En las últimas décadas, el escenario político mundial ha dado un claro giro insurreccional. Mucho antes del asalto al Capitolio en Washington DC el 6 de enero de 2021, la izquierda internacional también había comenzado a identificar su impulso con varios levantamientos populares y movimientos insurreccionales. En Europa, esta tendencia había ido creciendo al menos desde los acontecimientos del Mayo del ’68, mientras que en América Latina el declive de la hegemonía y las derrotas electorales de los gobiernos de la Marea Rosada en la última década han contribuido a un agotamiento similar de la política orientada hacia el Estado. El resultado en ambos casos, sin embargo, es un empobrecimiento extremo de la teoría del Estado, considerada durante mucho tiempo una laguna importante en el marxismo clásico y hoy en día reemplazada por un vago consenso libertario contra lo que Friedrich Nietzsche ya había descrito como el monstruo frío del Estado.
El papel del Estado, ya sea para proporcionar servicios básicos de salud y educación, garantizar la seguridad pública o cobrar impuestos para programas públicos, en todas partes está siendo atacado. Dejando al descubierto el vacío subyacente a nuestras nociones de soberanía, las últimas dos décadas en particular han estado marcadas por una ola global de levantamientos, disturbios, ocupaciones y otras formas de insurrección que ya no buscan tomar el control de los aparatos estatales, como en el viejo paradigma revolucionario. Entre las protestas callejeras, los cacerolazos y los cortes de ruta en Argentina del 19 y 20 de diciembre de 2001, las barricadas de la Comuna de Oaxaca de 2006 en México y los movimientos de las plazas de 2011 en Egipto, España o Turquía, si no empezando ya mucho antes, con el levantamiento armado de los neozapatistas el 1 de enero de 1994 en Chiapas, hemos sido testigos de una tendencia mundial que se aleja del paradigma revolucionario orientado al Estado en favor de diversas formas de hacer política en contra o a distancia del Estado.
El famoso libro de Lenin, El Estado y la Revolución, escrito en los meses previos a la Revolución de Octubre mientras su autor se escondía del Gobierno Provisional, tendría que ser reformulado hoy. Lo que está en la agenda ya no encaja con el título general de Lenin, sino que cae bajo la rúbrica de El Estado y la insurrección. Esto se debe a que las últimas décadas han estado marcadas no sólo por una serie de disturbios e insurrecciones sino también por el surgimiento de varios gobiernos de izquierda, centristas o populistas que utilizaron con éxito medios electorales para llegar al poder del Estado. El resultado, sin embargo, ha sido una desconexión cada vez mayor –confirmada en un caso tras otro– entre la expectativa de que un cambio radical podría surgir dentro del sistema parlamentario-estatal existente y la repentina comprensión, que puede ser tan aleccionadora como deprimente, de que el momento político propiamente dicho hoy podría limitarse al breve tiempo insurreccional de protestas y disturbios en las calles.
Por supuesto, esta desconexión no es nada nuevo. En el pasado, fue el tema de vigorosos debates entre figuras como Eduardo Bernstein y Rosa Luxemburgo, formulado en el lenguaje de la conocida alternativa entre revolución y reforma. Pero en esta tradición, la imaginación revolucionaria prometía superar la brecha entre el Estado y la revolución, al proponer la toma del poder estatal como una de las características que definirían la esencia de una revolución moderna. Siempre que tales tomas del poder resultaron imposibles o fueron rechazadas como indeseables, como en el caso de la Revolución Mexicana con Emiliano Zapata y Pancho Villa, esto podría describirse como la historia de “la revolución interrumpida”, como en el clásico libro del recién fallecido Adolfo Gilly sobre México. Así, también, para Rosa Luxemburgo, escribiendo a principios de siglo, no había necesidad de oponer tajantemente la revolución y las reformas, ya que estas podían ser el medio progresivo para alcanzar aquella[1].
