueblo y la sociedad a los que se debe.

Un prólogo demasiado largo para un texto tan corto[1]

Frente a la irracional consigna vociferante de los “ultrarrevolucionarios” verborreicos, que claman por una Universidad “anticapitalista” en el seno de una sociedad capitalista, nosotros preconizamos y luchamos por una Universidad democrática que ayude a crear, en quienes deben hacerlo, la conciencia de la sociedad socialista del mañana, matriz de la Universidad socialista, cuando se den, por la acción, las condiciones necesarias para ello. Y sobre la marcha. El camino hacia esta meta es una Universidad activa y fecunda, trabajadora, abierta al pueblo y auténticamente científica, pues la ciencia de hoy y el humanismo de hoy no son neutrales, sino que impulsan a la sociedad, con sus enseñanzas, por el camino del socialismo.

Queremos trabajar más y trabajar mejor. Pero sabiendo para qué y para quiénes trabajamos. Dando a la Universidad, si podemos, un alto nivel científico y una consciente función social. Pero sin caer en desastrosos espejismos ni arrogarnos, presuntuosamente, lo que no nos pertenece. Lo dijo Carlos Marx ya hace más de un siglo: la emancipación de la clase obrera tiene que ser obra de los obreros mismos. Y no de sus abogados, tutores, ayas y consejeros. Lo que los universitarios podemos y debemos hacer, en lo que nos toca, es ayudar a que esa conciencia, emanación de la lucha, obra de la historia, se arraigue y se difunda. O, por lo menos, no se vea enturbiada y deformada por ideologías enajenantes. Ni por las azafatas de cofia color de rosa de las clases patronales. Aunque éstas se agazapen hoy, pudorosamente, bajo ese híbrido fraudulento de la “economía mixta”. Sin perder de vista que, mientras los medios de producción, bajo esa etiqueta, se hallen en poder de los explotadores, también el trabajador intelectual producirá mercancías –libros, clases, sinfonías, películas, conferencias deliberadas o inconscientemente, que es peor, venales y cotizables–. Y que la Universidad y la inteligencia no podrán desencadenarse mientras no se desencadenen, no se liberen, la sociedad y el hombre.

Hay que luchar por la integración de todas las escuelas y facultades, hoy dispersas y atomizadas en torno a la pradera central en una Universidad unitaria y solidaria, en la que abogados, médicos, filósofos, físicos, arquitectos, etc., superen la parcelación gremial de “cada uno a lo suyo” y se sientan todos parte de un todo único, batallones del ejército común de la cultura, universitarios integrados e integrales. ¡Un tipo nuevo de universitario, consciente de sus deberes hacia los demás! Hay que estrechar los lazos solidarios entre unas y otras facultades, con intercambio de conferencias, visitas, delegaciones, enlaces orgánicos, actividades comunes, conviviendo y luchando en común, puesto que las metas, con fisonomía propia en cada sitio, son comunes a todos y reclaman una Universidad común. La división de nuestras filas es siempre el arma y la brecha del enemigo.

En la Universidad, como en otro lugar lo he dicho, no hay pleitos que zanjar, contiendas que dirimir, pero sí problemas que plantear y que resolver. Lo problemático es, además, creo yo, la esencia misma de la Universidad. Dialéctica viene de diálogo, pero no de diálogo de mesa de café, sino de diálogo combatiente, de contrastación y contradicción, no airada, pero sí polémica. “Polemos páter”. La guerra (guerra en griego es masculino), madre de todo, decía Heráclito, el gran dialéctico. Pero, en la Universidad, no una guerra civil, que tampoco queremos para la sociedad. Una guerra cuyas armas sean la inteligencia y la razón. Si aquí y ahora no sabemos emplearlas, ¿dónde y cuándo?

¿Y ahora, qué?[2]

Y, sobre todo, que la función de la Universidad no flota en el vacío social, sino que se nutre de la poderosa realidad en cuya atmósfera respira. Que la Universidad es emanación de la sociedad y, al mismo tiempo, tal como yo la concibo, puente de razón tendido hacia la sociedad nueva. Tiene que partir de la realidad de ésta y de las fuerzas y el proceso de su transformación, para poder transformarse ella misma, pues también “el educador necesita ser educado”. Es claro que la Universidad mexicana de hoy no puede ser la Real y Pontificia Universidad del Virreinato. Ni la claustral Universidad civil de don Justo Sierra. Ni siquiera la Universidad conmocionada, romántica y populista de Vasconcelos, colocada bajo el lema de un Espíritu brotando de una Raza. No se trata, como en la Extensión Universitaria de los ovetenses, de proyectar la Universidad sobre el pueblo, como alargando a éste una limosna de cultura.

Hoy no vivimos ya aquellos tiempos. Las fuerzas motrices de la Universidad son, hoy, otras. Sobre ellas gravitan, fundamentalmente, tres reclamos sociales de formación de cuadros cuya pugna lacera, en su impacto, el alma universitaria, como doncella acosada por los galanteos de tres pretendientes: el Estado, que la paga y la sostiene; las empresas privadas, capitalistas, nacionales y antinacionales, que la cortejan, ávidas de servidores tecnológicos asalariados, y la clase obrera, los campesinos, las fuerzas de la revolución y del futuro, para cuya lucha es vital la atracción de ideólogos, intelectuales calificados, profesionales identificados con sus metas. Y la Universidad, mientras la sociedad sea ésta, tiene que debatirse entre los requiebros de los tres galanes, sin poder casarse de por vida con ninguno, como tal Universidad.

La huelga ha terminado. ¿Y ahora, qué? ¡A trabajar con nuevo y renovado brío! […] La proclamación, ya irreversible, del universitario como trabajador académico, la afirmación de la personalidad sindical de cuantos laboramos en la docencia o en la investigación universitarias, aunque muchos se resistan todavía a bajar de su pedestal, tienen que ir seguidas sobre la marcha, sin quitar el dedo del renglón, de nuevas reivindicaciones en que veamos si realmente funciona, al tiempo que le fortalecemos, el instrumento de trabajo que hemos forjado para la renovación de la Universidad.

De algunas de estas directrices de trabajo y de lucha, tal como yo las veo, hablaba en mi primer artículo: estímulo, garantías y medios para los cuadros jóvenes. Promoción alentadora de los nuevos valores universitarios. Participación profesoral y estudiantil, consciente y democrática, en todos los planos. Orientación hacia nuevas o renovadas estructuras sustraídas a la égida patriarcalista, oligárquico-senatorial que, a mi modo de ver, preside y menoscaba a la Universidad que tenemos. Una autoridad académica basada realmente en el consenso de todos o de los más, en la identificación fraterna de lo que es de todos, y no en la gresca, en el regateo y en la tira y afloja del “patrono” (en la aceptación romana de la palabra: “patrono” y “cliente”). Trato directo y abierto entre universitarios, sin la coraza guerrera y curialesca de licenciados y escribanos, buenos para virreyes, malos para rectores. Entre amigos y entre hermanos, sobran los abogados. Esto no es un pleito, una contienda. En el Rector, en los directores y en sus consejeros universitarios y técnicos queremos ver hermanos y amigos, que defienden un solar común, y no a contrincantes que necesitan, para abroquelarse, los aguijones de los picapleitos, como en las dos ciudades dentro de una de que nos habla Platón. Para nosotros, la Universidad es una sola y requiere el concurso de todos.

El humanismo de hoy[3]

También la Universidad de hoy, nuestra Universidad, en la que laboramos, por la que luchamos, necesita ser una Universidad humanista. Pero de un humanismo, aunque enlazado con el de los humanistas y los racionalistas de ayer, de nuevo cuño. El humanismo de hoy. La grandeza y la razón de ser de los estudios humanísticos está, a mi parecer, en la clarividencia de descubrir lo más vital en el hombre y el mundo que le rodea y en apoyarse en las grandes fuerzas del futuro, en sacarlas a la luz y pertrecharlas con las armas ideológicas, espirituales. El humanismo de hoy, el nuestro, no puede ser un humanismo antropológico, filantrópico, feuerbachiano, abstracto, contemplativo. Eso, hoy, no sirve, no opera. Sería simplemente el paño del altar en que se oficia para consagrar lo instaurado.