En cambio, la creencia en la presencia de un vínculo indisoluble entre los momentos de ruptura y de reforma ya no es válida para grandes sectores de la izquierda radical de hoy. No sólo se ha agotado por completo el impulso revolucionario orientado hacia el Estado, independientemente de si tomamos la Revolución Cubana de 1959, la Revolución Cultural China de 1966 o la de los sandinistas en Nicaragua de 1979 como el marcador histórico de la última revolución en la época clásica. Además, lo que aparece en su lugar es una brecha cada vez mayor entre los aparatos de la maquinaria estatal y la explosividad del momento insurreccional. Las aplastantes derrotas electorales sufridas en los últimos meses tanto por Podemos en España como por Syriza en Grecia, o la no menos aplastante victoria del No contra la nueva Constitución en Chile después del estallido de octubre de 2019, no hacen más que aumentar la impresión de una discrepancia insuperable entre los límites del aparato estatal que una y otra vez se están volviendo visibles y la potencialidad de lo que sólo puede describirse como un grito primitivo de repudio contra las políticas predatorias del capital multinacional a través de instituciones como el Fondo Monetario Internacional.
De cara a esta situación, no creo que sea el momento de denunciar la insuficiencia o el juego sucio de líderes individuales. Los problemas que nos ocupan no son sólo personales sino estructurales, con amplias implicaciones tanto políticas como teóricas. Si el momento actual tiene un significado histórico mundial, esto debería darnos pausa para reflexionar y elaborar un análisis a largo plazo de la coyuntura actual, en lugar de permitirnos condenas moralistas y fanfarronadas retóricas. A menos que nos contentemos con hablar con un grupo selecto de intelectuales quienes al expresar sus preocupaciones sólo a posteriori como otros tantos cazadores de ambulancias logran consolidar su posición a la izquierda de la izquierda oficial, deberíamos más bien analizar cómo hemos llegado a esta coyuntura crítica y qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo, teniendo en cuenta todas sus implicaciones a corto y a largo plazo.
Un primer nivel en el que el análisis de la situación actual parece estancado –sin duda debido a la fuerza trascendental de los acontecimientos a medida que se desarrollan ante nuestros ojos– implica preguntas sobre tácticas y estrategias concretas en las batallas políticas en curso, tanto en el terreno de las calles como en las altas esferas donde entre bastidores se siguen tomando decisiones que cambian el rumbo de naciones enteras. El voto del NO contra la nueva Constitución chilena, por ejemplo, se asemeja en muchos aspectos al breve período entre los meses de junio y julio de 2015 en Grecia, que después del voto OXI vio un repentino ascenso entre dos escenarios o dos modalidades de comentario: la amarga modalidad del «te lo dije» con la que muchos izquierdistas reiteran moralmente su aborrecimiento visceral por la socialdemocracia, el parlamentarismo o incluso la moderación neokeynesiana; y la otra cara maníaca de esta primera modalidad, que en un escenario utópico tras otro de «qué pasaría si» busca redimir todos los errores tácticos como si escondieran otros tantos golpes secretos de genialidad, sólo para demostrarse equivocados al día siguiente.
Incluso cuando los expertos logran mantenerse alejados de estas dos posiciones extremas, siempre existe el riesgo de que el análisis de los errores, los retrocesos y las traiciones se quede al nivel de las intenciones y las responsabilidades individuales, en lugar de centrarse en las limitaciones estructurales dentro de las cuales todas las políticas emancipatorias en la actualidad se ven obligadas a operar. Esto no significa que debamos disculpar los flagrantes errores de cálculo o glorificar la astucia de la razón, distópicamente activa a espaldas de líderes individuales. Pero sí requiere que demos un paso atrás en la obsesión presentista con las tácticas cotidianas para tener en cuenta la visión de mediano a largo plazo. De hecho, tan pronto como escuchamos el lenguaje codificado de las alternativas de socialdemocracia y anticapitalismo revolucionario o electoralismo parlamentario y guerra civil, ya habremos abandonado el ámbito de tácticas y estrategias y entraremos en un diálogo mucho más amplio sobre los objetivos de la izquierda radical, en particular en lo que respecta a los viejos argumentos sobre lo que en la tradición marxista se llamaba la «extinción» o el “desvanecimiento” del Estado.
De hecho, si hay una problemática que ha surgido de las dos últimas décadas desde América Latina hasta el Mediterráneo, es sin duda el resurgimiento de la cuestión sobre el papel del Estado y su confrontación con diversas formas no estatales o antiestatales de la política tanto violenta como pacífica –desde los nuevos movimientos sociales hasta las organizaciones no gubernamentales, y desde los grupos paramilitares hasta los colectivos anarcocomunistas. Esta problemática excede con mucho los términos de la oposición clásica entre Estado y sociedad civil o, más bien, civil-burguesa, es decir, lo que en la tradición alemana se conoce como bürgerliche Gesellschaft –ya sea en su formulación hegeliana o tras su inversión en el primer Marx.
El riesgo que entraña pintar el panorama actual en los términos de las opciones estatales y antiestatales consiste en ignorar el hecho de que «el» Estado no existe. En lugar de un universal tan abstracto, deberíamos hacer un balance de diversas formas de Estado geográficamente distintas e históricamente cambiantes. Sin caer en el extremo opuesto de un particularismo nominalista basado en singularidades aisladas que impediría toda comparación conceptual, éstas son las formas estatales concretas que exigen ser estudiadas. Por desgracia, sin embargo, la especificidad de diversas formas de Estado se pierde tanto en los argumentos clásicos (hobbesianos, hegelianos o weberianos) a favor como en los argumentos radicales (anarquistas, autonomistas, subalternos o posthegemónicos) en contra de «el» Estado. Peor aún, también deberíamos reconocer hasta qué punto, paradójicamente, la posición antiestatal, ya sea militante o puramente especulativa, puede ser responsable de reforzar, como por un irresistible efecto de rebote, la fantasía del poder omnipotente del Estado que pretende socavar, es decir, el poder del Estado como una excrecencia separada, objetiva y relativamente autónoma, situada por encima o más allá de los espacios de la sociedad civil.
Ya en 1977, en una crítica devastadora de las teorías del Estado entonces dominantes entre sociólogos y marxistas como Ralph Miliband y Nicos Poulantzas, el sociólogo e historiador británico Philip Adams advirtió contra la fetichización del Estado.[2] Según Abrams, incluso si seguimos el ejemplo de Poulantzas y definimos al Estado como una relación social o un campo de lucha en lugar de considerarlo como un conjunto fijo de aparatos, espacios y funciones que se pueden apropiar o perder, seguimos sin definir el papel específico del Estado en esas luchas y relaciones, un papel y una especificidad que requieren un análisis histórico mucho más que una teoría general, ya sea funcionalista o estructuralista. De hecho, debemos recordar cómo el viejo maestro de Poulantzas, Louis Althusser, en su intervención sobre «La crisis del marxismo» en la conferencia organizada en noviembre de 1977 en Venecia por Il Manifesto sobre el tema de la «sociedad posrevolucionaria», había indicado que la crisis en cuestión abría por fin la posibilidad de volver a estudiar dos grandes lagunas dejadas no sólo por Marx, sino también por pensadores posteriores como Lenin: «En Marx y en Lenin hay dos lagunas de gran alcance: una sobre el Estado, la otra sobre las organizaciones de la lucha de clases«[3]. En la medida en que estas lagunas teóricas abren también importantes cuestiones estratégicas, para Althusser era urgente responder a ellas con rectificaciones que se ajustaran a las condiciones específicas de la crisis para responder a la exigencia de probar la renovada actualidad del discurso original de Marx.
Sabemos que las tesis de Althusser provocaron inmediatamente un torrente de réplicas, ataques y contraargumentos. Él mismo respondió pocos meses después de la conferencia de Venecia a una nueva invitación de Rossana Rossanda con otro texto para el colectivo Il Manifesto, «El marxismo como teoría finita», que se incluiría junto con una larga serie de respuestas en un volumen publicado en 1982 en México y Argentina bajo el título Discutir el Estado: Posiciones frente a una tesis de Louis Althusser[4]. En su mayor parte, sin embargo, un énfasis limitado en los aparatos coercitivos e ideológicos del Estado se retroalimentaría con el antiestatismo que ya se estaba convirtiendo en el nuevo consenso entre los izquierdistas radicales de Francia e Italia, con referencias comunes que iban desde La sociedad contra el Estado de Pierre Clastres, de 1973, hasta La democracia contra el Estado: Marx y el momento maquiavélico, de 1997, de Miguel Abensour[5].