Bajo este pabellón navegan muchos barcos piratas. Ese brocado noble del humanismo cubre muchas reliquias. Nosotros queremos que ennoblezca las conductas. Que no sea un cortinaje que oscurezca la estancia, sino que se descorra para dejar entrar la luz. Las “Letras humanas” de hoy ya no pueden vivir, como las de ayer, del sueño de resucitar el pasado. Tienen que vivir, para encontrar los latidos de la juventud estudiosa, en contacto con los problemas de hoy, con las luchas de hoy y los horizontes del mañana. Enlazarse, sí, con las grandes tradiciones humanísticas. Pero para vivir y palpitar en nuestra Universidad, si no quieren caer en la modorra, necesitan demostrar sus títulos ante las realidades y las fuerzas de nuestro tiempo y no marchitarse bajo el polvo del hastío o de la erudición. Yo creo que no hay una sola rama, una sola hoja del árbol de las humanidades que no pida y necesite, para que éste pueda crecer frondoso, ser vitalizada con la luz y la humedad y el eco de lo que está sucediendo en nuestro tiempo. Para que cumplan su destino, estas flores no deben brotar detrás de los muros del huerto recoleto, sino en recintos abiertos al aire de la calle. Por la temática, por los planes de estudios, por el injerto con otras plantas del saber, estas disciplinas deben ser renovadas, al igual que toda la Universidad.

Hay que repetirlo: en nuestra Universidad, ninguna doctrina, ningún sistema, ninguna ideología pueden ni deben tener patente de corso. Hay que enseñar y estudiar cuanto tenga un rango científico. Y estudiarlo y enseñarlo científicamente, con rigor crítico. Pero a mí me parece que el humanismo del mundo en que vivimos está colocado, como este mundo mismo, bajo el signo de la transformación. Y de las fuerzas que la están operando ya. Las fuerzas que, como dice Marx, en uno de sus trabajos juveniles, tienen como misión histórica “acabar con todas aquellas condiciones en las que el hombre es un ser humillado, avasallado, despreciado y despreciable”.

Universidad, humanismo y ciencias humanas[4]

Creo que la Universidad -esto es lo que me importa destacar- debe esforzarse por descubrir en su propio seno las promesas firmes de lo nuevo. Descubrirlas y alentarlas, con una fe inquebrantable en lo que nace. Comprender que una de las grandes funciones de la Universidad, como de todo organismo vivo, es fomentar sus reservas. Alumbrar de su entraña las fuerzas para el crecimiento futuro, los profesores e investigadores del mañana. Un mañana que, si no ha de ser vana promesa, debe comenzar ya hoy.

Diré ante todo que, para mí, la Universidad no es, primordialmente una cantera de titulados profesionalmente. Que, para poder ser eso, en la función cabal de profesionalismo, tiene que ser, en su raíz misma, una escuela de formación del hombre, del hombre social de nuestro tiempo. Una forja de los grandes valores de la cultura que el pueblo necesita y reclama y que no pueden plasmarse al margen de él, sin contacto con sus necesidades, sus intereses y sus luchas. Lo cual -dicho sea de paso- vincula necesariamente al universitario con la sociedad y la política, entendida ésta como la lucha elevada y consciente por un Estado a tono con los principios de la gran cultura humana y de la justicia social.

La ciencia, la investigación, la enseñanza, reclaman hoy para luchar contra la ignorancia, la enfermedad, el hambre y el desamparo, recursos materiales y humanos inmensos. Ningún hombre de ciencia sensible puede resignarse ante el monstruoso contrasentido de que descubrimientos que son fruto de sus esfuerzos y que podrían salvar muchas vidas humanas o enderezarlas hacia metas altas permanezcan encerrados, con patentes y fórmulas, en las cajas fuertes de empresas de lucro, aguardando la coyuntura de la rentabilidad privada. Ni puede permanecer impasible, viendo cómo los Estados dedican sumas fabulosas a las técnicas de la muerte, mientras se destinan recursos irrisorios del gran fondo de acumulación reunido por el trabajo del hombre a la lucha por los bienes elementales de la vida. Para encontrar las causas reales de estas anomalías y los caminos que llevan a salir de ellas, el hombre de ciencia tiene que levantar los ojos de los mecanismos específicos de su trabajo, bucear en los entresijos de la vida política y social y comprender sus complejidades.

Pero volvamos, para terminar, a la Universidad, por donde hemos comenzado. Es ésta, Universidad, una hermosa palabra, cargada de sentido y significación. Universidad es suma, conjunto, universalidad. Quienes la vieron nacer la definían como una corporación de profesores y alumnos, la Ciudad del Saber, donde todos, maestros y escolares, deben sentirse ciudadanos por derecho propio. Las modernas Ciudades Universitarias integran arquitectónicamente esta concepción colectiva. Pero, además de una colectividad de personas y edificios, la Universidad debe ser, respondiendo también en esto a su nombre, y sobre todo a su esencia, una universalidad de cosas, de inquietudes, estudios y enseñanzas. Debe responder a aquel ideal de integración también por su contenido.