En términos de Marx, podríamos hablar a este respecto del Estado y su otro –ya sea que a este último se le llame sociedad civil, según la tradición política post-hegeliana, o más bien el común, la comuna o la comunidad– como «opuestos reales» o «extremos verdaderamente reales» (wahre wirkliche Extreme), incapaces de mediación dialéctica en una unidad superior. Como escribió el joven Marx en su crítica de 1843 a la filosofía del derecho de Hegel: «Los extremos reales, precisamente por reales, no pueden ser mediados entre sí. Pero tampoco requieren una mediación, ya que se oponen entre sí. No tienen nada en común ni se requieren mutuamente ni se complementan mutuamente. Ninguno de ellos encierra el anhelo, la necesidad, el presentimiento del otro»[6]. Este, a mi modo de ver, es el callejón sin salida en el que nos encontramos una vez más: el Estado y la insurrección como extremos actuales y reales que no tienen nada en común entre sí, en la medida en que uno no lleva en su seno el anhelo, la necesidad o la anticipación dialéctica del otro.
Sin embargo, lo que a menudo se olvida en este debate teórico es cómo y por qué, históricamente hablando, hemos vuelto a ser los contemporáneos del texto juvenil de Marx sobre Hegel, si no de su lectura tardía de la Comuna de París como una revolución contra el Estado. Cuando autores europeos como Abensour, Solange Mercier-Josa, Etienne Balibar o Stathis Kouvelakis vuelven a esta imagen aislada de un “Marx demócrata” a distancia del Estado, ¿podemos simplemente traducir y proyectar tales lecturas a todas partes del mundo como si representaran la verdad por fin descubierta sobre la teoría marxista del Estado? ¿No es este redescubrimiento de un Marx democrático, el que en 1843 hablaba de «verdadera democracia», el resultado de una generalización atractiva pero indebida de la decepción francesa e italiana con el eurocomunismo y el socialismo de François Mitterrand?
En su ensayo fundamental, «El Estado en América Latina», publicado por primera vez en 1984 y retomado hace unos años en la antología El Estado desde el horizonte histórico de nuestra América, el sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado ya advertía contra la simplificación excesiva de la oposición binaria entre Estado y sociedad civil que se basa únicamente en las limitadas experiencias de la izquierda europea. En lugar de glorificar o vilipendiar a uno u otro polo, el autor ya instalado en México argumenta que sería mejor estudiar esta oposición como una “ecuación social” con múltiples grados de integración y separación. «Por razones propias de cada caso, hay ecuaciones en las que la sociedad es más robusta y activa que el Estado, ecuaciones donde el Estado parece preexistir y dominar sobre la sociedad, al menos durante periodos determinados y sistemas donde hay una relación de conformidad o ajuste», escribe Zavaleta. «En todo caso, está a la vista que es arbitrario sostener que todo momento estatal es reaccionario tanto como sostener que toda determinación popular es progresista. Por el contrario, en determinadas instancias la única forma de unidad de lo popular es lo estatal»[7].
Aquí, por lo demás, vemos en función un principio aparentemente evidente pero silenciosamente revolucionario que recorre todos los escritos de Zavaleta. Me refiero a la noción de que la posibilidad, el nivel y la densidad del conocimiento social en cualquier momento de la historia están sobredeterminados por las condiciones materiales de las luchas sociales en la situación en cuestión[8]. Las fortalezas y debilidades de nuestras teorías sociales críticas, en este sentido, se corresponden con las fortalezas y debilidades de nuestras prácticas políticas. Por ejemplo, el hecho de que la clase obrera boliviana a mediados del siglo XX plantee la posibilidad de una nueva teoría del Estado según Zavaleta es una prueba de su fuerza como sujeto político. A la inversa, por nuestra parte tal vez tendríamos que concluir que el empobrecimiento conceptual de nuestras visiones actuales del Estado, reducidas a un antiestatismo visceral, es la expresión de la debilidad de nuestros movimientos sociales y políticos. Incluso cuando la teoría pretende ir por delante de la práctica, por ejemplo, estableciendo un ideal utópico al que la realidad por fuerza tendrá que adaptarse o, menos ingenuamente, pretendiendo ser la anticipación prefigurativa de un mundo más allá del statu quo actual, también esta posibilidad depende en última instancia de la presencia activa de nuevos sujetos e insospechadas prácticas.
En cualquier caso, lo que puede sorprender a algunos e irritar a otros es que cada una de estas orientaciones en el debate –por ahora no nos apresuremos a hablar de «lucha» para no confundir ambiciones teóricas con realidades prácticas– entre autonomía y hegemonía puede vincularse directa o indirectamente al legado de Marx. Si las viejas discusiones sobre el “desvanecimiento” o el «marchitamiento» del Estado siguen siendo pertinentes para comprender la situación actual sin caer en el escolasticismo filológico, es porque el problema fundamental y aún no resuelto que hemos heredado del coautor de El manifiesto comunista se refiere precisamente a las posibles transformaciones del concepto y la naturaleza del Estado.
Todos sabemos que respecto a este punto de presión sintomático Marx introduce una importante autocrítica tras los acontecimientos y la violenta represión de la Comuna de París de 1871. En el nuevo prefacio para la edición alemana de 1872 de El manifiesto comunista, que es sólo uno de los dos prefacios que Engels aún pudo escribir junto con Marx, los autores se mantienen firmes y orgullosos en la convicción de que su texto original era correcto en su valoración general. Sin embargo, también admiten que la sección en la que enumeran medidas revolucionarias específicas «sería redactado hoy de muy distinta manera en más de un punto”, especialmente “dadas las experiencias, primero, de la revolución de Febrero, y después, en mayor grado aún, de la Comuna de París, que eleva por primera vez al proletariado, durante dos meses, al Poder político”[9]. En palabras de los propios autores, quienes citan La guerra civil en Francia de Marx: «La Comuna ha demostrado principalmente que ‘no basta con que la clase obrera se apodere de la máquina del Estado para hacerla servir a sus propios fines’”[10]. Esta corrección, por supuesto, constituiría la piedra angular de las reformulaciones de Lenin en El Estado y la revolución.
Curiosamente, la tendencia dominante en la recepción de esta lección autocrítica durante el último medio siglo ha sido la opuesta a la intención programática de Marx y Engels. Después de todo, para el autor de La guerra civil en Francia, que cita su propio texto en el prefacio de 1872, la Comuna de París representa nada menos que la realización momentánea de la dictadura del proletariado. Sin embargo, en lugar de estudiar de qué manera la Comuna de París ofreció una instanciación de un Estado de nuevo tipo, el destino de la rectificación de El manifiesto comunista en la segunda mitad del siglo XX y aún más en las dos primeras décadas del XXI ha consistido en subrayar el aspecto no estatal en detrimento del poder político concentrado en el Estado, no sólo cuando este sirve a los intereses del capitalismo sino también, y quizá especialmente, cuando el Estado pretende ser comunista, socialista o, como mínimo, progresista.
Así, en gran parte como resultado y a modo de diagnóstico del desastre del estalinismo y de las frustraciones del eurocomunismo, la lección de la Comuna de París ha pasado a ser leída como premisa de una forma radical de política antiestatal, que más que revolucionaria deberíamos llamar insurreccional. El resultado es lo que el teólogo de la liberación de origen alemán, el recién fallecido Franz Hinkelammert, en otro estudio incluido en el volumen El Estado desde el horizonte histórico de nuestra América denomina el «antiestatismo metafísico» que a partir de los años noventa, con la doble crisis del marxismo y de la Unión Soviética como catalizador, sucedió al Estado de contrainsurgencia militar-dictatorial que había operado desde los años setenta hasta principios de los ochenta en América Latina. «Este antiestatismo domina la discusión actual sobre el Estado y se ha transformado en el leitmotiv de la cosmovisión actual», observa Hinkelammert. Pero, paradójicamente, esto no ha supuesto una transformación en la actitud hacia el propio Estado. Más bien, la infrateorización monolítica del Estado permanece intacta en su forma invertida de antiestatismo: «Si definimos el estatismo como una actitud que pretende encontrar en la acción del Estado la solución a todos los problemas, entonces en este estatismo al revés vemos al Estado convertido inversamente en el culpable de todo. El Estado sigue siéndolo todo, y la negación maniquea no ha cambiado la actitud profundamente estatista hacia el Estado»[11].