Universidad y pueblo[5]

Yo diría que como mejor puede servir la Universidad al pueblo -y me refiero concretamente a la nuestra- es suministrando una enseñanza auténticamente científica y de alto nivel. Una enseñanza basada en una concepción científica del mundo y a tono con las realidades, con los problemas y con las fuerzas sociales de nuestro tiempo. Que capacite al hombre para servir realmente a los intereses y a las luchas de su pueblo. Que no se deje reducir a la función subalterna a que la clase dominante quiere sujetarla y a la que, por su posición dentro del Estado y de la sociedad de que la Universidad es órgano, no puede por menos de querer confinarla, y que es la de forjar cuadros para la burguesía. Que, luchando, dentro de las condiciones de la realidad actual, por el sentido democrático del estudiante y por el contenido democrático y actual de la enseñanza, por la calidad de ésta a la vez que por su cantidad e intensidad, dé al pueblo de México los científicos, técnicos y humanistas que necesita, hombres que sepan situarse en las rutas decisivas de una cultura capaz de servir al pueblo de México y de contribuir a través de él a la transformación progresiva del mundo.

La juventud estudiantil de hoy está dando, en muchos países, ejemplo de sensibilidad y combatividad. Esto es hermoso y aleccionador. Y, sin caer en la deformación de una lucha entre “generaciones” como el signo del mundo de hoy, habrá que revisar a la luz de este hecho importante de dimensión universal, algunos de los dogmas de los catecismos políticos. Pero, para que este poderoso caudal de entusiasmo no se pierda entre las arenas del desierto del romanticismo, la juventud tiene que dar también ejemplo de firme y clara conciencia de la realidad. La política es una ciencia muy complicada. No se hace sólo con generosidad y heroísmo. Se hace también y sobre todo, con sabiduría y con un sentido racional de la fuerza y la organización. Podría ocurrir -refiriéndome siempre a nuestra Universidad- que, con las mejores intenciones, por no ver la realidad tal y como es para poder transformarla, por no ver las fuerzas sombrías que acechan detrás de los impulsos generosos, se abrieran las brechas para que por ella se deslizaran, taimadamente, bajo vocingleros disfraces, quienes quieren llevar las aguas a la presa de la quietud y al silencio de los cementerios. Si los planes no están bien concebidos y son bien ejecutados, con las piedras de la libertad pueden construirse -se ha construido muchas veces- baluartes para la reacción.

La Universidad y el universitario, si realmente sirven a la ciencia y a la verdadera cultura, si mantienen las ideas y fomentan los conocimientos que la realidad postula, pueden hacer mucho por el pueblo y la sociedad a que se deben. Pero jamás podrán suplantarlos en su verdadero ser. La Universidad es producto de la sociedad en la que vive y de la que vive, su hija y no su madre. Es el Alma mater studiorum, el alma matriz de los estudios, pero no la madre, sino la hija del pueblo, de la nación.No caigamos tampoco en el grotesco simplismo de pedir que sea la Universidad quien haga la revolución, como gestora del pueblo. La revolución, que es parte de su historia y fruto de su entraña viva, tiene que hacerla el pueblo mismo y eso tiene que ser la obra de su propia conciencia y de sus fuerzas propias, de sus clases y partidos, enlazados a la Universidad por la savia humana de estudiantes y profesores, que son también, como todos, hijos del pueblo a que pertenecen. Este no está sujeto a nuestra tutela o bajo nuestro magisterio, como un niño, como el puer robustus, el robusto muchacho de que nos hablaban los ilustrados del siglo XVIII y en el que pensaban los populistas del XIX. Es ya grandecito, y donde no lo sea, él mismo, mediante sus luchas, sus éxitos y sus fracasos, tiene que crecer. Sería la más grotesca de las soberbias y el más altivo de los desprecios hacia el pueblo, hoy, pensar que la revolución, que es la vida de un pueblo, va a salir de las aulas de sus universidades, aunque éstas no deban ni puedan cerrarse olímpicamente a sus latidos.


[1] pp. 9-29.

[2] pp. 52-56.

[3] pp. 56-60.

[4] pp. 71-100.

[5] pp. 100-111.