Como vimos, el predominio del modelo insurreccional contiene también un diagnóstico implícito sobre el legado del viejo paradigma de inspiración marxista en el que se suponía que existía una línea de continuidad entre el levantamiento revolucionario y la toma del poder estatal. Es precisamente este supuesto el que según autores como John Holloway constituye el principal error estratégico de toda la teoría revolucionaria hasta nuestros días. Según el autor de Cambiar el mundo sin tomar el poder: el significado de la revolución hoy, este paradigma ya está completamente agotado: «Si el paradigma estatal fue el vehículo de esperanza durante gran parte del siglo, se convirtió cada vez más en el verdugo de la esperanza a medida que el siglo avanzaba. La aparente imposibilidad de la revolución a comienzos del siglo veintiuno refleja, en realidad, el fracaso histórico de un concepto particular de revolución: el que la identifica con el control del Estado»[12].
Cuando se contempla desde esta perspectiva de la crisis de la política de inspiración marxista centrada en el Estado, la principal problemática que se vislumbra hoy puede describirse en términos de la tensión no resuelta entre la presunta continuidad electoral y la discontinuidad política real entre las movilizaciones de masas y las insurrecciones populares, por un lado, y la centralización del poder en los aparatos estatales y las agencias gubernamentales, por el otro. Y en los últimos años, esta brecha entre la acción insurreccional y el poder estatal, en lugar de cerrarse no ha hecho sino ensancharse hasta dar paso a un verdadero abismo, con consecuencias nefastas para los procesos de cambio actualmente en curso, como estamos viendo en Europa y Estados Unidos no menos que en América Latina. Así, contrariamente a la propuesta de Holloway de Cambiar el mundo sin tomar el poder, los límites internos, cuando no el fracaso de los gobiernos progresistas de la Marea Rosada, han sido diagnosticados en libros con títulos como Cambiar el mundo desde arriba o Tomar el poder sin cambiar el mundo[13].
Legitimado con referencias teóricas y políticas que van del anarquismo al feminismo, pasando por el autonomismo y las críticas subalternas, poscoloniales o decoloniales de la hegemonía, este legado de la lectura antiestatista es el que aún hoy enfrentamos. Se trata nada menos que del impasse entre la insurrección y el Estado que también podemos traducir con otros nombres: por ejemplo, en términos de los conflictos trágicamente irresueltos entre autonomía y hegemonía, entre movimientos sociales y vanguardias partidarias, entre acción directa y política representativa, o entre el poder destituyente y la larga marcha a través de las instituciones.
En América Latina, hay pocas expresiones más sintomáticas de este impasse, a la vez personal y estructural, que la ruptura entre Álvaro García Linera y Raquel Gutiérrez Aguilar. Así, mientras que en La actualidad del comunismodestaqué sobre todo la trayectoria de Linera desde una posición guerrillera hasta su defensa bastante tradicional, hegeliana o weberiana, del Estado e incluso, en un uso creativo de la noción de Gramsci, una vindicación del Estado integral, en el caso de Raquel Gutiérrez podemos seguir una trayectoria de radicalización en la que la crítica del centralismo democrático combinada con una defensa feminista de la (re)producción de lo común lleva a un rechazo completo de cualquier política orientada al Estado[14]. Entre estas dos orientaciones no parece haber debate posible, porque constituyen los extremos reales y actuales de una contradicción sin solución dialéctica posible.
Sin embargo, consciente de que al hacerlo me abro a las burlas por ambas partes, quisiera plantear a pesar de todo algunos caminos hacia una superación del impasse entre el Estado y la insurrección, sin perder de vista las diferentes situaciones y contextos en América Latina. Me inspira para ello el trabajo de dos amigas cercanas, las filósofas argentinas Paula Biglieri y Luciana Cadahia, quienes en su reciente libro Siete ensayos sobre populismo proponen un «republicanismo plebeyo» para romper con la supuesta falta de reconciliación entre el momento de la ruptura, favorecido por los autonomistas, y el momento de la institución, favorecido por los militantes de los nuevos gobiernos de izquierda como el de Gustavo Petro en Colombia[15]. Así, también, en América Latina ha habido ciertamente otros intentos, tanto políticos como teóricos, para encontrar una articulación entre el poder del Estado y las luchas populares por la reproducción de lo común. Esto significaría no quedarse forzosamente estancado en los «extremos reales» (Marx) o en el «poder dual» (Lenin) entre el Estado y la sociedad civil, o entre el Estado y la comuna. Para concluir, entonces, me limitaré a mencionar tan solo dos ejemplos de tales conceptos transversales.
Una primera noción que va en este sentido es la de “comunidad estatal” que la politóloga mexicana Rhina Roux propone en su brillante tratado neogramsciano titulado El príncipe mexicano: Subalternidad, historia y Estado. Con esta noción se refiere a las normas, los hábitos y los rituales cotidianos que sostienen un régimen de mando y obediencia como el que la insurrección zapatista de 1994 puso en crisis al obligar a las élites gobernantes a un nuevo pacto con los de abajo[16].
La segunda noción es la de “Estado comunal” o “Estado comunero,” propuesta por el militante venezolano y conspirador con Hugo Chávez detrás del fallido golpe de febrero de 1992 y desarrollada por George Ciccariello-Maher como el verdadero legado de la Revolución bolivariana. Inspirándose tanto en la revuelta de los comuneros de Nueva Granada de 1781 como en la Comuna de París de 1871, se trata de un intento de producir una especie de Estado de nuevo tipo con base constitucional en las comunas populares[17].
Probando una vez más el argumento de Zavaleta de que no podemos simplemente aplicar los conceptos teóricos producidos en Europa junto con las estrategias de las que derivan y las limitaciones que conllevan, transfiriéndolos a un contexto diferente como el latinoamericano, estas propuestas de una «comunidad estatal» y un «Estado comunal» ya comienzan a romper el poder dual entre el Estado y la insurrección como extremos reales y actuales. Y si en La comuna mexicana desarrollé hasta qué punto el Marx tardío podría haber encontrado un camino similar cuando en sus cuadernos etnológicos y su correspondencia con Vera Zasúlich previó no sólo lo que Teodor Shanin llamó la «vía rusa» al socialismo sino también lo que podríamos llamar la «vía mexicana» al comunismo[18], los ensayos que constituirán los capítulos de un nuevo libro, titulado justamente El Estado y la insurrección, intentarán mostrar cómo hemos llegado a este punto y en qué medida la noción de la comuna, lejos de señalar un antiestatismo metafísico, podría empezar a articularse con una política emancipatoria a nivel del Estado.
* Este texto ofrece una versión abreviada de la charla del 14 de septiembre de 2023 en el Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista. Agradezco a Jaime Ortega su invitación y al público sus preguntas y sus críticas.
[1] Ver al respecto los comentarios de Íñigo Errejón, “Siete grandes debates sobre Podemos”, El País (España), 5 de junio de 2015.
[2] Philip Abrams, «Notas sobre la dificultad de estudiar el estado», en Antropología del estado (México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2015), pp. 17-70.
[3] Véase el texto de Louis Althusser, “Dos o tres palabras (brutales) sobre Marx y Lenin”, en la sección especial “La crisis del marxismo”, Dialéctica, año V, número 8 (junio de 1980), pp. 102-103.
[4] Louis Althusser, “El marxismo como teoría ‘finita’”, en Discutir el Estado: Posiciones frente a una tesis de Louis Althusser (México, 1982; Buenos Aires, Folios, 1983), pp. 11-21.
[5] Pierre Clastres, La sociedad contra el Estado (Caracas: Monte Ávila, 1978); Miguel Abensour, La democracia contra el Estado: Marx y el momento maquiavélico, traducción de Eduardo Rinesi (Buenos Aires: Colihue, 1998).
[6] Karl Marx, Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel (Madrid: Biblioteca Nueva, 2010), p. 169. Para más comentarios sobre la actualidad de este texto, fuente también para Abensour, véanse los ensayos en el volumen colectivo Marx démocrate: Le Manuscrit de 1843, edición de Étienne Balibar y Gérard Raulet (París: Marx Actuel/PUF, 2001).
[7] René Zavaleta Mercado, “El Estado en América Latina”, Obras completas, vol. II, pp. 620-621. También incluido en El Estado desde el horizonte histórico de nuestra América, edición de José Gandarilla Salgado y Rebeca Peralta Mariñelarena (La Paz: Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, 2013), pp. 201-229.
[8] Véase sobre todo Zavaleta, “Clase y conocimiento,” Obras completas, vol. II, pp. 383-389; y el extenso análisis enLuis Tapia, La producción del conocimiento local: Historia y política en la obra de René Zavaleta (La Paz: Muela del Diablo, 2002).
[9] Marx y Engels, Manifiesto del Partido comunista (Beijing: Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1965), p. 2.
[10] Ibid. La cita proviene de Marx, “Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia en 1871”, en La Comuna de París (Madrid: Akal, 2010), p. 31.
[11] Franz J. Hinkelammert, “Nuevo rol del Estado en el desarrollo latinoamericano”, El Estado desde el horizonte histórico de nuestra América, op. cit., p. 270.
[12] John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder: el significado de la revolución hoy (Buenos Aires: Revista Herramienta, 2002), p. 16.
[13] Rául Zibechi y Decio Machado, Cambiar el mundo desde arriba: Los límites del progresismo (Vicente López: Mariano Ariel Pennisi, 2017) y Pierre Gaussens, Tomar el poder sin cambiar el mundo: El fracaso de la izquierda latinoamericana, con prefacio de Raquel Gutiérrez Aguilar (México: Yecolti, 2017).
[14] Ver por ejemplo Contra el reformismo: Crítica al “estatismo” y al “populismo” pequeño burgués, con una presentación de Qhananchiri (García Linera) y el texto “El programa nacional popular de la izquierda unida” por Qhantat-Wara Wara (Gutiérrez Aguilar) (La Paz: Ofensiva Roja, 1989); Qhantat-Wara Wara, ¿A dónde va el capitalismo mundial? Apuntes sobre la Crisis (Económica en Occidente y en la URSS) (La Paz: Ofensiva Roja, 1990), pasando por la crítica al centralismo democrático en Raquel Gutiérrez Aguilar, ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social (La Paz: Textos Rebeldes, 1996; Buenos Aires: Tinta Limón, 2006; México: Pez en el árbol, 2014); la crítica a la dominación masculina en Desandar el laberinto (La Paz: La Comuna, 1999; México, Pez en el árbol, 2014); hasta la perspectiva comunalista sobre la política “en femenino” a distancia del Estado, en Raquel Gutiérrez Aguilar, Horizonte comunitario-popular: Antagonismo y producción de lo común en América Latina (Puebla: Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2015).
[15] Paula Biglieri y Luciana Cadahia, “Profanar la cosa pública: la dimensión plebeya del populismo republicano”, en Siete ensayos sobre el populismo (Barcelona: Herder, 2021), pp. 119-136.
[16] Rhina Roux, “Historia y comunidad estatal”, en El príncipe mexicano: Subalternidad, historia y Estado (México: Era, 2005), pp. 27-56.
[17] George Ciccariello-Maher, Building the Commune: Radical Democracy in Venezuela (London: Verso, 2016).
[18] Véase la segunda parte en Bruno Bosteels, “México en Marx, Marx en México”, en La comuna mexicana (México: Akal, 2021), pp. 231-318.